MARATOON!

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Había sido agradable regresar al hogar. Muchas personas queridas e íntimas habían perecido en la insensata batalla contra los hombres de Erick. Sin embargo, resultaba agradable estar de nuevo allí. Nada había sido tocado en el interior de la casa señorial, y durante su ausencia mucho de lo dañado había sido reconstruido. Además por fin veía a Adela. Adela, prima de su madre, rondaba los sesenta años. Era una dama enérgica, animada, perspicaz y de ingenio rápido. Había vivido con Annelise durante años. Hasta el regreso de Annelise, Adela había permanecido escondida en la casa de uno de los granjeros. Cuando la vio llegar y observó el respeto con que la trataban los vikingos que la escoltaban, se atrevió a salir y aventurarse hasta la casa señorial, donde la joven la había recibido con risas, llantos y abrazos. Ya estaba instalada de nuevo en su habitación.—Peter y su familia se portaron muy bien conmigo. Además corrían grave peligro por acogerme en su hogar —explicó Adela, contenta de ponerse su ropa después de bañarse y tenderse en la gran cama de cuerdas con colchón de fino plumón—. Pero, ay, ¡qué casa! Niños pequeños por todas partes, y un jergón de paja con una manta polvorienta. Ay, querida mía, cómo me dolía el trasero. En fin, no hago más que hablar. ¿Y tú, cariño, cómo estás? La pregunta fue formulada con ternura. Annelise eligió cuidadosamente las palabras para contestar.—Estoy bien. Hui de aquí y me refugié en la casa de Alfonzo. Después...después Alfonzo se dirigió hacia aquí...—¡Me pareció que el rey había venido! —interrumpió Adela—, pero no me atreví a salir por temor a haberme equivocado. Ese gigante rubio impidió que sus hombres hicieran daño a la gente, pero no sabía cómo actuaría la señora de la casa. Bueno, cuéntame más, ¿Cómo te las arreglaste para regresar?—Me casé con el gigante rubio —contestó suavemente Annelise.—¡Oh! —exclamó Adela, atónita—. Ah, por supuesto, pero ¿y Rolando?—Bueno —dijo Annelise tratando de sonreír, desesperada por ofrecer algo de humor a Adela—. Creo que esto significa que no contraeré matrimonio con Rolando.—¡Ay, mi querida niña! —se lamentó Adela, mirándola dulcemente con sus ojos azules. Esbozó una alegre sonrisa—. Ah, bien, el vikingo es un hombre magnífico. Tendrías que haber oído su voz imperiosa... de mando...—He oído su voz imperiosa, gracias.—Un fiero luchador, sí, pero un hombre con piedad.—¡Piedad! —exclamó Annelise. Adela asintió muy seria.—Una vez hubo terminado la batalla no permitió que hicieran daño a nadie. Ay, mi querida Annelise. ¿Sufres mucho, entonces?—Por supuesto que no —mintió ella—. El rey me pidió que me casara yo obedecí. Esta es mi tierra y este es mi pueblo, piense lo que piense el vikingo. No renunciaré a lo que me pertenece. La mayoría de los matrimonios se conciertan. Estaré muy bien. Ahora, cuéntame más. De modo que Peter y su familia se encuentran bien. Cuánto me alegro. —Volvió a abrazar a su prima—. Estoy tan contenta y agradecida de verte; el pobre Egmont murió, así como tantos otros. Egmont había recibido un entierro cristiano, aseguró Adela, y también los demás.—Bajo el roble grande que hay dentro junto a la puerta oriental; iremos allí a orar por sus almas, si eso te complace, querida mía. Annelise había rezado por Egmont y los demás, había visitado las casas delos granjeros y los siervos; había expresado sus condolencias a los familiares delos fallecidos y había prometido ayudarles a reconstruir lo que había sido destruido. Después había concedido un día de fiesta a su gente; no trabajarían para ella en los campos ni en la casa señorial, sino que aprovecharían ese tiempo para sus propios asuntos. Esa noche había invitado a todos a venado asado y cerveza. Ninguno de los vikingos trató de impedirle hacer esas obras de caridad. Ni siquiera el pelirrojo alto de anchos hombros que parecía estar al mando, el llamado Sigurd; si este se oponía a que Annelise regalara el contenido de la despensa de su amo, no hizo ningún comentario. Apenas hablaba cuando se sentaba a la mesa a comer con ella, Frederick los parapetos al alba, contemplando su pequeña ciudad amurallada, Annelise comprobó que la vida no había cambiado para los siervos, granjeros y artesanos. Los hombres cultivaban los campos. Era primavera, y el hecho más destacado para el hombre corriente era que aquella era la época de la siembra. Annelise sabía que su relación con su pueblo era buena. Los siervos le pertenecían; eran casi esclavos. Habían nacido en su casa y pasarían allí sus vidas. Trabajarían para ella todos los días de sus vidas, y si alguien deseaba trasladarse, necesitaba el permiso de Annelise. Ella era un ama amable,  preocupada por hacer cumplir las leyes que habían sido forjadas para todos los hombres, y justa en sus decisiones. El servicio de un siervo a su amo o ama era un antiguo pago a cambio de protección. Ella había fracasado al ser incapaz de proteger a su gente. Aunque no había sido culpa suya, aunque sus fuerzas de combate se hallaban con el rey, aunque había sido traicionada, había faltado a su gente, y eso la afligía. Dejó escapar un suave suspiro, observando los hombres y bueyes que se movían por los campos. Había vikingos. Erick había instalado en la casa a algunos de sus hombres, que, aunque infinitamente educados con ella, no dejaban de vigilarla. Procuraban no importunarla, pero cuando bajaba a comer por la mañana o por la noche, allí  estaban. Donde tenía que haber estado el pobre Egmont, encontraba un vikingo. Podían asegurar que eran irlandeses, pero eran vikingos. Se estremeció. ¿Dirían lo mismo de sus hijos dentro de veinte o treinta años?« No, no son ingleses, ¡son vikingos!» Palideció al pensarlo. De ninguna manera podía tener hijos con el gigante rubio que de modo tan implacable y desconsiderado imponía su voluntad. Era un desconocido. No; no era un desconocido, pensó; no después de la noche de bodas. Se ruborizó y recordó el largo trayecto hasta su hogar acompañada por Frederick y la escolta. El viejo druida la había fascinado con sus historias. Había relatado la llegada de san Patricio a Eire y cómo había expulsado a todas las serpientes; le había explicado el sentido de la hospitalidad irlandesa por la cual se debía socorrer a cualquier persona que necesitara cama o comida; le había hablado deAed Finnlaith, el gran Ard-Ri, que había logrado aunar las fuerzas de muchos reyes para combatir contra el peligro vikingo.—Y sin embargo —había comentado ella—, los vikingos conquistaron Dubhlain.—E hicieron un pacto con el Ard-Ri —había replicado él, sonriendo—. Y desde entonces, aparte de algunas esporádicas incursiones danesas, ha reinado la paz. El Ard-Ri pasa mucho tiempo en Dubhlain, y sus muchos nietos someten a los nobles rebeldes. Olaf el Lobo de Noruega habla el idioma irlandés con más frecuencia que el suyo propio. Se viste con el esplendor irlandés y construye sólidas fortificaciones irlandesas. Es mucho más un defensor de la tierra que un invasor.—Ahora —insistió Annelise—, pero llegó como invasor.—Sus hijos forman parte de Eire. Así como el hijo que llevas será parte de la Inglaterra unificada de Alfonzo. Ella sofocó una exclamación y lo miró fijamente.—No llevo un hijo...—Claro que sí.—¡No puedes saberlo! ¡No puedes saberlo!—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Pero es un niño, y lo llamarás Garth. ella ahogó una exclamación porque si alguna vez tenía un hijo y podía elegir el nombre, ciertamente le pondría el de su padre, a quien había amado tanto y durante tan poco tiempo; si un vikingo le permitía hacerlo. ¿Cómo podía saber esas cosas ese hombre?—Has hablado con Alfonzo —murmuró. Frederick no replicó, pero ella intuía que no había hablado con Alfonzo. Con la vista perdida en los campos, Annelise recordó las palabras del anciano con toda claridad. ¡No podía saberlo! Nadie podía saberlo tan pronto. Apretó los dientes. No soportaba la idea de tener un hijo del vikingo. Sin duda él desearía tener un heredero legítimo, y ella no podía soportar la idea de darle algo que deseara. Cerró los ojos y recordó la noche de bodas, preguntándose si podría ser cierto.—¡Dios mío, por todos los santos, protégeme! —murmuró, estremeciéndose—. No prestaré atención a las tonterías de un druida. En ese momento se sobresaltó al divisar un grupo de jinetes en el horizonte. Cabalgaban a toda velocidad, levantando una polvareda a su paso. A medida que se acercaban distinguió a los jinetes y vislumbró un estandarte que flameaba al viento. Encabezaba el grupo Erick de Dubhlain montado en el gran semental blanco, y su cota de malla brillaba al sol. Llevaba la visera calzada y cabalgaba con la seguridad y confianza de un dios. Detrás de él un hombre enarbolaba el estandarte con el emblema del lobo. ¡Regresaban! Tan rápido. Había orado por la victoria del rey, pero no había esperado que la batalla concluyera tan pronto. No había esperado ver a Erick de Dubhlain tan pronto. Los cuernos comenzaron a sonar para anunciar el retorno de los guerreros. Annelise contempló su llegada desde el parapeto durante un rato que le pareció una eternidad, sintiendo el retumbar de su corazón. Después decidió que bajaría y lo saludaría con toda dignidad. Ella no le debía nada, él la había engañado; sin embargo, lo saludaría. Bajó presurosa por las escaleras, entró en la casa y se dirigió a su habitación. Miró alrededor, estremecida. Su habitación, sí, pero él la había ocupado cuando llegó allí y había dejado sus baúles, llenos de ropa, pieles, armas, mapas y libros laboriosamente copiados por los monjes irlandeses en sus monasterios. Al principio con timidez y con osadía después, Annelise había hurgado entre sus pertenencias y se había planteado seriamente la posibilidad de instalarse en otro dormitorio. Sin embargo, a pesar de que se resistía a admitirlo, temía al vikingo.O tal vez no le inspiraba miedo, sino que comenzaba a conocerlo muy bien. Si éllo juzgaba oportuno, consentiría en que su esposa durmiera en otra habitación; sino, la arrastraría de vuelta a la suya, y se consideraría con el derecho de hacerlo.Y todas las leyes de Inglaterra lo apoyarían.Procedió a cepillarse el cabello y rápidamente evaluó la elección de ropapara el día. Lucía una túnica de lino blanco con finísimos bordados en el corpiñoy mangas. No era un atuendo para una ocasión importante, pero era bonito yrealzaba el color de sus cabellos.¿Y qué le importaba a él cómo fuera vestida?, se preguntó. Tal vez debíaintentar librar una batalla más civilizada con él, pero seguían siendo enemigos;hasta la muerte.Bajó a la sala principal y la atravesó. Adela había estado bordando junto auna de las ventanas. Se levantó rápidamente con una expresión risueña y traviesaen los ojos.—De modo que ha regresado el gigante. Annelise le dirigió una rápida mirada.—Sí,  Adela, ven. Tienes que conocerlo. No le tengas miedo.—Vaya, no le tengo miedo —aseguró su prima.Adela salió tras ella al patio delantero de la casa. Se abrieron las puertas de laempalizada. Sigurd y Frederick ya se hallaban en el patio, esperando a su señor.Con el corazón desbocado, Annelise cerró las manos en puños, de pie al soldel amanecer. « Tiene que haber cabalgado toda la noche para llegar tantemprano» , pensó.Los cascos de los caballos comenzaron a resonar ante la entrada. Erick continuaba a la cabeza del grupo. Sostenía el casco plateado en la mano. Su granestandarte con el lobo ondeaba tras él. Al llegar al patio desmontó rápidamente.Ya estaban allí los mozos de establo para llevarse el caballo. Gigantesco con suarmadura, Erick sonrió a Frederick y Sigurd, y enseguida su mirada se desvióhacia Annelise. Ella creyó apreciar una expresión divertida en sus ojos cuandola miró; tal vez era un reto.Erguido y enorme, él la observó con aquellos increíbles ojos azules. Annelise pensó que tal vez él esperaba que ella bajara a recibirlo; pero ella no estabadispuesta a hacerlo. Sigurd se había adelantado para preguntar por la batalla. Erick le dio una palmada en el hombro y aseguró que habían infligido una severaderrota a los daneses. Saludó a Frederick y se interesó por su salud. Por último seencaminó hacia Annelise.De pronto la joven evocó la primera vez que él entró en la sala; recordó lacruda sensación física de aquella primera batalla, de aquel primer encuentro.Al verlo ante ella, con el yelmo bajo el brazo, su ya enorme corpulenciaaumentada por la armadura, Annelise se cercioró de que la miraba conexpresión desafiadora a la vez que divertida.—Mi señora, mi esposa, cuánto me alegra que hayas venido hasta aquí asaludarme.Ella ciertamente no ansiaba saludarlo, y él lo sabía muy bien. Annelise sonrió, y tuvo la sensación de que se le rompía el rostro.—Quisiera preguntar por el rey, Erick de Dubhlain.—El rey se encuentra muy bien. ¿No vas a interesarte por mi salud?—No soy ciega, mi señor. Veo muy bien que tu salud es excelente, ¿no es así?—Excelente, en verdad. Tengo una molesta cicatriz en un muslo, de unaherida de flecha anterior, pero de esta refriega he salido ileso. Estoy seguro deque te complace muchísimo saberlo.—Muchísimo —dijo ella con la sonrisa congelada en la cara.Él se inclinó, le cogió la mano y le susurró al oído:—Qué gran mentirosa eres, mi lady. Deseabas desesperadamente que llegaracon las entrañas colgando de mi carne destrozada.—No, mi lord, deseaba desesperadamente que no regresaras —dijodulcemente. Levantó la voz—: Sin duda estarás muy cansado tras la largacabalgada.—En realidad no estoy cansado en absoluto —contradijo él—. He cabalgadocon entusiasmo por la promesa de... del hogar.Ella se volvió, dispuesta a entrar en la casa y acabar con la parodia que teníanque representar ante los demás. Pero esta no terminaría, por supuesto. Rollo y talvez otros capitanes entrarían con él y habría que servirles cerveza y comida. Ellase encargaría de eso y después procuraría arreglárselas para pasar en algunaparte el resto del día.Casi tropezó con Adela. Erick la vio entonces por primera vez y frunció elentrecejo.—¿Quién es?—¡Adela, mi señor! —respondió la anciana—. La criada de tu esposa.—Mi prima —corrigió Annelise mirando con severidad a Adela.Esta se inclinó graciosamente.—Estoy encantada de verte de regreso, a salvo y bien.Erick esbozó una sonrisa y después echó a reír.—Adela, ¿eh? Ven, entonces, y bebe con nosotros. Estoy seguro de que miesposa está deseosa de brindar por la última victoria de Alfonzo.Annelise no dijo nada. Todas las palabras de Erick parecían tener doble filo.Disfrutaba muchísimo burlándose de ella. Pero ella jamás se comportaría comouna víctima indefensa, juró; jamás se rendiría. Que riera cuanto quisiera. Ellasería la última en reír.Entonces apareció Rollo detrás de su marido y la saludó con un beso en lamano. Los demás comenzaron a llenar la sala.Annelise sintió que el corazón le daba un vuelco, latía con furia y después sedetenía. Había visto un rostro muy conocido entre la muchedumbre de guerreros;el rostro de Rolando. Su novio de antaño había seguido a su marido hasta la salaque debería haber sido suya.Palideció. Erick, que conversaba con Adela, la observó.Rolando estaba riéndose del chiste que le había contado un hombre cuando susmiradas se encontraron. La risa se desvaneció rápidamente. Inclinó la cabezacon solemnidad a modo de saludo y se volvió hacia otro lado.Una pesada mano con guantelete cayó sobre el brazo de Annelise y la obligóa girarse. La joven, pálida, sostuvo la penetrante mirada azul de su marido.—Sí, esposa —murmuró él—, el joven Rolando está conmigo, vivo y muybien, como verás.Ella apartó el brazo para zafarse. Erick la soltó.—¿Por qué está aquí? ¿Qué nueva crueldad es esta?—Ninguna crueldad, señora. Él ha elegido servirme.—No te creo.—¿Acaso está encadenado? No, mi querida esposa, camina libremente. Diola casualidad de que yo le salvé la vida cuando le atacaban unos daneses y creoque está agradecido.—¿Le salvaste la vida? —La altanería y arrogancia del vikingo la sacaban dequicio—. Eres un tonto, gran lobo irlandés —dijo con dulzura—. Tal vez yo estoytodavía perdidamente enamorada de él. Tal vez él está todavía perdidamenteenamorado de mí. Y tal vez los dos te traicionemos en esta misma casa.Erick permaneció en silencio mucho rato, impasible. Annelise sintió un nudoen el estómago y se arrepintió de haber hablado así.De pronto él arqueó una ceja dorada y la miró fijamente. Ella tratódesesperadamente de adivinar sus pensamientos. Erick se encogió de hombros, yella casi lanzó un grito cuando su esposo cogió su mano entre las suyas,inclinándose para rozarle la piel con los labios.—Sospecho que no, mi lady. Rolando no me traicionará, por su honor. Y tútampoco, porque si lo haces te azotaré la espalda y las nalgas hasta que aprendasbien la lección.Esta vez, cuando ella intentó liberarse, él no lo permitió.—¡Suéltame! —susurró ella, nerviosa—. La sala está llena de compañerostuyos. ¿No quieres comportarte como un anfitrión atento?—No, quiero ser el señor. Me bañaré y cambiaré antes de comer.—No esperarás que yo atienda a tus hombres —protestó ella.—No —aseguró él—. Espero que me atiendas a mí.Ella abrió mucho los ojos y tiró de la mano.—Erick, no pretenderás...—Claro que sí, mi amor. Tus entrañables palabras respecto a Rolando  me hanevocado una imagen. Recuerdo a mi esposa, envuelta en poco más que laespléndida hermosura de sus cabellos, prometiéndome todo si el joven Rolando vivía, prometiéndome servirme de todas las maneras; de todas, todas lasmaneras.—Pero él y a estaba vivo.—No podría haber prometido no matarlo si hubiera estado muerto, amor mío.—¡Ah, sabes a qué me refiero! Me engañaste. Ya lo habías decidido.Montado en tu caballo, mejor dicho, mi caballo, me dejaste hacer el ridículo...—Me prometiste entregarme todo cuanto se me debe.—No te debo nada.—Por el contrario —dijo él, horadándole los ojos con el fuego azul de lossuyos, apretándole la mano casi con crueldad—. Me debes mucho, y he venido asaldar la deuda.—Aquí no; no ahora...—¡Adela! —llamó él, interrumpiéndola.La anciana se volvió enseguida. Erick le dirigió una encantadora sonrisa quepareció hechizarla de inmediato.—Señora, ¿tendrías la amabilidad de ordenar a los criados que se ocupen decolocar la bañera en el dormitorio de mi señora y mío? Y que lleven aguacaliente y un poco de vino. Y después, prima Adela, tal vez podría contar contigopara que te encargues del bienestar de mis hombres en esta sala. Supongo queestarías acostumbrada a realizar ese papel en esta casa antes de queirrumpiéramos aquí. Dado que no nos esperabais, tardaréis un poco en asarcarnes y preparar una buena comida. ¿Te ocuparás de todo hasta entonces...?—Por supuesto, milord —dijo Adela, que al instante se dirigió a la entrada dela cocina para realizar la tarea encomendada.Observándola, Annelise dijo:—Erick, seguro que un comportamiento así por tu parte sería muy grosero...—Camina a mi lado, señora, o te llevaré sobre mis hombros. No me importade qué modo me acompañes, pero me acompañarás.—¡Actúas así porque Rolando está en la sala! —acusó ella, obstinada.—No, mi señora y esposa. Lo hago porque me dará placer, y tal vez no solo amí.Un escudo de hielo pareció cubrirle los ojos cuando bajó la cabeza paramirarla. En lo más profundo ella sintió el frío, que enseguida fue sustituido por uncalor abrasador. Se le secó la boca, y empezó a temblar. Deseaba odiarlo, enrealidad lo odiaba y despreciaba su comportamiento. Sin embargo, estabarecordando la noche de bodas a su pesar.Evocaba la sensación de sus manos sobre ella, acariciándola; sus labiosrozando su boca, quemándole la piel.Negó con la cabeza, desesperada. Rolando se hallaba en la sala. Ella lo habíaamado. Y jamás, jamás, Rolando la había hecho experimentar sensacionessemejantes a las que le había provocado el vikingo.—Erick, ¡no iré contigo!—Dame batalla, señora, y te venceré siempre —le advirtió él.—No vencerás siempre...—Sí, porque me han enseñado que si no venzo no cabe más que esperar lamuerte, de modo que me tomo muy en serio mis batallas.Ella abrió la boca para protestar, pero él estaba decidido y no amenazaba envano. Se inclinó para cogerla y se la echó al hombro. Las risas y la conversaciónen la sala cesaron repentinamente, y aunque ella forcejeaba por liberarse, élhabló con tono despreocupado a los presentes:—Hombres, bebed y disfrutad del descanso tras la batalla. Mi esposa y yo notardaremos en reunirnos con vosotros.Se oyeron risas y palabras de comprensión por parte de los hombres. Erick sevolvió, bajó a Annelise del hombro para cogerla en brazos y se dirigió a todaprisa hacia la escalera. En segundos y a había subido por los peldaños a pesar delas susurradas amenazas y los puños que le golpeaban el pecho. Al llegar a laalcoba, él la lanzó sin ningún miramiento sobre la cama. Annelise se apresuró aincorporarse y se apoyó en un codo. Deseó gritarle e insultarlo, pero tuvo queconformarse con hervir de rabia interiormente porque vio que ya habían llevadola bañera y que los criados la llenaban con palanganas de agua caliente. El viejoJoseph colocó un botijo de vino con dos copas de plata sobre una mesa. No lamiró en ningún momento; los demás tampoco. Erick trató con naturalidad a loscriados, les dio las gracias cuando se marcharon, cerró la puerta y echó elpestillo.Se apoyó contra la puerta y la miró.—¿Y bien? —preguntó por último.—¿Y bien qué?—Ven a servirme, mi amor.—Has perdido el juicio. Deben de haberte golpeado con un hacha de guerraen el cráneo, « mi amor» .—Qué deliciosa cadencia tienen esas palabras en tus labios. No he perdido eljuicio. Por el contrario, mi memoria es excelente. Y recuerdo, cariño, que tú...—¡Me engañaste! —interrumpió ella.Erick se encaminó hacia ella, formidable con su armadura. Ella saltó de lacama.—Erick...—¡Annelise! Ayúdame a quitarme esta malla, o te juro que lo lamentarás.—No me amenaces.—Es una promesa seria y sincera.—No sé hacerlo...—Sí sabes. Estoy seguro de que has quitado más de una armadura. Ven,ayúdame. Tal vez esto sea lo único que te pida.El corazón de Annelise latía frenético. La joven se echó hacia atrás elcabello y se acercó a él con gesto impaciente. Erick ya había dejado el casco a unlado. Se agachó para cogerse el borde de la larga pieza parecida a una túnica queformaba parte de la vestidura protectora. Hincó una rodilla en el suelo, y ella sela pasó por la cabeza. Era pesada; resbaló de sus manos y cayó con estruendo alsuelo.—No importa —dijo él, impaciente—. Mi criado la recogerá. Desata loslazos.Se incorporó, y ella se situó a su espalda para deshacer los lazos quesujetaban firmemente la túnica para que pudiera soportar el peso de laarmadura. Él lanzó lejos la túnica. Debajo solo llevaba una camisa de lino, calzasy botas. Podía arreglárselas muy bien solo, pensó Annelise y se alejó.Erick se sentó en una silla, levantó un pie y la miró.—¡Oh, vamos! ¡Puedes quitarte las botas solo!—Sí, puedo, pero prefiero que me ayudes. —Le dedicó una simpática sonrisa—. Te prometo que te ayudaré a desvestirte siempre que lo desees.—Gracias, pero nunca lo desearé —repuso ella con descaro.Él la observaba, esperando y sonriendo. Ante su mirada, Annelise sintió uncalor que la penetraba poco a poco, la invadía por dentro, se le arremolinaba enel bajo vientre y le encendía las mejillas.—¡Oh, por el amor de Dios! —murmuró.Se aproximó y le quitó la bota. Él apoyó el pie cubierto con las calzas sobre laespalda de ella mientras Annelise le quitaba la otra bota.Cuando hubo acabado, aquellos azules ojos nórdicos continuaban mirándolafijamente, y la sonrisa seguía allí. Él entornó perezosamente los párpados.—Gracias —dijo con dulzura.Se levantó y, dándole la espalda, se despojó de la camisa y las calzas.Annelise tragó saliva cuando le vio la espalda y las nalgas desnudas, losfirmes músculos que se marcaban con cada movimiento. Desvió la vista hacia lapared y oyó cómo se sumergía en la bañera.—¿Puedo irme?—¿Qué si puedes qué?—¡Irme! Salir de esta habitación, atender a nuestros huéspedes.—¿Atender a nuestros huéspedes? ¿No me dirás que estás deseosa de atendera esa horda de vikingos?Le resultaba imposible conservar la paciencia. No tenía por qué humillarse nirogar. Decidió que nunca volvería a pedirle permiso para nada. Profiriendo unamaldición se volvió y se dirigió hacia la puerta.—No lo hagas —dijo él, y su voz la fustigó como un látigo.Con gran fastidio notó que apenas podía respirar y que el corazón le latíafuriosamente. Obedeció. Se detuvo ante la puerta.No era cobarde, se dijo Annelise, pero si intentaba marcharse él saldríadesnudo de la bañera y se lo impediría. Y después... no sabía qué sería capaz dehacer después. Se giró, se cruzó de brazos y se quedó mirándolo.—Me dijiste que si te ayudaba...—Necesito más ayuda —dijo él con tono agradable.—¿Qué quieres?—Lávame la espalda. El combate es agotador. Ansío alivio y paz.« ¡Alivio y paz! Y un cuerno» , pensó Annelise. Dominando la rabia que laconsumía por dentro se dirigió a la bañera, esforzándose por no mirar sudesnudez. Le arrancó el paño de la mano y se colocó tras Erick. Le friccionó laespalda con un desesperado deseo de arrancarle la piel. Contuvo el aliento ytragó saliva cuando le frotó los hombros y sintió la vitalidad y el vigoroso calor desus tendones y músculos. El cabello dorado le caía, mojado, en la espalda.—¡Ya está! ¡He acabado! —exclamó, arrojando el paño de lino y el jabón.Él le cogió la muñeca y dio un tirón, de tal modo que ella cayó de rodillas.—No has terminado. En realidad acabas de empezar.—Yo...—Tus caricias en la espalda han sido tan suaves y tiernas... Sé que está bienlimpia. Ahora mi pecho desea también esa suave caricia.Annelise bajó la vista porque no podía soportar la mirada de aquel hombre.Apretó las mandíbulas, volvió a coger el paño y comenzó a frotarle el pecho,evitando mirar las partes de su anatomía que quedaban bajo el agua. Losmúsculos ondulaban bajo la yema de sus dedos, y las manos le temblaban de talmanera que casi no podía realizar su tarea.—Recé para que murieras —murmuró ferozmente, sin atreverse a mirarlo,consciente de que él tenía la vista clavada en ella.—Ah, seguro que rezaste a tu Dios cristiano. Deberías haber rogado a losdioses de mi padre y los daneses. Entonces tal vez Tor me habría atrapado en labatalla y conducido a los salones del Valhalla en lugar de traerme a tu dormitorio.—Tal vez —dijo ella—. Lo tendré presente la próxima vez.Se disponía a levantarse cuando él volvió a agarrarla por la muñeca.—Mi amor, no has terminado.—Claro que sí.Erick chasqueó la lengua. La joven notó que se ruborizaba ante su mirada. Nohabía escapatoria, pues los dedos del hombre eran como garfios de hierro en susmuñecas.—Las largas y solitarias noches en que yacía despierto pensando en ti y tusdulces promesas.—Mientes, mi lord. Estoy segura de que en ningún momento te acordaste demí. Posiblemente pensaste en tus tierras recién adquiridas, pero...—Sí —interrumpió él—, pensé en la tierra. —Sonrió—. Amo la tierra. Megusta su belleza, su munificencia. Disfruto oyendo las risas de los niños quejuegan en los prados. Ansío que reine la paz para que pueda aumentar la riquezade la tierra. Tú también amas la tierra.Sí, él amaba la tierra; Annelise lo había notado. Y debía reconocer quedemostraba mucha consideración por la vida humana para ser un hombre quepasaba tantos días de su vida en la batalla.Alfonzo también combatía. Además amaba el estudio, su familia, su casa, suhogar, su dios. Alfonzo era un rey guerrero y un hombre compasivo.Le costaba creer que aquel hombre, su enemigo y sin embargo su señor ymarido, pudiera ser también compasivo; un hombre que tal vez la conocía mejorde lo que ella quisiera.Bajó la vista.—Amo a mi gente, mi lord.—Sí, y la gente está íntimamente ligada a la tierra, ¿verdad? Y es evidenteque tú gobiernas bien tu propiedad. Este lugar ha prosperado en mi ausencia.Annelise se sentó en la bañera cómodamente y cerró los ojos.—Eres mía, al igual que la tierra. Os quiero a las dos.—Como quieres a Alexander.—Es un semental extraordinariamente bueno.Ella levantó el paño, dispuesta a arrojárselo a la cara. Pero la relajadaapariencia de él era engañosa. Antes de que ella pudiera moverse, él ya habíaabierto los ojos y la tenía sujeta por la muñeca. Con voz profunda y ronca dijo:—Esposa mía, sí, pensé en ti, noche tras noche; pensé en tu dulce promesa.Intentaré citar las palabras exactas. Bueno, no las recuerdo, pero sí recuerdo queme dijiste que me darías cualquier cosa, cualquier cosa.—Me engañaste.—Tendré lo que quiero —dijo él, encogiéndose de hombros—. Y dudo que tedisgusten tanto como asegurar tus deberes conyugales. Recuerdo con el mayorplacer nuestra noche de bodas. Esos suaves y dulces, y no tan suaves ni dulces,sonidos que dejabas escapar han llenado mis sueños cuando yacía solo en laoscuridad.Annelise se sonrojó de nuevo. Haciendo acopio de dignidad, espetó:—Terror vikingo...Emitió una sobresaltada exclamación cuando él la rodeó con el brazo y laintrodujo totalmente vestida en la bañera. El agua salpicó el suelo de madera. Lajoven le presionó con fuerza el pecho tratando de liberarse. Erick echó a reír sinsoltarla. Enredó los dedos en sus cabellos para inmovilizarla, y su boca se posóávidamente sobre la de ella. Su lengua inició una exploración salvaje y seductorapor los labios y la boca de Annelise, que, envuelta en el vapor del agua y el calordel cuerpo de él, sintió que el corazón le martilleaba en el pecho. Entonces élapartó sus labios mientras sus dedos encontraban los encajes de la túnica de lamuchacha.—Me prometiste venir a mí, seducirme y hechizarme como lo hiciste aqueldía en el bosque con tu novio.Ella le agarró los poderosos dedos, que se hallaban sobre sus senos.—Deseas lo que no puedes tener, lo que no te has ganado, ¡lo que jamás te daré! Yo estaba enamorada de Rolando.—¡Enamorada! —Él rio, burlón—. Jugabas con un muchacho. Necesitas un hombre.—Sí, señor, tú eres tan viejo... Prefiero un joven. ¿Qué mujer necesita un amante decrépito?—¡No tan decrépito me parece! —exclamó él, divertido. Entonces Erick le tomó la mano y la bajó lentamente por su torso. Ella sofocó un grito cuando él le sumergió la mano bajo el agua para deslizarla por su vientre y cerrarla alrededor del miembro viril. Los dedos de la joven percibieron la vida y la excitación que palpitaban con pasmosa fuerza y deseo. Intentó retirar la mano, pero la de él se lo impidió. Quiso salir de la bañera, gritar, protestar, pero sus ojos permanecieron aprisionados por la mirada de él, y no dejó de tocarlo. Erick esbozó una sonrisa. Impaciente, le apartó los encajes de la túnica y descubrió los senos. La atrajo hacia sí, y sus labios apresaron la suave y turgente redondez femenina. Circundó con la lengua la dureza del pezón y succionó ardientemente, produciéndole una alarmante oleada de intenso placer. Ella gimió y, como dotados de voluntad propia, sus dedos se enterraron en los cabellos del hombre mientras él gozaba apasionadamente del dulce fruto de su cuerpo. La mano masculina se deslizó por debajo de la ropa mojada, ascendiendo por el muslo. La caricia se demoró en el centro mismo de la excitación y después se introdujo dentro, muy hondo, arrastrándola al borde del abismo, haciéndola estremecer encendida de fuego, queriendo resistirse y sabiendo que estaba perdida; frotando, acariciando con tanta suavidad, tan profundamente... Ella trató en vano de hacer salir las palabras atrapadas en la garganta, pero ya los labios de Erick estaban sobre los suyos, acallando toda protesta. El vikingo se levantó en la bañera con ella en brazos. Una gran cortina de agua cayó de su cuerpo desnudo y de la ropa empapada de ella. Erick la miró fijamente a los ojos antes de depositarla en el suelo. Introdujo la mano por el corpiño y desgarró la tela de la camisa y el vestido blanco de Annelise. En silencio ella se maldijo por el rubor que subía a sus mejillas. Decidida, sostuvo la mirada de él con expresión de desafío. En cierto modo le complació la sonrisa de admiración que asomó a los labios del hombre y el destello de sus ojos al mirarla. Sí, eran enemigos, pero le gratificaba que él la admirara y le agradaba contemplar su masculina belleza y sentir su crudo y excitante vigor. Sí, incluso le gustaba su arrogancia, porque tal vez era esa misma confianza y seguridad en sí mismo lo que encendía las llamas en su interior.—Has destrozado mi vestido —dijo secamente.—Tienes otros.—Ah, señor, soy tu esposa, tu propiedad, tu posesión; lo que es mío es tuyo, y por lo tanto lo destruido representa una pérdida para ti. No siempre conseguirás derrotar al enemigo. No siempre habrá nuevas riquezas que conquistar.—No, ay de mí, porque mi querida esposa rezará ahora a los dioses correctos para que me castiguen.—No siempre vas a vencer. Erick la cogió en brazos, con su mirada, de un insondable azul cristal, fija en los ojos de ella, y los labios curvados en una sonrisa.—Pero, mi amor, permíteme protestar. Yo siempre gano y te prometo que siempre ganaré. Ella deseó contradecirlo, pero él ya avanzaba hacia la cama. La depositó sobre la cama y se tendió a su lado. Ella habría hablado, pero Erick volvió a reclamar sus labios. A continuación la boca de él, tempestuosa y ardiente, se desplazó hacia el lóbulo de la oreja, donde le susurró que estaba mojada y deliciosa. Su mano la acariciaba mientras Erick explicaba con voz ronca dónde la besaría, interrumpiéndose para lamer las gotas de agua que quedaban en su cuerpo. Paseó la palma suavemente por sus senos, y enseguida posó los labios sobre el dulce y duro pezón para bañarlo con la lengua y aprisionarlo en la boca, haciéndola gemir y apretarse contra él. Annelise le hincaba los dedos en los hombros, los hundía en su cabello, entregada totalmente a sus caricias. Erick lamió una gota que reposaba en su ombligo y luego descendió por el vientre femenino para instalarse entre sus muslos. Allí la desafió a protestar deslizándole las fuertes manos bajo las nalgas para separar las firmes y largas piernas e inició un suave y completo recorrido por los pétalos rosados de su más profundo anhelo. Su caricia era ligera, rozando, explorando, tan atormentadora y seductora que, en lugar de protestar, ella se arqueó contra Erick, quien se apresuró a complacer las dulces exigencias de su cuerpo embistiendo con los dedos y la lengua. En el interior de la mujer estallaron profundas y oscuras fantasías que jamás había imaginado. Suaves gemidos brotaron de su garganta, mientras se agitaba y movía sin inhibición a medida que él la excitaba aún más. Inmensas oleadas voluptuosas la sacudieron, y se estremeció violentamente cuando la cima comenzó a elevarse dentro de ella como explosiones de miles de estrellas en un cielo aterciopelado. Y en el instante en que pensaba que el placer empezaba a disminuir, él la acarició más profundamente, y enseguida montó sobre ella, colmándola con la palpitante plenitud de su sexo. Y al penetrarla fieramente, las llamas del placer se avivaron. Ella le mordió el hombro y le arañó la espalda. Sin vergüenza se aferró a él, rodeándole la cintura con las piernas, y moviéndose al ritmo que él marcaba. No deseaba eso, pensó fugazmente. No quería entregarse a él. Sí, le había prometido hacerlo, pero él la había engañado y traicionado...Sin embargo, él era lo que más deseaba en aquellos momentos. Annelise le besó el pecho, y Erick respondió al ardor de su boca con avasalladora pasión. Se sintió maravillada por el vigor de los músculos que tocaban sus dedos y extasiada por la fuerza que embestía con ansias y poder entre sus muslos. Las inmensas y cegadoras olas de placer crecían dentro de ella. Después la embargó una dulzura tan deliciosa que le resultó casi insoportable. El mundo resplandeció, y notó que él la penetraba más, más y más profundamente. El éxtasis alcanzó la cima, invadiéndola toda entera. La cegadora luz dio paso a la oscuridad, y en ese momento oyó el gemido ronco y gutural de su marido, que encontraba su propio alivio dentro de la vaina de su cuerpo. La luz retornó poco a poco. La mujer todavía jadeaba, y su cuerpo era sacudido por pequeños estremecimientos. Erick, apoyado sobre un codo a su lado, la contemplaba. Un largo mechón de cabello, todavía algo húmedo, los unía como una madeja de oro y fuego. Él le acarició la mejilla con dulzura. Ella cerró los ojos, agotada; en aquellos momentos solo deseaba apoyar la cabeza en su pecho y encontrar la paz.—Sí, soñé contigo, mi amor —murmuró el vikingo. Su primer pensamiento fue que el susurro no había sido real; pero después se dio cuenta de que sí lo era, porque él la atrajo suavemente hacia sí hasta colocar su cabeza sobre su anchísimo torso. Le atusó el enmarañado cabello.—Soñé con este lugar, con los colores y matices de las rocas y acantilados. Tonalidades malvas, púrpuras; el verde de la primavera.—Irlanda es verde, según me han dicho —musitó ella contra su pecho. No le  veía la cara, pero presintió su sonrisa.—Sí, es verde; hermosa y generosamente verde. Pero Eire también tiene otros colores; sus rocas y acantilados, su belleza y su paz.—Aquí nada es apacible —dijo Annelise—. La galerna sopla con mucha frecuencia. Y el mar es traicionero. Hay muchas tormentas.—Sí, es cierto —coincidió él.—Eso es parte de lo que amas, categóricamente tu estilo.—Y creo que también el tuyo, mi lady. —Rio—. Sí, tal vez estamos hechos el uno para el otro. Todavía había ternura en su voz, pero súbitamente la asustó, al igual que el bienestar que sentía junto a él. Aquello no podía durar. Él no la amaba, solo jugaba con ella. La quería como a la tierra, ¡como a Alexander! Jamás debía permitirse intimar demasiado con él. Jamás debía depender de él. Ni necesitarlo. En ese momento Erick le acariciaba suavemente la espalda, el hombro, el brazo. Su contacto produjo a Annelise un cosquilleo bajo el pecho, y le pareció natural que se lo provocara. Se mordió el labio y levantó la cabeza, tratando de liberar los cabellos. Oyó su risa ronca, suave, atormentadora. Él volvió a colocarse encima de ella, equilibrando su peso con sus musculosos brazos.—Ay, dulce esposa mía, tal vez descubras que estás enamorada de mí, viejo decrépito. Estaba desvaneciéndose la pasión, las palabras susurradas habían acabado. Solo quedaba el rostro vikingo, hermoso y satisfecho, y el recuerdo del desenfrenado deseo que él le despertaba con tanta facilidad.—¡Jamás te amaré! —juró con voz ronca—. Sencillamente cumplo con mi deber conyugal. ¡No me dejas otra opción! La alegría desapareció de los ojos de Erick; de pronto parecieron cubiertos por una capa de hielo. Su sonrisa, en cambio, no se alteró.—Sí, señora, no tienes otra opción. Tenlo siempre presente. No es necesario que me ames. Limítate a complacerme. Tal vez nos llevaremos muy bien. El amor es una emoción muy dolorosa.—Tú no me amas —replicó ella.—¡Dios santo, no! —exclamó él, cortante. Rozándole la mejilla con los dedos, añadió casi con dulzura—: Que Dios y todos los dioses, cristianos y paganos, se apiaden del hombre que te ame. Se incorporó bruscamente y saltó de la cama con la gracia de un acróbata. Annelise se arropó con la sábana. Estaba cediendo al sopor que la embargaba cuando la voz acerada le dio en la cara como una jarra de agua fría:—Levántate, mi amor, tienes huéspedes que atender en la sala.—¿Qué tengo huéspedes que atender? Erick la cogió y la puso en pie delante de él. Solo el contacto de su cuerpo contra la dureza del de él la enardeció de nuevo, aunque le devolvió la mirada con odio.—Como te he dicho —susurró él—, no es necesario que me ames. Pero eres mi esposa, y vas a servirme.—¡No soy tu esclava!—No, Annelise, eres la señora aquí. De modo que reinarás en la sala de la casa en que naciste. Y te acostarás conmigo en esa habitación cuando yo lo exija.—Ya lo veremos.—Pues sí —se burló él—, ya lo veremos. La estrechó entre sus brazos y la besó de un modo tan apasionado que Annelise no pudo resistirse. Advirtió un ligerísimo matiz de ternura mezclado con la pasión.—Que Dios se apiade del tonto que se atreva a amarte, Annelise. —Se volvió hacia uno de sus baúles—. Vístete deprisa. Nos hemos demorado mucho.—¿Qué nos hemos demorado? Yo no...Erick la miró a los ojos, silenciándola.—Pues claro que sí —dijo con un tono travieso, medio burlón—. Y volverás a hacerlo otra vez, y otra. Ahora vamos. Colérica por su insinuación y la dura autoridad de su voz, Annelise se dio media vuelta para buscar un vestido. De espaldas a él se puso la camisa y después se volvió. Erick ya se había enfundado las calzas y estaba poniéndose la camisa. La joven tuvo que morderse el labio fuertemente porque sintió que renacían los estremecimientos en su interior al contemplarlo. Tenía el talle tan esbelto y liso, los hombros tan anchos; sus brazos eran como el acero, y sus muslos, sólidos como troncos de árbol. Deseó acariciar el terso bronce de su piel y maravillarse con su tacto. No la amaba...Era su marido y el destino los había juntado. ¡Pero no lo serviría! ¡No! Sin embargo...Él amaba ese lugar. Amaba la tierra, la gente, amaba los niños. Erick se volvió, como si un sexto sentido le hubiera indicado que estaban observándolo. Ella se giró enseguida, sacó del baúl una enagua y una túnica y se vistió con un conjunto azul muy elegante. Entonces sintió que Erick la miraba. Cuando se dio la vuelta él y a estaba ataviado como un príncipe irlandés, con camisa y túnica corta forrada en armiño, calzas azul marino, capa carmesí y broche. Erick introdujo la daga de que nunca se separaba en la vaina que pendía del cinto y le tendió la mano.—¿Vamos, mi lady ?—Tú me arrastraste hasta aquí. Ahora me apremias.—Bueno, si prefieres seguir aquí, yo quebrantaré con mucho gusto todas las reglas de hospitalidad y me quedaré contigo. Aprendes con rapidez, mi señora y esposa, y sin embargo hay tantas otras cosas que podría enseñarte. Seguramente mi precipitación ha sido indecorosa, provocada por el tiempo transcurrido desdelos increíbles éxtasis de nuestra noche de bodas... —Se le quebró la voz y el sonido ronco y profundo de su risa resonó en la habitación. Annelise había decidido apresurarse, y cuando él acabó de hablar con ella ya se había cepillado el cabello, calzado y había bebido un largo trago del vino que les habían servido. Se hallaba junto a la puerta con el mentón levantado orgullosamente, desafiando sus risas—. Veo que ya estás lista después de todo —dijo él. Le tomó la mano, y juntos salieron del dormitorio. En el pasillo se detuvo, le besó la mano, y sus ojos, muy azules, escrutaron los de ella en las sombras—. Eres increíblemente hermosa, mi amor. —Una maliciosa sonrisa asomó a su sensual boca—. El esplendor de la tarde se ha desvanecido, y ya ardo en deseos de que llegue la noche. Ella sostuvo la mirada sin pestañear, rogando que él no percibiera el agitado latir de su corazón ni advirtiera que sus palabras la encendían con pequeñas y ardientes llamaradas de excitación.—Nuestros huéspedes nos esperan —dijo Annelise.—Sí. Le tomó la mano y la condujo hacia las escaleras. De pronto, mientras se dirigían a la sala, ella se estremeció violentamente.« Que Dios y los cielos se apiaden de la mujer que sea lo suficientemente tonta para amarlo» , pensó.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora