My Brown Eyed Girl

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CAPÍTULO 4

My Brown Eyed Girl

Madrid me mata. Me mata en la noche, en ese coche en el que deseé que fuéramos las únicas dos personas en el mundo. Tal vez las peores entonces, pero las únicas. Porque sabía que teniendo el mundo para nosotros era la única manera en la que podíamos ser. Él era de Donosti pero odiaba el mar. O eso me había dicho hacía ya demasiado tiempo. Quizás después de nuestra primera visita le hubiese empezado a gustar. Porque nos habíamos escrito versos con ropa en el mar. De madrugada. Como si no existiese nada más y en ese momento, en aquel coche, añoré nuestra soledad.

Madrid me engullía poco a poco a medida que avanzabamos por la carretera, perdiéndonos de la ciudad. De las luces. Madrid había sido nuestra y ya ni siquiera era mía. Había nacido y crecido aquí. Mi padre era policía y cuando él dejó de serlo, decidí coger yo el relevo de su placa. Una placa que ahora me pesaba y ni siquiera la llevaba encima. Aquel conductor no me había preguntado la dirección por lo que estaba segura de hacia dónde íbamos. Mi casa. Me fijé en los moratones de sus nudillos y pensé que el hecho de que Sergio hubiese puesto a un matón al volante de aquella pequeña pieza de la flota negra que se perdía por Madrid era irónico. Porque yo me había subido al vehículo sin pensármelo dos veces.

— Puede... ¿puede poner algo de música?, necesito sacarme una canción de la cabeza—pedí, aún algo aturdida. Por fin pude ver su rostro en el espejo, frío, como un fantasma. Tal vez los dos lo éramos, porque aquel viaje no parecía llegar a ningún sitio. No tenía muy claro cuándo había salido porque el Dalí no era el principio y mi hogar mucho menos era el final.

No habló. Simplemente rebuscó entre el pequeño compartimento que actuaba de guantera sin quitar la mirada de la carretera. Era fría, dura. Antigua. Como si hubiese visto muchísimas más cosas que yo. Cuando era pequeña, cuando esperaba en aquella sala de hospital a que mi padre saliese vivo de un quirófano, mi tía no me contó que había muerto. Simplemente se agachó ante mí y me dijo que ahora era más mayor porque había observado cosas que no tenían que ver con mi edad. Tal vez eso era lo que nos pasaba a todos. Que el tiempo no eran años y se nos estaba comiendo a todos. Encontró un viejo CD que no reconocí como propio al principio. De todas las cosas con las que Sergio podía haberse quedado había elegido aquello. No supe si llorar o reír al escuchar por primera vez en demasiado tiempo a mi artista favorito: Van Morrison y sus canciones de atardeceres ponían alma a la noche madrileña. Quién lo hubiese pensado. Porque no era otra que aquella canción. Mi canción favorita. La que habíamos bailado desde la universidad hasta el día de nuestra boda. Dejó de sonar cuando salí a Gran Vía aquel día. El día que nos divorciamos. Pero lo hacía ahora, conmigo, sola. Como si fuese una coincidencia, pero... con él no lo era.

— Ese Van Morrison es muy bueno, Raquel. Me gusta lo que dice—. Me había dicho, levantando la mirada de las tediosas revistas de bodas que le había traído mi madre. Yo pasaba, pero él no. Porque luego las comentaba con Mariví y le recordaba lo que era el amor. Aunque se le hubiese olvidado.

— ¿El qué?—pregunté, alzando una ceja. Nunca había alabado mi gusto musical, así que, me esperaba cualquier cosa.

— Nunca te lo he dicho, pero me gusta.

— ¿En serio?, ¿Y qué te gusta? — Le piqué, con una sonrisilla, para que especificara.  Él respiró de medio lado, enseñándome levemente los dientes mientras se escondía tras una página de papel.

EL DALÍ #SerquelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora