My Baby Shot Me Down

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CAPÍTULO 5

My Baby Shot Me Down

Si el tiempo realmente se midiese entre todo aquello que nos había hecho daño, Sergio tendría muchos más años que yo. Pero él era de esas personas que llevan el dolor en la pausa. Entre los huecos, en la mirada. En el cansancio y en la ausencia. En el silencio que dejaba todo aquello que no decía e incluso, en lo que realmente formulaba. No fue hasta entonces que me di cuenta de que me faltaba una parte de él. Que no nos lo habíamos dicho todo en nuestras conversaciones de cama y que, por alguna razón, no me había dejado conocerlo del todo.

Aquel día aprendí que los papeles de un divorcio no significaban nada. Ni siquiera la firma lo hacía. Podría haber hecho cualquier garabato que no se correspondiese con la realidad y aún así, haber salido a Gran Vía con el mismo sentimiento de pérdida. Pero lo peor no era eso, lo peor era dejar de conocerle. Que lo que yo había amado durante tanto tiempo se convirtiera en un duro recuerdo que convive con una realidad tan cruda que aún, a veces, me resultaba un sueño algo febril.

Aquel mediodía todos los medios digitales publicaron sobre la muerte de Daniel March. Al principio eran titulares escabrosos que no decían mucho. Pero más tarde, la noticia se convirtió en un eco que recorrió el país. «Brutalmente asesinado» resultaron ser las dos palabras más utilizadas. A las doce y treinta y tres, levantamos la mirada para encontrarnos perdidos en mitad de ese revuelo mediático. Tamayo decidió hacer un comunicado oficial sobre la investigación. Se había tomado tres cafés antes de coger el micrófono, negros. Le tenía que ir el corazón a mil y pude sentir su adrenalina desbordarse en sus fosas nasales, pero cuando salió a los focos, no le tembló la voz.

Lo cierto era que en Madrid moría más gente de la que salía en los periódicos. La mayoría no eran empresarios de éxito. Por supuesto que no, pero los tres sabíamos muy bien cómo habíamos llegado hasta allí: atravesando hordas de cadáveres.

Al principio, me había llevado aquel olor a casa. Me había pasado horas en la ducha hasta arañarme con la esponja en un intento de, simplemente, olvidar: lo que era, lo que había visto. Lo que vería.

Finalmente me había hecho al dolor, a llevar a todas esas víctimas tatuadas en mi memoria. Cada una era una constante vital.

Era irónico, porque me había pasado la vida buscando algo que me hiciese sentir viva. Para cuando pisé mi primera escena de un crimen ya le tenía a él, pero el sentimiento fue diferente. Fue como caer en picado y ponerme en pie sin pensármelo dos veces. Como una quinceañera que por fin descubre algo que le hace sentir y quiere exprimirlo al máximo. Deseaba ser la mejor en un mundo que no estaba hecho para mí.

Una de las razones por las cuales seguía siendo policía era porque, en el fondo, todos los que estábamos en homicidios sabíamos que no se trataba generalmente de buenos y malos: sino de vida o muerte. Los asesinos eran asesinos. Y a veces pasa. A veces pasa que tienes que tener la jodida sangre fría de arrestar personas que han matado a gente que tú misma desearías estrangular con tus propias manos.

La gente se preguntaba si Daniel se lo merecía. Salió mucha mierda. Todo el mundo habló sobre ello hasta las cinco de la tarde. Para entonces, la agenda mediática ya se había olvidado del tema. Parecía que hubiese resucitado. Ángel y yo compartimos una mirada junto a la pizarra, pues ambos estábamos observando su foto. Fue casi como si intentásemos asegurarnos de que era él el que estaba ahí y no otra persona. Una que no vende, que no importa.

Su nombre de repente ya no era trending topic en twitter. Y cualquier huella digital que desvelara alguna información sobre lo sucedido, había desaparecido. Lo único que conservábamos en nuestro equipo eran los periódicos. Con alma de coleccionista, Ángel trajo un par del quiosco de la esquina.

EL DALÍ #SerquelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora