Zendia conocía las reglas que debía cumplir para que nadie descubriera su naturaleza. Lo sabía desde los seis años y, en dos décadas de vida, jamás las había quebrantado.
No hasta aquel día.
Cuando la alarma de su tableta resonó a través de la jardinera, dejó escapar una sonrisa: su horario de trabajo había concluido. Con renovada alegría, recogió la cesta de vegetales del suelo y se apresuró a abandonar la plantación. Atravesó los canteros con cuidado hasta llegar al camino de tierra que rodeaba gran parte de la granja familiar.
Se detuvo frente a un techo de madera bajo ubicado junto a la huella, elevado sobre cuatro pilares desgastados por los años y la humedad que se impregnaba en las noches de calor. Debajo de él descansaba un viejo tablón, cuya superficie apenas podía verse entre los tallos de plantas, herramientas y trozos de metal que había dejado su padre. Corrió la basura con el antebrazo para liberar algo de espacio y dejar allí la canasta. Se sacudió el barro de las manos y retomó su marcha con soltura.
Le resultaba increíble cómo el paisaje entero cobraba un brillo diferente cada vez que terminaba sus labores de la mañana. Las colinas que dominaban el terreno se teñían de millones de tonalidades verdes, casi tan luminosas como los mismos rayos del Gran Astro que caían sobre ellas. Los troncos de los árboles lucían lisos y limpios, y sus hojas bailaban contentas al compás de una ligera brisa que acariciaba sus ramas. Las nubes se abrían sobre el cielo, indicándole el camino hacia aquel lugar donde podía ser ella misma sin tener que preocuparse por los espías que aspiraban a quitarle la felicidad.
La imagen opacó su entusiasmo, devolviéndole los escalofríos que solía sentir cuando se encontraba fuera de casa, sola. Aminoró su carrera para caminar a paso lento y calculado. Evitó aplastar con sus botas cualquier hoja o rama seca que hubiese quedado sobre el suelo. Era mejor ser precavida y silenciosa.
Temblando, enredó los dedos en sus largos cabellos negros y despeinados. Los reacomodó sobre su espalda, de manera que cubrieran por completo su nuca. Palmó varias veces sobre la superficie de su cuello, aliviada de percibir un grueso colchón de pelo sobre él.
Su corazón dio un vuelco cuando creyó escuchar un crujido a unos pasos de ella. Volteó la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro. Nada. Siguió avanzando. Cuando por fin había logrado calmar sus nervios, un grito atenuado por la atmósfera chocó contra sus oídos. Se detuvo en seco, levantando una nube de polvo bajo sus pies. Lo oyó otra vez, ahora más cerca. Solo logró identificar aquella voz cuando su silueta apareció entre los árboles.
—¡Zen! Aquí estás —su padre trotaba hacia ella con la respiración agitada. Su melena grisácea, y ya ameritada de un corte, golpeaban su rostro arrugado por los años bajo el Gran Astro.
—Papá, no corras —Zendia apresuró su paso para llegar a él—. ¿Qué pasa?
—Una valla del corral de los buluanes se rompió. Necesito que lo arregles mientras llevo al rebaño a pastear.
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La Señal de Zendia (Nyota #1)
Fantasy"Zendia conocía las reglas que debía cumplir para que nadie descubriera su naturaleza. Lo sabía desde los seis años y, en dos décadas de vida, jamás las había quebrantado. No hasta aquel día." Durante los últimos ocho años, la vida de los nyotanos...