24. La sala del olvido

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El tajo dolía, los puntos tiraban de su piel y la sensación de un desmayo inminente era tan persistente que ni él mismo sabía cómo seguía en pie

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El tajo dolía, los puntos tiraban de su piel y la sensación de un desmayo inminente era tan persistente que ni él mismo sabía cómo seguía en pie. Pese a todo, Jerôme aguantaba el porte con estoicidad, no por hacerse el duro, ni por el sueño que volvía a llevar alrededor del cuello —y que preferiría que estuviera con Jazz—, sino porque no disponía de otra opción: cada vez que se tambaleaba, un espectro lo empujaba con crueldad a través de aquel largo pasillo de paredes iridiscentes.

De vez en cuando, el reciclador contemplaba a los demás: Ruth y Tristán avanzaban cabizbajos, mientras que Dominique les perseguía como si no fuera más que un cometa amarrado a la muñeca de un niño. Le escocía verlo así e intentó consolarse a sí mismo diciéndose para sus adentros que todo sería cuestión de segundos. Pronto, muy pronto, Jazz volvería a ser el bribón desvergonzado que le había dado la vuelta a su mundo.

Ante ellos, Neo encabezaba la comitiva.

El emisario había mantenido a raya a los espectros y ayudado a cortar las comunicaciones de la mansión, ¿por qué ahora los apresaba y entregaba? ¿Era parte del plan? La niebla mental que Jerôme arrastraba, causa directa de la sangre vertida, le impedía concentrarse incluso en sus propias dudas.

—Hemos llegado —anunció el susodicho. Finalmente, se había detenido ante un portón doble y cóncavo con barnizado dorado—. Será mejor que cerréis los ojos.

La Sala del Olvido era amplia, circular, e irradiaba una luz ultravioleta, de procedencia desconocida, que dañaba las retinas. Tal como Neo les advirtiera, tuvieron que cerrar los ojos mientras se acostumbraban a aquella violencia lumínica.

—Buen trabajo —dijo el Joyero, tan pronto como los vio llegar.

—Gracias, padre.

¿Por qué lo llamaba padre? Le sorprendió que el emisario se dirigiera al Joyero de aquella manera, pero más le sorprendió, cuando logró ver algo, descubrir que estaba arrodillado ante él, besándole los anillos con el rostro ensombrecido por el ala del sombrero y una larga sonrisa asomando a sus labios. De pronto, la luz se hizo en su mente.

—¡Eres un maldito traidor! —gimió. No podía creer que todo hubiera sido una trampa. Era el hermano de Dominique, ¿acaso la familia no significaba nada para ese tipo?—. Eres... Eres... ¡Eres horrible!

Tanto el Joyero como la muñeca rieron con afán y al reciclador se le habría erizado el vello cual dracolino en apuros de no haber estado tan débil.

—¿Y tus hermanos? —De nuevo, el Joyero se dirigió al traidor.

—No tardarán en llegar. Les alerté a tiempo de que era una trampa.

Jerôme observó al espectro de Dominique, que seguía inerte y se comportaba como una marioneta ajena al mundo que los rodeaba. Ajeno a él. ¿Estaría siendo testigo de todo aquello? El ladrón recién se había reencontrado con su hermano, y el muy maldito lo había vendido de esa manera. Intentó acercarse, necesitaba brindarle consuelo. Con cada paso, los puntos se aflojaban y una nueva hilera de sangre descendía herida abajo, por lo que no avanzó mucho.

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora