Capítulo 21- Oportunidad.

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La muerte era una marca inolvidable, causaba un desgarro en todo aquel vivo que quedaba alrededor, y era irrevocable; Alma había aprendido eso desde muy temprana edad, cuando su vida fue cambiada drásticamente de la peor forma posible. Había cometido muchos errores después de eso, ella no los negaría, pero cuando vio el corazón de su nieta desgarrado, supo que había una forma de enmendar el daño que ella misma había causado en aquellos a los que amaba.

El sonido de la silla de ruedas moviéndose fue opacado por la lluvia y los llantos, parecía como si todo estuviera pasando a través de un cristal, dándole un aire irreal a lo que ocurría. Julieta notó muy tarde como Alma se había acercado, solo cuando su madre le tocó el hombro fue que vio a la matriarca con expresión amable, y sus ojos marcados por la vida mirando directamente a Luisa, quien sostenía el cuerpo de Emilia.

—Ponme en el suelo —ordenó Alma a Julieta, aun sin retirar la vista de Luisa. Julieta quiso protestar, pero Bruno se acercó a su madre y miró a su hermana, las lágrimas mezcladas con la lluvia cubriendo sus ojos, su expresión derrotada pidiéndole que, por favor, solo obedeciera.

—Yo te ayudo —afirmó Bruno en un susurro.

Julieta se puso de pie, dejando caer al suelo el resto de la empanada que nada había podido hacer para salvar a la mujer que su hija amaba. Cada uno tomó un brazo de Alma y lo pasó por su cuello, aferrando sus manos debajo de ella y rodeándola, cargándola con cierta facilidad, la mujer había adelgazado mucho con su enfermedad, y colocándola en el suelo, al lado de Luisa y Emilia. Ambos de retiraron, observando como Alma colocaba sus manos sobre los hombros de Luisa, deslizándolas por su cuello hasta acunar su rostro, forzándola a alzarse y mirarla.

—Luisa, mi fuerte Luisa —dijo, su voz era un murmullo que se escuchaba por encima del ruido estruendoso y uniforme de la lluvia—. Cuánto daño te hice durante tanto tiempo, no sabes lo mucho que me arrepiento de ello. Amé a mi familia más que a nada, pero no supe cuidarla, y eso los lastimó a todos. Nunca me di cuenta de lo que hacía, sino hasta que casi fue muy tarde, solo entonces decidí darles a cada uno aquello que verdaderamente les haría felices, pero a ti no te he dado nada.

—Lo único que quiero, abuela… ya no está —contestó Luisa con su voz entrecortada, sintiendo como su abuela limpiaba las lágrimas calientes que se deslizaban por sus mejillas.

—Luisa, yo y esta familia te amamos, espero que lo sepas —aseguró Alma, sonriéndole con amor a Luisa mientras se inclinaba entre temblores espásticos hacia adelante y depositaba un beso en la frente de su nieta.

—¿Qué está pasando? —preguntó Mirabel, limpiando sus lágrimas y mirando hacia la vela, que brillaba con intensidad, dejando salir haces de luces doradas y deteniendo la lluvia de Pepa.

—Este es mi último regalo para ti —confesó Alma, acostándose totalmente en el suelo y uniendo su mano a la mano fría del cuerpo sin vida de Emilia.

La vela destelló, cegándolos a todos por un momento mientras los haces floridos de luz salían de ella, dejando un rastro de polvo dorado y causado arabescos en el aire, corriendo hacia donde Alma y Emilia estaban. Julieta tocó el hombro de su hija, aferrándose a su brazo y haciéndola depositar a Emilia en el suelo, forzándola a levantarse y alejarse de ellas mientras veía los haces de luz crear diseños inespecíficos alrededor de Emilia y de su abuela.

De ambos cuerpos emanó un brillo dorado que iluminó la habitación, la sangre que manchaba el suelo se secó y evaporó cuando los haces brillantes chocaron con ella, como estrellas fugaces si chocaran con la tierra, causando pequeñas explosiones de polvo dorado. Nadie podía retirar los ojos de la escena, viendo como la herida de Emilia se cerraba, la sangre de su cuerpo desaparecía, la frialdad era sustituida por un color cálido y entonces, una mano traslucida brillante se apoyaba sobre su pecho.

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