Capítulo 33

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Narrador

Se abrazaron. Camila temblaba de placer, asombrada por lo que estaba sintiendo y
por lo que Lauren sentía por ella. Lo notaba en cada caricia, en cada susurro.
El miedo quería volver a entrar en ella, pero no estaba dispuesta a permitirlo.
Ahora no. Ahora se permitía regocijarse en la primera sensación real de seguridad que
jamás había sentido con una persona —con alguien— en la vida. Se permitía por fin
relajarse, abrazada a Lauren. Cerró los ojos y se quedó dormida.

Se despertaron por la tarde y volvieron a llegar al orgasmo juntas. Esta vez no
hubo preámbulos: Lauren se dio la vuelta para ponerse delante de ella, levantó una
pierna sobre su costado y la penetró. Fue un movimiento suave, con las caderas
encontrándose y la carne rígida de Lauren empujando dentro de ella. Y poquito a poco
empezó a aumentar el calor.

Esta vez, la sensación era como una maravillosa ondulación. El sol de última hora
de la tarde se filtraba a través de las cortinas, proyectando luces y sombras en la piel
desnuda. Calor. El cuerpo de Lauren se le antojaba preciosa, así como su rostro
mientras miraba cómo ella se volvía a correr.

Entonces, mientras Lauren se corría, se asomó
a su cara una expresión de exquisita agonía que le oscureció los ojos. Después, se
quedó dentro de ella, la besó en la cara y los labios. Sin embargo, de repente, ella parecía nerviosa, ansiosa.
—Lauren, dime que no tenemos que dejarlo.
Ella se echó a reír.
—Quizá necesite descansar unos minutos, mi pequeña insaciable.
—No, me refiero a esto. Dejar de estar juntas.
Ella la miró y la volvió a besar.
—Esto es lo que quiero, Camila. Tú eres lo que quiero.
La rodeó con sus brazos y la abrazó muy fuerte, y ella apretó la mejilla contra su
pecho, dejando que su latido la tranquilizara.

Cuando Camila volvió a despertarse, afuera volvía a ser oscuro, al margen del brillo
apagado de las farolas al otro lado de la ventana. Lauren todavía dormía a su lado;
notaba cómo su pecho subía y bajaba suavemente.
Observó el cielo, en el que no había ninguna nube pero, estaba salpicado de
estrellas.
¿Cómo podía ser que tuviera todo aquello? ¿Podía confiar en eso? Jamás había
tenido amor. Jamás se había permitido sentirlo. No sabía qué esperar.

—Eh. —Lauren tenía la voz ronca, dormida—. Te oigo pensar. Camila se quedó callada un segundo. No sabía cómo compartir eso con ella, si es que aquello era algo de lo que podían hablar.
—¿Puedo solo… solo pensar en ello un rato?
—Mmmm… solo si me das de comer. Estoy muerta de hambre.
—Yo también. —Era la primera vez que tenía hambre desde hacía días. Pero, de
repente, estaba famélica.
—¿Tienes huevos? —preguntó Lauren—. Puedo preparar una tortilla.
—¿De verdad?
—Aquí la cocinera soy yo, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo. Y ya sabía que no era yo. Creo que sí tengo huevos. Tal vez un
poco de queso, incluso.
—Eso es lo único que necesito. Vamos.

Lauren se puso en pie y la levantó de la cama; Camila sonrió mientras se volvía a poner el
albornoz que había tirado al suelo y ella se ponía los pantalones. El aire era un poco
fresco, pero Lauren no se molestó en ponerse la camisa  ya que se coloco el sostén blanco. Eso
permitió que ella admirara, tal y como hacía tan a menudo, sus hombros, sus
brazos, la tableta de chocolate blanco cincelada en su estómago.

Entraron en la pequeña cocina y ella sacó los ingredientes mientras Lauren rebuscaba en
los armarios hasta que encontró un sartén. Solo le bastaron unos minutos para batir
los huevos; entonces se sentaron a la mesa de la cocina para comer, hablar y masticar
juntas en silencio. Era agradable y cómodo.
Una vez más, Camila tuvo que preguntarse si realmente podía tener todo eso: una
compañía agradable y las palpitaciones excitantes que le encendían las mejillas con
solo mirarla. Era una combinación muy extraña, pero era maravillosa. Y escalofriante.
Camila dejó el tenedor sobre la mesa e inspiró hondo.
—¿Qué pasa, cielo? ¿Ya has acabado de comer? —le preguntó Lauren.
Camila respondió en voz baja:
—Todavía tengo… un poco de miedo. ¿No tienes miedo, Lauren?
Ella dejó el tenedor sobre la mesa y la miró. La sinceridad que vio en su mirada era
tan deslumbrante como el sexo y la dejó sin aliento.
—Estoy muerta de miedo —reconoció ella—. Pero no pienso permitir que el miedo
me controle. No puedo dejar que me venza. No lo haré, por eso estoy aquí contigo. Al
fin y al cabo, ¿qué hacemos aquí si no estamos dispuestos a tener miedo?
Las lágrimas le escocían en los ojos.

Los límites del deseo Camren G!pDonde viven las historias. Descúbrelo ahora