Epílogo: La Revolución de los Sueños

897 115 101
                                    

El paso de los días ayudó a que la herida de Jerôme cicatrizara

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El paso de los días ayudó a que la herida de Jerôme cicatrizara. Ya no le producía ninguna molestia y todos los puntos se habían caído. Aun así, guardó religiosamente el reposo impuesto por Ruth, lo que en ocasiones fue tremendamente aburrido, pues pasó muchas horas con la única compañía de una libreta, algunas ceras de colores y, por suerte, también de un pequeño dracolino plateado con rayas doradas.

Pese al aburrimiento, le gustaba aquella estancia de madera en la que descansaba, dormir con su nueva mascota chispeando a los pies de la cama, amanecer con el olor a salitre y escuchar los cantos de las criaturas del paraje, de la misma forma en que, pese a que se ponía en modo cascarrabias, adoraba que Dominique estuviera pendiente de su salud y que cada mañana le trajera brebaje de algarroba y bizcocho de allenas. Además, ahora que ya estaba mucho mejor, podía dar pequeños paseos y observar cómo trabajaban los demás, aunque aquel atardecer tan solo le apetecía una cosa.

Salió a cubierta y se acodó al candelero para contemplar la puesta del sol y dejarse encandilar por la luna roja, que recién iniciaba su recorrido celestial.

El barco de Tristán era una verdadera joya en la que la Linde y la Capital se fusionaban entre madera, vegetación, engranajes y vapor. La coraza estaba cubierta de pequeñas aletas mecánicas que lo ayudaban a mantenerse a flote, una gran hélice coronaba la popa y las velas ondeaban cual nubes al viento. Pero lo mejor del navío en el que se hallaba, eran las vistas que se le ofrecían bajo el arrebol del ocaso.

Ante él se extendía el inconmensurable mar de bruma con cientos de pequeñas islas flotantes que se sostenían gracias a la densidad de aquella atmósfera salada. Desde allá arriba podía ver cómo en las partes más profundas bailoteaban los peces de aire a la par que serpenteaban las algas voladoras.

Aquel viaje sería el inicio de un gran sueño, un sueño que ahora podría parecer insignificante, pero que, sin lugar a dudas, daría sus frutos. Tenían tantos lugares que visitar, tantas personas a las que ayudar a liberarse.

—¡Buenos días! —exclamó Dominique, abrazándolo desde atrás—. ¿Cómo se encuentra hoy mi boquita de caramelo?

—Me encuentro bien —contestó abochornado tras asegurarse de que nadie los espiaba. No se acostumbraba a esos motes y tenía la firme convicción de que Jazz lo nombraba así solo por el efecto que causaban en él. Rotó entre sus brazos y lo besó—. Es una pena que Ruth y Bell no hayan querido venir. ¿Crees que nos odian?

—Lo dudo, Bell no sabe odiar y Ruth... Bueno, ella sí, pero no a ti —aclaró—. Necesitan pasar tiempo en familia, ya tendrán tiempo de unirse a la causa. Además, ellas ya han recorrido mundo, ahora te toca a ti.

Lo estrechó más fuerte entre sus brazos. Sentirlo de nuevo era una sensación de lo más reconfortante, pues Dominique tenía la capacidad de sostenerlo fuerte sin perder por ello la suavidad que tanto lo caracterizaba. Estar cerca de él era mejor que estar ante una chimenea, cubierto por una manta y con un chocolate caliente entre las manos. Aun así, pensó en lo a gustito que estaría en esa situación con Dominique, después de haberse dado un baño en la casita del desierto.

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora