12. El emisario del Joyero

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A Jerôme le sorprendió el lujo que ostentaba el zepelín: en una esquina, sobre una tarima, una pequeña orquesta hacía sonar sus instrumentos de cuerda en una mezcla de soul y música barroca

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A Jerôme le sorprendió el lujo que ostentaba el zepelín: en una esquina, sobre una tarima, una pequeña orquesta hacía sonar sus instrumentos de cuerda en una mezcla de soul y música barroca. Las mesas estaban barnizadas con distintos motivos grabados a mano y las sillas mullidas eran dignas de reyes. Unas ventanas circulares daban al exterior, desde donde pudo comprobar que Isabelle seguía junto a Berta, a la espera del despegue.

¿Por qué se sentía culpable? Ya no podía dar marcha atrás, aquel sueño era lo más importante, junto con volver a casa. Sin embargo, las dudas le asaltaban porque sentía que aún estaba a tiempo de recular, aunque solo fuera para asegurarse de que el ladrón estaba a salvo... Pero lo correcto era volver con el sueño, ¿verdad? ¿Era egoísta si se iba o lo era si se quedaba?

Meditó dibujando círculos en los cristales hasta que un muchacho recién entrado en la adolescencia le tiró de la chaqueta.

—Debe sentarse, solo queda usted —advirtió. Vestía un traje a juego con su pajarita ámbar y tenía cara de pocos amigos—. No podemos irnos hasta que ocupe su sitio.

—¿Cuánto crees que vale un sueño? —preguntó él, haciendo oídos sordos a la orden y perfilando a una Bell que, en la distancia, se veía diminuta.

—¿Cómo voy a saberlo? Depende de muchas cosas. No vale lo mismo uno nuevo que uno reciclado ni uno limpio que uno sucio. ¿Puede sentarse, por favor? Está haciendo que nos retrasemos.

Un sueño limpio era aquel que se había cumplido por esfuerzo o destino, mientras que uno sucio se cumplía «a cualquier precio» sin importar cuántos se vieran perjudicados por ello.

—¿Se va a sentar o llamo a seguridad? —insistió el muchacho.

Isabelle conducía mucho más aprisa que a la ida, tanto, que las ruedas se rebotaban sobre el suelo y parecían viajar en una inmensa nube de arena roja

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Isabelle conducía mucho más aprisa que a la ida, tanto, que las ruedas se rebotaban sobre el suelo y parecían viajar en una inmensa nube de arena roja.

—¿Estás seguro? —le preguntó una vez más.

—Lo estoy. —Jerôme no le había contado lo del sueño, pues no era tan idiota como para arriesgarse a perderlo, pero sí que había visto un espectro como los del coche y que tenía un mal presentimiento respecto al ladrón—. ¿Qué será de Dominique si llegamos tarde?

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora