Siete

6 2 0
                                    


EOLIS


Cada vez que el viento sopla, no es maldad; tan sólo la visita acostumbrada, por anhelo de una joven que habitaba aquellas costas.



-¡Tirad de esa viga con cuidado y colocadla a la derecha!

El carpintero de la aldea se afanaba en reconstruir unas casas que el azote del

viento casi había destruido.

Cómo acabé allí, no es difícil de adivinar. De camino fui sorprendido por un temporal que, obligándome a guarecerme, me llevó hasta el primer poblado de mi travesía: Eolis, en donde tras hallar cobijo, pude comprobar cómo la Naturaleza tiene sus propias reglas.

-¡Mateus, colocad ahí esa otra! -gritaba Carpus desde el suelo, organizando un trabajo que se alargaba en el tiempo.

-¡Tomaos un respiro, descansaremos un rato! -decretó una vez hubimos terminado.

-Disculpad mi intromisión, señor, pero a juzgar por el estado del cielo es preciso darnos prisa. Si no afianzamos esas vigas y el viento vuelve a soplar, esta casa volará por los aires.

-Lo sé, pero si no descansamos no podemos continuar. Dos noches sin dormir es un buen antecedente para sufrir un accidente.

Obviamente era él quien dirigía el trabajo y poco me quedaba a mí por decir, sin embargo, la impaciencia y la razón empezaban a corroerme dando paso a la imprudencia.

-¡Mateus, si sufrís un accidente, no nos serviréis! No sobran hombres para acabar el trabajo.

-Si no continuamos, no lo veremos ni acabado -replicaba yo, poniéndome

manos a la obra.

Y de mi irresponsable disposición casi me arrepiento de por vida, pues debido precisamente a un despiste, me vi cayendo desde el tejado y dando con todos los huesos en el suelo. Tras el rescate, llegó irremediablemente la consiguiente "regañina".

-¿Qué acababa de deciros? ¿Qué queréis demostrar, que sois mejor que los demás o que la razón está de vuestra parte? ¡Maldita cabezonería! Id a ver si tenéis algo roto y descansad un rato. Espero no tener que volver a repetíroslo. ¡Maldita cabezonería! -mascullaba.

Lo que podía haber sucedido, no fue más allá de unas cuantas magulladuras y algún arañazo, convirtiéndose tan sólo en un contratiempo. Aún así, todavía me estremezco al recordarlo.


-Habéis tenido mucha suerte -afirmaba la mujer que minuciosamente revisaba mi cuerpo.

-Sí. Lo sé, pero es preciso continuar -insistía yo.

-Vos lo sabéis, yo lo sé, y bien sabe el Cielo que él no lo ignora, pero la vida le ha enseñado una dura lección que no está dispuesto a olvidar.

Yo guardé silencio y ella prosiguió:

-Debéis saber que este episodio no es esporádico. Sucede con más frecuencia de la que a nosotros nos gustaría, pero todo el que se queda aquí, tarde o temprano, acaba aprendiendo que todo en la vida es efímero y que nada permanece, excepto aquello que vayamos construyendo dentro de nosotros mismos. El viento se encarga periódicamente de recordárnoslo y el tiempo concede la sabiduría necesaria para comprenderlo y aceptarlo. Carpus lo

ha comprendido y hasta puede que aceptado, pero el recuerdo de lo que perdió, todavía es más intenso que la necesidad de dejarlo atrás.

-¿Qué sucedió?

-Por una obstinación como la vuestra, hace un par

de años perdió a su único hijo.

Mi asombro la animó a alargar el comentario.

-Sí, él también estaba convencido y lleno de razón. También insistía en que debíamos continuar a pesar del cansancio, y también creía saber lo que era mejor. Su imprudencia le costó la vida. Ignorando las advertencias de su padre y de los demás, subió al tejado y no tuvo tiempo para contarlo. Un tropezón, digamos inoportuno, lo tiró al suelo golpeándose la cabeza contra unos maderos. En momentos como éste, es inevitable el recuerdo.

-¡La razón! Todos creen estar en posesión de la razón y en su nombre cometen toda clase de barbaridades. ¡Inútiles idiotas! ¿Acaso no saben que la razón no existe? ¡Razón: burdo invento de la mente para salirse con la suya!

-Padre, por favor quedaos fuera. Ya sabéis que no podéis entrar aquí -la mujer se dirigía a un anciano que, apoyado sobre un bastón, acababa de hacer su triunfal entrada.

-No temáis -me hablaba-. Tiene unas ideas un poco particulares, pero a pesar de toda esa bravura que muestra en sus opiniones, es inofensivo.

Sonreí y esperé a que la mujer finalizara su labor. Con el torso vendado, algunos movimientos se hacían dolorosos, pero podía continuar. Y a eso me disponía cuando el anciano volvió a acecharme por el camino.

-No hagáis caso a todo lo que mi hija os ha dicho. Todo son sensibleras paparruchas.

-¿Qué queréis decir? -pregunté.

-Es muy mala costumbre esa de vivir recordando el pasado. Del pasado se aprende y después se deja marchar.

De alguna manera me veía identificado con sus

palabras.

-¿Qué significa la muerte cuando todavía queda toda una vida por delante? No le hagáis caso, señor -insistía-. Aprender sí, pero quedarse atrapado en los errores, bien sean propios o ajenos es un gran error. Vos estuvisteis a punto de romperos la cabeza. Bien, de vos depende aprender de ello o no. Todo lo demás sólo sirve para perder el tiempo. ¡Tonterías!

Y dando su discurso por finalizado se alejó entre las casas.


Las labores continuaron durante días y el pueblopudo volver a la "normalidad", sin embargo todos y cada uno de ellos, en silencio se preguntaban qué sucedería la próxima vez. Leyendo en sus pensamientos el anciano se afanaba por suavizar la situación

-¡Que no os preocupe el futuro; lo que tenga que venir ya vendrá! ¡Ocupaos del presente que es lo único que tenéis entre manos! Con las casas reparadas, ¿qué otra cosa puede hacerse, más que disfrutar?

Y parecía que sólo el viento escuchaba sus disertaciones.



Habían pasado dos días más y ya nada me retenía en Eolis. Excusándome en la curiosidad que el anciano me inspiraba, me hubiera gustado permanecer allí, pero mi propia vida me estaba esperando y no podía seguir dándole la espalda.

La madrugada me abrió el camino.


Los Días IntermediosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora