kill for you, die for you

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Capítulo 27
kill for you, die for you.

Madrid, 2018

Caminé despacio. Mis pasos chirriaban y se perdían en el eco de aquel pasillo como lo harían en una pista de baloncesto. Los espejos reflejaban mi figura de refilón al pasar. Llevaba una camisa negra negra y unos pantalones anchos grises. Hacía calor. Había dejado la americana en el coche.

Las puertas se abrían y se cerraban. Me cruzaba con gente en una penumbra extraña, la mayoría de ellos, me hacían sentir invisible. Aquel lugar desprendía una energía agotadora: apenas se colaban rayos de sol por las ventanas; los internos miraban con recelo las persianas entrecerradas, en un intento de atrapar un atisbo de existencia al otro lado. Sabía lo mucho que se parecía a una cárcel. No era madre, pero estaba segura de que a ninguna le gustaría imaginarse allí a su hijo. Pensaba en Rafael a cada zancada que daba. En cómo estaría. Si seguiría siendo ese niño de ojos puros que me había mirado en la oscuridad o si se lo habría comido la pena. Esperé entonces sentada tras una mesa de metal. Olía friega suelos y mis facciones se ensombrecían bajo el foco de luz cálida que colgaba del techo. Me fijé en las partículas de polvo que bailaban alrededor de la iluminación, y al apoyar los antebrazos, me di cuenta de que la superficie cojeaba de una pata, balanceándose con suavidad. Rafael entró tras una puerta automática. Le habían quitado las esposas, pero aún tenía marcas en la muñeca, como si hubiese forcejeado contra el metal. Sentí que había madurado más de lo que debería en pocos días. El rostro asustado e inocente del menor se había teñido de un agotador cansancio; ojeras marcadas y tristeza pasiva. Aún así me miró. Llevaba unos pantalones negros y una camiseta de manga corta del mismo color. En los pies portaba unas chanclas algo desgastadas. Sus rizos se alborotaban en su cabellera rubia, un tanto descuidados.

Ahí estábamos. Ni siquiera sabía qué decirle. Se dejó caer. Se ajustó las gafas y durante un segundo me recordó a Sergio. Tenía la mirada perdida. Ese destello en la misma que, a veces, guía a las almas varadas.

—Ya he declarado todo lo que tenía que declarar hace unas horas. Si tengo que contar otra vez... —empezó, gesticulando con la mano izquierda.

—No —interrumpí—: no estoy aquí por eso. Ya sé  cómo fue y lo que pasó.

Rafael asintió.

—Ya sabe que maté a mi madre.

Rafael no me parecía un niño conflictivo. Solo alguien que había cometido un error. No estaba enfadado con el mundo, sino consigo mismo.

—Me lo contaste aquel día —le recordé—: fue un accidente.

—Aún así fui yo quien apretó el gatillo —sentenció.

—Esa pistola no debería haber estado ahí —murmuré. Rafael sacudió la cabeza, muy en desacuerdo.

—Se equivoca. La necesitábamos. Para protegernos.

—¿De qué?

Rafael chasqueó la lengua y volvió a negar. Como si le frustrase el no saber hablar de ello. O bien, no poder. Necesitaba ganarme su confianza. Recuperar algún destello de esperanza que me dibujase un punto de salida.

—¿Para qué? —bramó—¿para qué se lo voy a contar?

—Para poder ayudarte —insistí—: Es la razón por la que estoy aquí.

»Mira, Rafael. Durante toda me he topado con... muchísimos asesinos. Pero también he visto como gente como tú iba a la cárcel —apartó la mirada, como si se le hubiese encogido el estómago solo de pensarlo. No sabía qué era. Pero sentía que había algo más. Algo que se escapaba de los informes; de las declaraciones y, sobretodo, de mi alcance—: Y es la peor sensación del mundo. La mayoría de las veces no puedo hacer nada por ellos pero...

EL DALÍ #SerquelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora