| Prólogo

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En la profunda, profunda oscuridad, llantos se ahogaban en gritos desesperados. Sin orientación alguna buscaban ayuda pero no recibieron más que el eco de las pútridas paredes que los encerraban.

Donde se encontraban, otros ya habían estado; sintiendo como sus entrañas se removian al pedir en vano ser liberados. Dejando de existir al no ser escuchados.

Posiblemente se repetiría.

Allyson cerró los ojos, rogando despertar pronto de esa horrorosa pesadilla. No podía dejar de llorar. El tormento de un punzante dolor en su cuello no se lo permitía, provocando que no parara de hacerse la misma pregunta una y otra vez:

«¡¿Por qué de entre todos yo?! ¡¿Por qué tuvieron que reclutarme a mí?! ¡¿Por qué yo tuve que morir?!»

En la lejanía se comenzó a escuchar una melodía. Esta se hacía más presente al ritmo que la persona que la silbaba se les acercaba.

Cada uno de sus pasos sonaban como gotas de sangre cayendo del cuerpo de una criatura sin vida en el matadero, llevando hasta el desespero a los corazones sus nuevos juguetes al intentar desprenderse de sus ataduras.

Pero ya sería demasiado tarde.

La puerta de la celda se abrió y, tras ser encandilados por una fría luz, los condenados dentro de ella por fin pudieron verse los unos a los otros.

«¿Andre? ¿Rupert?» —pensó Allyson, viendo aterrada como sus amigos estaban tan heridos como ella— «¿Qué es esta mierda?»

Los tres tenían un collarín de metal incrustados en sus cuellos y una placa sellando sus bocas. Pero aún no estaban muertos.

Alguien los mantenía con vida. Sufriendo.

—Allyson. No me digas que jamás pensaste que terminarías aquí.

Esa voz tan ronca la hipnotizó tanto que, por un segundo, se olvidó hasta de ella misma. Se giró a ver quien le hablaba y su corazón se detuvo por la forma en la que la luz tenía miedo de tocarlo.

—Aunque nunca nos hayan presentado, para mí no son desconocidos —les dijo suavemente—. Nos hemos visto muchas veces, por lo que debo de asegurarme que sepan que lo que sucederá no es nada personal. Así que no se lo tomen como tal.

Su atemorizante presencia se describiría como la personificación de la fría y deshabitada oscuridad, pero eso no evitaba que su embriagador aroma invadiera el aire de la celda mientras contemplaba a esas tres temblorosas almas. Agradándole tanto sus rostros espantados que una risa, entrecortada y algo macabra, se escapó de sus labios.

—De ser personal ya hace días los hubiera asesinado —confesó—. Pero para su alivio, y mi infortunio, lamentablemente me encuentro bajo órdenes. Yo jamás hubiera permitido que durarán vivos hasta ahora.

Allyson comenzó a balbucear desesperada sobre la placa. Él amargó su sonrisa.

—Veamos lo que nuestra "querida Allyson" tiene que decir.

Él le quitó el metal de un tirón; pero, sin importar el dolor que sentía cuando su boca era despellejada, lo primero y último que ella pensó en hacer fue gritar el nombre de aquel que creía que podía salvarlos.

—¡Principal Nilam! ¡ Principal Nilam-

Andre y Rupert vieron el cuerpo de su compañera caer inconsciente frente a ellos luego de que el desconocido le diera un golpe detrás de la cabeza.

Hubo silencio. Aunque se sintiera como tal, no fue tan largo. Duro lo necesario para que el misterioso hombre diera con un veredicto.

Si los dos condenados pudieran haber visto los ojos del misterioso hombre, estarian seguros de que desbordaban furia, pero al no ser el caso la única muestra de algún sentimiento fue la horrible sonrisa que sus perfectos dientes les dedicaron.

—Sí... Ustedes serán una linda carta de presentación —dijo finalmente.

La celda se cerró de un portazo y unos inaudibles gritos cargados de dolor salieron de ella sin control hasta que, como era de esperarse, tan rápido como un pestañeo todo el lugar pasó a ser gobernado por un sepulcral silencio.

La única evidencia de esa falsa paz era la innegable sombra roja que se escurría por debajo de la puerta, tiñendo con su siniestra impureza la pulcra cerámica blanca que revestía el pasillo, hasta que la celda se volvió a abrir y dejó al descubierto que sus paredes ya no eran grises. En su lugar, estaban pintadas con desenfrenados brochetazos de carmín que emergían de los tres cadáveres a los pies de ese hombre.

Y sin más, con su traje impecable y tan solo las suelas de sus zapatos manchadas, la sombra se alejó como si nada hubiera ocurrido hacia el mismo lugar del que vino, silbando la misma melodía, solo que esta vez sus pasos estaban acompañados de las repugnantes huellas de la sangre de su ganado sacrificado.

El Destino de los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora