Uno

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MONASTERIO DE PRÍSTINUS

Para la gente del valle, tiene este monasterio un carácter atemporal. Sin referencia concreta, su nombre no hace más que reforzar la creencia generalizada de que ha estado ahí desde siempre.

HUBO UN TIEMPO DE RESPIRO, y así, cual hoguera sofocada por lenitivo aguacero, las brasas encendidas en mi interior fueron tornándose en cenizas al abrigo del monasterio.

Prístinus, bálsamo para el alma, supo ofrecerme el respiro que tanto necesitaba, a pesar de aderezar mi ánimo con una fatigosa e inevitable espera.

-¿Quién anda ahí? –había gritado una voz desde el otro lado del patio.

-¿Paulus? –grité yo.

-¿Quién sois? ¿De qué me conocéis?

-Paulus, ¿dónde te escondes? Soy yo, Mateus. Muéstrate; no te veo.

-¿Mateus? –replicaba la voz que se ocultaba-. ¿Eres Mateus?

Una figura delgada, casi enjuta, caminaba hacia mí con el vaivén de una evidente cojera. Ciertamente era Paulus, aunque en cualquier otra circunstancia me hubiera resultado imposible reconocerlo.

Me encaminé hacia él y aceleré el encuentro propiciando entonces un abrazo que, como era menester, llegó acompañado de multitud de preguntas y respuestas.

-¿Y qué haces aquí? ¿Has venido para quedarte? -concluía su interrogatorio.

-No –respondí-. He venido para ver al abad. Necesito hablar con él. Tenemos un asunto pendiente que es preciso concluir.

-¿El abad? ¡Pues vaya, has escogido el momento! Ha salido de viaje y estará ausente, al menos durante cuatro semanas.

-Sí que he escogido el  momento, sí... -declaré en un susurro- ¿Y el hermano Salvatore? –añadí con brío.

-Ha tenido que irse con él. Hace dos días que partieron.

Viendo  la mezcla de tristeza y frustración que teñía mi semblante, Paulus añadió:

-¡Hombre, no pongas esa cara! Cualquiera diría que sigues siendo un caprichoso. Si ha sucedido así, es porque así tiene que ser. ¿No has aprendido nada en todos estos años?

Su comentario me turbó y lo reté con desprecio.

-¡Qué sabrás tú de mi vida!

-Nada. Tienes razón. De tu vida no sé nada, pero sé mucho de la mía y he aprendido que, o nos adaptamos a las circunstancias, o sucumbimos ante ellas. No hay otra opción. Nos guste o no.

-Pero, ¿qué dices? –lo observaba boquiabierto.

-Digo que, o lo aceptas y te adaptas, o sufres. Eso es todo. Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer. Si te quedas por aquí, ya nos veremos.

Paulus se alejó por donde había venido y yo me apresuré a sacudirme sus palabras.

-¿Quién se ha creído que es? ¡Toda la vida limpiando caballos y pretende darme lecciones! –mascullé incitando al pensamiento con el desdén que me inspiraba.

Aunque a regañadientes, hice lo posible por adaptarme... pero sólo en apariencia. Me distraía escudriñando cómo hubieran sido las cosas si todo hubiera sucedido como yo esperaba y muy a mi pesar, sólo conseguía distraerme y pasarlo mal sin poder hallar la manera de que la realidad coincidiera con mis intereses. Y en esas estaba cuando el hermano Bonifacius me sorprendió.

Los Días IntermediosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora