Tres

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EL MALEFICIO

Los pueblos afectados tardaron en ser habitados.

Las creencias siempre han sido letales.


A PESAR DEL DISGUSTO que inevitablemente en un principio me producían, los nuevos comienzos estuvieron siempre presentes en mi vida. Una puertas se abrían y otras se cerraban, mientras yo tardaba en comprender que todo formaba parte de un proceso, de un transcurrir; un ir y venir que la vida nos marca alejándonos de un inmovilismo que sólo nos conduciría hacia la muerte. Y creedme, hay peores muertes que la física.


Confiados y decididos, fuimos siete, los hombres que en marcada disposición salimos del monasterio una mañana de incipiente primavera, rumbo al sur.

-Rezad por mí -le había dicho al hermano Bonifacius en nuestra despedida.

-Hijo mío, que cada palo aguante su vela -me respondió con infinita ternura dándome qué pensar para buena parte del camino.


Transcurría el viaje con normalidad, con la normalidad que acompaña a un ambiente distendido, salpicado de bromas y algún que otro comentario jocoso, cuando don Valerius dio la alarma. A lo lejos, detrás de unas montañas, un denso humo se hacía ver.

Dispuestos y curiosos, abandonamos nuestro objetivo para adentrarnos en un bosque que nos brindaba la posibilidad de acudir en auxilio de aquel que lo necesitara. De camino, nos topamos con una mujer y dos niños, que huían de lo que creían, era obra del demonio.

-¡Señores, no prosigáis! -gritó ella-. Un maleficio asola a las aldeas de la contornada. Los hombres mueren sin causa aparente y las mujeres nos vemos obligadas a escapar con nuestros hijos sin tiempo de recoger ni la más necesaria de nuestras pertenencias.

-¡Por favor, explicaos! -apremió el caballero.

-No puedo deciros nada más -balbuceaba la mujer-.

Padre, esposo y hermano sucumbieron al maleficio y con ellos, los demás hombres de la aldea. Sin dudarlo, no quise mirar atrás y salí despavorida, sin tiempo para llorarlos o darles un digno reposo a sus cuerpos.

-¡Mateus, llévate a la mujer y a los niños al monasterio! Cuéntale al hermano Bonifacius lo sucedido. Quédate allí. Regresaremos tan pronto como nos sea posible.

-¿Por qué yo? ¡He de ir con vos! -reclamé con disgusto.

-¿Por qué? -me encaró.

Su pregunta ahogó mi respuesta y de mala gana subí a la mujer y a los niños al caballo e inicié el regreso. Un regreso ocupado en alimentar el malestar por no haber visto satisfechos mis intereses. Un regreso en el que por rabia, desatendí mis obligaciones y ni tan siquiera me digné a tratar de suavizar el dolor de aquellos a los que debía proteger. Tal fue así, que el hermano Bonifacius recibió a unos seres rotos por el dolor y la angustia, que a duras penas se mantenían sobre el caballo y por los que yo, apenas me había interesado.

En las horas sucesivas, e incluso días después, llegaron a Prístinus mujeres y niños inmersos en las mismas circunstancias. La protección del monasterio y el cariño que el hermano Bonifacius les brindaba, aligeraba una carga, bien difícil de sobrellevar. Yo, por mi parte, me comportaba como un verdadero idiota.


Sería inútil y excesivamente reincidente querer explicar aquí mi comportamiento y los sentimientos que me embargaban. Para ilustrarlo, valga la conversación que mantuve con don Valerius, o más bien, don Valerius conmigo.

-Tan pronto como regrese el abad, mis hombres y yo partiremos, pero esta vez no vendrás con nosotros; no podrás acompañarnos.

-¿Por qué? ¿Acaso no valgo?

-Tú lo has dicho, no yo. Tienes la apariencia de un hombre, pero la actitud de un muchacho egoísta y caprichoso. Mucho trabajo te queda por hacer si quieres alcanzar tus pretensiones.

Dando réplica a mi inquisidora expresión, continuó:

-La aspiración más alta de un hombre, y no digamos ya, de un caballero, es el servicio, y todo servicio conlleva obediencia. Estás todavía muy lejos de entender lo que eso significa y yo no estoy en condiciones de enseñártelo. Es más, dudo que en estos momentos te interese otra cosa que no sea tu propio ombligo. Tienes mucho por andar y de momento, no será a mi lado. Espero que sepas reconocer el camino cuando la vida te lo muestre.

No por su desdén, sino por el mío, no volví a cruzar palabra con aquel hombre que tanto me había inspirado en su momento. Su intención, aunque buena, hostigó mi rabia y sus palabras fueron el respaldo necesario para acrecentar mi resentimiento.

-Por favor caballero, ¿seríais tan amable de vigilar a mi hijo? Está jugando en aquella esquina y yo debo ir en busca del hermano Bonifacius.

Y por absurdo que os parezca, la realidad me sacudió, y junto con ella, el recuerdo. Me había aferrado tanto al dolor que me había olvidado de sus motivos. Aquel rostro y aquella voz acababan de avivar mis heridas.

-Melissae -pensé.

Tras una sonrisa como respuesta, incliné la cabeza y me dirigí hacia el lugar en donde un tierno infante recreaba su imaginación. Sin dejar de mirarlo, pero con la mente en otro sitio, dispuse de unos minutos para rememorar, pero cada imagen del pasado era tan sólo eso, un recuerdo. Frente a aquel rostro acababa de atisbar una salida pero muy a mi pesar, eso también formaba parte de una ilusión, y cómo no, del desencanto. Un desencanto amparado por la nostalgia, el resentimiento y las quejas reincidentes. Un desencanto que desembocaba en el vacío; en ese vacío que me situaba en ninguna parte y que sólo me conducía ante una única cuestión: ¿en qué me había convertido?

-Mirad, señor, éste es mi caballo -explicaba el crío en un remoto recodo de mi mundo-. ¿Vos también tenéis un caballo? ¿Sois un caballero, señor? Padre dice que los caballeros son hombres muy valientes. Cuando sea mayor quiero ser un caballero. Cuando sea mayor quiero ser un caballero -canturreaba el niño-, ...cuando sea mayor quiero ser...

-Muchas gracias, señor -interrumpió su madre-. Ya me ocupo yo.

Sonreí y me retiré.

El pensamiento se aceleraba:"...cuando sea mayor quiero ser un caballero...", "...¿te imaginas madre, cuando sea un caballero que gane todas las batallas?...", "...¿qué has hecho con el tiempo que se te ha dado?....".

El pensamiento se aceleraba y también mis pies. No quise saber nada, no quería saber nada. Tan sólo deseaba huir, escapar. Tal vez la lejanía, tal vez el tiempo, tal vez el valor, o tal vez el odio consiguieran arrancarme aquel malestar.

Tal vez mi vida no fuera aquello que yo creía haber construido, o tal vez la vida no fuera aquello que buscaba.

De todas formas tenía que averiguarlo.




Los Días IntermediosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora