The one who looks

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Era el día antes del solsticio de invierno en la mansión del Conde y el silencio reinaba en el lugar, ningún trabajador producía más sonido del necesario por el pesado ambiente que cargaban sus patrones, ambos parecían preocupados, pero por diferentes razones y ningún empleado pensaría jamas en provocar inconvenientes en un momento tan delicado como este.

El Conde no dejaba de pensar en que no quería perder a ninguno de sus amores bajo ninguna circunstancia, y eso lo mantenía dando vueltas en su oficina.

La Condesa en cambio, estaba pensando en que sucedió hace tres soles, sus contracciones se hicieron constantes y no pararon en toda la noche, ella estaba muy contenta y de inmediato aviso a los médicos quienes corrieron a asistirla, pero todo se paró, las contracciones se fueron y fue evidente que no volverían, haciendo que el médico de cabecera le dijera, siendo lo más amablemente que podía, que solo había sido una falsa alarma.

Por lo visto, Penélope había decido que aún no era el momento y a partir de entonces la Condesa cada noche tenía por unas horas contracciones, pero cuando salía el sol, se paraban.

Apenas dormía y el calor la estaba matando, no recordaba haber pasado tanto calor los días antes del mes más frío del año en toda su vida, estaba hinchada, cansada, asustada y preocupada, los médicos siempre decían que debía de estar lo más en paz posible dado que sus emociones eran trasmitidas al bebe.

—Lo siento bebé — susurró acariciando su hinchado vientre, —Mamá no está tranquila.

Una patadita fue su respuesta.

— ¿Estas consolando a mami?

La rubia de ojos verdes cerró lentamente los ojos con una alegre y diminuta sonrisa en los labios, la parte que más le gustaba de su embarazo era que su bebe le respondía cuando preguntaba algo, lo que hizo que su marido jurara en voz alta que el niño en su vientre era un genio.

Soltando una risita, la mujer cayó en los brazos del sueño.

Al día siguiente, antes del amanecer.

El grito de la Condesa estremeció a todos en la mansión, las contracciones esta vez eran más potentes y se hacían más intensas, esta vez eran más constantes y los médicos confirmaron que si estaba dilatando esta vez, la rubia también lo sentía, el momento había llegado, pero le daba miedo decirlo en voz alta por si se paraba otra vez.

Rodeada de médicos la Condesa caminaba por todo su cuarto, la intensidad y el ritmo de las contracciones cada vez aumentaba y la necesidad de correr crecía, las sirvientas ya cambiaron la mojada cama de la rubia y la dejaron acostarse nuevamente, ella se perdió en el dolor, aterrada de no poder, le aterrorizaba soportar el dolor, morir, matar a su bebe, es horrible.

El cielo aún esta oscuro al igual que su mente.

Recién ahora entendía porque su propia progenitora siempre le decía que para poder ser madre tenías que tener un corazón resistente y una mente fuerte.

Tal vez le escribiría una carta después.

—Siga así mi señora —exclamó el médico, —Ya puedo ver su cabeza.

El sol salió y llenó la habitación de su luz en el momento justo para acompañar al bebé que se deslizaba fuera de su madre al compás del grito más fuerte que había soltado la Condesa en todo ese tiempo, los sirvientes y médicos podían decir que las ventanas retumbaron y las cortinas se movieron a la par del mismo.

Un momento después, a los oídos de todos se escuchó el llanto primerizo de un bebé rojizo con algunos cabellos castaños colgando de su cabeza en los brazos del médico mago de cabecera, que con un poco de magia le cortó el cordón umbilical.

—Felicidades — exclamó el medico después de limpiar al recién nacido suavemente y enrollarlo con una manta — ¡Es una niña!

La condesa se recostó pesadamente en las almohadas de su cama, soltó un largo suspiro y extendió sus cansados brazos hacia la sirvienta que cargaba a su bebé, no habló, no podía hacerlo, su mente estaba entumecida y su único deseo era sostener al pequeño humano que había salido de ella.

La sirvienta le pasó suavemente al rojizo bebé que seguía llorando.

—Hola pequeña... —exclamó en un suspiro la rubia mientras abrazaba suavemente a la bebé, —Es mamá, es mamá.

La bebé pareció calmarse sólo un poco, pero su llanto seguía.

—Eres perfecta —susurró mientras acostaba a la bebé sobre ella —Mi perfecta Penélope.

El bebé por fin se calmó y simplemente disfruto del reconfortante calor de su madre, arrullándose con el sonido de su corazón y la ligera melodía que su madre cantaba.

La puerta del dormitorio se abrió, el Conde había tenido suficiente, ya no podía caminar de un lado al otro frente a la habitación de la Condesa, mirando constantemente la puerta y retorciéndose cada que escuchaba uno de los aterradores gritos que su esposa soltaba, estaba tan preocupado que casi entró a la habitación mucho antes pero, el señor Licius, como buen mayordomo principal, le recordó que no podía hacerlo.

Tal vez lo despedirá después por obligarlo a escuchar los gritos de su amada mujer.

Después vino el silencio y el hombre se dio cuenta de que la falta de sonido era peor para su aterrado y angustiado corazón.

Luego lo escucho, el llanto, ese glorioso sonido salió amortiguadamente de las puertas del dormitorio que ahora, sin siquiera contenerse, abrió de par en par.

—Felicidades Conde —exclamó el médico que estaba revisando el estado general de su esposa —Ambas están bien.

El hombre solo atino a aspirar el aire bruscamente, ni siquiera notó cuando empezó a llorar, pero ahora no podía parar, las miro a ambas acurrucadas juntas, a esas dos mujeres que ahora eran su todo, los sentimientos se revolvían, pero tenía claro algo, se acercó lentamente a la cama de su esposa con el corazón apretado y la mente dispersa, feliz y entumecido como estaba.

Le acaricio la sudorosa frente a su esposa.

—Gracias — susurró mientras le plantaba un beso en la frente.

A pesar del intento de detenerlo, el conde se sentó en la manchada cama y acarició tiernamente la pequeñita cabeza de su hija antes de también plantarle un beso en la manta que la cubría.

—Gracias —volvió a decir.

Su hija había nacido en el alba del solsticio de invierno.

Una niña fuerte que proclamaba un nuevo inicio, este pensamiento hizo que el Conde llorara aún más, la condesa también estaba llorando y lo miraba con tanto amor que las demás personas en la habitación se sintieron sobrantes.

Incluso esa fantasma que miraba todo en la esquina de la habitación.

The green who leftDonde viven las historias. Descúbrelo ahora