El aire caliente resecaba las viejas montañas acostumbradas a ser oasis.
Ese día, la tierra se convirtió en polvo que, levantado por el viento, iba borrando las planicies donde pequeños brotes de plantas silvestres trataban de crecer entre las piedras, sólo para ser quemados por el sol.
Sabían que el camino era el correcto, porque la carretera 64 todavía se identificaba por los viejos letreros que fueron puestos y olvidados mucho tiempo atrás; a pesar de ello, sentían estar parados a la mitad de la nada. No había una sola alma. Estaban abandonados a su destino.
Con sus brillantes ojos: uno, verde claro; el otro, café obscuro, Ava quiso mirar la pantalla de su teléfono inteligente, pero como si quisiera protegerla del radiante sol, su cabello largo y rojo como el fuego, tapaba su vista. Ella sólo lo empujó con su mano, mientras activaba los datos móviles. No encontró ninguna conexión; intentó entonces con el WiFi pero el resultado fue el mismo.
Detuvo la búsqueda; no quería que su batería se consumiera en esa empresa que se había vuelto absurda.
Acarició la backpack que traía colgando a su espalda y descubrió que su computadora portátil estaba a punto de caer. Giro la mochila, acomodó la máquina para que no resbalara y guardó su teléfono en otro compartimento. Volvió a ponerse la mochila al hombro; metió la mano dentro de su chamarra de piel, que ya sólo era un recuerdo de épocas mejores, y sacó una brújula mientras contemplaba el sol radiante sobre su cabeza. Una voz la interrumpió:
—No tienes que verla; es obvio que el oeste es hacia allá.
Vestido como un piloto de la Segunda Guerra Mundial: pantalones caqui, botas altas, camisa azul cielo y chamarra de piel, ahí estaba Barry, portando un horrible gorro para el frío con el logo de los Patriotas de Nueva Inglaterra.
Tirado en el piso, él señaló hacia un punto en el camino, mientras devoraba unos Twinkie Wonder de vainilla. Parecía no importarle que el astro rey estuviera quemándole los ojos y que el calor asfixiante aumentara la sensación grasosa de los pastelillos.
—¿Sabes? Si manejamos todo al este, podremos llegar a Las Vegas... La reconstrucción la dejó hecha un paraíso. Seguro ahí podremos tener una mejor vida —dijo, mientras se ponía las gafas de sol y pudo enfocar la alargada figura de esa pelirroja que tanto lo obsesionaba. Ahí estaba ella, montada en sus botas moradas "Dr. Marteens" de veinticuatro agujeros, lanzándole esa condescendiente sonrisa que siempre temió. De inmediato supo que esa sería la última vez que estarían juntos.
—Es hora de separarnos —dijo ella, inclinándose para darle un suave beso en los labios.
Arrepentido, él trató de incorporarse, pero sabía que era demasiado tarde. Era la despedida.
—No, perdón, Ava. No tenía intención de... Es que estamos tan cerca, y por aquí ya no hay nada...
Sin inmutarse, ella subió a su motocicleta mientras decía:
—Ya no quiero seguir este viaje contigo. Suerte en el camino.
Barry dejó caer sus gafas y corrió detrás de ella, pero la motocicleta ya había arrancado, dejando sólo una nube de polvo. No intentó seguirla; sabía que la había perdido para siempre.
Ava avanzó segura de que su destino estaba cerca. No iba a seguir cargando el lastre de alguien que quisiera cambiarle los planes; no importaba si era un buen tipo o si resultaba de alguna utilidad. Nadie iba a sacarla de su objetivo.
La carretera 64 se manejaba con facilidad; prácticamente todo era una recta, con excepción de los entronques con Bloomfield y Farmington, dos pequeñas ciudades a las que se les había ocurrido crecer en el camino.
Miró su reloj de mano, el único que se había ganado su confianza: un digital "Casio", arcaico, sin GPS, pero con una batería que podía durar años. Según sus cálculos no faltaba mucho para llegar a Bloomfield. Ahí podría detenerse a comer algo, esperar a que el sol se metiera y entonces dirigirse con tranquilidad hacia Rockship, su verdadero destino. Pensó que esa noche podría dormir tranquila, tan tranquila como para resolver por fin el misterio.
Cuarenta y cinco minutos después arribó a Bloomfield y lo encontró convertido en un pueblo fantasma.
"Era obvio: han pasado casi veintidós años desde el Gran Cataclismo", pensó.
De la noche a la mañana, aquel evento había hecho de pueblos y ciudades lugares fantasma que nunca recuperaron su funcionalidad y estética urbana. Ava apenas supo de eso; desde que tuvo memoria el mundo había sido así: un lugar semiapocalíptico donde la Tierra engulló, de una vez y para siempre, los restos de la civilización humana tal como se conocía hasta entonces. Tenía siete años cuando ocurrió el cataclismo; perdió a sus padres, y quedó sola con su hermana Chloe de cinco. Quería pensar que tenía perfectamente impreso en sus recuerdos el momento en que ellos fallecieron; sin embargo, sabía que su mente sólo guardaba el momento en que se enteró de que habían muerto, y ella y su hermana pasaron a ser parte de otras familias.
Se detuvo en la avenida principal de Bloomfield —que para efectos prácticos era la misma carretera que cruzaba el pueblo— y comprobó que, como casi todos los pueblos del norte de Nuevo México, tenía una arquitectura en la que contrastaban edificios que querían parecer de la costa Oeste de principios del siglo XX y construcciones que intentaban adoptar esa mezcla de edificación originalmente indígena, con las casas de adobe traídas por los españoles centurias atrás. Todo estaba abandonado, cubierto con la gruesa capa de arena arrastrada por el intenso viento del desierto. Algunas construcciones habían sido destruidas por efecto de la erosión, dejando al descubierto sus esqueletos de hierro. Entre las estructuras destacaban matorrales y plantas del desierto que lograban germinar, destruyendo paredes y ventanas. De alguna u otra forma la naturaleza había reconquistado su territorio.
Ese paisaje no pudo menos que traer a la mente de Ava la imagen que recogió durante su reciente tránsito por Washington D.C., donde vio que la flora y la fauna también habían recuperado su espacio. Ahí, las otrora construcciones de ladrillo rojo y doble techo fueron devoradas por los matorrales; la yerba e incluso los árboles se abrieron camino para cubrir de un agudo color verde todas las planicies de lo que algún día fue capital y bastión del antiguo imperio americano.
Con el recuerdo de esas imágenes, ella caminaba tratando de encontrar algún alma, sin dar con ninguna. Sacó su teléfono y buscó de nuevo una señal de datos móviles o WiFi. Volvió a fracasar y entonces abrió la aplicación de "mapas" esperando que la señal del GPS estuviera activa, y así fue.
Y es que justo unos años antes del Gran Cataclismo, la tecnología encontró cómo construir baterías nucleares para alimentar los satélites por tiempo indefinido, lo que hizo posible que viajaran vagabundos alrededor de la Tierra sin ningún dueño, pero no pasó mucho tiempo antes de que los chicos de San Francisco, Baton Rouge y Selma supieran apropiarse de ellos y prolongar su navegación, por lo menos durante ciento cincuenta años más. Eso, sin contar que la empresa "Garmin" aprovechó la muerte de Google y alojó los famosos "mapas" en una aplicación que daba acceso a ellos a través de GPS.
La última actualización que Ava hizo de los "mapas" fue en Atlanta. Ahí descargó tantos como le fue posible y afortunadamente sí tenía el de Nuevo México; por eso pudo ver cuánto faltaba para llegar a su destino: una hora a Farmington.
Subió a su motocicleta y arrancó. Prefería una hora más bajo el sol que seguir en las ruinas abandonadas de Bloomfield. Volvió a tomar la carretera 64, para dirigirse hasta el cruce con la 491.
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CHLOE
Science FictionGanador 1er lugar en los premios Daher 2022 en Ciencia Ficción. Ganador 1er lugar en los Road Awards 2022 en Ciencia Ficción. Ganador 3er lugar en los Historias Awards 2022 en Ciencia ficción. Historia destacada WttpadCienciaFicciónES de julio a se...