Strangers

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CAPÍTULO 18
Strangers

En el mejor de los casos, solo un veinte por ciento de las personas que reciben un disparo en la cabeza sobreviven. Pero en aquel momento, no pensé en porcentajes. Ni en la posibilidad de la muerte, que llegó en cuestión de segundos. A mí me pareció una eternidad mientras Prieto caía al suelo y el proyectil le atravesaba hasta quedarse a unos metros de donde nos encontrábamos, perdido entre la hierba del jardín. Me arrodillé junto a él, incapaz de llegar a cogerle, y grité su nombre como si realmente pudiese salvarle.

—No te mueras, ¡joder! —exclamé, frustrada. Nunca había estado tan cerca de algo para perderlo en cuestión de segundos. Me sentí tan impotente que incluso noté que mis piernas no reaccionaban a las órdenes de mi cerebro. La sangre teñía las escaleras del porche de piedra a borbotones, miré hacia el interior de la casa que parecía vacía, desesperada, y grité por ayuda. Nadie respondió. Me pregunté si la criada había desaparecido o si bien, no le importaba en absoluto la integridad de su jefe. Miré a mi alrededor, sintiéndome completamente sola en el mundo. Porque Prieto yacía muerto hacía ya minutos. De hecho, había sido inmediato. Yo tardé un par de segundos en procesarlo. No lloraba por su pérdida, pero sí de rabia. Porque estaba segura de que la información que me había estado a punto de proporcionar el coronel, no la iba a poder sacar de otro sitio. Aquel caso cada vez levantaba más muros frente a mí. Me sentía completamente acabada. Saqué mi móvil para llamar a Suárez, pero cuando levanté la mirada, me di cuenta de que una luz roja apuntaba de igual manera a mi frente. El tirador seguía allí. Alcé las manos, agachando la mirada al suelo. Mi corazón bombeaba en mi boca, la cual sabía a metálico. Al desgarrador sonido de una bala. A la incertidumbre. A la anticipación de ese precipicio que se abría ante mí mientras las campanas de un funeral empezaban a sonar. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. Esperé el disparo.

Un segundo.

Dos segundos.

Tres segundos...

—¡Aparta! —unos brazos me envolvieron tirándome al suelo. Mi cara cayó bruscamente te sobre el charco de sangre y regresé a mi cuerpo entonces. Mi respiración se aceleró al mismo tiempo que volvía a pestañear y levantaba la mirada para ver quién se había abalanzado sobre mí de esa manera. Tokio: —¿Ibas a dejar que te matasen?, ¿o qué?

Su voz resonó como un eco en mi cabeza.

— ¿Qué... qué haces aquí? —pregunté, aturdida. Tokio me tendió la mano para levantarme. Tiró de mí, como si fuese una pequeña muñeca de trapo, hacia su coche. Me abrió la puerta y me empujó hacia el asiento de copiloto. Tardé unos segundos en regresar a mí.

—¿Tú qué crees? —dijo mientras arrancaba—. Asegurándome de que no te maten.

Y rompió calle abajo sin mirar atrás. Me dio un paño para que me limpiase la cara. Entonces, recordé la imagen de Prieto en mi cabeza. Me giré, aún sin ponerme el cinturón:

—Tienes que parar —ordené con autoridad.

Ni de coña —respondió, acelerando aún más.

—¡Joder, Tokio!, ¡Tengo que llamar a la policía!, ¡No puedo dejar a un muerto atrás! —exclamé, frustrada—. ¡Es mi puto trabajo!

—¿No te enteras, Raquel? —me miró tras darle un golpe al volante—: ¡No se trata de tu puto trabajo o no!, sino de mantenerte con vida. Y al que le debo algo es a Sergio, no a ti.

EL DALÍ #SerquelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora