La alianza.!

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Su sueño había sido intranquilo. Imágenes inconexas, retazos de su pasado, desfilaban por su mente. Vio las curiosas mezquitas árabes y los magníficos palacios de los moros de piel negra. Vio el mar un día en que Odín tronó, maldijo y empujó a los hombres a la muerte con letal tranquilidad. Evocó el viaje a París por el Sena e incluso, anterior en el tiempo, la sala de estudio del hermoso castillo de piedra de su padre en Dublín. Leith, el heredero, estudioso y siempre conciliador, sabía la historia de Irlanda como un senescal, y Erick, siempre celoso, se encaramaba a la mesa y, blandiendo una espada imaginaria, juraba que conquistaría el mundo.

Entonces oía la melódica voz de su madre, que lo reprendía con dulzura y firmeza. Sus fantasías de conquistas se desvanecían cuando ella los reunía a todos en torno a sí: Leith, Erick, Bryan, Bryce, Conany Conar, y las niñas, Elizabeth,

Megan y Daria. Les hablaba de Tuath De Danaan, las tribus antiguas, el honor de la hospitalidad irlandesa y el orgullo de su raza. Podían recorrer el mundo entero, aseguraba su madre, pero jamás debían olvidar que eran irlandeses. Llevaban la raza en la sangre, formaba parte de ellos y siempre les acompañaría. El sonido de las gaitas les conmovía, y eran capaces de oír al hada agorera, fantasma de la muerte, en el viento. Y sabían que gente diminuta hacía juegos y trucos en los bosques y que la tierra era sagrada. Mientras Erín contaba cuentos y leyendas, sus traviesos hijos escuchaban en silencio sentados a sus pies. Entonces aparecía Olaf por la puerta y trataba de atraer su atención explicándoles las sagas de Odín,

Thor, Loki y el resto de dioses. Siempre había calor y cariño en el castillo de Dublín. Calor y amor.

Esas escenas permanecieron en su mente mientras se revolvía inquieto en su sueño. El gran hogar, los perros, la tierra. Los días en que viajaban a Tara para sentarse con los reyes de todo el país, los días en que su abuelo Aed Finnlaith gobernaba con justicia y sabiduría a los irlandeses. También los días en que lo enviaban al bosque para que el colosal mente viejo druida Frederick lo instruyera.

Los días en que el viento soplaba y silbaba, y rugían los truenos, y el anciano tonto se quedaba fuera, bajo la lluvia, con los brazos levantados hacia el cielo.

« Siéntelo, hijo; siente el viento, siente el halcón cuando vuela y la tierra que pisas. Y recuerda siempre que las respuestas no se encuentran en los demás hombres, sino dentro de tu alma; tú y la tierra sois uno».

Frederick lo había obligado a leer y estudiar manuscritos en latín, franco, nórdico, irlandés e inglés. Lo había llevado por las ciénagas y le había enseñado qué hierbas servían para anular el efecto de los venenos, con qué mohos podía prepararse una compresa para cortar una hemorragia. El druida le había exigido mucho, mucho más que a sus hermanos y hermanas. Una vez él protestó:

—Basta, viejo; soy un príncipe. Soy hijo del Lobo, nieto del gran Ard-Ri.

Frederick lo miró de arriba abajo, le arrojó un hacha y replicó:

—Sí, Erick, eres todo lo que dices. Por lo tanto, procura que la fuerza de tu cuerpo esté a la altura de tu soberbia. Corta leña de estos árboles y no pares hasta que el montón sea muy alto, porque este promete ser un frío invierno.

Jamás comprendió por qué obedecía al viejo. Quizá porque su madre amaba a Frederick, y hasta su padre buscaba su consejo.

El druida jamás se equivocaba. Había sabido cuándo moriría Emilia.

Acostado en la casa señorial conquistada, Erick gimió y dio otra vuelta en la cama. El druida había tratado de impedir que partiera de viaje con su tío, aunque

Erick ya había dejado atrás la juventud. Frederick había ido a la playa. La barba, el cabello y la ropa se agitaban alrededor del anciano, que parecía un cuervo gigante. Resistió el viento y esperó hasta poder hablar con él a solas.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora