Capítulo 20- Desesperanza.

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Juan estaba esperando entre las sombras, había aprovechado el movimiento y entrada de personas a Casita para desplazarse por Encanto, mezclándose entre la gente feliz que iba con entusiasmo a presenciar la ceremonia, encontrando un escondite perfecto entre las sombras, en silencio, con sus botas con suelas desgastadas que no hacían sonidos, evitando en todo momento a cualquiera que pudiera reconocerlo, sonriendo cuando alguien lo miraba un segundo de más, fingiendo compartir la alegría de los pueblerinos.

No fue hasta que estuvo seguro, detrás de la multitud y de un poste de la escalera del fondo, que se permitió observar a los demás. Sus ojos se encontraron con los de Pablo, quien lo miró un instante, asegurándose de que estuviera listo, antes de no volver a verlo de nuevo.

Él recordaba perfectamente cuando conoció a Pablo por primera vez, había sido el día que llegó a Encanto como amigo de la familia Méndez, Pablo se lo habían presentado como el hijo del panadero del pueblo, un joven atrevido y vivaracho que entre bromas, y motivado por el alcohol, le había confesado que si se iba a fijar en alguna de las mujeres de la familia Madrigal, mejor que no fuera en Luisa, porque él tenía pensado hablar esa misma noche con la matriarca de la familia para pedir permiso de cortejarla.

Juan le había asegurado que él era feliz con su prometida, y que no tenía intenciones de cambiarla por ninguna de las mujeres Madrigal, e incluso le había dado consejos para el cortejo de las damas.

Luego de los acontecimientos de aquella noche, Juan creyó que todo el pueblo lo odiaría, quizás con la misma intensidad con la que él odiaba a Emilia, no habiendo creído ni una sola palabra de las mentiras que ella había dicho sobre Carlos, su hermano era un gran hombre y no admitiría que nadie cizañara su nombre. Sin embargo, tres días después al pueblo llegó Pablo, buscándolo.

Hablaron durante horas, Pablo le contó lo ocurrido en Encanto y los rumores que circulaban por la población, hablando de una relación desviada y asquerosa entre Luisa y Emilia, Juan le aseguró que, de eso ser cierto, era culpa de aquella víbora de piel canela con la que su hermano había tenido la desdicha de casarse en vida.

La amistad que surgió en base al odio y el resentimiento duró años, con Pablo pasándole cualquier información que obtuviera sobre Luisa y Emilia; lamentablemente para ambos, en seis años no se supo nada de ellas, por más que ambos intentaron encontrarlas, Pablo uniéndose a sus búsquedas por diferentes poblados de forma ocasional, mintiendo en su casa que viajaba para aprender nuevas técnicas y buscar mejores ingredientes para el pan en Encanto.

Juan ya había perdido toda esperanza cuando Pablo le dijo que estuviera atento a recibir un mensaje suyo, Alma Madrigal estaba enferma y en el pueblo se decía que sus nietos habían mandado a buscar a los miembros de la familia que habitaban lejos de Encanto.

Después ese mensaje, habían pasado dos meses, todas las noches Juan ansioso por recibir alguna carta que le dijera la buena noticia, por eso no esperó ni un minuto más cuando finalmente las letras de Pablo llegaron, avisándole del regreso de Emilia y Luisa, junto con Camilo, otro hombre y un niño.

La ceremonia había caído como algo perfecto, dándole el camuflaje ideal para infiltrarse en la casa, para que nadie reparase en él en ningún momento. Observó desde las sombras la ceremonia, sintiendo la rabia bullir dentro cuando Emilia rio y aplaudió alegremente, dándole un beso a Luisa en la mejilla.

«No deberías ser feliz, deberías ser tan miserable como hiciste a mi hermano, a mi familia».

Los niños abrieron las puertas, mostrando sus interiores y permitiendo el paso a los presentes. Juan se mantuvo de último, asegurando su posición oculta entre las demás personas. La habitación de Pedrito era un área espaciosa llena de resonancia y plantas marchitas que transmitían paz, que se elevaron con vida cuando el niño empezó a cantar, Juan entendió que estas funcionaban como un reflejo de lo que los presentes sentían, no como plantas normales. Sin embargo, ni siquiera él pudo contener la intriga cuando entraron a la habitación de Pepe, que era un mero espacio en blanco, no parecía tener paredes, principio ni fin, un lienzo limpio.

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