Final.

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El combate fue rápido, despiadado y sangriento.En cuestión de semanas habían obligado a los daneses a marchar haciaLondres y en los días siguientes combatieron ferozmente dentro de la antiguaciudad romana. Alfonzo parecía un hombre poseído, resuelto. Losacontecimientos ocurridos en ausencia de Erick lo habían conducido a esosamargos momentos.Guthrum había firmado un tratado por el cual accedía a instalarse en EastAnglia, pero al enterarse del asalto a Rochester había reanudado la batalla.Alfonzo había enviado contra Guthrum, que se hallaba en el Támesis, todos losbarcos disponibles, entre ellos los de Erick. Había ganado la batalla y se habíaapoderado de la flota de Guthrum y todos los tesoros contenidos en ella. Mástarde, cuando Alfonzo ordenó a sus hombres regresar a casa, los danesesasaltaron los barcos, recuperando más de lo que habían perdido.Las tropas del rey de Inglaterra los habían seguido hasta Londres sembrandola muerte a su paso. Alfonzo había ordenado quemar innumerables aldeas yciudades, y se había producido una tremenda matanza. El rey exigía lealtadabsoluta y no aceptaba menos.En esos momentos Erick, a lomos de Alexander, contemplaba las ruinas deLondres. La ciudad había quedado convertida en un lugar carbonizado, desolado,inadecuado para ser habitado por seres humanos. Pasaban hombres quetransportaban en carretas cadáveres y miembros sueltos; por los escombroscomenzaban a asomar mujeres y niños, que hurgaban entre las ruinas en buscade comida y sustento.Al menos todo había acabado, pensó Erick hastiado.Y había sobrevivido, al igual que Rollo y la gran mayoría de sus hombres.Alfonzo le había perdonado por que lo hubiera abandonado para viajar haciaIrlanda, de modo que, con todo su honor, él se había sentido obligado a avanzaren primera fila en todas las refriegas, a lanzar su grito de guerra y entrar elprimero en combate. Era experto en el arte de guerrear. Ese día, al contemplarlas ruinas de la ciudad, se sintió harto de tanto dolor, muerte y desolación y seconsoló al pensar que dentro de unos días emprendería el regreso a casa. Acasa...Se firmaría un nuevo tratado de paz. Los escribas ya estaban trabajando enél. Guthrum, el astuto danés, también se las había arreglado para sobrevivir a labatalla.Inglaterra sería dividida en dos partes. El límite seguiría el curso del Támesishasta su confluencia con el Lea, cuyo curso continuaría hasta su nacimiento;desde allí en línea recta hasta Bedford y después por el Ouse hasta Watling Street.Los daneses se quedarían con Essex, East Anglia, los Midlands orientales y latierra al norte del Humber. Alfonzo reinaría en el sur, y nadie volvería adisputarle su soberanía.Habría paz. Ojalá durara esa paz...Hizo girar el caballo para alejarse de aquel desolado escenario y lo condujohacia la multitud de tiendas instaladas en las afueras de la ciudad.De pronto aceleró la marcha al oír un grito agudo seguido por el entrechocarde aceros. Espoleó su montura y la lanzó al galope; junto a un bosquecillo seencontró con un grupo de hombres, principalmente de los suyos y algunos de losmás fieles al rey, enzarzados en fiero combate con lo que parecía ser unacuadrilla de daneses. Se apresuró a desenfundar su espada. Rollo ya estaba allí.Erick saltó del caballo y se abrió camino hasta su amigo, y juntos formaron unamortal máquina guerrera.—¡Por las salas del Valhalla! —rugió Rollo—. ¿Qué es esto? ¿El mismo día dela firma del tratado?—No lo sé —replicó Erick.No podía permitirse reflexionar sobre ello en aquellos momentos. Losenemigos arremetían contra él por parejas, y necesitaba de toda su enormefuerza para blandir la espada con la suficiente rapidez para salvar el pellejo.Tropezó con el cadáver de un adversario, lo que resultó ser su salvación, puestoque así esquivó la espada que amenazaba su cabeza; enseguida se incorporó ymató a su atacante. Inspiró profundamente y atisbó en lo alto de un montículo aun jinete que lo observaba. Entornó los ojos para distinguir los emblemas de lacapa del hombre y entonces lo vio levantar la mano y lanzarle una dagaplateada.Mascullando una maldición alzó el escudo para parar la daga que silbaba enel aire. El arma chocó contra el escudo con fuerza aplastante.El jinete huyó de inmediato al galope.Erick se inclinó a recoger la daga; era de la misma clase que la que habíamatado a Rolando. Probablemente eran idénticas.Ya se habían retirado por entre los árboles los daneses que habían sobrevividoa la refriega. Erick avisó a Rollo de que intentaría dar alcance al jinete yenseguida corrió a buscar su caballo blanco. Salió al galope del claro del bosque,pero el jinete y a había desaparecido, e ignoraba en qué dirección había huido.Profiriendo una maldición en voz baja volvió cansinamente hacia el lugar dondeRollo y los demás recogían a los heridos.El joven Jon de Wincester, muy amigo del rey, estaba inclinado junto alcadáver de un danés. Se irguió disgustado cuando Erick se aproximó.—¿En qué maldito tratado podemos confiar cuando los hombres atacan así?Edward de Sussex, buen amigo de Jon y antaño leal compañero de Rolando,también se acercó.—¡Que me cuelguen si entiendo esto! Es como si no les hubiera importadocombatir ni ganar, como si su único propósito fuera asesinar, nada más.—Eso no es tan raro en los daneses —dijo Jon con amargura.—No lo sé —dijo Erick moviendo la cabeza—. Los hombres combaten paravencer o defenderse, incluso los daneses. ¿Por qué si no?Ninguno encontró la respuesta. Reunieron a los heridos y se dirigieron alcampamento. Erick se lavó la sangre de la cara y las manos, se cambió la túnicay se encaminó hacia la tienda de Alfonzo, quien estaba escuchando a un escribaenviado por Guthrum que leía monótonamente los detalles del tratado.—¡No hay ni una sola palabra de verdad en ese maldito tratado! —interrumpió Erick.El rey lo miró.—Ya mandamos un mensaje a Guthrum para acusarle de infamia y traición.Él lo ha negado y me ha enviado a una hija suy a como rehén para verificar supalabra.—Entonces —dijo fríamente Erick—, hay un traidor entre nosotros, un traidorque ha deseado mi mal, más bien mi muerte, desde que arribé a estas costas. Laconspiración se inició cuando Annelise no recibió tu mensaje y mis barcosfueron atacados. Después, cuando me dirigí hacia el sur para combatir en tunombre, los daneses fueron advertidos. Además, tengo buenos motivos parasospechar que el joven Rolando no murió en la refriega, sino que lo asesinaronpara crear más caos en mi casa.Se oyó una exclamación en la entrada de la tienda, y entró Jon de Wincester.—¡Por todo lo sagrado, mi señor de Dubhlain! ¿Dices que Rolando fueasesinado?Erick arrojó sobre la mesa del rey la daga que acababan de lanzarle. Alfonzo y Jon se acercaron a mirarla.El rey examinó atentamente la daga y su diseño. Una mueca de dolorapareció en su cansado rostro, y se dejó caer en el sillón.—¿Qué ocurre? —preguntó Jon.Alfonzo le indicó con la mano que podía coger la daga. Jon lo hizo.—Es de William —murmuró Jon con un suspiro—. De William deNorthumbria. Esta es su daga. Debe de haber algún... error.William de Northumbria, pensó Erick. William, Allen, Jon y Edward habíanestado en su casa, en la casa de Annelise, cuando Alfonzo le envió la orden deocuparse de los daneses en el sur. William no lo había acompañado a Irlanda,pero sí muchos hombres de Wessex.—No hay error —dijo—. Tengo dos dagas; una extraída de la espalda deRolando en Irlanda, y esta que me han arrojado en el claro del bosque.—En Irlanda...—Busca a un hombre llamado Harold de Mercia. Si ha sobrevivido a estaúltima batalla, tal vez pueda aclarar estos hechos —sugirió Erick.Alfonzo se dirigió a la abertura de la tienda y ordenó a un guardia quebuscara a Harold. A continuación comenzó a pasearse por el suelo de tierra conlas manos enlazadas en la espalda. A los pocos minutos se presentó el hombremayor que había hablado con Erick en Irlanda tras el fallecimiento de Rolando. Searrodilló ante el rey.—Mi señor, me has hecho llamar.—¡Levántate! —ordenó Alfonzo.El hombre obedeció y entonces, al ver a Erick y Jon, palideció. Miró la mesay al reparar en la daga se volvió súbitamente, aterrado, dispuesto a salircorriendo de la tienda.Jon se adelantó para bloquear la entrada. Erick cogió a Harold por el hombro ylo empujó hacia el rey.—¿Estabas al servicio de William de Northumbria cuando fuiste a Irlanda?—¿Al servicio de William? No, no, mi rey. Yo servía al joven Rolando.—¿Lo servías? —preguntó Erick fríamente—. ¿O lo mataste a cambio del oroque te ofreció William?La palidez del hombre decidió su destino. Lanzando un grito sordo yangustiado, Jon avanzó empuñando un cuchillo y se lo clavó en la garganta.Alfonzo se volvió para dar la espalda a la escena, revelando su tristeza ycansancio en los hombros caídos.—¡Por Dios, Jon, he luchado para dar ley es a esta tierra! ¡Y tú cometes unasesinato aquí mismo!—Por el amor de Dios, Alfonzo, ¡asesinó a Rolando!—¡Por orden de William! —interrumpió Erick—. Voy a buscar a William.Salió inmediatamente y se dirigió a toda prisa al sector donde estabanacampados William y sus seguidores. Pasó junto a los hombres de William yapartó la tela de la abertura de la tienda.No había nadie allí. Desanduvo sus pasos y cogió por la camisa al primerhombre que encontró. Le preguntó dónde se hallaba su señor.Nadie lo sabía. William se había marchado esa misma mañana en compañíade Allen de Kent, y nadie lo había visto desde entonces.Mientras Erick estaba entre los hombres de William, Jon y Edward seacercaron al galope.—Hace horas que nadie ha visto a William. Tampoco a Allen. SeguramenteWilliam se enteró de que tenías la daga, una prueba en su contra. Ha marchadohacia el sur.—Debemos perseguirlo.Jon miró a Edward y comenzó a hablar atropelladamente:—Sí, debemos perseguirlo. Ya hemos avisado a tu hombre, Rollo, quien fue arecoger tus armas y preparar un caballo para ti. Tenemos que dirigirnos a lacosta, a tu casa, a toda prisa.—¿A mi casa? ¿Por qué? —preguntó con voz ronca, sintiendo un escalofrío,atenazado por el temor que había acosado a Frederick desde que llegaran a esatierra.—Porque creemos... —Jon se interrumpió e inspiró profundamente.—Creemos que William de Northumbria desea a tu esposa —continuóEdward— desde hace mucho tiempo; lo suponemos por comentarios que a veceshacía a Rolando, cosas que veíamos, otras que sospechábamos. Solíamos hacerbromas al respecto. Él siempre pensó que si Rolando se marchaba o moría, o siAnnelise perdía el favor del rey, él se quedaría con ella. Y ahora que ha sidodescubierto... presumimos que se apresurará a descargar su odio y su rabiacontra ella.Erick cerró los puños y los apretó contra los costados. Echó hacia atrás lacabeza y lanzó un grito de guerra lleno de angustia y furia que hizo temblar hastala luz del sol; el grito de batalla de la casa de Vestfald, el desgarrador y terribleaullido del lobo acorralado.Apareció Rollo a lomos de un caballo moteado conduciendo al blanco. Erick montó de un salto en su cabalgadura y emprendió la marcha al galope, seguidopor los demás.Los días transcurrían lentamente para Annelise.Era primavera y la tierra estaba reviviendo. Los campos empezaban areverdecer con los cultivos, y se veían muchísimos animales, ardillas, conejos eincontables ciervos. Los caballos se movían inquietos en los establos. Daria estabanerviosa, y también Annelise, a pesar de su felicidad y su hijo. Solo Frederick yAdela parecían tranquilos. Annelise se preguntaba si la edad traería consigo lapaz o la capacidad de comprender que el tiempo transcurre inexorablemente a suritmo.Había recibido noticias desde el frente de batalla. Erick enviaba un mensajerocada semana, de modo que sabía dónde combatían y que tanto él como el rey seencontraban bien; estaba informada de que la guerra se resolvía a favor de ellos.Sabía que habían llegado a Londres y que al parecer habría otro tratado de paz,que aún no había sido firmado. Intuía que, a pesar de su aparente calma,Frederick también estaba esperando y que no solo la observaba a ella sinotambién el cielo, el viento y el mar. A veces salía a caminar solo, aunque ellaignoraba adónde se dirigía y qué hacía durante sus largas ausencias. Hasta queErick regresara, Annelise estaría preocupada.Se sentía feliz y agradecida por la compañía de Daria, quien relatabaleyendas nórdicas sobre los dioses Odín y Tor y cuentos irlandeses sobre sanPatricio, las personas diminutas que habitaban en los claros de los bosques y lashadas agoreras que avisaban de una muerte inminente. Las dos jóvenes pasabanlas largas tardes primaverales sentadas junto al hogar con el bebé, riendo yhaciendo bromas sobre los hombres. Daria le describía al hombre de sus sueños,y así entretenían los días interminables.Cuando William de Northumbria se presentó una tarde, Annelise se hallabasola. Frederic había salido a pasear por el bosque, y Daria había acompañado aAdela a la playa, adonde había arribado una pequeña embarcación cargada deregalos de parte de Olaf y Erin.Al reconocer los colores de William los guardias no dudaron en franquearlela entrada, y los criados fueron a avisar a Annelise, quien corrió hacia la puerta,segura de que se trataba de algo grave si habían enviado a William en lugar de aun criado o un vasallo.Salió a recibirlo al patio con el corazón agitado. Al parecer el hombre habíacabalgado a toda prisa, lo que también la alarmó. No lo acompañaba nadie másque Allen, su inseparable amigo. Tras saludarlos les ofreció comida y cerveza.William desmontó y, cogiéndola de los hombros, dijo:—Annelise, no tenemos tiempo. Di a un criado que nos traiga cerveza parallevar y un poco de pan con queso. Debemos apresurarnos.—¿Por qué? ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado? —preguntó sobresaltada.—Erick ha resultado herido y no puede moverse. Quiere verte. Le heprometido que te llevaré hasta él a toda prisa.—¡Oh! —exclamó aterrada. De pronto se sintió paralizada, incapaz de pensar—. Debo... debo buscar a Adela y mis cosas...—No, debes venir de inmediato, ahora mismo. Ordena a un hombre quevaya a buscar comida y bebida y reúnete conmigo. No tenemos tiempo queperder.—Debo ir a buscar a Garth...—¿Qué? —preguntó William.—Mi hijo. No puedo dejar a mi hijo.William se atusó el bigote, pensativo. Después sonrió.—Sí, por supuesto, querida mía. Debes traer a tu hijo. Date prisa.Temblorosa y asustada, Annelise trató de apresurarse, sintiendo que leflaqueaban las rodillas al caminar. Era eso, el terror que la había asaltado durantetodo ese tiempo. Erick había desafiado a la muerte demasiadas veces. Era un granguerrero, tal vez uno de los más grandes, capaz de blandir la espada como nadie.Pero todo hombre es mortal, y en esos momentos yacía herido, tal vezmoribundo, precisamente cuando se había convertido en todo para ella. ¡Nopodía morir! Fueran cuales fueran los presagios, ¡no podía morir! ¡Ella no se lopermitiría!Garth estaba durmiendo. Gimoteó un poco cuando su madre lo tomó enbrazos y lo envolvió en una gran manta de lino. Annelise cogió una capa paraella y bajó presurosa por las escaleras. Ya los criados habían llevado bolsas conalimento y cuernos con bebida, y una yegua la aguardaba en el patio.Había llegado Patrick. Con expresión tensa, escuchaba la historia de Williamsobre las batallas que habían librado.—Os acompañaré —se ofreció Patrick.—¡No! —dijo bruscamente William—. Erick pidió que te quedaras en la casacon su hermana y Adela. Te necesita aquí.—¡Ay, Patrick! —exclamó Annelise, trémula.Él la abrazó estrechamente, después la ayudó a montar la yegua y leacomodó a Garth en los brazos.—¡Se repondrá, milady, se repondrá! Erick está hecho de acero. Debesconservar la fe.Ella asintió, incapaz de hablar porque la ahogaban las lágrimas.—¡Milady, vamos! —urgió William.—Sí, debemos darnos prisa —murmuró ella—. Sí, por favor, llévame junto aél lo más rápido que puedas —suplicó—. Patrick, Dios sea contigo.—Y que Dios te acompañe, milady.William hizo dar la vuelta al caballo y condujo a Annelise y Allen hacia laspuertas a buen trote para luego avanzar hacia los acantilados. Con los ojosempañados por las lágrimas, Annelise no se dio cuenta de qué direccióntomaban.En cambio Frederick, que en ese momento salía del bosque, sí se fijó. Cerrólos puños y los ojos y después corrió hacia los establos. Ignorando el dolorosomartilleo de su corazón, saltó sobre un caballo sin ensillar y, desoyendo lasadvertencias de Patrick y los mozos de cuadra, cabalgó detrás de los jinetes.Estos y a se hallaban lejos de la casa y se internaban en el bosquecillo.Frederick espoleó al caballo y galopó detrás, alcanzándolos cuando desfilaban porun sendero sombreado por los árboles.—¡Annelise! —llamó.Ella detuvo su montura.—¿Por qué nos retrasa ese viejo loco? —preguntó exasperado William.—¡Tengo que esperarlo! —exclamó Annelise. Volvió la cabeza—. ¡Frederick,han herido a Erick! Debo darme prisa para verlo.Frederick avanzó lentamente hasta detenerse ante ellos. Miró a Annelise,luego a William y después de nuevo a Annelise.—No lo han herido —murmuró—. Erick de Dubhlain no ha sido herido.—¿Qué sabes tú, viejo mentiroso? —espetó Allen, cortante—. Nosotrosestábamos con él. Hemos participado en la batalla. Él nos pidió que viniéramos abuscar a su esposa.Frederick negó con la cabeza. Situó su caballo entre los de Annelise yWilliam.—Si Erick estuviera cerca de la muerte, yo lo sabría. No vayas con ellos,Annelise. Vuelve a casa con tu bebé... ¡ahora mismo!Dicho esto, golpeó a la yegua en el anca. Annelise lanzó un grito cuando sucabalgadura dio un salto hacia adelante y a punto estuvo de tirarla al suelo.Apretó firmemente a Garth contra su pecho, asustada, y obedeció a Frederick. Enel momento en que dirigía a la yegua por el estrecho sendero, William dio unaorden y Allen le cerró el paso. Annelise no pudo eludirlo, desesperada comoestaba sosteniendo a Garth para evitar que se cayera y se hiciera daño. Oyó ungrito sordo y un ruido. Hizo girar a la yegua a tiempo de ver cómo Frederick caíadel caballo tras haber sido golpeado por William.Desmontó enseguida y corrió hacia el anciano sosteniendo a Garth. Miró aWilliam con odio.—¡Frederick dice la verdad! ¿Qué te propones?Depositó cuidadosamente al bebé a su lado, cogió la cabeza de Frederick y laapoyó en su regazo. El druida abrió los ojos, grises como la luz del crepúsculo,místicos, llenos de dolor.—¡Déjalo! —ordenó William.—¡Le has hecho daño!—Mi intención era matarlo.—¡Bastardo! ¡Alfonzo te colgará!—Alfonzo, señora, no volverá a verme nunca.—Frederick —susurró ella ignorando a William. El anciano la miró e hizo ungesto de dolor—. ¡Tengo que llevarlo a casa! —exclamó—. ¡Va a morir aquí!—Morirá, señora, y tú no regresarás a casa.—Frederick, aguanta, te lo ruego. Aférrate a la vida, cuídala mucho. Adela,Patrick o Daria vendrán, lo sé...—Annelise —susurró él. Solo podía oírlo ella, que se había inclinado hastaponer el oído junto a sus labios—. No temas por mí, porque he vivido muchísimosaños. Te he advertido, y tal vez no demasiado tarde, porque Erick ya viene encamino y cada momento está más cerca. Retrasa el viaje todo cuanto puedas,crea problemas a estos dos, y si he logrado frustrar los planes de este traidor,entonces he cumplido mi propósito y es hora de que vaya a reunirme con los queamo en una vida mejor.—¡No! —exclamó ella, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—.¡No, Frederick, no! —Poniéndose en pie miró a William—. Si no lo ayudas, nome moveré de aquí.—Sí te moverás. —Sonrió desde la silla, inclinándose—. Te moverás y rápido,milady, o Allen te quitará al niño y cabalgará con él, con un cuchillo sobre sucuello. ¿Me he expresado con claridad?—¡No te atreverías! —espetó furiosa.—Allen...—¡No!Cogió a Garth y lo estrechó contra su pecho. Después observó a Frederick,que tenía los ojos cerrados, la cara blanca y sombría; parecía ya la máscara dela muerte. ¡No podía abandonarlo allí!Pero tampoco podía arriesgar la vida de su hijo.—¿Milady ? —dijo William.Annelise no se movió.—Sube a la yegua o me apearé y entregaré el niño a Allen. No intentesresistirte porque os haré daño a ti y al niño.Su única oportunidad era escapar a caballo para volver más tarde a buscar aFrederick.Debía huir.Pero cuando montó a la yegua, William agarró las bridas; él la conduciría.—¡Tenemos que darnos prisa! —apremió Allen.—¿Adónde vamos? —preguntó Annelise.—A reunirnos con los daneses —respondió William—. He ayudado mucho aGuthrum con avisos e información. Me ha prometido un lugar en su casa. Tú vasa compartirlo conmigo.—Alfonzo exigirá mi regreso.—Tal vez, pero entonces, mi amor, estarás demasiado cansada yavergonzada para querer volver junto a tu marido. Y él no deseará a la esposaque le devuelva, ¿verdad, Allen?Este echó a reír. Annelise acercó más la yegua al caballo de William, quesostenía flojamente las riendas. Estrechando aún más a Garth, golpeó con lostalones los ijares de la yegua, que emprendió el galope con tal fuerza y velocidadque las riendas se soltaron de las manos de William.Desesperada y sin dejar de apretar al bebé contra su pecho, Annelise tratóde asir las riendas mientras la yegua cabalgaba a través del bosque. Las ramas leenganchaban el pelo, le arañaban el rostro, pero ella no se atrevía a aminorar elpaso. Cegada por la maleza, no conseguía coger las riendas, y la yegua elegía sucamino al azar. De pronto el animal se encabritó y se puso de manos, y a duraspenas logró Annelise mantenerse en la silla. Cuando la yegua bajó las patas atierra, William estaba ante ella, su enjuto rostro tenso, sus ojos brillantes de furia.—Otra travesura como esta y te prometo que pondré la cabeza del niño bajolos cascos de mi caballo. Está acostumbrado a aplastar cabezas más grandes enla batalla; una cabecita pequeña no será nada para él.La joven bajó la vista temblando. Tenía que creer que Garth sobreviviría aaquel horror en que había sido atrapada tan estúpidamente. Miró furiosa aWilliam.—Entonces, adelante, milord.—Si dudas de que cumpla mi amenaza...—No, no, no lo dudo. Te creo completamente capaz de asesinar a un bebéindefenso. Supongo que no te muestras tan valiente en el combate contrahombres.Él avanzó y le propinó una fuerte bofetada. Annelise tuvo que apretar losdientes para no gritar de dolor, al tiempo que intentaba mantener el equilibriosobre la yegua. William la miró y sonrió.—Aprenderás cortesía y respeto, milady. Tenemos por delante largos días ynoches para que aprendas.Días y noches... Se le encogió el corazón. Comprendió que en realidad lapesadilla acababa de empezar.¿Y Erick? ¿Estaría todavía con el rey? Frederick la había puesto sobre avisodemasiado tarde. Se le llenaron los ojos de lágrimas, preguntándose si todavíaestaría moribundo o si ya habría llegado al gran Valhalla de hombres como él, siestaría abrazando a los seres queridos que había perdido. « ¡Oh, Frederick, no meabandones! —pensó—. ¡Que alguien venga a ayudarme, Dios mío, por favor!»En cuanto llegó a las puertas de su casa comprendió que William se le habíaadelantado. Erick entró y ordenó al centinela que fuera a buscar a Patrick.El semblante preocupado de Patrick le indicó que algo malo ocurría. Sindesmontar del caballo lo interrogó:—¿Ha venido William de Northumbria? ¿Ha estado aquí?—Sí, Erick. Dijo que tú estabas herido, y mi señora Annelise se marchó conél.—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Erick.No habían dormido durante la noche en su afán por salvar las horas dediferencia entre sus respectivas partidas. Habían cabalgado durante casi tres días,y sin embargo William les había ganado.—Una hora... tal vez dos. Gracias a Dios estás bien, milord. Entonces ¿porqué William...?—¡Erick! —exclamó Daria, que al enterarse de su llegada salió corriendo dela casa—. ¡Erick, estás bien! Nos habían dicho que...—Daria, después explicaré todo. Ahora debo dar alcance a William yencontrar a mi esposa.—Y al niño —dijo su hermana.—¿El bebé? ¿Se ha llevado al niño también?—Sí, Erick. Todo fue tan rápido... Ni Adela ni yo estábamos aquí. Padre envióbarcos, ¿sabes? ¡Oh, Erick!—¿Dónde está Frederick?—Con ellos tal vez —contestó Patrick—. Salió tras ellos montado en unayegua que volvió sola no hace mucho. Estábamos preparándonos para salir abuscarlo antes de que anochezca.—Yo lo encontraré —aseguró Erick.Hizo girar su caballo blanco y se dirigió hacia las puertas. Rollo, Jon yEdward lo siguieron.—¡Espera! —exclamó Daria—. ¡Permite que os acompañe! Tal vez puedaayudar.—¡Daria, regresa a la casa! —ordenó Erick volviendo la cabeza, sin detenerse—. Por el amor de Dios, Daria, no quiero que corras peligro tú también.Pero cuando se volvió, su hermana ya corría hacia los establos. Después detodo, era la hija de su padre y su madre, pensó, recordándolos con admiración.Erick ya cabalgaba por el sendero. Había logrado rescatar a Annelise deldanés Yorg con bastante facilidad, pero esto sería diferente. William era unhombre muy desesperado, culpable de muchos delitos, principalmente detraición al rey. A William y a no le importaría nada su vida; solo desearíaarrastrar consigo a Annelise y a él a la oscuridad de la muerte.¡Y al pequeño! ¡Ojalá Annelise lo hubiera dejado en casa! Pero sabía muybien que ella no habría podido abandonar al bebé y estaba seguro de que ellaharía cualquier cosa por proteger a Garth. El sudor perló su frente, y las manos letemblaron sobre las riendas. Si encontraba a William, lo destrozaría con lasmanos.Frunció el entrecejo al ver un cuerpo en el sendero, apoyado contra losárboles. Se apeó del caballo y se inclinó sobre la figura derrumbada. EraFrederick, blanco como la muerte, con los ojos cerrados bajo las sombras de lainminente noche.—¡Dios mío! —balbuceó Erick. Cogió en sus macizos brazos a su ancianomentor y lo acunó—. Solo por esto morirá, lo juro, amigo mío, lo juro, por elhonor de mi madre.Acercó la oreja al pecho del anciano y no percibió ningún latido. Dejaría aFrederick en el claro del bosque y, si no podía trasladarlo a su tierra para queyaciera en suelo irlandés, lo pondría en un féretro con sus runas y sus crucesceltas, lo llevaría al mar y lo arrojaría al agua, en llamas, para que subiera hastalas salas del Valhalla. Se le rendirían todos los honores. Y durante toda su vida lorecordaría y añoraría.De pronto percibió un rumor en el frágil pecho. Los sabios ojos grises seabrieron con gran esfuerzo. La mirada del anciano se clavó en Erick.—No pierdas más tiempo conmigo, príncipe de Dubhlain. Estoy descansandocómodamente aquí, en el bosque. Ella sabe que William es un traidor e intentaráque el viaje sea lento. Ahora vete, rápido. Se dirige al norte, siguiendo losacantilados y sierras. Llevas mucha desventaja, date prisa.—No puedo dejarte morir aquí.Frederick sonrió y le indicó con un gesto que se acercara más. Le susurró algoal oído y después se recostó, agotado.—Rollo, ven, coge a Frederick. Lo dejo a tu cargo. Llévalo a casa con todo eltierno cuidado con que llevarías a un bebé.—Entonces solo quedaréis tres —protestó Rollo.—He ido solo contra veinte —le recordó secamente Erick—. Llévate aFrederick. Jon y Edward deben vengar la muerte de un amigo, y yo debodefender a mi esposa y mi hijo. Vete, rápido.Rollo obedeció. Erick volvió a montar el semental blanco, y Jon, Edward y élreanudaron la marcha por el bosque.19Era ya muy tarde, y no se habían detenido ni un momento para descansar.Garth se había puesto muy inquieto, y su llanto era tan estridente que Annelise comenzó a temer la reacción de William si no lo tranquilizaba pronto. Se habíavisto obligada a amamantarlo delante de William, y su mirada la heló y la hizosentirse incómoda y azorada. Trató de ignorar su presencia y enseguidadescubrió que lo único que le interesaba a aquel traidor era avanzar rápidodurante el mayor tiempo posible.Frederick le había dicho que Erick acudiría. ¡Ojalá fuera cierto! ¿Habíanllegado a amarse tanto solo para perder todo con esa traición? Si había un Dios enlos cielos, eso no podía ser.Intentaba detenerlos con frecuencia, diciéndoles que tenía necesidad deinternarse en el bosque, pidiendo una bebida, quejándose una y otra vez dehambre y sed. Pero al parecer William se había fijado un destino y no sedetendrían hasta alcanzarlo.Por fin llegaron, muy avanzada la noche. Era una cueva situada en laescarpada montaña, con una entrada estrecha a que conducía un caminodespejado. Annelise comprendió de inmediato el acierto de la elección, porquenadie podía aproximarse a ellos sin ser visto.William desmontó y le dijo:—Veo que te das cuenta de las ventajas que ofrece esta cueva, milady. En elinstante que él se acerque, si es que viene, lo sabré.Annelise le lanzó una mirada furiosa.—¿Y qué? Lo verás venir, sí, y él te matará de todas formas. ¿Cómo vas adetenerlo? Aun en el caso de que se presente solo, matará a Allen y después a ti,muy lentamente.—Creo que no.—¿Y por qué no?—Porque sabrá que si se acerca, primero el niño y después la esposa seránarrojados por el acantilado. Ahora desmonta, Annelise.Tendió la mano para ayudarla a apearse. La joven apretó a Garth contra supecho, contenta de que al fin durmiera apaciblemente.—Bajaré yo sola.Desmontó con bastante facilidad, pero no pudo evitar que él la tocara. Allencogió las riendas de la yegua y la condujo dentro de la cueva. Williamcontempló a Annelise, atusándose el bigote y la larga barba. Después reaparecióAllen.—Arde un fuego dentro —dijo—. He preparado una cama para el niño yAnnelise.—Perfecto —dijo William sin dejar de mirar a Annelise, ampliando susonrisa—. Entonces tú harás el primer turno de vigilancia. Milady, tú vendrásconmigo.—No voy a...William hizo un gesto y Allen la cogió por los hombros. William le arrebató elbebé.—Puede despeñarse por el acantilado ahora mismo, milady —le advirtió—.Acompáñame y lo dejaré sobre esta manta. Entra conmigo.No tenía más remedio que obedecer, pensó Annelise, desgarrada, agotada,temiendo un ataque de histeria.—Dámelo. Yo lo acostaré.William negó con la cabeza, y entró en la cueva. Desesperada, lo siguió.—¡Por favor, ahora acuéstalo, William!Eso estaba haciendo él, depositando al niño con más suavidad de la que ellahabría esperado. Garth no despertó, pero se estremeció con un suspiro y se llevóel pulgar a la boca. Angustiada, miró a su hijo y después al hombre que teníadelante.—Es hora de pagar, Annelise —anunció él en voz baja.—¿Pagar qué?—Ah, tu orgullo, arrogancia e insolencia. Deberías haber sido mía desde elprincipio, y la tierra y la casa deberían haber sido mías. Yo era un hombre deAlfonzo, leal hasta la médula. Te vi crecer. Hablé con el rey y le hice saber quesería yo quien os recibiría a ti y la tierra. Pero tú estabas enamorada de Rolando,y el rey, como un tonto, respetó tus deseos, hasta que entró en escena ese malditovikingo. Pensé que te deshonraría ante el rey al obligarte a luchar contra elvikingo. Sin embargo, todo se volvió contra mí. Supuse que Ragwald enviaría aErick al Valhalla, que un invasor mataría al invasor, pero también falló. Ordenéque mataran a Rolando...—¿Qué? —exclamó ella, sintiéndose enferma.—Sí, señora. Es fácil contratar asesinos. Te sorprendería. Muchas veces lavida de un hombre vale una insignificante cantidad de oro. Y después volví aintentar matar a tu marido para conseguirte, pero tu esposo paró mi daga. Si aúnignora que fui yo quien lo traicioné, se enterará muy pronto. De modo que ya nome queda nada excepto tú, y no te soltaré tan fácilmente.—No —murmuró Annelise, retrocediendo—. Te odio, te desprecio. Meenferma solo pensar en ti. Jamás te permitiré...Se interrumpió, paralizada al ver que él sacaba una daga de una vaina quellevaba atada en la pantorrilla. Creyó que se la lanzaría y pensó que prefería lamuerte a que él la tocara. William se giró bruscamente y arrojó el arma endirección a la manta donde dormía Garth. Soltando un grito, Annelise corrióhacia el bebé. La daga había sido bien lanzada; no cayó sobre el niño, ni siquieralo despertó. Se clavó junto a la dorada cabecita del pequeño. La mujercomprendió claramente la advertencia.Se volvió. El hombre y a estaba a su lado. La puso en pie de un tirón y laabrazó.—¡Señora, vas a aceptarme!La besó en la boca, apretándole los labios, haciéndole daño; ella sintió el saborde la sangre. Se debatió con pies y puños tratando de desembarazarse de él.Levantó la rodilla y lo golpeó. William profirió una maldición y la arrojó alsuelo. Después se acercó con odio en los ojos y antes de que ella pudieradefenderse la abofeteó y la puso en pie de un tirón. Le palpó el corpiño, yAnnelise oyó el crujido de la tela al rasgarse. Entonces la empujó hacia elrincón de la cueva, y la joven cayó al suelo, asustada, pensando que ya no podríacontinuar luchando porque sobre ella descendía una densa oscuridad.« ¡Dios mío, no permitas que esto ocurra!» , rogó.Y siguió sintiendo el sabor de la sangre.La luna estaba alta en el cielo cuando Erick vislumbró la boca de la cueva enla oscuridad. Levantó la mano, y Edward y Jon, que cabalgaban detrás,detuvieron los caballos.No se veía ni a Annelise ni al bebé ni a William de Northumbria; tampoco loscaballos.Pero Allen estaba allí, sentado ante la entrada de la cueva, vigilante.Jon se acercó a Erick.—Conozco esa cueva —dijo—. En la parte trasera hay una abertura que da alacantilado, a un enorme precipicio. Si nos acercamos, William amenazará conacabar con la vida de tu esposa y tu hijo.Erick asintió. Lo había supuesto. Pero no podía esperar. William se hallaba allí,con Garth y Annelise, que nunca le permitiría que hiciera daño al bebé.Y entonces William le haría daño a ella.Se giró con la mano en la espalda al oír ruido de cascos de caballo detrás deellos. Apareció Daria, y Erick profirió una maldición.—Te ordené que te quedaras en casa.Daria desmontó y se echó hacia atrás el capuchón de la capa.—Pensé que podría ayudaros...—¡Ayudar! —interrumpió Jon—. Deberías darle unos azotes, Erick.Daria se dirigió hacia los árboles.—Sí puedo ayudar —susurró—. Erick, por favor, ¡sí puedo! Si tú te acercas aese hombre, dará la voz de alarma. Si me aproximo yo, él bajará la guardia.—Demasiado arriesgado —objetó Erick.Daria sonrió y pasó junto a ellos a tal velocidad que no tuvieron más remedioque seguirla a toda prisa.La muchacha avanzó tranquilamente hacia la cueva y cuando vio a Allen a laentrada lo llamó:—¡Señor, por favor, ¿podría ayudarme?! Me he extraviado en el bosque yestoy muy asustada.Continuó hablando y acercándose a Allen. Ellos ya no pudieron oír qué ledecía. Allen se incorporó y se quedó mirándola fascinado, tal vez hipnotizado porsu belleza. La joven le hablaba y lo hechizaba con su movimiento.—Ahora —murmuró Erick—. Jon, ocúpate de que nada le ocurra a mihermana. Edward, te lo suplico, encárgate de mi hijo.Apenas había comenzado Erick a enfilar el sendero que conducía a la cuevacuando Allen pareció comprender que algo iba mal.—¡William! —exclamó—. ¡Tenemos compañía!Erick se enderezó y avanzó con la espada desenvainada. Allen lo vio y abriólos ojos, alarmado. Cogió a Daria y se escudó tras ella.—¡La mataré, vikingo! Te lo advierto, ¡la mataré!Daria le propinó una furiosa patada, y él la soltó, retrocediendo hacia lacueva.—¡Daria, sal de ahí! —ordenó Erick.Jon agarró a Daria del brazo y la puso detrás de ellos. Después entraron en lacueva.Algo había sucedido, algo que la salvaría, pensó Annelise. Justo en elmomento en que William se abalanzaba sobre ella, justo en el momento en queella gritaba aterrorizada al sentir los dedos del hombre en su piel desnuda, algoocurrió. Todo continuaba girando alrededor de ella, y no supo de qué se trataba.Solo se dio cuenta de que William se incorporaba y echaba a correr.Aturdida, apretó contra sí la ropa desgarrada y pensó en ponerse en pie parair a buscar a Garth. En el momento en que se arrodillaba para levantarse, vio queWilliam había tenido la misma idea. Sus miradas se encontraron cuando él seagachaba para coger al niño.—Ponte detrás de mí, señora. Estamos preparados para recibir a tu marido.—¡Está aquí! —exclamó Allen entrando precipitadamente con la espada enla mano—. ¡El vikingo está aquí!—¡Deja de chillar, imbécil! —ordenó con brusquedad William—. Que entre.Erick se encontraba ya en la entrada de la cueva, imponente, gigantesco,empuñando su espada Venganza; sus ojos, de un escalofriante fuego azul,brillaban en la oscuridad.—Eres hombre muerto, William —dijo con voz muy tranquila.—Vamos, vikingo, ¿acaso no ves lo evidente? Yo tengo a tu hijo en mis brazos,y también una daga. Y tengo a tu esposa. Déjame salir si quieres que no sufranningún daño.Para asombro de Annelise, Erick retrocedió ligeramente y se frotó la barbilla,como sopesando la oferta.—Entrégame al niño. Puedes quedarte con la mujer.Annelise no pudo contener una exclamación, a que nadie pareció prestaratención.—¿Me permitirás llevarme a Annelise si te entrego al niño?—Es más fácil encontrar mujeres que conseguir herederos. Dame al niño.William guardó silencio. En ese momento Daria pasó como una exhalaciónpor entre los hombres y como un remolino le arrebató limpiamente a Garth.Sorprendido por haber permitido que la chica acabara con tanta rapidez elregateo, William retrocedió hacia Annelise, la cogió y le puso la daga en lagarganta.—Ahora déjame pasar, o la mataré.Obediente, Erick se apartó a un lado, y Allen fue a buscar los caballos. Dariahabía desaparecido con el bebé. A Annelise le flaquearon las piernas de laemoción por saber que el niño estaba a salvo. Pero no era posible que Erick hablara en serio, no podía abandonarla en esos momentos...De pronto creyó comprender la estratagema de su esposo.—¡Vikingo bastardo! —espetó—. ¿De modo que te quedas con mi tierra y mihijo? —Se desembarazó de William con un violento tirón—. ¡Mi señor, estoylibre!Pero no lo estaba; no podía pasar, solo podía correr hacia atrás e internarse enlas profundidades de la cueva.Oyó un fuerte entrechocar de aceros y se volvió a tiempo de ver cómo Allenatacaba a su marido y después caía muerto al suelo. William lanzó un ronco gritode guerra y desafió a Erick.—¿Es que el lobo va a dejar que otros combatan por él? Vamos, milordvikingo, la pelea es entre nosotros.Erick avanzó hacia el interior de la cueva. La espada de William chocó contrala de Erick, y el ruido y el eco fueron terribles. Erick blandió su enorme hoja deacero una y otra vez, obligando a William a adentrarse más en la cueva y caer alsuelo. William le arrojó tierra a los ojos, cegándolo, y Annelise gritó paraadvertir a su esposo del ataque de William. Erick rodó a tiempo de evitar el golpede su contrincante. Annelise se internó aún más, hasta que notó una ráfaga deaire frío y comprendió que había llegado a la entrada norte de la cueva.Permaneció allí, apoyada contra una de las paredes, y miró hacia atrás en lasemipenumbra. La pelea continuaba. Oyó otro choque de aceros y un golpe, yde pronto se produjo un sobrecogedor silencio.Apretó los puños y los dientes, aguzando el oído. Cerró los ojos y al abrirlosvio que William yacía en el suelo y que Erick, de pie junto a él, tenía la punta dela espada en su cuello.—Levántate, William. No voy a asesinarte aquí. Debes presentarte ante elrey.—¡No! —exclamó violentamente William—. ¡Mátame, vikingo!Erick desplazó la espada hacia un lado.—Levántate. Tu ejecución es derecho del rey.William se puso en pie lentamente, y en el último instante se giró y corrióhacia el fondo de la cueva. Encontró a Annelise y, soltando una horriblecarcajada, tendió las manos hacia ella en el momento de lanzarse por la aberturahacia el precipicio.Annelise gritó al sentir que sus manos la apresaban y se debatió enloquecidapara liberarse, pero William le cogió el pie y entonces experimentó una terriblesensación al comenzar a caer junto con él por el acantilado.—¡Annelise!El viento de la noche le llevó el sonido de su nombre. Lo oyó como un fuerterugido de la oscuridad, como el poder de la luz y la vida. Se aferró a los arbustosque crecían en la pared rocosa del acantilado. William y a había caído y tiraba deella hacia abajo. No podía soportar el dolor de los brazos. Iba a deslizarse, acaer...—¡Annelise!Erick vociferó su nombre de nuevo, y entonces lo vio, arriba, sus azules ojos,autoritarios. Ya la había asido por las muñecas y tiraba de ella hacia arriba. Violos músculos de sus bronceados brazos hinchados por el esfuerzo. El doloraumentó y volvió a gritar.—¡Agárrate! Agárrate, te lo ordeno. ¡Obedéceme, esposa!Ella apretó los dedos alrededor de sus manos y de pronto oyó un alarido largoy ahogado cuando William de Northumbria se despeñó por el elevado acantiladohacia la oscuridad, hacia la muerte.Annelise fue izada en medio del frío de la noche, alzada hasta los brazos desu marido.Alzada a la vida.Se apoyó contra Erick, que la estrechó entre sus brazos, cubriéndola con supropia capa, envolviéndola en su ternura. Recordaba muy poco de la largacabalgada que los llevó desde la oscuridad de la noche a la luz del día y despuésde nuevo a la oscuridad de otra noche.Garth realizó el trayecto en los brazos de Daria, quien movía a uno y otrolado su melena mientras aseguraba a Jon que era una mujer independiente,dueña de su destino, y que había sido tan útil como cualquier hombre.Annelise escuchó a Daria y después echó a reír cuando Erick dijo que nodudaba de que su padre estaría más que dispuesto a considerar las propuestas dematrimonio que hicieran a la más pequeña y voluntariosa de sus hijas. Jonaconsejó a Daria que tuviera cuidado, pues tal vez le haría la oferta paraenseñarle cuál era el lugar de una mujer.Luego Annelise y Erick no oyeron más, porque él urgió al caballo blanco aadelantarse. Annelise consiguió abrir los ojos para mirarlo y preguntar:—¿De modo que resulta fácil encontrar mujeres, milord?—Sí, mi amor, pero yo no me refería a las mujeres como tú. Las mujeresvalientes y bellas son excepcionales. Y la que tengo entre mis brazos es mi vida.—Se estremeció y la estrechó—. Amor mío, si te hubiera obligado a caer con élpor ese acantilado, mi único deseo habría sido seguirte.Annelise se estremeció y sintió que él la apretaba aún más.—Frederick dijo que habría paz si lográbamos capear la tempestad. ¡Diosmío, Erick! ¡Dio su vida para salvarme!—Lo encontré. Lo llevaron a casa.—Afirmó que no volvería a ver Irlanda —susurró Annelise con los ojosllenos de lágrimas.—Chist, cariño, tranquilízate. Nos prometió paz, de modo que paz tendremos.Hablaron poco durante el resto del viaje. Cuando por fin llegaron a casa,Annelise se había quedado dormida. Su agotamiento era tan grande que nodespertó cuando Erick la llevó a su habitación, y continuó durmiendo hasta lamañana. Adela se hallaba en el dormitorio para anunciarle que la aguardaba unbuen baño caliente y que después le entregaría a Garth.Annelise se levantó y se sumergió en el agua. Se preguntó si alguna vezlograría eliminar el asco que le habían producido las manos de William altocarla. Después cerró los ojos, pensando en Frederick y lamentando su muerte.El anciano había llegado a significar mucho para ella. Por fortuna, por fin estabaen casa, viva, y su hijo también estaba vivo. Y Erick...Habían sobrevivido a la tempestad...Se incorporó para salir de la bañera. Estaba envolviéndose en una tolla delienzo cuando Erick entró en la habitación. También su esposo ofrecía un aspectoinfinitamente mejor que el de la noche anterior. Se había bañado y lavado lasuciedad y la sangre y estaba tan majestuoso y magnífico como lo había vistosiempre.Enseguida se acercó para estrecharla entre sus brazos. Annelise se apretócontra él. Erick la levantó y la llevó hasta la cama. Ella correspondió a su beso conpasión y deseo, pero cuando le quitó la toalla y sus ardientes labios le acariciaronlos senos, cogió su dorada cabeza entre sus manos para apartarlo.—¡Erick, no debemos! —protestó—. ¡Hay muchas cosas que hacer estamañana!—¿Como qué?—Garth, milord. Seguro que me necesitará pronto.—Sí, sí, sin duda. Daria está con él, y al pequeño le gusta beber leche decabra de un odre de cuero.Annelise continuó negando con la cabeza, con los ojos empañados delágrimas.—¡Erick, no debemos! ¡Acuérdate de Frederick! Tenemos que rezar oracionespor él, hay que organizar los preparativos para...—Ah, sí, Frederick. —Erick se tendió a su lado. La miró con un pícaro destelloazul en los ojos, desafiante—. No hay ningún preparativo que hacer.—Pero...—Frederick está vivo y muy bien. En estos momentos descansa abajo. Elúnico problema que tiene ahora es que no predijo correctamente su propiamuerte. Ha pedido que nos visiten mis padres porque ha decidido que no puedevolver a pisar suelo irlandés. Así pues, dado que espero la llegada del rey deDubhlain y su hermosa reina, mi madre, sí tendremos que hacer preparativos,pero no en este momento, mi amor.—¿Está vivo Frederick? —preguntó ella con la voz ahogada por la emoción.Erick asintió. Su sonrisa se ensanchó mientras le pasaba un dedo por el vientredesnudo.—Sí, está vivo —murmuró Erick—, y me ha enseñado muchas cosas de lavida, así como tú me has enseñado todo sobre el amor. Nuestro futuro estuvo engrave peligro anteanoche. En realidad nuestra vida en común ha estado plagadade tormentas. Hemos estado separados con mucha frecuencia y entre nosotroshan chocado espadas y volado flechas. Por fortuna ahora disfrutamos de estetiempo apacible para estar juntos, y nuestra relación es maravillosa, como ha deser desde ahora toda nuestra vida.—¡Sí, amor mío!Annelise se estremeció, le cogió la mano y le besó los dedos con ternura.Erick se incorporó, le rozó suavemente los labios con los suyos, mirándola conojos pícaros.—Al poco de nacer yo, el viejo Frederick aseguró que yo era todo un vikingo,todo un lobo, igual que mi padre. Y anunció a Olaf que participaría en correríasvikingas por el mundo, pero que después una zorra domaría al lobo. Y cuandollegara ese momento, ya no volvería a buscar aventuras, sino que encontraría lapaz en los brazos de mi salvaje y valiente zorrita.Annelise asintió, abrió los brazos y lo rodeó con ellos.—¿Y yo soy esa zorra, milord?—Pues sí. Voluntariosa, impetuosa, fascinante y muy valiente; exactamentela compañera que yo habría deseado. Para toda la vida, cariño, y más allá.—Ven entonces, mi vikingo, mi lobo. Pon tu dulce deseo en mis labios y yoprocuraré domarte si puedo.—Con todo mi corazón —accedió él con una ronca risa. La hizo rodar sobreél para contemplar la plateada belleza de sus ojos—. Verás, amor, ha habido otraprofecía.—¿Sí? —preguntó ella recelosa.—Frederick me ha informado de que si aprovechamos el momento prontoseré padre de una hija que rivalizará en belleza con los mismos dioses y con sumadre, por supuesto.Annelise echó a reír, pero pronto su risa se desvaneció cuando los labios de éldescendieron sobre los suyos y se sumergió en la fiera y tierna pasión de su beso.Enseguida se sintió arrebatada por las ardientes llamas del deseo y se entregó conansia a las infinitas profundidades de su amor.Más tarde, mucho más tarde, tendida a su lado, susurró:—¿Una hija, mi amor?—Una hija.Annelise suspiró satisfecha y se acurrucó en la gran curva de su brazo.Frederick no se equivocaba jamás

                                                                                   FIN

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora