18. Mi sueño eres tú

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La casa de los padres de Jerôme no tenía nada que envidiar a la elegancia de un contenedor gigante

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La casa de los padres de Jerôme no tenía nada que envidiar a la elegancia de un contenedor gigante. Era gris, triste, con ventanas demasiado pequeñas para su gusto y, a modo de decoración, tan solo podía encontrar objetos funcionales, ninguno que estuviera allí con el único fin de ser bello. En cualquier caso, era un buen lugar en el que ocultarse de los espías del Joyero, aunque su espíritu de autoconservación andaba bastante atrofiado desde que, una semana atrás, Dominique se convirtiera en espectro y los colores se volvieran sombríos. Ya no había días soleados ni verde en las copas de los árboles. Bell y Ruth disfrutaban de su recién nacida como si hubieran olvidado al ladrón y Tristán no llegó a ponerse en contacto con él. No podía saber cómo ni dónde estaba Dominique y eso era algo que lo consumía por dentro.

Pasó horas tumbado sobre su antigua cama, rememorando los últimos acontecimientos y jugueteando con la armónica que Bell le había dado tras el nacimiento de Nayra. Dominique quería que él la tuviera, no sabía el porqué, pero lo agradecía.

De vez en cuando contemplaba a su usurpadilla y hablaba con ella mientras esta elevaba su tronco, desesperada por escapar de la caja. Entonces, le mostraba el relicario, agitándolo cual péndulo sobre la cajita, y tanto el gusano como él contemplaban los círculos que el sueño dibujaba en el aire.

Sí, debió haberlo devuelto, a punto estuvo... No pudo. Aquel sueño pertenecía a alguien, haría lo posible por revivirlo y realizarlo, sin embargo, no pensaba hacerlo sin Jazz. «Es nuestro», había dicho el ladrón. Lo devolvería cuando estuvieran juntos.

Las pesas dolieron tan solo por imaginarse a sí mismo recorriendo el mundo junto a él.

El dolor era bueno, incluso cuando le llegaba hasta la cabeza, intentando borrar esa idea, y le sangraba la nariz. Cada vez lo manejaba mejor, como si fuera parte de sí, algo con lo que aprender a vivir. Mas no siempre era tan llevadero. En aquella ocasión, por ejemplo, no pudo contener un grito gutural que alertó a sus padres.

—¿Otra vez, cielo? —preguntó su madre, llena de angustia. Jerôme asintió y se abrazó fuerte a la almohada mientras ella le acariciaba el cabello—. Esto es demasiado. No fue un secuestro, ¿verdad?

Él seguía aferrado al cojín como si le fuera la vida en ello. No negó, no afirmó, pero la escuchó chasquear y percibió una conversación silenciosa. Su padre se sentó también y puso la mano en su espalda.

—¿Y si te las quitas? —propuso.

El reciclador se enderezó con gran esfuerzo. ¿Qué locura era esa?

—Si el clan se entera, no habrá refugio para ninguno de los tres. Las normas son claras.

—A veces hay que saltarse las normas, Jerôme —repuso su madre, a la par que lo escrutaba con sus ojos negros. Le acarició la cara con el pulgar y, al pasar bajo la nariz, el dedo se impregnó de sangre—. No quiero volver a temer por tu vida por culpa de esas cosas.

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora