Capítulo 4- Miedo.

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Estaba corriendo, sus piernas dolían y su cuerpo estaba lastimado, pero ella no dejaba de correr, tenía que huir a toda costa o él la atraparía. La oscuridad del bosque se cernía sobre ella, los pasos acelerados que la perseguían no se alejaban sin importar cuánto estaba ella esforzándose por alejarse. Su falda se enganchó en una de las ramas bajas de un árbol, tirándola contra el suelo y haciendo que se raspara las rodillas y las palmas. Se giró, tirando de la tela hasta que se rompió, pero ya era muy tarde.

—Hola, mi amor —habló esa voz que enviaba escalofríos a su cuerpo, caminando hacia ella, tapado por la penumbra del bosque —. ¿Me extrañaste?

La pregunta sonaba lenta, como cuando él bebía, Emilia sentía su corazón casi salirse del pecho mientras se arrastraba por la tierra del bosque, queriendo escapar, pero era como si toda la tierra se hubiese humedecido hasta volverse fango y evitara sus esfuerzos por levantarse y salir corriendo.

Sus jadeos y sollozos resonaban en el silencio, acompañado de las ramas que se rompían bajo los pies de Carlos mientras se acercaba a ella, hasta que se detuvo justo frente a ella, mirándola desde lo alto. La luz de la luna se coló por entre las hojas y Emilia gritó.

Se cayó de la cama, su cuerpo retorciéndose entre las sábanas sobre el suelo, un sudor profuso cubriendo su piel, haciendo que el camisón se pegara a su cuerpo, las lágrimas bañando su rostro. Logró patear las sábanas lejos, arrodillándose en el suelo mientras sus manos se aferraban a sus brazos, los sollozos vagamente controlados escapando de su garganta, su respiración acelerándose hasta un punto donde el aire no entraba a sus pulmones. No podía, no lograba respirar.

Escuchaba lejano el ruido de algo o alguien moviéndose alrededor de ella, una puerta abriéndose quizás, pasos rodeándola, no lo tenía claro, todo lo que intentaba hacer era respirar, pero no lo lograba. Unas fuertes manos se aferraron a sus brazos, haciendo que se incorporara de su posición doblaba sobre sus muslos, con la frente pegada al suelo. Una de esas manos le tapó la boca, la otra se aferró a su cuello por detrás, sosteniéndola en el lugar. Si quería respirar tenía que hacerlo por la nariz, pero la sentía taponeada por sus lágrimas que no dejaban que viera nada.

—Tranquila, estoy aquí, respira lento —la voz suave empezó a colarse por la bruma de su mente, sus lágrimas caían y su visión iba despejándose, hasta que los ojos se enfocaron en aquellos ojos cafés oscuros que la miraban con dulzura y preocupación, los rizos sueltos que enmarcaran el firme rostro y al expresión triste que mostraba —Respira conmigo, lentamente —continuó Luisa, inspirando profundo para guiar a Emilia, hasta que pudo percibir como la muchacha lograba normalizar su respiración —Está bien, fue solo una pesadilla, yo estoy aquí —siguió diciendo, dejando claro que ella no permitiría que nada volviera a lastimarla.

Todos estaban reunidos en el pequeño cuarto de Mirabel, ella había sentido a Emilia caerse de la cama y había visto la forma errática de pánico que se apoderaba de la muchacha, intentó acercarse, pero Emilia parecía haberse vuelto de piedra, no cedió sin importar cuántas veces Mirabel intentó moverla o llamar su atención, por lo que Mirabel fue corriendo a avisar a su mamá, causando tal revuelvo en el proceso que despertó al resto de la casa, siendo Luisa la primera en correr hacia donde estaba Emilia, usando el equilibrio perfecto entre su fuerza y su delicadeza para que la muchacha cediera ante sus manos.

—Está bien, estoy aquí y no te voy a dejar sola —aseguró Luisa, removiendo su mano de la boca de Emilia e ignorando el hilo de saliva que conectó su palma a esos rosados labios con visibles marcas de mordidas.

Emilia se dejó envolver por sus fuertes brazos una vez más, mojando el camisón de Luisa con sus lágrimas y sudor, pero a la mayor no le molestaba, se limitó a arrullarla con una nana que su mamá solía cantarle de pequeña.

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