Capítulo 30

944 61 1
                                    


Narrador

—Lo entiendo —dijo lauren, manteniendo el tono de voz bajo—. Pero trabajamos en
el mismo edificio, así que, tarde o temprano tendremos que hacerlo.
Camila inspiró hondo.
—Lo sé.
Se quedó muda un instante. Se giró para mirarle.
Oh, eso había sido un error. Estaba demasiada guapa con esa camisa blanca y se le veía su escote.

Camila recordó cómo se había sentido la primera vez que la había visto. Sencillamente… alucinada. Ahora no lo estaba menos.
Tenía que recordar la rabia que sentía. El dolor que la acompañaba.
—¿Podemos entrar en tu despacho? —preguntó ella.
—Puedes decir lo que tengas que decir relativo al trabajo aquí mismo.
—Venga, Camila. Esto no es relativo al trabajo. No realmente.
Joder, no quería hacerlo; no quería hablar con ella.
—Lauren, no puedo hablar contigo aquí. No puedo hacerlo. No creo que sea buena
idea y… además, no puedo.
—¿Dónde pues?
Hizo un gesto negativo con la cabeza, sin levantar la mirada del suelo.
—En ninguna parte, Lauren. Porque ahí es donde irá la conversación. Ahí es dónde
vamos, ¿no?
—Eso es algo de lo que debemos hablar. Debemos hablar sobre el motivo por el
que me dejaste como lo hiciste.

Camila levantó la barbilla, mirándole por primera vez. La rabia le quemaba por
dentro, caliente y feroz.
—¿De verdad, Lauren? Si tanto te preocupara eso, ¿por qué has esperado toda la
semana para decírmelo?
Se frotó la barbilla y suspiró.
—Porque… No sé por qué. Mierda, Camila.
—Gran respuesta. —Bajó la cabeza y abrió la puerta del despacho, que cerró
después tras de sí, haciendo un esfuerzo para no cerrarla de golpe.

El corazón le martilleaba y le hervía la sangre. El dolor era una herida en carne
viva que acababa de abrirse otra vez.
¿No lo sabía? ¿Eso era lo mejor que podía hacer?
Cruzó la habitación, se dejó caer en la silla, pasándose las manos por encima del moño impecable que se había hecho aquella mañana. No podía creer que le hiciera
eso, pero pensaba decir que estaba enferma y se marcharía a casa.

Cogió el teléfono y marcó la extensión de Ally.
—Ally, soy Camila. No me encuentro bien. Necesito que anules toda mi agenda de
hoy.
—¿Estás bien?
—Yo… En realidad, no. Solo necesito irme. ¿Puedes ocuparte por mí?
—Sí, claro. Yo me ocuparé de todo. No quiero que te preocupes por nada. Haz lo
que debas hacer, Camila.
—Gracias, Ally. Por todo.

Colgó y se agachó para coger el bolso y el maletín de debajo del escritorio. Se
levantó y se puso el abrigo. Se detuvo unos segundos, con la mano en el pomo de la
puerta, esperando que Lauren no apareciera por ahí. Abrió la puerta.
El pasillo estaba vacío y dio gracias por ello, aunque a la vez estaba enfadada porque Lauren no hubiera insistido más para hablar con ella.

Ella había sido quien le había dicho que se fuera porque no pensaba hablar con ella.
Quizá fuera idiota, pero le había parecido un tema de pura supervivencia. Todavía
se lo parecía.
Suspiró, recorrió el pasillo hasta el ascensor y entró. Vio cómo Lauren salía del
despacho de Charles. La estaba mirando, con expresión tensa, mientras las
puertas del ascensor se cerraban.
Continuó respirando e insuflando aire en los pulmones. Cuando llegó a la planta
baja, fue hasta el coche y condujo hasta casa. Al llegar al piso, le dolía el pecho; el
dolor era tan fuerte que tuvo que obligarse a respirar. Y las lágrimas le quemaban tras
las pestañas y en la garganta, incluso.
Se despojó del abrigo, lo dejó caer junto con el bolso y el maletín sobre el suelo.

Con el piloto automático puesto, fue hasta la cocina y puso la tetera en el fuego. No
sabía qué más hacer. El té la tranquilizaba y ahora necesitaba ese tipo de consuelo.
Necesitaba a Lauren.
«No.»

Se agarró del borde de la encimera; notaba la fría baldosa vieja y blanca bajo los
dedos. Eso la calmó un poco. Miró las baldosas y la cajita de té sobre la encimera.
Todo se fusionaba, borroso por culpa de las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.
«No lo hagas.»
Ya no podía llorar; no podía hacerlo y punto. Si volvía a ceder a las lágrimas, tenía
miedo de no poder parar.

La tetera silbó y ella se sacudió los pensamientos, vertió el agua hirviente en una
de las tazas azul cobalto e introdujo una bolsa de té durante unos segundos
antes de coger la taza con las manos frías y llevarla hasta la habitación.
Una vez allí, se quitó la falda entallada y el jersey de cuello de cisne por la cabeza.
Se estremeció al notar el aire invernal.
Necesitaba estar caliente, meterse bajo las mantas con el té y acurrucarse. Quizá
dormir para que desapareciera el dolor.
«No lo hagas.»

Apartó las sábanas, se quitó el sujetador y las bragas y estaba cogiendo el albornoz
de punto de algodón blanco del gancho del lavabo cuando oyó cómo llamaban a la
puerta.
Se puso el albornoz y se lo anudó alrededor de la cintura mientras cruzaba el apartamento. El pulso le iba a mil por hora. De alguna forma, sabía que sería ella.

¿Cómo lo había hecho para entrar por la puerta principal de abajo? ¿Acaso la
había dejado abierta con las prisas para llegar a casa? No podía pensar en eso, apenas
podía pensar en nada.
Cuando abrió la puerta, el corazón se le llenó de dolor. De necesidad. De miedo.
Lauren...

Los límites del deseo Camren G!pDonde viven las historias. Descúbrelo ahora