Cuatro días. Cuatro días sin decir nada. ¿Acaso no es injusto?
Abandonó de un impulso el sofá, ignorando el ligero mareo que nubló su vista. Se acercó hacia el escritorio y se dejó caer en la silla con el resoplido más fuerte que supo soltar. Encendió su ordenador. Sin advertencia alguna, la actividad más reciente apareció en la pantalla, imposibilitándole olvidar los pensamientos que llevaban acosándolo durante días.
Ningún intento de ingresar a la base de datos había funcionado. Tampoco los golpes de un novato tecnológico frustrado le habían brindado el alivio que buscaba encontrar tras aquel cristal. Sin más esperanzas de poder lograrlo por su cuenta, la mañana anterior había llamado a su tío para solicitarle ayuda. Luego de asegurarle que vería qué podía hacer, no supo más nada de él.
Salió de la oficina con el agotamiento corriendo por sus venas como veneno. Sus pasos chocaban contra el suelo lustrado de los inhabitados pasillos. El sonido de sus zapatos retumbando en las paredes llenaban el silencio, pero no lograban llevarse consigo la sensación ácida de su estómago. No comprendía por qué no lograba dejar de lado el asunto. Qiang le había prohibido siquiera pensar en ello. Terminada una larga y acalorada discusión, le había quedado claro quién tomaba las decisiones. Hasta no tener una corona en su cabeza, Ike no poseería derecho alguno de opinar sobre el juicio de su padre.
Tras solitarias mañanas, tardes y noches en su oficina y habitación, había llegado a una incómoda conclusión. No le importaba qué pensara el rey. Esta vez estaba seguro de que estaba en lo correcto. No se quedaría de brazos cruzados; no cuando la duda y la culpa se apoderaban de la escasa tranquilidad que aún habitaba en su conciencia.
Se dirigió hacia el tercer piso con decisión. Sólo podía accederse a él de dos formas: a través de las torres de servicio o de las escaleras laterales. Las segundas contaban con menor concurrencia, si es que acaso tenía alguna durante la mayor parte del día. Los únicos que subían hasta la última planta eran los técnicos y encargados de la seguridad del Palacio, así como el personal que archivaba toda la información relevante de sus actividades.
Se preguntó si Danae habría tenido acceso a las oficinas de almacenamiento.
Irritado por la idea, plantó su zapato en el último escalón. Allí arriba, el calor se impregnaba en sus ropas delicadas y el aislamiento del lugar le erizaba la piel. Contempló aterrado la puerta metálica que se alzaba frente a su cuerpo empequeñecido. La cerradura electrónica aguardaba amenazante, preparando las alarmas ante cualquier indicio de un intruso. Ike ignoró el sudor frío de su mano al alzarla sobre el escáner. El aparato leyó su tatuaje y, con un pitido, la puerta se desbloqueó. Volviendo la vista hacia abajo, se aseguró que nadie lo hubiera seguido y se adentró al piso.
La oscuridad lo recibió con un abrazo asfixiante. A pesar de que la escasa iluminación de las bombillas hacía del inmenso pasillo un ambiente inquietante, Ike no pudo evitar sentir cierta calidez en su pecho. No recordaba la última vez que había rondado por aquel laberinto de corredores y puertas. El tiempo transcurría más rápido de lo que deseaba. Le pareció que la repentina muerte de su madre fuera ayer y apenas cesaran sus escapes diarios a los rincones prohibidos del Palacio. Era mejor no molestar a su padre. Ya se encontraba demasiado ocupado deprimiéndose e ignorando a su propio hijo.
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La Señal de Zendia (Nyota #1)
Fantasy"Zendia conocía las reglas que debía cumplir para que nadie descubriera su naturaleza. Lo sabía desde los seis años y, en dos décadas de vida, jamás las había quebrantado. No hasta aquel día." Durante los últimos ocho años, la vida de los nyotanos...