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Despertó temprano para acomodar su habitación

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Despertó temprano para acomodar su habitación. No estaba desordenada ni sucia, pero necesitaba mantener sus manos ocupadas para liberar los nervios. Cearbhall llegaría en una hora para desayunar y concretar la estrategia que le presentarían a Qiang. De esa manera, su decisión de atrapar a Zendia se volvía real.

No más extrañarla. No más desear que estuviera bien. No más soñar con el imposible escenario donde ella volvía para demostrar su inocencia.

Era momento de afrontar la realidad y seguir adelante. Tenía que demostrarle a su padre de lo que era capaz y ganarse la confianza del pueblo con su gran y fascinante captura. Aunque muy en el fondo, él no quisiera hacerlo.

Resignándose a aceptar lo innegable, Ike echó un vaso de agua a sus cennet y abandonó el balcón antes de que la presencia indeseada de recuerdos lo asaltara. En una danza que ya conocía bien, vació el armario y colocó todas sus prendas sobre la cama. Las observó desinteresando, resolviendo cómo proseguir. Decidió colgarlas separando por secciones las camisas, chalecos, pantalones y sacos; de modo que le fuera sencillo hallar cada prenda. Continuó reordenando sus zapatos, moños y pañuelos en sus respectivos estantes, clasificándolos a su vez por color. Hasta que no hubo más nada para distraerlo.

Era la tercera vez en el mes que desarmaba y rearmaba su habitación. Será hasta que encuentre una mejor manera de organizarlo, se decía cada día de limpieza. Nunca la hallaba.

Consultó la hora en su tableta. Se acercó a la puerta de la recámara, esperando oír pasos al otro lado. Nada. La idea de sentarse a esperar lo volvía loco. Solo tardará diez minutos más.

Tomó asiento en la sala de estar, de espaldas a la ventana y frente a la entrada. Sus ojos inquietos recorrieron el cuarto en busca de algo con qué entretenerse. Contempló el techo color vino y la cómoda de madera poluta que reposaba junto a la puerta. Viajó por el suelo reluciente hasta la biblioteca que se alzaba a su derecha. Una decena de estanterías blancas, con pequeños focos instalados en ellas, soportaban el peso de libros, adornos, marcos de fotos... y una caja antigua.

Se acercó a ella. Era el único objeto cuya ubicación no se atrevía a alterar durante sus ataques de orden, por miedo a olvidar donde encontrarla. El paquete de cartón grueso estaba desgastado y su tapa algo aplastada, pero ni prendiéndole fuego evitaría que él la reconociera. La tomó entre sus manos, permitiéndose sentir la textura áspera de la superficie. Se sentó en el suelo para contemplar la caja como si en cualquier segundo pudiera saltarle a la cara y matarlo de tristeza.

La abrió con cuidado. La delicadez del material se debía a los largos años que llevaba ahí juntando polvillo y memorias. Quitó el papel translúcido que envolvía su contenido, estremeciéndose ante el crujir de los pliegos. Ahogó un sollozo al contemplar el escote del vestido color caramelo. Lo sacó de su caja y lo estiró sobre sus piernas.

Era pequeño, como debía serlo para pertenecer a una niña de once años. Los cortes del cuello, mangas y falda estaban desprolijos y no tenían dobladillos, por lo que se deshilachaban al tacto. Las uniones de las piezas de tela estaban mal cosidas y en algunas partes se había soltado el hilo, generando huecos aquí y allá. Un bordado rosa decoraba el bajo del vestido con hojas y flores asimétricas y deformes. También se había arruinado por el paso del tiempo.

La Señal de Zendia (Nyota #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora