Embarazada...!

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Cinco días después, al despertar por la mañana, Annelise descubrió que el vikingo ya no estaba en su cama. Vio las sábanas arrugadas donde había yacido el gigante rubio que había regresado con tanta rapidez para amargarle la vida. Se levantó de un salto, como si necesitara escapar hasta del acosador recuerdo de su cuerpo junto al suyo, y miró el lecho como si fuera una burla de todo lo que significaba aquel matrimonio. Apretó los puños contra los costados, deseando desesperadamente poder darle, aunque fuera una sola vez, una buena paliza. La palabra de Erick era ley, y él sabía cuánto detestaba Annelise su dominio y por tanto estaba decidido a gobernar a la esposa que le había proporcionado la tierra y a la tierra misma. Se estremeció y entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Se apresuró a sacar del baúl una camisa, unas calzas y una túnica. Medio vestida se dirigió a la mesilla en que descansaban la jofaina y el jarro con agua y se lavó la cara, el cuello y las manos. Después acabó de vestirse, se cepilló y trenzó el pelo y, tras echarse sobre los hombros una capa forrada en piel, salió de la habitación. Se detuvo en lo alto de la escalera. No oyó la voz de su marido en la sala, pero sí la de otros hombres. Rollo contaba historias de batallas, mientras los otros lo escuchaban e interrumpen con preguntas. Annelise bajó con sigilo por las escaleras. Respiró profundamente al ver en la sala a Rolando y otros jóvenes que habían estado al servicio del rey Alfonzo. Habían estado en la casa señorial desde su regreso. Aquella primera noche la habían saludado educadamente, con todo el respeto debido e incluso con ternura, cuando ella bajó cogida del brazo de Erick. Incluso Rolando había estrechado su mano haciendo una profunda inclinación y le había besado la mejilla, delante de Erick, saludándola como a una hermana. Ese comportamiento la había hecho sentir abandonada, porque el hecho de que se hubiera atrevido a besarla en la mejilla delante de Erick significaba en cierto modo que todo cuanto había habido entre ellos había acabado. Había acabado el amor, pensó. En otro tiempo ese amor había brotado alegre y hermoso, como un manantial, pero de pronto le parecía solo un juego de niños tratando de imitar a los adultos. Tal vez eso ocurría porque Erick estaba allí, tan real cuando todas las escenas del pasado se habían convertido en tantas fantasías. O tal vez se debía a la manera en que él la había tocado, imprimiendole una especie de marca de posesión que ella no podía negar. Había conocido a Rolando durante años, y, sin embargo, Erick la conocía mejor. Durante mucho tiempo había creído que amaría a Rolando hasta el último día de su vida, y, sin embargo, el recuerdo del suave beso de Rolando resultaba confuso e inocuo, mientras que al rememorar la pasión de los labios de Erick se le calentaba la sangre y se le arrebolaban las mejillas... Sí, le despertaba un deseo intenso. Sería estúpida si llegaba a quererlo. Jamás lo amaría, aunque sí compartieran su amor por la tierra, los animales y los vulnerables niños; aunque compartieran ciertos valores, tales como el respeto a sus mayores y por las tradiciones de sus respectivos legados; el gusto por lo exótico, la reverencia por el aprendizaje. No, a pesar de que coincidieran en ciertos aspectos, jamás lo amaría. Y nunca lo honraría ni obedecería. Salió de la sala a toda prisa y sin ser vista. Uno de los hombres de Erick, irlandés, montaba guardia junto a la puerta. Se inclinó ante ella cuando pasó. Ignoraba hacia dónde se encaminaba; simplemente deseaba alejarse de la sala a que Erick podría regresar demasiado pronto. Caminó presurosa, pasando junto a los herreros y artesanos que trabajaban dentro de las murallas, y dejó atrás las puertas, y a más guardias de Erick. Tomó un sendero que conducía hacia el norte, hacia los acantilados cubiertos de hierba. Tardó quince minutos en llegar a un inmenso roble cuyo frondoso follaje se mecía sobre las aguas rápidas y frías de un riachuelo. Allí habían dado sepultura a Egmont y Thomas. Adela la había llevado a las tumbas, junto a las cuales había pasado largos ratos orando por las almas de los difuntos. Al principio se había planteado la posibilidad de volver a enterrarlos bajo el suelo de la capilla, pero después se dio cuenta de que le gustaba aquel lugar hermoso y apacible, desde el cual no se divisaba el mar, ni los navíos dragones anclados en lo que en otro tiempo había sido su costa, su dominio. Se arrodilló en la hierba e inclinó la cabeza para rezar por sus amigos perdidos; pero su mente no estaba en las oraciones. Se sentó y comenzó amor disquear ociosamente una ramita, contemplando la rápida corriente de agua. Estaba aturdida, paralizada, pensó. Su esposo había regresado antes de que ella estuviera preparada para recibirlo. Durante la ausencia de Erick, había reinado una cierta paz. Annelise había tenido la ilusión de que la vida apenas había cambiado. Se había sentado en la sala y escuchado las quejas de sus siervos, arrendatarios y ciudadanos libres y había juzgado prudentemente según las leyes de Alfonzo. Se mostraba justa en sus órdenes y compensaciones. Había habido pocas quejas, pues todos estaban demasiado ocupados reconstruyendo sus casas después de la inútil batalla como para enzarzarse en disputas. Pero los hombres son hombres, de modo que surgirían disputas, y el reinado de Alfonzo era famoso por la justicia de sus ley es. Pero de pronto...Un vikingo se había convertido en el señor de esa gente. Erick había entrado en la sala y exigido que todo estuviera a su disposición. Se había atrevido a subirla en brazos por las escaleras, delante de todos los reunidos allí, y después, con la misma arrogancia, la había llevado a la sala para comer. El almuerzo se había postergado hasta que el amo hubiera satisfecho primero otro hambre básico. Cada vez que habían alzado el cáliz de aguamiel que compartían, habían rozado sus dedos, sus miradas se habían encontrado, y ella se había percatado de que Erick se reía de su azora miento. Al parecer los demás lo consideraban civilizado, y no solo a ratos, como le ocurría a ella. Adela lo encontraba atractivo y encantador. ¡Encantador! Los criados se apresuraban a cumplir todas sus órdenes, y los guerreros de Alfonzo bromeaban con él. Incluso Rolando, ¡maldito Rolando!, parecía respetarlo muchísimo y apreciarlo.« ¡Hombres!» , pensó disgustada. De modo que en la batalla mataba fácilmente a los otros, de modo que era un héroe. Había sido educado para sembrar la muerte. Y para imponer su voluntad. Aquella primera noche se había escabullido después de la cena para buscar  alojamiento para los hombres que lo habían acompañado. Algunos dormirían dentro de la sala, otros se hospedarían en las casas junto a las murallas... Debía ocuparse también de calcular cuánto grano y heno había que adquirir para alimentar a los caballos, y solucionar otros muchos asuntos. Así pues, había estado alejada de él hasta muy tarde. Por fin Erick la encontró en la cocina, disponiendo las comidas para el día siguiente. Aún podía verlo en el umbral, con las manos en las caderas, mirándola de hito en hito con aquellos ojos azules. Había levantado una mano y ordenado:—¡Ven! Ella se había vuelto con todo el noble desafío que logró reunir.—Mi señor, estoy ocupada —había replicado con un tono capaz de despedir al más firme guerrero. Pero no a ese señor de los lobos. Apenas había comenzado a girarse cuando sintió su mano en el hombro. Sin mediar palabra la cogió en brazos y la mantuvo así. Se observaron en silencio. Erick la condujo por entre los hombres borrachos, adormilados en la sala, la hizo subir por las escaleras y la llevó hasta el dormitorio sin dejar de mirarla a los ojos en ningún momento. Cuando la depositó en la cama, Annelise dijo que lo odiaba, pero mientras observaba cómo el vikingo se desvestía a la luz de la vela, dudó de la veracidad de sus palabras. No obstante las repitió una y otra vez cuando él se tendió junto a ella, con su magnífico pecho de bronce exquisitamente alfombrado por el vello de color platino, y supo que sus palabras no eran ciertas.—Eres mi esposa —le recordó él—. Y haré mi voluntad. Su risa ronca llenó el aire y el contacto de sus manos se convirtió de pronto endulce caricia y las furiosas protestas de la joven fueron ahogadas por la dulce y exigente avidez de los labios masculinos. Sus palabras de odio se desvanecieron, barridas con la misma limpieza que su voluntad. Las velas comenzaron a apagarse, y a su debido tiempo Erick le arrancó, con el fervor de sus besos, suaves gemidos de deseo y satisfacción. Sentada a la orilla del riachuelo, Annelise expulsó el aire de sus pulmones y se puso en pie. Al día siguiente él había salido a cabalgar y no había regresado hasta muy avanzada la noche. Annelise fingió estar dormida cuando él volvió. Erick no la tocó, de modo que la tercera noche ella repitió el juego. Pero en esa ocasión venció él. Riendo, la había obligado a darse la vuelta para decirle que simulaba muy mal y que debía dar la bienvenida a su señor. Y lo había hecho, pero se arrepentía. Y la noche anterior... la noche anterior Annelise había conseguido una victoria. Por muy excitantes que resultaran sus caricias, había resistido. No había presentado batalla, sino que se había limitado a yacer en el lecho fría como una piedra, con los ojos llenos de lágrimas en la oscuridad, luchando no contra él, sino consigo misma. Y después había permanecido despierta en la oscuridad, igual que él. Y esa mañana...Aún podía sentirlo sobre ella, aspirar su aroma, recordar la dulce melodía de su risa, su fiero ardor cuando la penetró. Sintió de nuevo la dureza de sus músculos, su estremecimiento cuando estaba dentro de ella, la sensación cuando él derramó su semilla. Jamás se libraría de él, de su recuerdo. Y se despreció a sí misma porque no podía negar que él semejaba un dios, que su pecho desnudo, sus caderas, sus muslos... y su miembro viril eran en realidad pasmosos; que sus ojos eran imponentes y autoritarios, y no solo sus ojos, sino toda su personalidad; que era, verdaderamente, el nuevo amo.No, jamás.Las hojas del roble se mecieron y susurraron encima de ella. Arrojó a un lado la capa, se quitó los zapatos y las calzas y corrió hacia el agua; estaba helada, pero le apetecía bañarse. Miró alrededor y después se despojó de la túnica y la camisa y se introdujo en el riachuelo, que la cubrió hasta los muslos.Se estremeció de frío. Se sumergió hasta los hombros, empapándose los cabellos.Se zambulló rápidamente y sintió toda la fuerza del agua helada. Se sentía limpia,libre de él, su contacto y su dominio.—Annelise.Al oír pronunciar su nombre con tono tenso y preocupado sofocó un grito y se volvió. Apretó los dientes, rogando que Erick no la hubiera descubierto allí.Entonces se relajó porque había reconocido la voz de Rolando.—¡Annelise!—¡Estoy aquí!Entonces lo vio, montado y rodeando el roble. ¡Qué joven se veía!, pensó. Se sintió como si ella fuera mucho mayor. Rolando era todavía un muchacho, pensó,y ella ya no era una niña, sino una mujer. Rolando desmontó y caminó presuroso hacia ella. Se detuvo al ver su ropa en la orilla. Profiriendo una maldición se agachó para recoger la capa. Annelise se irguió y se dirigió hacia él, recordando la malhadada mañana en que se había acercado a él así. Por aquel entonces los sueños todavía estaban vivos. Pero en esos momentos... se apresuró a cubrirse con la capa, y Rolando desvió la mirada.—¿Qué ocurre? —preguntó ella.—No estabas —respondió él con voz áspera—. Los guardias te habían visto salir, pero nadie sabía dónde te encontrabas, y yo... temí por tu seguridad.—¿Mi seguridad? —Lo miró perpleja. Esbozó una sonrisa triste y enderezó los hombros—. Comprendo. ¿Pensaste que tal vez se me ocurriría arrojarme al mar desde el acantilado?—No lo sé —contestó él, ruborizándose. De pronto cayó de rodillas ante ella,que lo miró sorprendida—. Te ruego que me perdones, Annelise, porque anoche me di cuenta de que mi presencia aquí aumenta tu desdicha. Por favor,compréndelo, yo...—Tú has decidido servir a un vikingo, Rolando —interrumpió ella, liberando la mano que él le había cogido—. Yo no. Eso es todo.—Tendrías que verlo en la batalla...—Lo he visto en la batalla; lo vi atacar mi casa y no reverencio a un hombre por su capacidad para matar.—No lo conoces...—Soy yo quien te ruego que me perdones, Rolando. Empiezo a conocerlo muy bien.Él se puso en pie y se acercó más.—Annelise, por el amor de Dios, por favor, trata de comprender. Erick me salvó la vida, no solo una vez, sino dos. Estoy obligado por honor a servirlo.Lo vio tan desesperado que se le desgarró el corazón. Lo abrazó, sabiendo que siempre lo amaría, aunque no como lo había amado en otro tiempo, sino como aun hermano. No había nada en su gesto que no fuera ese amor.Cuando le tenía rodeado el cuello con los brazos y le susurraba su nombre con ternura y compasión, Annelise sintió un escalofrío que se convirtió en dardos de hielo.Erick estaba observándola.Montado en el semental blanco, el vikingo los miraba desde las sombras bajo el roble. La joven no le veía los ojos ni los rasgos, pero sí el brillo dorado de sus cabellos y la postura cómoda e imponente sobre el caballo. Entonces él espoleó su cabalgadura y comenzó a aproximarse. Ese día iba vestido como un príncipe irlandés, con el manto escarlata sobre el hombro, sujeto con un gran broche de esmeraldas, en que estaba grabado el signo del lobo.—¡Dios mío! —musitó ella.Rolando se apartó rápidamente y se giró. Avanzó un paso, dispuesto a encontrarse con ese lobo, por mucho que lo temiera, dispuesto a interponerse entre ella y el peligro.—Mi señor —dijo—, te juro que...—¡No! —exclamó Annelise, adelantándose.—¡Annelise! —Rolando la agarró del brazo para detenerla.Ella se soltó. La brisa agitó su capa, y aunque la muchacha la cogió y se cubrió bien con ella se hizo evidente que no llevaba nada debajo. Profirió una silenciosa maldición. Estaba resuelta a no permitir que Rolando sufriera por haberse preocupado por su seguridad.—No ha sucedido nada incorrecto aquí —dijo acaloradamente—. ¿Me entiendes? No ha ocurrido nada incorrecto.Una fría mirada azul, escalofriante como un gélido viento invernal, La recorrió.—Mi señor...—Rolando, vete —interrumpió, cortante, Erick—. Después hablaré contigo.—Pero mi señor...—¡Maldita sea, vete! Annelise se quedó inmóvil, sus ojos cautivos de la mirada de Erick. Ambos oyeron cómo Rolando corría hacia su caballo para luego alejarse. Erick continuó con la vista fija en ella. A pesar del frío del agua que aún le chorreaba y la glacial mirada de su esposo, Annelise notó que gotas de sudor le parlaban la frente. No podía permitirle que le hiciera eso. ¡No lo consentiría!, juró.Dio una fuerte y furiosa patada en el suelo.—Ha sido un encuentro inocente, te lo aseguro. Y tú no tienes ningún derecho,ningún derecho, a mirarme de esa manera.—¿Cómo estoy mirándote? —preguntó él.« Desde una gran altura» , estuvo a punto de responder ella, pues así se lo parecía. Sobre el caballo se veía implacablemente gigantesco, y sin embargo lo prefería allí, sobre la montura, que en el suelo cerca de ella.—Te digo que los dos somos inocentes. Y si fueras un poco civilizado...—Ah, ¡estamos de acuerdo! No soy civilizado. Soy un vikingo, mato a mis enemigos. ¡La muerte es el credo por el cual vivo!Comenzó a desmontar. Annelise contuvo el aliento, y el corazón le martilleo salvajemente. Él se detuvo para contemplar sus ropas desperdigadas sobre la hierba.Erick avanzó otro paso, y ella se tragó el miedo y el orgullo. Debía defender el honor de Rolando, que ella había comprometido. Hincó graciosamente una rodilla e inclinó la cabeza.—Te ruego que me escuches...—Levántate. La falsa humildad no te sienta bien. Se incorporó, mirándolo furiosa, se arrebujó más con la capa y observó que él sonreía implacable al percibir la ira en su mirada.—Eso está mejor, mi amor.—No soy tu amor, y jamás lo seré, según aseguras.—Entonces no lo eres —acordó él. Comenzó a caminar alrededor de ella,frotándose la barbilla—. No mi amor, pero sí mi esposa. ¡Mi esposa! Obligada Por el sagrado sacramento del matrimonio a honrarme y obedecerme. Y sin embargo, que me cuelguen, señora, si no te sorprendo siempre en diversas fases dé desnudez.—Se diría que es una de tus maneras favoritas de descubrir a una mujer, milord —replicó ella—, ya que cuando estoy vestida te apresuras a quitarme la ropa.—No es tu desnudez lo que me molesta.Un escalofrío recorrió a Annelise cuando él se detuvo a su espalda. No le veía la cara; solo oía su voz trémula, que delataba su rabia a pesar de la ligereza del tono.—Es tu repetida desnudez ante otros hombres, ante Rolando.Temblando, ella se giró, pues no soportaba tenerlo a la espalda. Se humedeció los labios para poder hablar. De pronto lamentó su victoria de la noche anterior.Quizá él no estaría tan irritado si ella no se hubiera mostrado tan fría; Erick ignoraba cuánto le había costado.—Mi señor, te juro que Rolando es inocente...—Hay muchas maneras de morir, ¿verdad? En la horca, por ejemplo. No es una forma agradable de morir. Si la soga es demasiado corta, estrangula lentamente; si es demasiado larga, la cabeza puede separarse totalmente del cuerpo. También se le puede cortar la cabeza a un hombre con un golpe de hacha o rebanar con una espada.—Erick...—Por supuesto, el cuello de una mujer se rebana más fácilmente que el de un hombre. Tu cuello, querida esposa, es tan tierno...Ella retrocedió, mirándolo.—Entonces ¡hazlo de una vez! —interrumpió.Su voz se quebró cuando él la tocó. Erick la estrechó contra su pecho al tiempo que hundía los dedos en su cabello mojado, obligándola a mirarlo a los ojos.—Jamás te mataría así, querida mía. Jamás me negaría el placer de apretar tu cuello con mis dedos y extraerle así la vida. —Mientras hablaba su mano libre buscó la abertura de la capa y se extendió sobre el pecho bajo el cual latía su corazón—. Para detener este pulso traicionero —siseó. Repentinamente la soltó, apartándola de sí, y se dirigió hacia su caballo—. Recoge tus cosas y ven. Ahoramismo.Annelise inspiró fuertemente y expulsó el aire, mirándolo. Él no le había hecho daño, pero ignoraba cuáles eran sus intenciones. ¿Se propondría arrastrarla hasta la casa para acabar con ella y Rolando en su propia sala?—¡Espera! —exclamó. Erick se detuvo y se volvió lentamente. Annelise se quedó sin aliento y durante algunos segundos se esforzó por recuperarlo.—Espera. Aún no me has escuchado. Si te atreves a hacer daño a Rolando...Eran las palabras equivocadas. Él se acercó a la joven y volvió a cogerla fuertemente. Sus ojos la miraron autoritarios.—Me atrevo a cualquier cosa, señora, deberías saberlo muy bien. Sinembargo, no pretendo hacer ningún daño a Rolando. Confío en él.—¿Qué? —tartamudeó ella.—No castigaré al muchacho porque tu conducta es la de una puta insensible.—¿Que? Esta vez no tartamudeó. La palabra salió con toda su furia. Se revolvió contra él tratando de zafarse, logrando arañarle el mentón y propinarle un puntapié en la espinilla. El vikingo profirió una salvaje maldición y la agarró por el brazo, retorciéndoselo. Ella cayó, enredada en la capa, y él se apresuró a sentarse ahorcajadas sobre sus caderas.Se desencadenó su genio para salvarla de la humillación total.—De verdad, si existe un Dios en el cielo, morirás bajo un hacha de guerra,te descompondrás lentamente hasta pudrirte, te...—Continúa —la animó él.—¡Suéltame!—¿Qué? ¿Ahora? Vamos, estoy encantado de descubrir qué es tenerte debajo.Es interesante experimentar qué sentiría el hombre para quien te desnudas con tanto entusiasmo.—No me desnudé para Rolando.—Entonces, ¿fue Rolando quien te desvistió?—No, por supuesto que no. Yo...—¡Ah, comprendo! Viniste aquí, te despojaste de la ropa y te metiste en el agua para representar el papel de seductora, por si yo, tu marido, pasaba por aquí. ¡Qué idea más interesante! Sobre todo después de anoche.—Yo no...—¡Cuidado, cuidado, mi lady ! —Se inclinó hacia ella, que no supo si el brillo que percibió en sus ojos era de diversión, furia o alguna otra emoción—. Me complace bastante la idea. Y me desagrada mucho la otra sugerencia.Ella abrió la boca y volvió a cerrarla. Erick ensortijo un mojado mechón de su cabello en un dedo.—Una cita matutina con mi esposa bajo la sombra de un viejo roble, junto al frescor de un arroyo rumoroso... Ciertamente resulta atractivo, ¿no crees? ¿No estimula tu fantasía?—¡No!—¡No! Ay, se me parte el corazón. Ay de mí, en mi cama yace un tronco de árbol sin vida, cuando sé que me casé con una mujer vibrante de pasión. ¿O es que ella solo existe para otros? Tal vez estoy equivocado. Quizá deba hablar con el joven Rolando para averiguar...—¡Basta! —susurró ella. Erick arqueó una ceja dorada. Ella alzó el mentón—.Una cita con mi querido señor y muy bien amado esposo me parece... una fantasía, en efecto —logró decir.Un destello malicioso y demoníaco brilló en aquellos ojos azules, y Annelise deseó borrarle la sonrisa de los labios con un bofetón. Erick se puso en pie y, tras arrojar a un lado la capa, se desabrochó el cinto de que pendía la espada, que cayó pesadamente al suelo junto a ella. Mientras el vikingo se quitaba las botas,las calzas, la túnica y la camisa, ella se giró hacia un lado y observó anhelante laespada.Un pie descalzo aterrizó sobre sus cabellos. Annelise alzó la vista hacia él.—Te prometo que si te atreves a alzar un arma contra mí, grabaré mis iniciales y el emblema de la Casa Real de Vestfald en tu espalda.Colérica, se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre él. Ambos cayeron al suelo, él llenando el aire con su risa mientras rodaban hacia la orilla del riachuelo. Como la capa se le había caído, estaba desnuda entre el frío del agua y el ardiente calor del cuerpo masculino. Se retorció bajo él tratando en vano deliberarse. Masculló una salvaje maldición, ante la cual él echó hacia atrás la cabeza, riendo.—¿Qué esperabas de un vikingo? Me has etiquetado, y yo te doy lo que deseas. Que nada se interponga en mi camino. Tomaré lo que deseo por la gracia de mi espada, señora. Y no volveré a tener debajo de mí a una criatura que se comporte con frialdad, sino con toda la furia y dulce pasión que se me debe.—¡No te debo nada! Bastardo...Su susurro acarició la mejilla de la muchacha:—Ten cuidado, mi lady, ten cuidado. Convénceme de que me deseabas a mí ya ningún otro.Ella inspiró profundamente, deseando mandarlo al infierno. Su rabia era tan fiera como la de él.Sin embargo, también lo deseaba. Su traidor cuerpo lo deseaba junto al arroyo, a la sombra del viejo roble. Se estremeció bajo la fuerza de sus brazos,su caricia, el poder de su pecho. Sí, lo deseaba. Deseaba la pasión, el abrigo y consuelo de sus brazos, la ternura de sus susurros; deseaba al hombre a quien comenzaba a conocer.Envuelta en la fresca paz del día, oyó el rumor de las hojas, el murmullo del arroyo, y sintió las ardientes corrientes que habían surgido entre su esposo y ella.Annelise lo miró, enmarco su rostro con las manos, enfrentando el fuego de sus ojos con las chispas plateadas de los suyos, y atrajo su cabeza hacia sí para besarle de un modo salvaje y desafiante. Con la lengua exploró seductoramente sus labios, luego la introdujo más allá de la barrera de sus dientes y entabló un duelo hostil y sensual con la lengua de él. Enredó los dedos en sus cabellos y apretó sus pechos contra la aspereza de su torso. Erick dejó escapar un gemido gutural, rompiendo el silencio de la mañana. Y para ella ya no hubo más paz ni frescura ni sombra del roble. Los labios de él le abrazaron el cuello y los senos, después ambos se arrodillaron con los labios trabados. Ella se puso en pie y sintió la aspereza del rostro masculino contra su vientre, contra sus muslos. Gimió y se movió de modo sensual hacia abajo,acariciándolo con todo su cuerpo, frotando lentamente sus cabellos y su cabeza contra los tensos y ondulantes planos de su estómago. Titubeó sólo un instante antes de dejarse llevar por la fantasía y coger entre sus manos el miembro viril excitado; casi dio un respingo al notar cómo se inflamaba y crecía a su contacto. Erick jadeó y susurró, lo que alentó su osadía y su lascivia, o perversidad tal vez,pero no importaba. Ya no recordaba ni su odio ni la sangre derramada ni nada que se interpusiera entre ellos. Solo conocía a ese hombre, a ese amante, y las dulces y salvajes sensaciones que despertaba en ella y, con alada belleza, barrían todo pensamiento. Besó el sexo de Erick, lo lamió y acarició con los labios.El vikingo dejó escapar sordos y roncos gemidos. Estremecido, le cogió los hombros y la levantó para cubrir vorazmente su boca con la suya mientras la tendía sobre el suelo. Le separó los muslos con fuerza y la abrió aún más con sus exploradores dedos para luego consumirla con la ardiente y húmeda caricia de su lengua hasta que ella, casi delirante, sollozaba por él, sin saber qué pedían sus palabras. Erick la complació cubriendola totalmente, y ella gritó sobrecogida cuando él la penetró con la excitante fuerza de una inmensa y majestuosa máquina, abriéndose camino, abrasador, llenándola, formando parte de ella. Sus labios apagaron el grito de Annelise, arrastrándola apasionadamente en el torbellino de su deseo. La joven sintió que la inundaban rayos y los truenos estremecían la tierra, que parecía latir alrededor y dentro de ella. Fue llevada al Valhalla y más allá. El éxtasis creció en su interior hasta que el placer casi se convirtió en dolor. Después el sol pareció resplandecer y estallar dentro de ella,que se sintió llena del flujo del hombre, y de pronto la deslumbrante belleza hizo explosión y la noche reinó suprema.Pasados unos segundos la luz del día retornó. La mujer abrió los ojos y descubrió a Erick a su lado, apoyado sobre un codo, observando su palidez.De repente tuvo la impresión de que la golpeaba el frío del agua y el aire. Se estremeció y trató de moverse, pero él se hallaba sobre su cabello y no pudo.Su esposo le acarició la cara, trazando una línea en su mejilla con los dedos.Annelise intentó esquivarlo, pero él no se lo permitió.—¿Por qué viniste aquí? —preguntó él.—¡Para complacerte a ti, evidentemente! —espetó ella y al instante lo lamentó, porque de nuevo percibió el frío viento nórdico en los ojos de él, de modo que se apresuró a añadir—: No vas, no vas a...—¿No voy a qué?Ella bajó la vista. Aún estaban desnudos, bañados por el sudor producido porsu acoplamiento. La distancia entre ellos se había hecho de pronto inmensa.—¿No harás daño a Rolando?Erick se apartó de ella, se levantó y se introdujo en el riachuelo. El agua lellegaba hasta las rodillas, pero se sumergió en su frialdad, dando la espalda a su esposa. Después, sin mirarla, se encaminó hacia la orilla, desnudo, confiado e indiferente. Cogió su camisa y se la puso.—¿Erick? —susurró ella, incorporándose levemente sobre un codo, aterrada.Él se cubrió con la túnica, ató las tiras de cuero, y luego su mirada recorrió el cuerpo desnudo de la joven.—En ningún momento Rolando ha estado amenazado por mi ira —afirmó—.Ya te dije que confío en su sentido del honor, aunque tú carezcas de él. —Annelise se puso en pie enseguida, como si aquellas palabras la hubieran golpeado. Las lágrimas asomaban a sus ojos cuando se metió en el agua. Él prosiguió—: Como y a te dije una vez, ninguna mujer influirá jamás en mis actos,ni siquiera con una demostración tan dulce como la que acabas de ofrecerme.Ella no quería verlo; desdichada, solo deseaba sumergirse en el riachuelo. De Modo que allí permaneció, dándole la espalda mientras el agua le lavaba los cabellos y enfriaba y limpiaba su cuerpo. Cerró los ojos y aguardó, con La esperanza de que Erick se marchara.Pero él no se marchó. Cuando Annelise se levantó por fin, temblando y chorreando agua, el vikingo estaba en la orilla, completamente vestido, apoyado contra el roble, contemplándola con expresión extraña. Ella salió del arroyo con el mentón levantado y, deteniéndose junto a él en toda su desnuda majestad,murmuró:—Querías saber por qué vine aquí. Te lo diré: vine a lavarme el recuerdo de la noche.Esperaba un estallido de furia, pero no se produjo ninguno. El viento susurró alrededor de ellos.—Y lo único que conseguiste fue el nuevo recuerdo del día —dijo él por fin.Annelise se giró, y él le cogió el brazo. Las lágrimas aún le quemaban los ojos. Erick la atrajo hacia sí.—¿A eso viniste?A ella le extrañó su tono de voz. Se humedeció los labios y señaló el árbol.—Egmont y Thomas están enterrados aquí. —Él frunció el entrecejo—. Mis capitanes —explicó ella—, los hombres de mi padre que me cuidaron toda su vida y perecieron en nuestra batalla.—Traidores, señora —acusó él poniéndose rígido.—No —replicó ella, negando vehementemente con la cabeza—, ¡traidores jamás!—Entonces, señora, desafiaste a tu rey al atacarme.Annelise volvió a negar con la cabeza.—¡No traicioné al rey Alfonzo! ¡Tengo sentido del honor, mi señor, aunque tú no lo creas!—He presenciado cómo intentabas traicionar un compromiso matrimonial.—¡Compromiso que yo no contraje libremente! —exclamó ella con pasión—. Seguro que has poseído a innumerables mujeres, de buen y mal grado. Yo fui vendida, trocada, traicionada; ¡me obligaron a casarme! Yo deseaba... bueno,¡qué importa! —Forcejeó para liberarse, pero él la sujetaba con firmeza.—De buen grado —dijo él.—¿Qué?—Todas mis mujeres se entregaron de buen grado. —Sonrió.—¡Ah! ¡Pues yo no!La expresión del rostro de Erick ya no era traviesa, sino seria, y sus palabras la llenaron de tensión.—Alguien traicionó a Alfonzo —recordó él—. Y a mí.—¡Estoy harta de proclamar mi inocencia!El príncipe de Dubhlain la estrechó un instante para soltarla a continuación y comenzó a recoger las ropas esparcidas por el suelo. Se dirigió de nuevo hacia ella y las dejó en sus manos.—Y yo estoy harto, mi lady, de sorprenderte desnuda en lugares que no sonnuestro dominio privado.Al parecer había desaparecido la letal tensión.—No temas, no volverás a encontrarme desnuda.—Ah, me gustas desnuda. De hecho, te prefiero así. Tu genio parece mucho mejor cuando estás desnuda.—No volverás a encontrarme desnuda —repitió ella—; jamás.—Yo creo que sí —replicó él, burlón—, porque yo te desnudaré a mi antojo y placer, por supuesto.Annelise se tragó un insulto y dio media vuelta. La risa de Erick la siguió. De Espaldas a él se vistió con la mayor rapidez que pudo. Después se volvió mientras sé cerraba la capa con el broche; le fastidiaba tenerlo a su espalda. El príncipe irlandés la observaba con expresión extraña. Para su sorpresa, él le cogió la mano y se la besó. Luego la hizo retroceder hasta el árbol y con extremada delicadeza le acarició la mejilla al tiempo que sus labios se posaban en los de ella con suavidad, casi con ternura.—Gracias —dijo al retirar los labios.—¿Por qué? —preguntó ella, recelosa.—Por esta mañana. La fantasía se hizo realidad. Di, ¿de nuevo te has entregado con tanta intensidad y pasión a cambio de la vida de otro hombre? ¿Otal vez hubo un ligerísimo deseo de complacerme a mí, tu marido? ¿Podría ser que, pese a tu renuencia a aceptar este matrimonio y el espanto de compartir la cama con un vikingo, estés enamorándote un poquitín de mí?—¡No! —negó, furiosa.—Sin embargo, estuviste magnífica —susurró él.—¡Jamás me enamoraré de ti! Solo porque no apestas y yo... y yo...Erick se echó a reír y la besó de nuevo suavemente en los labios.—Y tú no temas, zorra; yo nunca me enamoraré de ti. —No la miraba,ausente de pronto—. Contrariamente a lo que creas, mi lady, yo sí recuerdo el amor —murmuró. La brisa sopló con más fuerza. Entonces él la miró fijamente—. ¿Has dejado de estar enamorada de Rolando?—Yo... yo... —tartamudeó ella—, ¡claro que no! —mintió. En realidad ya no lo amaba. Se ruborizó, preguntándose si había contestado de forma imprudente o si su respuesta solo había conseguido divertirlo más—. Es decir...—El muchacho está a salvo, señora —dijo moviendo la cabeza—. Ahora vamos, han acudido personas con peticiones, y quiero que me enseñes las ley es de Alfonzo.Enseguida se dirigió al semental blanco y se detuvo para esperarla. Annelise lo siguió lentamente. Erick la cogió en los brazos, la acomodó sobre el caballo y montó detrás.—Ya he aprendido algo sobre la legislación de aquí —dijo—. La traición contra el rey es el mayor delito en el país.—¡Ellos no lo traicionaron! —replicó ella.—La traición contra el propio señor —le susurró al oído— constituye el segundo mayor delito en esta tierra. —Guardó silencio, esperando alguna reacción, pero como ella no replicara añadió—: Annelise, nunca olvides que,sean cuales sean tus sentimientos, yo soy tu señor.Erick le tocó la mejilla, volviéndole ligeramente la cabeza para mirarla a los ojos. La joven se apartó y bajó la vista hacia el arzón de la silla, donde él tenía apoyada la mano izquierda, grande y poderosa, con dedos excepcionalmente largos, algo afilados, tan graciosos como fuertes.—Annelise...—No olvido que eres mi señor —dijo ella, volviendo la cabeza hacia él con un destello de desafío en los ojos—. Al parecer no me permites olvidarlo.El hombre sonrió y después el aire se llenó de su risa jovial. La dureza de sus facciones se ablandó, ofreciendo el aspecto de un príncipe todopoderoso,imponente, el señor vikingo de los lobos.—Eres extraordinaria, mi lady.—¿Sí?—Te las arreglas muy bien en mi ausencia, en realidad maravillosamente bien. Y mi regreso te hace rechinar los dientes. En realidad no he venido en plan de guerra. Ambos pretendemos los mismos objetivos.—¡No, mi lord, no! —contradijo ella dulcemente.—Sí, señora, sí. —Sonriendo, estiró un brazo para abarcar la tierra que los rodeaba—. Los dos deseamos lo mejor para este lugar: prosperidad, alegría, paz,justicia, cultura; nuestra edad de oro, tal vez.—¡Mi lord! —exclamó ella, abriendo mucho los ojos con fingida inocencia—.¿Qué poder tengo yo? Has puesto el mayor cuidado en recordarme que soy poco más que una criada bajo tu señorío supremo.Erick movió la cabeza divertido, consciente de que cualquier expresión de humildad en ella era falsa.—Annelise, demuestras tu poder en cada paso que das, o al menos eso parece. Señora, eres mi esposa, y cualquier hombre exige ciertas cosas de su compañera. Las riendas que te llevan son flojas, mi amor, siempre que recuerdes que están ahí.—Como he dicho —repuso ella con calma—, no tienes nada que temer. No Me permites olvidar que tú eres el señor de aquí.—No me importa cómo, mientras lo recuerdes.Entonces espoleó al semental, que comenzó a cabalgar. Annelise sintió el poderoso y retumbante movimiento del galope del caballo y el calor y la extraña seguridad del pecho de su marido.Tal vez podría existir algo semejante a la paz entre ellos...Sin embargo, cuando el sol resplandecía en las alturas del nuevo día y se acercaban a las murallas, todos los pensamientos de paz se desvanecieron. Desde El acantilado observaron que las puertas estaban abiertas y que dentro había caballos y hombres con los colores de Alfonzo.—¿Qué ocurre? —murmuró.Erick detuvo a Alexander.—Más daneses —respondió con voz cansina. Después añadió secamente—: Y bueno, mi amor, es posible que todavía puedas encontrar alivio. Creo que debo volver a la guerra y que un hacha danesa estará siempre esperando.Aguijoneó al caballo blanco, que emprendió el galope.Annelise no tuvo la oportunidad de decirle que en realidad no deseaba que cayera bajo un hacha de guerra.Rezaría para que regresara sano y salvo.  Había un gran número de hombres reunidos en la sala cuando Annelise entró rápidamente detrás de Erick. Entre ellos se encontraban muchos de los hombres principales de Alfonzo: el serio y ceñudo Allen de Kent, Edward de Sussex, Jon de Winchester y William de Northumbria, que conversaba seriamente con Rollo apoyado contra la pared, retorciéndose el fino y oscuro bigote.En cuanto entró en la sala, Annelise advirtió que William clavaba en ella la vista, meditabundo y sombrío, con los ojos medio ocultos por sus pesados párpados entornados y sus tupidas pestañas. « Ese es un hombre peligroso» ,pensó, intranquila. Después intentó desechar la idea porque el rey confiaba mucho en él. De todos modos, la hacía sentirse incómoda; él jamás había aprobado que ella tuviera tanto poder. Sin embargo, se trataba de un hombre importante para Alfonzo, y ella sabía que debía apretar los dientes y aceptarlo ensu casa.No tenía alternativa. Erick lo aceptaría.En todo caso, era evidente que los hombres de Alfonzo no se habían presentado para instalarse allí, sino en busca de guerreros.—¡Erick! —Jon, impetuoso y apasionado, siempre el primero en entrar en La batalla, se aproximó a Erick—. Guthrum fue informado de la derrota en Rochester Y planea vengarse. Sabemos que se propone atacar desde el mar. Por tanto,necesitamos barcos al servicio del rey. Y un cautivo nos anunció que una horda de sanguinarios invasores arribará a esta costa, hacia el norte. El rey te pide que partas con tus hombres para impedir que este grupo se reúna con la horda de Guthrum.—Mi flota está a las órdenes del rey —aseguró Erick.—Y acabaremos con cualquier maldito danés que se atreva a desembarcaren esta costa —intervino Rollo.Se elevó una entusiasta ovación y se alzaron los cuernos en brindis. Annelise pensó que los ingleses eran capaces de comportarse de forma tan bárbara como los paganos cuando se trataba de la guerra.—Necesitamos barcos de inmediato —dijo Allen, avanzando.Erick asintió y habló a su subordinado:—Rollo, encárgate de que los capitanes se preparen para izar velas.El enorme vikingo asintió y salió de la sala. William de Northumbria se acercó finalmente a Erick para saludarlo con un fuerte apretón de manos.—¡Barcos vikingos contra un invasor vikingo! Ciertamente eso nos dará una victoria —dijo sonriendo y dando palmadas a Erick en la espalda. El irlandés no contestó, y Annelise presintió que su marido compartía su inquietud respecto a ese hombre. En ese momento Rolando intervino en la conversación:—No existe nadie tan veloz y experto en el arte de construir barcos como los vikingos. Hemos de agradecer a Dios que el gran Ard-Ri de Irlanda aceptara como yerno al príncipe de Noruega y que el nieto del Ard-Ri ponga sus barcos a disposición del rey.—¡Y su brazo armado! —añadió William.—Bueno, agradezco vuestra bienvenida —dijo con ironía Erick—. Veremos si nuestros barcos vikingos contribuyen a una nueva conquista.—¿Cuánto tiempo necesitan para zarpar? —preguntó Jon preocupado. Erick esbozó una sutil y sardónica sonrisa.—Un barco vikingo, amigos míos, puede partir tan pronto se dé la orden. Saldremos dentro de una hora. —Se giró y, dirigiéndose a Annelise,  agregó—:¿Tú te ocupas de atender a los ingleses, mi amor? Ella notó cierto dejo sarcástico en su voz, pero no acertó a discernir si estaba enfadado con ella o por algo de lo que se había dicho en la sala. Erick ordenó a Rolando que se reuniera con él, y a ella se le encogió el corazón al recordar los acontecimientos de la mañana. Erick se había mostrado muy dispuesto a eximir de culpa a Rolando, y en realidad parecía sentir verdadero afecto por el muchacho, pero ¿no se le ocurriría pensar que respiraría con más tranquilidad sin tener a ese rival cerca de su esposa? Rolando estaría a las órdenes de Erick en la batalla... Pero no, su marido no sería capaz de tal vileza, pensó. Incluso ella reconocía que, por muchos defectos que tuviera el vikingo, la hipocresía y la bajeza no se contaban entre ellos. Erick era un hombre honorable. Pero estaba enojado con ella, si no con Rolando. La culpaba del encuentro de esa mañana, desconfiaba de ella, le tenía antipatía. Y ella le había dicho, falsamente, que aún amaba a Rolando. ¿No podría tratar de herirla a través del chico aunque no tuviera nada contra él? No tenía tiempo de decirle nada. Además, no se le ocurriría hablar con él en presencia de hombres como William y Allen. Pasó junto a su esposo cuando este salía al patio para llamar a los mozos de cuadra. La joven saludó a Jon y Edward. William la abordó cuando se encaminaba hacia la cocina.—¡Mi querida Annelise! Hemos estado todos muy preocupados por ti. ¿Cómo te va? A ella le molestó que el hombre que se había mostrado más deseoso por arrojarla al lobo le formulara esa pregunta.—Me va muy bien, muy bien, William, gracias. Discúlpame, debo ocuparme de alimentar a esta gente. Él tendió la mano para detenerla, pero ella lo eludió y entró a toda prisa en la cocina. Adela y a estaba allí, y al parecer entre ella y el mayordomo ya habían organizado todo.—Ah, estás aquí, cariño. Bueno, hemos hecho traer numerosos barriles de cerveza y aguamiel, pescado fresco y los jabalíes que cazaron el otro día. Como no teníamos tiempo de asar los perniles enteros, porque son muy grandes, hemos cortado trozos y asado en broquetas gran parte de la carne. Enseguida se pondrá la mesa. ¿He olvidado algo?—Nada. Es lo mejor que puede hacerse en tan poco tiempo. Adela, eres untesoro. La anciana sonrió, satisfecha y complacida, y dio unos golpecitos en la cabeza de Annelise.—¿Has disfrutado de un agradable baño en el arroyo esta mañana?—¿Qué? Ah, sí, muy agradable, gracias. Vio que Frederick se hallaba junto a la cocina revolviendo algo que hervía en una olla sobre las llamas. El druida se volvió hacia ella y sus ancianos ojos la escrutaron un momento. Annelise dedicó una breve sonrisa a Adela y se apresuró a acercarse al mago.—¿Qué ocurre? —susurró. Él levantó la vista algo sorprendido. Con su mano libre se atusó la barba y volvió a mirar la olla.—¿Se lo has dicho? —preguntó por fin.—¿Dicho qué? —inquirió ella, tensa.—Lo del niño —respondió él, observándola detenidamente. De manera instintiva se llevó la mano al vientre. ¡No era posible que lo hubiera adivinado! Ese hombre temible y fascinante no podía haber sabido lo que ella comenzaba a sospechar. Los días transcurrían y ya debería haberle venido el flujo mensual. Y también notaba otros cambios muy sutiles. Frederick tenía razón, lo sabía. Pero no podía decírselo a Erick sin estar segura. Lo cierto era que su orgullo no se lo permitía; no podía decírselo cuando él la trataba como una posesión que tomaba y abandonaba a su antojo.—¡No hay nada que decir! —Entonces sintió un escalofrío porque la mirada de Frederick la escudriñaba hasta el fondo del alma. A la defensiva, preguntó con tono acusador—: ¿Se lo has dicho tú?—No es a mí a quien corresponde comunicárselo, mi lady, sino a ti —contestó, inclinándose con humildad fingida. Annelise comenzó a alejarse, pero él le cogió el brazo.—No me gusta esto. Ella se soltó, sin comprenderlo.—¿A qué te refieres? Yo no pedí nada de esto...—Me refiero a esta nueva llamada. No me gusta. Hay algo de malo en esto. Ella se apartó del rostro el cabello todavía húmedo.—Siempre hay algo malo en la batalla —murmuró—. Mueren hombres. Le gustó la manera en que la miró entonces, con consideración y cierto respeto. Cuando Frederick hacía ademán de tocarla, entró Erick.—Por Dios —tronó—, ya he organizado un ejército, ¿no podemos alimentar a unos cuantos hombres con la misma celeridad?—Serviremos la comida, mi señor, ahora mismo —se apresuró a asegurar el mayordomo. Se inició en la cocina una frenética actividad; muchachos y muchachas comenzaron a desfilar portando platos, cuchillos, cucharas para el guiso y grandes broquetas con la carne. Annelise se percató de que Frederick  salía silenciosamente por la puerta trasera; se disponía a seguirlo cuando sintió la mano de Erick en el brazo, deteniéndola.—Ven, mi lady, a ocupar tu puesto a mi lado. No le quedaba otra opción, porque sus dedos eran como tenazas de acero y su voluntad semejante a la de Dios. Asintió, pero retrocedió, recomendándose cautela y al mismo tiempo desesperada por hablar con él. Rolando combatiría junto a él de nuevo. Ella necesitaba enterarse de si los dos hombres se habían reconciliado.—Mi señor, has hablado con Ro...—Sí, señora, sí. Sus dedos la apretaron con tal fuerza que ella casi chilló. Por la puerta, que con tanta prisa atravesaban los criados, entraban las risas y las estruendosas voces de los hombres.—Por Dios, señora —continuó Erick casi en un susurro—, ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no culpo al muchacho?—¡Me culpas a mí! —exclamó ella.—Ah, sí, eso sí. Ahora, mi lady...—Debéis partir hacia la batalla...—¿De modo que aunque te alegraría que el hacha de un danés me partiera el cráneo, temes que yo, perversamente, mande a la muerte al muchacho? Ella palideció, presintiendo el estallido de furia.—Es solo que...—Te aseguro —masculló él con la cara muy cerca de la de ella—, que tu honor o tu falta de él no vale la vida de un guerrero, sea irlandés, noruego o inglés. Ahora, señora, te sugiero que me sigas antes de que olvide que me encuentro entre civilizados ingleses y decida enrojecer esas carnes que por lo visto aún estás resuelta a exponer ante otros. Annelise se liberó, lanzó una maldición y se dirigió hacia la sala. En seguida tuvo que retroceder, sofocando un gemido, porque él enredó los dedos en su cabellera y tiró de ella. De inmediato la soltó, la tomó del brazo, y juntos se encaminaron hacia la sala. La condujo hasta la cabecera de la mesa mientras los demás se acomodaban en torno a ella según sus respectivos rangos. William se sentó al lado de Annelise, Jon al lado de Erick, junto a Allen y Edward. Rollo cedió cortésmente su asiento y ocupó, junto con Rolando y otros guerreros del ejército de Erick, el tablón que formaba la mesa secundaria. A Annelise le correspondía compartir el cáliz con William, pero, a pesar dela furia que aún dominaba a su marido, este se apresuró a rescatarla cuando William le ofreció el cáliz a ella primero. Erick le cogió la mano cuando el protocolo habría exigido que aceptara la copa y pidió disculpas a William con educación:—William, te ruego que nos perdones. Mi esposa y yo hemos disfrutado de muy poco tiempo para explorar las maravillas del matrimonio; por lo visto siempre se interpone una guerra. Mi esposa compartirá la copa conmigo, ya que  aún encuentro fascinante dejar vagar mis labios por donde los de ella se han posado antes. Lo dijo con voz lo suficientemente alta para que todos le oyeran. Edward echó a reír y aplaudió, y Jon se puso en pie con el cáliz levantado:—Señores míos, ingleses y los demás, tenemos con nosotros no solo a un guerrero capaz, sino verdaderamente a un hombre de sabiduría e ingenio, príncipe poeta. Mi querida señora Annelise, debo reconocer, si me perdonas, príncipe de Eire —hizo una rápida inclinación hacia el vikingo y luego volvió a mirar a Annelise—, nosotros que te vimos crecer, valiente y bella, estábamos obligados por honor a aceptar este matrimonio, sin embargo en nuestros corazones sangrábamos. Y ahora descubrimos que estás casada con un hombre que ha conquistado nuestro profundo respeto y admiración y, según sus propias palabras, te ama profundamente. Señora, ¡por ti y tu Señor de los Lobos! Sonó un estrepitoso aplauso. Annelise se percató de que su marido la miraba con un destello burlón en los ojos. Erick alzó el cáliz hacia ella y bebió. Ella se puso en pie.—Sí, señores míos, os agradezco a todos vuestro cariño. ¿Qué puedo decir? ¡Este matrimonio es en realidad fantástico! Me pregunto qué nuevas maravillas me deparará cada día. Estoy pasmada. ¡Amor, protección! En fin, creedme, amigos míos, cada una de sus palabras, cada uno de sus movimientos, contienen ternura y cariño. Ciertamente es príncipe entre príncipes. —Se interrumpió para mirarlo a los ojos y prosiguió con sarcasmo—: Único entre todos los hombres. Se sentó y se oyeron más vítores. Erick levantó la copa y volvió a brindar por ella, quien casi se la arrebató para beber un buen trago de aguamiel. Pronto se acallaron las risas y las ovaciones, y la conversación se centró en el tema de la guerra. Annelise observó que William ya no estaba a su lado. Se volvió y se encontró con la mirada de Erick.—¿Por qué empezaste esto? —susurró ella—. ¿Qué mentira, qué burla, qué...?—Ese hombre te codicia —interrumpió él, cortante. Se inclinó, señalando con la cabeza el asiento vacío de William—. Y sospecho que a pesar de todo me prefieres a mí, de modo que ten mucho cuidado en su presencia. A Annelise se le demudó el rostro. Erick parecía leer sus pensamientos con pasmosa facilidad; sí, despreciaba a William. Al margen de su opinión sobre el vikingo, jamás la había consternado ni angustiado su contacto. En cambio, el simple hecho de sentir la mirada de William en ella...Largos y poderosos dedos se cerraron sobre los suyos. La mirada de Erick, profunda, impresionante, la aprisionó.—Juro que jamás te tocará. —Ella se estremeció. Las palabras que a continuación pronunció su esposo le produjeron un escalofrío—: Estate tranquila, porque juro que lo mataré si alguna vez se acerca demasiado a ti. Después le soltó la mano, se incorporó y preguntó despreocupadamente a Allen a dónde había ido William.—Envié un mensajero para avisar al rey de que habías puesto a su disposición tus barcos y que dirigirías a tus hombres para combatir el peligro que acecha al norte. William ha ido a comprobar si el muchacho ha partido.—Es hora de que nos pongamos en marcha —dijo Erick. Esa fue la señal. Los hombres se levantaron y salieron. De pronto Annelise se encontró sola a la mesa. Se puso en pie y corrió hacia el patio. Los mozos de cuadra y a habían sacado los caballos y estaban ayudando a los guerreros a ponerse las armaduras y los cascos. Erick ya estaba vestido con su cota y su brillante yelmo y montado en el semental blanco. Se volvió al presentir que ella había salido de la casa. A través de la muchedumbre, su mirada azul se posó sobre ella. Annelise se estremeció y lo observó desde las gradas. Él espoleó el caballo, que avanzó hacia la joven por entre la multitud. Erick se detuvo ante ella, gigantesco sobre su corcel.—Señora, tal vez se cumpla tu deseo. Si me matan, debes partir inmediatamente al encuentro del rey, ¿me entiendes? Ella tragó saliva.—Ningún hacha danesa lograría matarte.—Presta atención a lo que te digo. Te reunirás con el rey. Estaba enfadado. Con voz apenas audible, ella repitió:—Me reuniré con el rey.—Difícilmente puede calificarse de ejército de defensa a los pocos hombres que quedan aquí. Si se produjera un ataque, tendrías que apresurarte a internarte en los bosques. Nada de actos heroicos, mi lady, nada de flechas. La casa y las murallas pueden reconstruirse, la tierra continuará siendo mía por mucho que se esfuercen en arrebatármela. Tú, señora, debes buscar refugio en la floresta, ¿me entiendes? Deja que los hombres defiendan las murallas y protejan a los siervos y arrendatarios. ¿Me entiendes?—Yo...—¿Me entiendes, señora? Ella asintió. Erick desmontó, se levantó la visera y estrechó a su esposa entre sus brazos para besarla de un modo tan apasionado que a ella le hormiguearon los labios con la presión, y vagamente se dio cuenta de que se aferraba a él. Y de que tenía miedo. Él la soltó, subió al semental blanco y vociferó una orden a sus hombres. Annelise permaneció de pie en la grada hasta que se desvaneció el polvo levantado por los cascos de los caballos. Después entró cansinamente en la casa. Se acuclilló delante del hogar y se quedó contemplando las llamas. ¿Por qué se sentía tan vacía tras la marcha de su marido? Aún sentía en los labios el hormigueo de su beso apasionado.—Ven, cariño, sube a tu habitación —aconsejó Adela poniéndole la mano en el hombro—. Te convendría dormir un poco. Ha sido un día muy ajetreado. No hacía mucho que había odiado la presencia de Erick. Sin embargo, tras su partida, la casa estaba vacía. ¿Qué había cambiado en las últimas horas? Porque ciertamente él no se había mostrado más tierno. Claro, no era esa su manera de ser, a pesar de las floridas palabras que había pronunciado en la mesa. Sin embargo, había advertido que ella despreciaba a William, que incluso lo temía, y le había ofrecido su protección; no, se la había jurado. Ah, por supuesto, porque ella le pertenecía igual que Alexander. No permitía que ningún otro hombre montara su caballo, y desde luego nunca consentiría que ningún otro la montara a ella. Solo una idiota lo amaría. Ella no lo amaba, no lo amaría...¡Estaba perdiendo el juicio! Sí, estaba cansada. Se puso en pie.—Adela —dijo, abrazando fuertemente a la mujer—. Te quiero mucho. Sí, descansaré un rato.—Sí, cariño, lo sé —dijo Adela alegremente. Tumbarse le sentó bien. Recordó las palabras de Frederick en la cocina y pensó en los sutiles cambios que experimentaba su cuerpo. El anciano no se había equivocado. Tal vez debería habérselo comunicado a Erick. Quizá acabaría encontrando la muerte y nunca se enteraría. Y tal vez, a pesar de la noche de bodas, se negaría a reconocer a su hijo, dudando de su paternidad. También podrían cuestionarla otros hombres. Inquieta, se levantó para sentarse junto al hogar. Mientras meditaba apenada oyó un golpe en la puerta.—Adelante —invitó distraídamente, creyendo que sería Adela. Se sobresaltó al ver entrar a Frederick.—¡Se enviaron dos mensajeros! —dijo él, comenzando a pasearse por la habitación.—Frederick, te ruego que me perdones, pero...—Partieron dos mensajeros; uno para informar a Alfonzo. Ignoro quién envió al otro. Los mozos de cuadra me informaron de que salieron dos muchachos.—Tal vez querían asegurarse de que el mensaje llegaba al rey en caso de acciden...—O tal vez mandaron uno a los daneses. Annelise se puso en pie de un salto, mirándolo fijamente. ¿Una trampa?¿Avisar a los daneses de la proximidad de Erick para que le tendieran una emboscada? Y él todavía sospechaba que ella había traicionado a Alfonzo al atacar las naves del príncipe de Dubhlain. Inmediatamente supondría que ella era también la traidora esta vez.—No, no puede ser...—Debes enviar a alguien. Yo soy demasiado viejo para viajar con la suficiente rapidez para alcanzarlo. Jamás había oído maldecir al druida ni lamentar su edad. Pero en ese momento le temblaban las manos y maldijo.—Dios mío, ver y no ver con claridad, ¡es una maldición! Debes enviar al guardia de inmediato.—Nadie puede alcanzarlos. Avanzarán a todo galope por el valle. Y los hombres de Alfonzo ya se habrán separado de ellos para regresar a Wareham. No... —Se interrumpió y corrió hacia la ventana. Desde allí oteó el paisaje—.¡Yo puedo ir!—¿Qué? —preguntó el anciano, atónito.—Mira, Frederick —dijo, volviéndose hacia él—, ¿ves ese acantilado, allí, al norte? Llevaré mi aljaba y lanzaré una flecha hacia el valle con una advertencia. ¡Puedo detenerlos!—Podrías matar a uno con la flecha —murmuró Frederick.—¡Pregunta a tu señor, Frederick! Jamás y erro. Me aseguraré de que no mato a nadie. Lanzaré muchas flechas, cada una con un mensaje, y ellos al verlas se pondrán a cubierto y descubrirán los mensajes.—No, no debes ir. Si te hirieran...—No iré sola. El irlandés Patrick de Armagh me acompañará. Tras titubear, Frederick negó con la cabeza.—Envía a Patrick. Tú no debes ir, ¿entiendes?¿Qué significaba eso? Había gobernado esa tierra por derecho propio y de pronto esos invasores le ordenaban qué podía y qué no podía hacer. Reprimió el impulso de discutir y sonrió.—Como quieras, Frederick, como quieras.—Iré a buscar a Patrick.—Yo me cambiaré y escribiré los mensajes —dijo serenamente Annelise. Tan pronto hubo salido Fredetick se apresuró a sacar unas calzas gruesas, una túnica corta de cuero y una capa marrón con capucha. Se vistió, se cepilló y trenzó el cabello, cogió pluma y tinta y escribió diez mensajes para avisar de la emboscada; después decidió escribir cinco más. Bajó presurosa y vio que Patrick ya estaba montado, con una aljaba inglesa con flechas a la espalda. Frederick le daba instrucciones. El viejo druida estaba tan preocupado y ceñudo que no reparó en la vestimenta de Annelise, lo que ella agradeció. Sonriente, entregó a Patrick los mensajes y cuerdas para atarlos a las flechas y le deseó la ayuda de Dios. Cuando Patrick se alejó, Frederick exhaló un suspiro y entró en la casa. En cuanto el anciano hubo desaparecido, Annelise echó a correr hacia los establos. Tras haber engañado a Frederick, ya no quedaba nadie más que pudiera oponerse a su voluntad, pues Rollo y todos los que tenían puestos de mando se encontraban con Erick. Cuando pidió un caballo, el mozo de cuadra la obedeció al instante, como había hecho siempre en el pasado. Cruzó por las puertas, anunciando que se proponía alcanzar a Patrick y luego regresaría con él. A nadie se le ocurrió detenerla. Nadie podría haberlo hecho excepto el druida, y lo había engañado, de modo que estaba libre. Lamentaba que el anciano se enojara porque le había tomado mucho cariño, pero debía partir. No podía permitir que Erick creyera que lo había traicionado de nuevo. Patrick había salido poco antes que ella, pero tardó lo que le parecieron horas en darle alcance. Cuando por fin lo divisó, ya había oscurecido, de manera que no sería posible avisar a Erick y sus hombres esa noche. Cuando llegó al claro del bosque donde se hallaba Patrick, este y a había desenfundado su espada, dispuesto a enfrentar a su contrincante.—¡Patrick, soy yo, Annelise! —se apresuró a exclamar. A la luz de la hoguera que él había encendido, vio la expresión atónita y consternada del rostro del hombre.—¡Mi señora! ¿Qué haces aquí? Esto no es seguro. Si los daneses están tan cerca...Ella lo interrumpió con un repentino ataque de risa. Percibió perplejidad en su semblante, y algo de irritación también, de modo que trató de tranquilizarlo.—Lo siento, Patrick, de verdad. Hace muy poco tiempo hui por este mismo camino, cuando tú y los...Se interrumpió porque Patrick era irlandés por los cuatro costados, descendiente de antiguos reyes, y no tenía el menor deseo de insultarlo. No hubo necesidad. Él terminó la frase, casi susurrándola:—¿Vikingos? Annelise se encogió de hombros y se apeó de la yegua que había elegido. Se acercó al fuego. Patrick y ella se quedaron mirando un buen rato, y finalmente la joven pidió disculpas.—Sí, vikingos, Patrick. Lo lamento, pero son barcos vikingos...—Y Erick es hijo de un rey vikingo —dijo Patrick. Sonrió, y se formaron hoyuelos en sus pecosas mejillas. A continuación se quitó la capa que llevaba sobre una simple camisa de malla protectora y la extendió sobre el suelo—.Siéntate, mi señora. Estoy asando una liebre y creo que estará muy sabrosa. Annelise sonrió, y ambos se sentaron. Los cálidos ojos castaños la miraron fijamente.—No debes juzgar a todos los vikingos por aquellos que has conocido. Ella bajó ligeramente la cabeza, tratando de ocultar la extraña lucha de emociones que se libraba en su interior.—No conozco a ningún vikingo tan bien como a Erick, Patrick.—Me refiero a los que han asolado esta tierra. Te gustaría muchísimo el padre de Erick. Nunca permitió una matanza...—Pero se apoderó de una tierra que no le pertenecía —rebatió ella.—Ha devuelto a Irlanda diez veces lo que tomó —dijo Patrick con orgullo, defendiendo a Olaf—. Él y sus hijos han combatido una y otra vez por el viejo Ard-Ri, su suegro. Dubhlain se eleva como una gran ciudad, la más grande, talvez, de todo Eire. Hay escuelas para los niños y grandes monasterios que él mantiene. Acuden músicos, sabios y... —Sonrió—. Esa es la manera de ser irlandesa. ¿Sabes cuál es uno de los mayores delitos en Irlanda?—¿Cuál?—Negar la hospitalidad a los necesitados. Es posible viajar por toda la jurisdicción del Ard-Ri, o de los grandes reyes irlandeses, y ser acogido con amabilidad y cariño. Ese es nuestro modo de ser. Y en Eire una mujer puede poseer propiedades y hacerse oír si desea defender su caso en cualquier disputa. El propio Ard-Ri, mi señora, es el hombre más responsable del país, porque es creencia irlandesa que cuanto mayor es la categoría de un hombre en la vida, tanto mayor debe ser su pena por un delito cometido contra un hombre inferior. Además, Irlanda es hermosa, señora. Deberías ver esa tierra, tan verde y bella. Las estaciones aportan cambios; colores malvas, púrpuras, gloriosos naranjas y...—¡Patrick! Deberías estar allí, trasladando al papel todos esos maravillosos pensamientos, ¡no aquí, participando en una guerra en un suelo extranjero! —exclamó Annelise. Patrick se ruborizó.—Señora, te he explicado estas cosas porque debes comprender que Erick de Dubhlain no es un pagano ni un bárbaro, sino un cruce entre el vigoroso talento marinero del vikingo y el refinado y antiguo linaje real de una tierra donde desde hace mucho tiempo florece la civilización ¡en dorada gloria! Erick habla muchos idiomas, ha estudiado poesía griega y latina, sabe mucho de astronomía y astrología, y toca muchos instrumentos. Jamás hubo la intención de que nadie aquí sufriera con nuestra llegada; solo los enemigos contra los cuales ambos luchamos, los daneses. Ojalá pudieras ver la diferencia entre Erick y Guthrum.—Patrick —murmuró ella, emocionada por la sinceridad del hombre—. He venido porque deseo ayudar.—¡No deberías estar aquí! —exclamó él, recordando de pronto por qué lo habían enviado solo—. ¡Es peligroso!—Soy la mejor arquero que conozco. Debo estar aquí. Él sonrió.—¿Y si te pidiera que regresaras a casa?—Ah, no sería seguro que emprendiera el camino de noche. Además, tú podrías pedirme que me marchara, pero no podrías ordenármelo. Y ahora yo te ordeno que me sirvas. Soy la señora de tu señor, estás obligado a mí.—Mañana, con el alba, atravesaremos esa estribación. Cuando se evapore el rocío y se despeje la niebla, divisaremos su avance por la costa. Ella asintió. Patrick decidió que la liebre estaba ya en su punto y la retiró del fuego. Compartieron la cena. Ella bebió cerveza caliente del cuerno de él y se tendió sobre su capa. Él durmió poco durante la noche. Vigiló atentamente hasta que rompió la aurora y descendió sobre ellos la luz del amanecer. En menos de una hora llegaron a lo alto del acantilado. Tal como esperaban, desde allí vislumbraban kilómetros y kilómetros de acantilados y costa. Patrick fue quien primero atisbó a lo lejos el destacamento de Erick serpentear por un camino hacia el sudeste. La distancia era mayor que la que Annelise había supuesto. El corazón le martilleó en el pecho cuando calculó las posibilidades de clavar las flechas en los árboles que se alzaban ante los hombres que cabalgaban. Hizo un gesto a Patrick, quien se apartó a un lado. Reuniendo todas sus fuerzas colocó cuidadosamente la flecha en la ballesta. Un segundo después la disparó. Los dos observaron el arco que la flecha describía. Unos instantes después Annelise lanzó un grito de alegría al ver que la saeta caía entre los árboles, junto al camino.—¡Otra! —dijo inmediatamente a Patrick.D urante los diez minutos siguientes lanzó flecha tras flecha. Llegó un momento en que y a no pudo disparar más. La ballesta era pesada; usarla requería una fuerza enorme. Le dolía terriblemente el brazo y dudaba de ser capaz de arrojar otro proyectil aunque fuera para salvar su propia vida. Abatida cayó de rodillas y dejó la pesada ballesta en el suelo.—¡Todo va bien, señora! ¡Han encontrado una por lo menos! —aseguró Patrick, inclinándose—. ¡Mira, se han detenido! Ya están avisados y evitarán la emboscada. La mujer se puso en pie de un salto con fuerzas renovadas. Observó que los jinetes se habían detenido y se reunían. Suspiró aliviada y de pronto arrugó la frente al llamarle la atención otro movimiento.—¡Ay, Dios mío! —susurró—. Mira, Patrick, mira. ¡Detrás de ellos! ¡Los daneses y a están tras ellos! Los daneses habían dejado pasar a Erick y sus hombres y estaban siguiéndolos sigilosamente. Desde la posición estratégica en que se encontraban, Annelise vislumbro que el sendero los conduciría hasta unos acantilados donde era preciso cabalgar con mucho cuidado. Erick quedaría atrapado contra la elevación rocosa.—¡Debemos advertirles de nuevo! ¿Sobró algún pergamino? ¿Que dan cuerdas para atarlo? Rápido, ayúdame. Patrick se apresuró a entregarle los mensajes que no había lanzado y las cuerdas.—Ah, pero ¿Cómo escribiremos? —gimió ella.—No desesperes, señora; espera un momento. La joven pensó que Patrick había enloquecido cuando vio que se arrodillaba para recoger ramitas y hierbas secas. De la silla de montar sacó un pedernal desílex y la piedra para frotar y comenzó a encender fuego.—Patrick...—Vamos, es solo un momento. —Sonrió y cogió una rama del fuego—. Solo necesitamos unas pocas palabras. Escribe con la punta quemada, milady. En segundos ella había garabateado el aviso: « Están detrás» . Casi gritó de dolor cuando disparó la flecha. Cerró los ojos y oró. Después los dos se arrodillaron sobre el acantilado y observaron, nerviosos.—¡La encontraron! —exclamó Patrick.—¿Cómo lo sabes?—Observalos; mira cómo están formando para la batalla. Ya están preparados y a la espera. Van a rebanar a los daneses como a perros cuando se les ocurra atacar. El sol estaba alto en el cielo. A Annelise le corría el sudor por las mejillas. Desde la altura ella y Patrick contemplaron la batalla. Vislumbraron cómo se acercaban los daneses... cómo los hombres de Erick contrarrestaban el ataque. Annelise profirió un gemido porque en la confusión de la refriega no podía distinguir quién ganaba.—Aún flamea el estandarte del lobo, mi señora. ¿No lo ves? Desde aquí no se aprecia el emblema, pero los colores de mi señor se ven muy claros. Ella no logró ver nada más que caballos y hombres muertos y tuvo que conformarse con confiar en que Patrick no se hubiera equivocado. Entonces se dio cuenta de que habían pasado todo el día sobre el acantilado. Comenzaba a anochecer. Lo único que cabía hacer era rezar. De pronto descubrió que estaba sola. Al volverse, frotándose los ojos, vio que Patrick había añadido más leña al fuego. Sonriente, el hombre le enseñó una perdiz grande que sostenía en la mano.—Mi señora, siempre trato de cocinar algo diferente en cada comida.—Patrick—dijo, sonriendo con tristeza—, no podría comer.—Debes hacerlo. No influirás en el resultado de la batalla negándote a comer. Tenía razón. Y de pronto recordó que tenía otro motivo para intentar conservar las fuerzas.—Deja que te ayude...—No, no tardaré nada en desplumar este pájaro. Patrick asó la perdiz y cogió agua de un arroyo cercano. Annelise descubrió que estaba muerta de hambre, engulló una buena ración y bebió agua fresca. Los dos estaban tensos esa noche, más nerviosos que durante las largas horas del día. Permanecieron callados, tranquilos y cómodos con el silencio; ambos sabían que estaban esperando la aurora. Finalmente, ya muy tarde, Annelise se quedó dormida, acurrucada y cubierta con la capa de Patrick. El estrépito de espadas fue un violento despertar. Al oír el entrechocar de aceros abrió los ojos. Se incorporó cansinamente, contenta de llevar por lo menos una pequeña daga, envainada en el tobillo. Pero no tenía espada, y la pesada ballesta no era arma para un combate cuerpo a cuerpo. Oyó una maldición y de nuevo el chocar de aceros. Miró alrededor. No vio a Patrick por ninguna parte; sin embargo sabía que estaba cerca, porque oía el combate. Corrió hacia el borde del acantilado y lo divisó en una pequeña explanada un poco más abajo. Las huellas sobre la hierba y la tierra revuelta le indicaron que la pelea se había iniciado más cerca de ella y que Patrick la había llevado lo más lejos posible para darle tiempo a escapar.—Dios te bendiga, irlandés —susurró. Regresó corriendo junto a la hoguera y a medio apagada. Quizá podría usar la ballesta después de todo. Se echó la aljaba con flechas a la espalda, cogió el arma, y se encaminó  hacia el borde del acantilado. Luchaban contra Patrick dos hombres calzados con botas de piel sin curtir, con las piernas desnudas, vestidos con túnicas que les cubrían hasta las rodillas. Los dos llevaban cascos cónicos de acero y pesados escudos. Eran expertos luchadores. También lo era Patrick, quien estaba defendiéndose muy bien de los dos gigantes. Pero no podría continuar así eternamente, pensó. Casi lanzó un grito de dolor cuando colocó la flecha en la ballesta y apuntó. Disparó y observó que había acertado a uno de los enemigos en el hombro. El guerrero soltó un aullido de dolor y arrojó la espada. Patrick acabó con el otro hombre con un limpio golpe y después miró hacia arriba para saludarla, sonriente. Su sonrisa se desvaneció inmediatamente. Una expresión de terror apareció en su rostro, y vociferó una ronca advertencia. Annelise se giró, demasiado tarde. Se encontró con tres hombres cansados, sucios, cubiertos de sangre: daneses. Gritó y se agachó para desenvainar la daga, jurando desesperadamente que no la atraparían. Sin embargo, no tenía escapatoria, y lo sabía. Arremetió con furia contra uno, con tal velocidad que consiguió desgarrarle la túnica de cuero y hacerle un rasguño. Eso fue todo. Otro la cogió por detrás. La fuerza con que le apretó la muñeca la obligó a soltar la daga. El hombre la estrechó contra sí, y Annelise trató de morderle la mano. El danés echó a reír y la levantó del suelo. Ella masculló maldiciones, los insultó llamándolos cerdos y estiércol de roedores en su propio idioma, pronunciando con todo cuidado para que la entendieran.—Una gata con garras largas —se burló. Era un hombre rubio, cejijunto, de mejillas sonrosadas y turbios ojos oscuros. La joven lo golpeó echando el pie hacia atrás con toda su fuerza y posiblemente le dio en una parte delicada de su anatomía porque su sonrisa se desvaneció, y profirió una maldición.—¡Una gata que voy a domar aquí y ahora, por Odín! —rugió el hombre. Se adelantó el tercer hombre, más joven y esbelto, de cabello rubio, que estaba enmarañado y ensangrentado. De un tirón la atrajo hacia sí. Annelise se sintió enferma al ver cómo la devoraba con la mirada.—Una gata con pechos redondos y jóvenes, piernas largas de puta madre y un buen culo, amigos míos.—¡Una arpía! —gruñó el hombre a quien había herido, acercándose y arrebatándosela al más joven. Annelise lanzó una exclamación y se tambaleó hacia atrás cuando el hombre le asestó un puñetazo en el mentón. Se desplomó y probó el sabor de la tierra. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y repentinamente comprendió que sí existían diferencias entre los vikingos; esos no tendrían piedad con ella. La destrozarían allí mismo. Presa del pánico, se levantó y echó a correr hacia el borde del acantilado. Intentaría rodar hacia abajo, y si se golpeaba contra una roca y se rompía el cráneo, pues bien; prefería esa muerte rápida y piadosa. Pero no la aguardaba esa muerte. Apenas había empezado a correr cuando la agarraron por el pelo y cayó hacia atrás sobre los brazos del hombre de cabello oscuro. Los dientes, los que le quedaban, eran negros. Él la observó un momento con una sonrisa ridícula y después la tiró al suelo de un empujón.—Yo la cogí, es mía —anunció. Se abalanzó sobre la joven, quien, comprendiendo su intención, se incorporó. Él ordenó a sus camaradas:—¡Agarradle los brazos, imbéciles! Obedecieron. Ella se revolvió, se retorció y mordió a ciegas. Recibió otro fuerte golpe en la cara y comenzaron a zumbarle los oídos. Oyó ruido de cascos de caballo y se dio cuenta de que era real. Antes de que el hombre de pelo oscuro pudiera hacer otro movimiento, una voz tronó:—¡Estúpidos! Vamos, que los irlandeses vuelven.—Hemos cogido a una zorra, Yorg, una...—¡Y será mía primero, como todos los botines de esta guerra! —vociferó duramente el jinete—. ¡Entrégamela! Y vámonos. La pusieron en pie de un tirón. Aturdida, Annelise comprendió que tenía que escapar antes de que esos canallas la violaran. Mordió al rubio, quien lanzó un aullido de dolor y furia.—¿Cuál es el problema? —preguntó el jinete Yorg.—¡Muerde! —exclamó el rubio.—¡Átala! Así se desvaneció su última esperanza, porque Yorg arrojó unas cuerdas de cuero. Le ataron las manos a la espalda y la colocaron de bruces sobre el caballo, delante del jefe. La montura se encabritó cuando Yorg lo hizo girar cruelmente.Y emprendieron la marcha. Calculó que llevaban alrededor de una hora cabalgando, pero ignoraba en qué dirección, porque se sentía mareada y el movimiento le causaba horribles náuseas. Se alegró de que se detuvieran. Cuando la bajaron del caballo observó a Yorg, un hombre de aproximadamente la misma edad de Erick y hombros y brazos musculosos; un guerrero con cicatrices y al parecer bien entrenado parala batalla. El cabello oscuro y enmarañado le caía sobre los hombros y su cara estaba bien afeitada, dejando al descubierto una larga cicatriz que lo afeaba. Como los otros, estaba ensangrentado, sucio, y sus ropas desgarradas. El danés la observó a su vez atentamente. Le levantó la capa y la tocó, apreciando la calidad de la tela. Después hincó una rodilla y le examinó las calzas. Annelise intentó propinarle una patada, pero él le cogió el tobillo, haciéndola caer. Oyó risotadas alrededor.—Creo, amigos míos, que hemos capturado a una dama de alta alcurnia —dijo Yorg en su idioma nativo—. Tal vez podríamos conseguir que revele su identidad, ¿eh, Ragwald? —dijo al rubio.—Habla muy bien nuestro idioma —informó el interpelado. Annelise percibió un ligero dejo en su voz que le indicó que existía una gran rivalidad por el poder entre ellos.—¿Ah, sí? Mmm, una dama con estudios. Tal vez pertenece a la casa del propio Alfonzo —aventuró, pensativo. Se dirigió a ella—: ¿Y bien? ¿Eres de la casa de Alfonzo?Ella le escupió. Con un rugido de furia, se acercó a ella y le tiró violentamente del brazo.—Con que muerde, escupe, maldice y pelea, ¿eh? —bramó. Se dio media vuelta arrastrando a la joven, que lo siguió trastabillando. Los demás caminaron tras ellos, riendo y aplaudiendo a su jefe. Enferma y angustiada, Annelise trató de mantenerse en pie y ver el terreno. Habían llegado a una casa de campo. Vio el cadáver de un hombre. Yorg la condujo hacia un ancho riachuelo que bajaba un largo trecho por el acantilado hacia el mar. Una vez dentro del agua, la obligó a arrodillarse y luego le sumergió la cabeza, sujetándola por el cabello. No podía respirar, iba a ahogarse, sus pulmones estaban a punto de estallar. Moriría, pensó, y tal vez sería lo mejor. Yorg la sacó del agua de un tirón. Ella abrió la boca, respiró profundamente y se puso de pie con dificultad. El danés la rodeó.—Serás domada, zorra —prometió. Se volvió hacia sus hombres con las manos en las caderas—. Es una belleza, un trofeo. Aplaudo que me la hayáis traído. Cabellos de sol y fuego, ojos como piedras preciosas, madura, exuberante... un trofeo, en efecto. Cuando haya acabado con ella, nos aportará un buen rescate. — Rio satisfecho. Impulsada por la furia y el miedo, Annelise avanzó y, como tenía las manos atadas, se abalanzó sobre Yorg, empujándolo con tal fuerza que él cayó hacia adelante y se sumergió también en el agua. Sus hombres rugieron de risa. Desesperada, retrocedió rápidamente cuando él se levantó. Había más hombres, comprendió consternada. De pronto todos la rodearon, los que la habían cogido y otros más; todos ensangrentados, algunos cojeando, habían llegado a ese tranquilo valle, asesinado al granjero y tomado la casa para ocultarse y curar sus heridas. Jamás conseguiría escapar. Chillando como un oso herido, Yorg vadeó colérico el riachuelo en dirección a Annelise, que trató de correr, pero él la cogió y la hizo girar. Se encogió de manera instintiva cuando el danés levantó la mano para golpearle la mejilla.—¡Por todo el Valhalla —bramó una voz—, esa mujer es mía! ¡Me la entregarás o responderás con tu vida! Yorg bajó el brazo. Todo el mundo se volvió sorprendido para ver al hombre que se atrevía a disputar los derechos sobre una mujer a Yorg. Ninguno se asombró más que Annelise de la aparición de aquel jinete que, a lomos de un pequeño poni castaño, se veía imponente. Su cabello, rubio, dorado como el sol, estaba cubierto de sangre. Vestía ropas que ella jamás había visto y calzaba botas forradas en piel, rotas por la batalla. Tenía la cara sucia, apenas reconocible, pero sus ojos eran inconfundibles. Era Erick. Erick, solo, avanzando tranquilamente por ese mar de enemigos y exigiendo que se la entregaran. La sorpresa fue tan grande que enmudeció, lo que enseguida agradeció al darse cuenta de que él simulaba ser uno más de ellos. Yorg la soltó y se dirigió hacia el jinete.—¿Quién eres? Y por todos los dioses, ¿quién te crees que eres para exigirme nada? ¿Sabes quién soy, imbécil?—La exijo porque es mi cautiva y fue capturada por tus hombres.—¿Quién...?—Me envía Guthrum, ¡a quien has fallado, Yorg! Erick desmontó, se encaminó hacia el riachuelo, cogió a Annelise y la arrastró junto a él de un modo tan rudo como antes lo había hecho el danés. Ella gritó y cayó. El príncipe irlandés la puso en pie de un tirón, desenvainó la daga que llevaba en el tobillo y cortó las cuerdas que la ataban.—¿Qué pretendes hacer? —gruñó Yorg.—Recuperar lo que me pertenece.—Ahora es mía. Y la tenía atada.—La tenías atada porque no eres lo suficientemente guerrero para sujetar a una mujer —acusó Erick con sonrisa burlona—. Y es mía porque yo la atrapé primero, y tengo la orden de llevarla a Guthrum.—¿Y qué me importa Guthrum? —exclamó Yorg. Ragwald avanzó unos pasos.—La encontramos en el acantilado. No vigilaste bien a tu cautiva. La arpía estaba enviando mensajes —espetó—. Fue ella quien lanzó la lluvia de flechas que advirtieron a los bastardos irlandeses y noruegos de nuestro ataque. ¡Tú no eres guerrero suficiente para sujetar a una mujer! Erick retrocedió y desenfundó la espada, esbozando una sonrisa terrible.—Acércate. Comprueba qué clase de guerrero soy. Los hombres comenzaron a gritar. Al parecer Ragwald se arrepentía de su desafío, pero sacó su espada y avanzó.—¡Un hombre que muere de viejo es olvidado! —exclamó Erick—. Un guerrero se sienta en el Valhalla, y tú estarás sentado en el Valhalla esta noche. Nunca hasta ese momento había apreciado Annelise la valentía de su marido. Apenas Ragwald había iniciado la acometida cuando y a Erick había contrarrestado el ataque, blandiendo la pesada espada como si fuera una ramita para clavársela a su contrincante en el momento en que se abalanzaba sobre él. Los aceros no llegaron a chocar. Ragwald cayó ante Annelise, y el charco de agua donde se hallaba comenzó a teñirse de rojo. Lanzó un chillido cuando su marido la tiró con fuerza del brazo para atraerla hacia sí.—¡Es mía! —rugió—. ¡Mía! Por orden de Guthrum. ¿Quién más quiere disputármela? Silencio. Finalmente habló Yorg, con más cuidado que antes:—Pertenece a una casa real, tal vez a la del propio Alfonzo. Vale mucho y ha estado en nuestro poder. ¿Qué pagarás por ella?—El poni —respondió Erick señalando su montura.—¿El poni? —Yorg escupió en el agua—. ¿Me ofreces un poni por un tesoro?—¡Un tesoro! —Erick rio—. ¡No vale mucho!—Sus cabellos son oro y llamas —alegó Yorg.—Puro latón deslustrado, nada más —dijo Erick, y su esposa lo observó  sorprendida. Él la mantuvo firmemente sujeta sin mirarla—. Te entrego el poni a cambio.—¡No vale nada comparado con esta mujer! —insistió Yorg—. Es joven, tiene los pechos maduros y dulces como una fruta, y las piernas largas y tentadoras como sauces.—Los pechos como melones viejos, amigo mío. —Erick rio de buen humor—.Y las piernas nudosas y zambas, como un sauce si quieres.—¡Ten cuidado, que entiende todo! —advirtió Yorg. Claro que lo entendía. Annelise no pudo reprimir el impulso de golpear fuertemente a su marido; después de todo era una cautiva, ya fuera de él o de ellos. Tenía todo el derecho a pelear. Yorg echó a reír. Alguien avisó a Erick de que mordía como un perro rabioso. Antes de que ella pudiera impedirlo, Erick la cogió por el pelo y le sumergió la cabeza en el agua, sujetándola con furia. Mojada, colérica y aterrada, escuchó la continuación de las negociaciones.—De verdad tiene un genio peor que el de un perro rabioso —dijo Erick a Yorg.—Entonces ¿por qué la quieres? —preguntó astutamente Yorg. —Porque yo la capturé primero y por lo tanto me pertenece, aunque sea una zorra.—Déjamela solo esta noche; mañana te la entregaré.—Es mía ahora. La negociación estaba en punto muerto, comprendió Annelise. Era una locura. Erick no podía combatir contra todos. ¿Por qué se había presentado solo? Gritó sorprendida cuando él le arrancó la capa de los hombros, junto con el broche de zafiros que la sujetaba. Arrojó a Yorg la capa empapada.—Esto es todo lo que ofrezco, y vale mucho. Tras estas palabras, empujó a Annelise para que caminara delante de él con tanta fuerza que ella casi se desplomó. Enojada, se giró para protestar, y él la obligó a avanzar con otro empellón, mirándola con expresión colérica.—¡Camina! —tronó. Obedeció. Pasaron junto a Yorg y los hombres que lo rodeaban. Erick seguía empujándola cuando salieron al campo donde se hallaba el cadáver del granjero. El vikingo andaba con paso tranquilo y firme, con su arrogancia y determinación habituales. Finalmente llegaron a la espesura del bosque, por donde discurría un sendero flanqueado por árboles. Él le dio un nuevo empellón, y Annelise se volvió, aterrada y maldiciendo:—¡Bastardo! ¿Por qué?—¡Corre! —ordenó él, furioso. Entonces la cogió de la mano. Cuando comenzaron a correr, ella comprendió que Yorg y sus engañados camaradas los perseguían. 

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora