El Regreso.

784 66 2
                                    

                                                                                                   11

Rolando había amado a Annelise, y ella a él. Antes le había resultado fácil olvidar ese juvenil enamoramiento, pensó Erick. Bueno, tal vez no tan fácil, puesto que le habían asaltado la rabia y los celos. De pronto simpatizaba con el muchacho y sentía pena por los dos. Ambos habían amado; él había querido a Emilia. Mientras ambos se miraban, comenzó a sonar una extraña música procedente de una flauta larga. Tan pronto se inició la melodía se oyeron « chist» para pedir silencio. Una joven morena de ojos almendrados y cabello negro como el ébano y largo hasta más abajo de la cintura se había situado ante el hogar. Estaba inmóvil. De pronto su cuerpo empezó a mecerse sutilmente al ritmo de la música. La muchacha era extraordinariamente hermosa y grácil, increíblemente exótica con sus ojos rasgados y cálidos, su piel de color miel. Al danzar las capas de gasa que la envolvían flotaban alrededor definiendo la dulce y turgente perfección de su figura. La música era lenta, seductora; penetraba en la piel y la sangre, hechizadora .En la sala reinaba un silencio absoluto. Todas las miradas estaban fijas en la joven. Erick observó sus contoneos, sonriendo. De pronto el baile le recordó otra actuación que había presenciado no hacía mucho; Annelise. Annelise moviéndose con sinuosa gracia, relatando sus historias con aquella voz suave y sugerente; voz de sirena .Durante la representación de Annelise también todos habían guardado silencio. El cabello había cubierto su cuerpo como una refulgente cascada dorada mientras desafiaba a los hombres, cautivándolos con sus movimientos, como estaba haciendo esa zorra ante el rey y sus guerreros.  Incluso en esos momentos, observando a esa tentadora joven de ojos almendrados, recordaba a su esposa. Apretó los dientes y lanzó una maldición silenciosa. No quería que se la recordaran en los momentos de vigilia; tampoco deseaba soñar con ella. Rollo estaba sentado a su lado. Del hogar se elevaba el humo, y la chica parecía cada vez más un ser mítico, misterioso, mágico y esquivo.—Es una de los prisioneros que dejaron aquí los daneses en su precipitada fuga; eso dijo el mayordomo. La capturaron en una incursión por el Mediterráneo, y se rumorea que busca un nuevo amo. Me parece que su mirada se posa continuamente en ti. ¿Sí? Erick no lo había advertido. Había estado mirando a la chica sin verla, absorto en sus pensamientos. La joven evolucionó ante él a un ritmo cada vez más rápido. Poco a poco desaparecían las gasas que la envolvían a medida que ella se despojaba de los diversos velos y los lanzaba lejos. Dejó al descubierto los brazos, los hombros y las redondeces de sus senos. Unos ligerísimos pantalones le ceñían las caderas, y una fina cinta de gasa apenas le cubría los pezones. Giraba ante él cada vez más deprisa con los pies descalzos. La música aumentó de volumen y de pronto cesó. Ella echó la cabeza hacia atrás y adelante y cayó de rodillas delante de Erick. La sala quedó en completo silencio, ya sin la música. Erick oía claramente la respiración de la joven, quien levantó la cabeza lentamente y clavó la vista en los ojos del hombre. Erick advirtió que todos los presentes lo observaban. Esbozó una sonrisa y aplaudió.—Esta chica es una esclava —dijo el rey—. Se entrega a ti. Nada en la voz de Alfonzo delataba sus pensamientos, pero Erick estaba seguro dé que el rey tenía una opinión muy clara sobre cuál era la manera correcta de manejar la situación. Se volvió hacia Alfonzo.—Hoy he luchado por tu bandera, Alfonzo. Todo lo que se recoja hoy pasará a tus cofres para que tú lo repartas entre los hombres. El rey, irritado, ordenó a la chica que se retirara con un gesto de la mano. Ella se levantó con expresión triste y se encaminó hacia la puerta, mirando hacia atrás varias veces. Los perros de caza comenzaban a husmear alrededor del fuego en busca de huesos y restos de comida. Los hombres empezaban a moverse, haciendo crujirlas esteras de junco con los pies. Erick clavó la vista en el rey.—Ninguno de los dos miró a esa chica esta noche, Alfonzo. Los dos estábamos pensando en otra actuación.—Una que te dio una esposa.—Y a ti una alianza. El matrimonio fue un contrato.—O sea, ¿quieres quedarte con la ramera pagana? —preguntó el rey con los ojos entornados. Erick sonrió y negó con la cabeza.—No, señor. Tengo la intención de cederla a otro. —El rey arqueó las cejas—. A Rolando se levantó, repentinamente agotado. Se había comportado como un necio. No debería haber entregado a la chica. Debería habérsela quedado para recordar a todos que él era su propio amo, que no sería gobernado por una mujer, aunque esta fuera su esposa y pariente del rey. Miró a Alfonzo, quien dijo:—Estoy muy complacido con nuestra alianza. Te ofrezco lo que quieras del botín.—¿Incluso la chica?—Incluso la chica —respondió el monarca con un gesto de dolor. Erick titubeó.—No la quiero —dijo—. Buenas noches, Alfonzo, rey de Inglaterra. Ella me ha recordado que estoy ansioso por regresar al que será mi hogar. Hay muchas cosas dañadas y me ocuparé de repararlas. Se volvió y salió de la sala en dirección a la habitación que había escogido. Se tendió sobre el mullido colchón de plumón dispuesto sobre una enorme cama de cuerdas. Cerró los ojos, colocando una mano sobre su espada Venganza, que había dejado a su lado. Jamás dormía sin tenerla cerca. Los acontecimientos del día desfilaron por su mente cansada y después se adormeció. Vio a la chica de los ojos almendrados bailando ante él medio desnuda. De pronto la chica cambiaba y se convertía en su esposa, Annelise. Sus cabellos flotaban como una suavísima cortina de llamas, cayendo encascada sobre sus brazos desnudos, envolviéndola. Entonces ella se tumbaba de espaldas. Se oía el rumor de un arroyuelo. Annelise lo llamaba, le sonreía y lo invitaba a acercarse. Erick se tendía entre la suavidad de sus muslos y la apretaba contra las exuberantes hierbas de una tierra perfumada y fértil. Le acariciaba el pelo y con sus dedos la recorría entera. De pronto notaba algo pegajoso; era sangre. Se despertó sobresaltado. Todavía le rodeaba la oscuridad de la noche. La puerta de su habitación que comunicaba con la sala central estaba entreabierta. Vislumbró a los hombres echados alrededor del fuego, durmiendo, borrachos, como si estuvieran muertos.« Ella no corre peligro» , pensó. ¿Por qué lo acosaban esos pensamientos sobre la muerte de su esposa? Era ella quien deseaba su cabeza, se recordó. Necesitaba dormir. La única herida física que había recibido se la había causado ella. En todo caso, aunque victorioso, el día había sido largo y agotador. Había cumplido su parte del acuerdo y continuaría cumpliéndola. Ciertamente los daneses se levantarían otra vez para vengar su derrota. Deseaba despertar temprano y cabalgar como el viento. Deseaba reivindicarlo que era suyo. Volvió a tumbarse y cerró los ojos. Logró dormir y soñó que ella se hallaba en peligro. Despertó de nuevo. Ella no se encontraba en peligro, intentaba convencerse, estaba al cuidado de Frederick, quien la protegería. Apenas despuntaba el alba cuando, irritado, renunció a concluir el sueño y se levantó. Salió de la habitación y buscó a Rollo, a quien halló junto al fuego, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Le propinó un suave puntapié.—Despierta a los demás —ordenó—. Es hora de partir. Rollo se frotó los ojos y se apresuró a ponerse en pie. Los hombres comenzaban a despertarse y moverse. Erick salió al fresco aire de la mañana. La hierba estaba cubierta de rocío, y una suave neblina lo envolvió. Rochester era una ciudad impresionante. Los daneses la habían deseado muchísimo. Regresarían. Llamó a un chico, le pidió que sacara a su caballo del establo y que hiciera correr la voz de que se marchaba con sus hombres. Minutos después estos ya estaban listos para partir, con el botín que habían recogido en las fortificaciones de los daneses. Erick se sorprendió al ver a Rolando montado para acompañarlo, con la bailarina sentada detrás.—El rey no viene ahora —dijo Erick, acercándose a él.—Lo sé. Ha aceptado que te sirva a ti —explicó Rolando. Erick contempló al muchacho con mirada fría y franca. Rolando había demostrado ser muchas cosas, ¿resultaría ser un traidor también? Él era el amo de su propia voluntad y su casa, se recordó Erick. Accedería a que Rolando lo acompañara. Vigilaría al muchacho y a Annelise.—Entonces, vamos —dijo. Después vociferó la orden a sus hombres y emprendió la marcha.« A casa —pensó—. Al encuentro con mi esposa. —Una sonrisa iluminó su rostro—. Y todas las promesas que ella me ha hecho» .Él se encargaría de que las cumpliera.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora