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—Jamás, jamás, lo juro —exclamó Annelise con vehemencia—. Solo recibirás de mí mis oraciones para rogar que mueras cuanto antes.

— ¿Por qué me odias mucho, señora, o porque disfrutas conmigo? —río él.

Ella masculló una maldición en voz baja. Él la cogió por los hombros.

—Reza para pedir mi muerte. Más vale que lo hagas, porque, si sobrevivo a la inminente batalla, acabarás rogando por tu alma. Exigiré lo que me corresponde.

Exigiré todo y lo tendré, con violencia si es preciso. Siempre tendré lo que me pertenece. —Ella logró liberarse por fin, se envolvió en las mantas y le dio la espalda—. Por lo visto ya has empezado a rezar para que muera en la batalla.

Ella no replicó. Erick le puso una mano en el hombro. Ella se estremeció y se volvió para mirarlo. No era posible que él pretendiera que yacieran juntos de nuevo; pero podía, si quería. Era su noche de bodas.

Se excitó al pensarlo. ¿Lo despreciaba solo por ser lo que era... o tal vez lo odiaba más aún por lo que había provocado en ella?

No le daría más, nunca. Sus ojos se agrandaron, alarmados, mientras él la observaba, porque esa noche había aprendido una lección: él tenía el poder de doblegar su voluntad con sus caricias.

Él no volvió a acariciarla.

—Duerme —susurró.

Un resplandor iluminó sus rasgos, y ella contempló el misterioso magnetismo de sus azules ojos, los orgullosos y hermosos contornos de su rostro, su bigote y su barba bien cortados, sus hombros anchos y fuertes. Se estremeció. Él la observó unos instantes más y de pronto apartó hacia atrás las mantas. Desnudo y tranquilo, buscó su espada.

Ella lo observó con creciente temor. Vio que recogía la espada y la miraba casi con amor para después pasar sus dedos por el filo. Erick volvió y se encaminó hacia la cama.

Algo bulló en el interior de Annelise; el terror a la muerte, el deseo de vivir.

El vikingo había mentido. Se proponía matarla después de todo.

La mujer palideció y, cuando él se acercó más, dejó escapar un grito.

— ¡No! ¡No!

Él se detuvo y arqueó una ceja. A continuación comenzó a reír, divertido.

—Señora, dado tu mal genio, es posible que alguna vez te golpee. Pero cortarte el cuello... no. Todavía no, en cualquier caso. —Subió a la cama y depositó la espada en el suelo, a su lado—. Nunca se sabe en tierras extrañas — murmuró.

Le volvió la espalda y se arropó con las mantas.

Annelise quedó conmocionada; tan grande era su alivio que le causó

Perplejidad. Deseó saltar de la cama y apagar las velas, porque deseaba que la oscuridad amparara su cuerpo y sus pensamientos. Como no se atrevió hacerlo, permaneció quieta, esperando a que la respiración de él se apaciguara. Al ver la anchura bronceada de los hombros del vikingo se estremeció.

La habían casado con ese extraño demonio, esa bestia que se burlaba de su miedo a él y que en esos momentos le daba la espalda. Ella solo deseaba que cayera en la batalla. Estaba enamorada de Rolando.

No, ya nunca podría estar enamorada de Rolando después de que ese hombre la hubiese tocado. Lo despreciaba por ello, sí, y sin embargo se estremecía y enardecía por su causa.

Tragó saliva, incapaz de soportar la visión de aquella espalda y aquellos hombros broncíneos. Finalmente se incorporó y se acercó al baúl situado al pie de la cama, donde ardían las dos velas. Se inclinó para apagar las llamas y se detuvo cuando su vista se posó en la espada.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora