Erick la forzaba a correr a una velocidad que pronto la dejó sin aliento. El pecho le ardía, las piernas le dolían. El cabello y la ropa se le enganchaban en las ramas y zarzas. A pesar de los resuellos de la joven, Erick no aflojó el paso. De pronto Annelise tropezó con una raíz, se soltó de la mano de su marido y cayó en un charco de lodo. Él interrumpió la marcha, miró alrededor y profirió una maldición. Tendió la mano para ayudarla a salir del charco, pero se detuvo. En el bosque reinaba el silencio. Habían dejado muy atrás a Yorg y sus hombres.—Y bien, mi lady —dijo, ceñudo y exasperado—, ¿harás el esfuerzo de levantarte para continuar? ¿O quieres descansar ahí? El miedo a Yorg se desvaneció al renacer la ira. Cogiendo un puñado de barro, se lo arrojó a la cara y de un salto se puso en pie. Había dado a Erick en la nariz. Ella habría prorrumpido en carcajadas si no hubiera advertido que los ojos de su marido, enmarcados por la mancha de lodo, habían adquirido un matiz azul letal.—Sí, quiero descansar aquí —respondió ella tomando aire para controlar la ira—. Ah, aunque no en el lodo. Apenas puedo moverme, milord. ¿Qué demonios fuiste a hacer allí?—¿Qué? —Estaba acercándose a ella con la intención de cogerla, pero al oírla pregunta permaneció inmóvil, con las manos en las caderas, mirándola de hito en hito—. Señora, ¿deseabas quedarte abrazada al danés? ¡Solo tenías que haberlo dicho!—¡Ah! ¿Y me habrías permitido quedarme? Creo recordar que hubo una vez un lugar en que quería quedarme y mi deseo tuvo que someterse a tu voluntad. Erick avanzó rápidamente y, antes de que pudiera escapar por la resbaladiza tierra, ya la había atrapado. Se la echó al hombro sin ningún cuidado y comenzó a caminar.—¿Adónde vas?—¡A devolverte al danés! —tronó él—. Eres una zorra y una arpía, y encima muerdes; además, francamente, tu pelo tiene ahora el mismo color que el estiércol.—¡Oh! —le golpeó la espalda con los puños—. ¡Bájame! Obedeció y Annelise cayó de nuevo al barro. Se disponía a coger otro puñado para lanzarle cuando de pronto él se desplomó también, quedando tan enlodado como ella; lo único que se veía de su cara era el azul de sus ojos. Erick cerró los dedos alrededor de las muñecas de Annelise, que entonces vio el relámpago blanco de sus dientes; estaba sonriendo.—Quería rescatarte, solo Dios sabe por qué.—¡Tonto, podían haberte matado! —lo riñó ella—. Tienes a tu mando a cientos de hombres, e irrumpes solo en medio de la horda danesa, vestido con andrajos.—¡Dios mío, mujer! —exclamó, acalorado—. ¿No sabes qué te habrían hecho si hubiera ido a rescatarte con un destacamento irlandés y noruego? ¡Te habrían matado antes de que hubiéramos iniciado la batalla! Esas palabras la aterrorizaron. Había oído historias sobre las atrocidades que cometían los invasores; hombres colgados de los árboles obligados a mirar cómo les sacaban y rebanaban las entrañas. Palideció bajo la capa de barro, estremecida. Se dio cuenta de que él no había comprendido el sentido de su silencio, porque continuaba furioso.—Yo mismo te arrancaría la piel de la espalda, señora, por habernos puesto a ambos en esa situación.—¡Vine a avisarte! —exclamó ella.—¡Te ordené que te cuidaras, no que te expusieras al peligro!—¡Dios mío! ¿Cómo te atreves? Os salvé a ti y a tus hombres de la traición de otro. Erick se incorporó y, colérico, preguntó:—¿Fue de otro? Yo he sufrido en mi carne una de esas flechas tuyas bien lanzadas, ¿recuerdas, mi amor?—Pero...—Eres además una actriz consumada, Annelise. Creo recordar cierta noche, cuando tu actuación casi incitó a cientos de hombres a iniciar una guerra. Fue nuestra noche de bodas, ¿te acuerdas? Tal vez tú enviaste el mensaje y después viniste a « avisarnos» simulando inocencia. La ira que la dominó fue tan grande que casi la ahogó. La intensidad de la emoción le dio fuerzas para empujarlo y apartarlo de sí. Erick resbaló en el lodo mientras ella se incorporaba y se alejaba corriendo ágilmente.—¡Annelise! En un segundo le había dado alcance. Ella trató de zafarse, pero al pisar con fuerza una raíz se le torció un tobillo. Lanzó un gemido. Erick la cogió en brazos y continuó caminando, con la vista fija al frente, el rostro cubierto de lodo, excepto los ojos.—En estos momentos mis hombres estarán atacando a los daneses ocultos en ese campamento —dijo—. Nos reuniremos con ellos junto a la confluencia delos riachuelos mañana. Annelise guardó silencio. Se sentía sucia, tenía la garganta reseca y le dolían y ardían todos los músculos del cuerpo. Agotada, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. A pesar de las sacudidas que le daba él al caminar, debió de quedarse dormida. Cuando abrió los ojos, el mundo estaba inmóvil, y había oscurecido. Tan solo la luz de una brillante luna llena y el fulgor parpadeante de las estrellas iluminaban el bosque. Vio más allá una pequeña hoguera sobre la que se asaba carne. Annelise estaba tendida en el suelo, con la cabeza apoyada en una almohada hecha con la camisa de Erick. Oyó el rumor del agua del riachuelo y comprendió que él no había descansado hasta llegar al lugar donde había acordado que se reuniría con sus hombres. Todavía algo mareada, volvió a cerrar los ojos. Los abrió inmediatamente al notar algo frío en la frente. Erick se hallaba a su lado, con el torso desnudo, limpiándole el lodo con un trozo de su túnica. Se incorporó rápidamente, cautelosa, apartándose de él.—Annelise, solo quería lim...—Yo puedo cuidar de mí misma, gracias.—¿Ah, sí?—Más que limpiarme, estás ensuciándome.—Bueno, eso, señora, se soluciona fácilmente. Cogiéndola en brazos, se encaminó hacia el riachuelo, mientras ella se debatía, chillando y golpeándole el pecho. La profundidad era mayor allí, donde los dos riachuelos convergían para después seguir hacia el mar. Cuando el agua le llegaba a las caderas, Erick la soltó. Annelise se emergió tosiendo y farfullando maldiciones; su indignación aumentó al ver que él reía. Quiso alejarse pero él la agarró por la túnica.—Me has empapado la ropa y ahora o voy a ahogarme por su peso o a congelarme, ¡eso si no enfermo de las ganas de que mueras !Erick la sujetó y la sacudió.—Bueno, cariño, no nos hemos ahogado. « Si tu ojo te ofende, arráncatelo» ;buena perogrullada cristiana, ¿verdad? Tu ropa no se parece mucho a un ojo, pero si te ofende...Diciendo esto le quitó la túnica, venciendo la resistencia de Annelise, y tras despojarla de la camisola la lanzó al agua de cabeza para quitarle las calzas. Hecho esto, arrojó la ropa hacia la orilla, y la joven aprovechó el momento para zambullirse. Se alejó una buena distancia y reapareció en la superficie. Cruzada de brazos lo miró, estremecida de indignación.—Ven aquí —ordenó él.—¡Estás loco!—Annelise, no podíamos seguir cubiertos de barro. Ven aquí. Solo quiero lavarte bien los cabellos antes de que el lodo quede tan adherido que haya que cortártelos.—Bueno, ¿y qué importa la pérdida de una maraña de latón deslustrado? —replicó ella. Él guardó silencio un instante y después prorrumpió en carcajadas.—Vaya, ¿Qué vanidad es esa? —bromeó. Avanzó formando ondas en el agua iluminada por la luna. La mujer volvió a zambullirse y nadó bajo el agua; solo emergió cuando sintió que los pulmones estaban a punto de explotarle. No se había alejado mucho de él.—Annelise... Volvió a sumergirse; esta vez no calculó bien la dirección, porque él le cogió un pie y, sacándola del agua, la atrajo hacia sí, deslizando las manos por su muslo desnudo, caliente a pesar del frío del agua. Annelise se debatió resollando. Sentía sus senos apretados contra el torso masculino y de pronto se encontró contemplando el azul profundo de aquellos ojos bajo la luz de la luna. Erick le tocó los dientes con los nudillos, y ella vio el ardiente destello de pasión en el azul de sus ojos.—¿Qué harías con unos cabellos tan deslustrados? —preguntó el vikingo casi sin aliento. Ahuecó la mano sobre las nalgas de su esposa y paseó seductoramente los dedos a lo largo de su espalda para después bajarlos de nuevo, apretándola contra él para que notara la dureza de su miembro erecto contra el nacimiento de sus muslos.—¿Qué querías que dijera? —murmuró—. Sí, ciertamente son unos cabellos gloriosos. Resplandecen con la luz de la aurora y con la del crepúsculo. Me arropan con su suavidad y belleza, me acarician la piel desnuda con una vida y una maravilla propias. Sus dedos le acariciaron el pelo mojado, alisándoselo hacia atrás, después vagaron por su mejilla, descendiendo lentamente por el cuello. Con la palma le frotó el pezón helado y duro, y su mano se cerró cálidamente sobre un seno. Annelise contuvo el aliento; ese contacto encendió una hoguera en su interior, un fuego que le quemaba hasta la entrepierna. Se echó hacia atrás, resistiéndose.—Mi señor, no quiero insultarte permitiéndote que toques un pecho tan marchito como un melón viejo y podrido. Una sonrisa iluminó el rostro del hombre, fulgurantemente hermoso bajo la tenue luz.—Si hubiera dicho a Yorg que son verdaderamente unos frutos dulces y exquisitos, duros y firmes como manzanas, alabastro coronado por capullos de rosas, gloriosos en su belleza, nunca habría accedido a dejarte marchar. su caricia era ligera y mágica. Sus palmas se movían con un ritmo suave, infundiendo vida a esas crestas rosadas. Annelise le flaqueaban las piernas, y creyó que iba a caer, aunque él la sujetaba. De pronto, sin aviso, las manos del hombre se desplazaron para atormentarle con osadía por entre los muslos, avivándole la excitación en el centro más íntimo. Se estremeció y se puso rígida, olvidando sus protestas. Erick, en cambio, no había olvidado sus palabras, porque continuó negándolas dulcemente, susurrándole al oído:—¿Patizamba, señora? No podía decirle que tu piel es más delicada que cualquier tela confeccionada por los maestros de Oriente, que tus piernas, bellas, largas y bien formadas, saben rodear a un hombre para proporcionarle un placer tan grande que es de verdad un paraíso en la tierra. No podía decirle que tu sabores más dulce que cualquier vino, que es posible ahogarse en la hermosura de tus ojos, que el deseo de ti podría atar a un hombre por dentro y por fuera y que yo moriría por rescatarte, porque he saboreado tu dulzura y desafiaría a cualquier hombre, a cualquier dios, para volver a tenerte. Estaba mofándose de ella, seguro que se mofaba de ella. Alzó la vista para mirarlo y no apreció ningún destello burlón en sus ojos. Erick la levantó en brazos y la llevó hasta la orilla, donde la dejó en el suelo. Continuó alabando la belleza alabastrina de su piel a la luz de la luna y a medida que enumeraba cada una de sus perfecciones depositaba allí un beso tierno y sensual, hasta que ella sintió que sus labios y su lengua le habían secado el cuerpo y eliminado el frío del agua. Después fue el cuerpo del hombre el que la abrigó, y la increíble y seductora ternura dio paso al ardiente tormento de la pasión. Mucho más tarde, cuando la luna había comenzado a hundirse en la negrura del firmamento, cuando, consumida ya la pasión, el agotamiento la vencía, no toque sus brazos la levantaban y la llevaban hasta el árbol para acomodarla allí sobre su manto. Estaba adormilada cuando la despertó para ofrecerle un poco de carne, casi carbonizada por haber estado tanto tiempo al fuego. Creía que no tenía apetito, pero la comida estaba deliciosa y descubrió que le había entrado un hambre canina. Cuando acabaron de cenar, su esposo se tendió junto a ella, acurrucándola entre sus brazos contra su cuerpo cálido y desnudo. Perdida en su calor y protección, Annelise pensó que eso era casi como ser amada. Sin embargo, eso solo había sido una ilusión de la noche, pensó cuando los primeros rayos del amanecer la despertaron. Al abrir los ojos, descubrió que él no se hallaba a su lado. La capa estaba echada de cualquier manera sobre ella. Se sentó, tiritando de frío, y se arropó con la capa. Entonces vio a Erick a cierta distancia, totalmente vestido, con un pie con la bota a medio poner apoyado en una piedra, contemplando el agua pensativo. Debió presentir que ella había despertado porque enseguida volvió la cabeza y la miró fijamente.—Levántate y vístete —dijo, cortante—. Los hombres llegarán de un momento a otro. Sorprendida por su tono, apretó los dientes, se puso en pie majestuosamente envuelta en la capa, se encaminó hacia el riachuelo y se arrodilló junto al aguapara beber. A continuación se lavó la cara, sintiendo en todo momento la mirada de su esposo sobre ella. Cuando por fin se incorporó y se giró, seguía contemplándola con mirada escalofriante. Annelise sintió bullir su interior de rabia e irritación. La ternura era una táctica; libraba batallas con ella según estrategias, como hacía con sus enemigos. Satisfecha la necesidad, dejaba a un lado la ternura, como hacía con un plato vacío.—¿Qué miras? —preguntó—. ¿Qué quieres de mí ahora? ¿Acaso no estás acostumbrado a tomar lo que se te antoja?—Si pudiera tomar la verdad de ti, mi amor, no dudes de que lo haría.—¿Qué verdad? ¿De qué hablas? El vikingo permaneció un rato en silencio y después se encogió de hombros.—Si no eres tú, Annelise, ¿quién? ¿Quién es el traidor que habita en tu casa? Se puso rígida e inspiró profundamente. Había arriesgado la vida por advertirle del peligro, y él continuaba sospechando que lo había traicionado.—¡Bastardo! —masculló. Furiosa, se inclinó para recoger sus ropas todavía húmedas y se encaminó hacia el árbol para vestirse detrás. Erick la detuvo agarrándola por el brazo. Se volvió hacia él indignada.—No te he acusado...Se soltó de un tirón. Las lágrimas pugnaban por brotar, y a ciegas levantó el brazo para golpearlo. Él se lo cogió y la apretó contra él. La joven estaba rígida.—Te he preguntado quién, Annelise, ¡solo eso! Tú debes de tener alguna idea sobre quién ha maquinado todo esto.—¡Pues no! —exclamó, tratando de liberarse—. ¡Lo ignoro! ¡Suéltame!—Annelise —susurró él con voz más dulce, alzando la mano para retirarle los mechones de la frente.—¡No! —ordenó ella, echando la cabeza hacia atrás para evitar que la tocara—. No quiero tu ternura fingida. Las mentiras son inútiles a la luz de la mañana, ¿verdad? No queda ninguna dulce emoción entre nosotros, milord. —Se desembarazó de él y retrocedió, temiendo que las lágrimas comenzaran a resbalar por sus mejillas, delatando la realidad de sus sentimientos—. Acúsame si quieres, pero hazlo honestamente. Desprecio la mentira de... ¡de tu ternura! Erick apretó las mandíbulas y un destello de ira relampagueó en sus ojos. La pilló desprevenida al acercarse y agarrarla de nuevo con una fuerza que amenazaba con triturarle los frágiles huesos de la muñeca.—Despréciame, ódiame, pasa todas tus horas maldiciendo el día en que nací, pero obedéceme, Annelise. Y contesta con educación cuando te formulo una pregunta.—¡Entonces plantea las preguntas con educación! Interiormente rogó que la soltara, pues de lo contrario se derrumbaría, rompería a llorar. Solo una tonta lo amaría. Solo una tonta sucumbiría a sus susurros bajo el terciopelo de la noche. Solo una tonta...Dios santo, de forma lenta pero segura estaba convirtiéndose en una tonta al necesitarlo, buscar su aprobación, suspirar por sus palabras tiernas...Al ansiar sentir su sedosa piel en la oscuridad.—¿Quién ha tramado todo esto? —inquirió él.—Lo ignoro —repitió ella. Entonces sonrió entre dientes y le recordó—:Ciertamente no Egmond ni Thomas, ¡no mis hombres, milord! A menos que creas que sus fantasmas han aparecido para traicionaros de nuevo a ti y Alfonzo. En ese momento se oyeron ruidos entre los árboles y la brisa de la mañana trajo una llamada animosa aunque algo inquieta:—¡Erick! ¿Estáis aquí?—Sí, Rollo, estamos aquí —contestó él sin dejar de mirarla fijamente. Annelise tiró frenéticamente de la muñeca para liberarse, olvidados momentáneamente la furia y el resentimiento.—Mi señor, ¡no estoy vestida! —le recordó. Era demasiado tarde, porque los caballos y a entraban en el claro del bosque, Patrick y Rollo a la cabeza, seguidos por Rolando. Estaba envuelta con la capa, y su ropa yacía a sus pies. Patrick desmontó rápidamente y corrió hacia ella para caer de rodillas y cogerle una mano.—¡Benditos sean nuestro Señor y todos los santos, mi señora! He temido tanto por ti...—¡Patrick, por favor! —susurró ella, preguntándose qué pensaría Erick del comportamiento de aquel hombre—. Por favor, levántate. Patrick no obedeció.—Me salvaste la vida con aquella flecha, señora, arriesgando la tuya. Aunque encontré pronto a Erick, no podíamos arremeter contra ellos, temerosos de las atrocidades que suelen cometer los daneses contra los cautivos y de que es mejor no hablar. Por fortuna ahora estás aquí, a salvo, señora, y te agradezco tanto...—¿Y los daneses? —interrumpió Erick secamente.—No tuvieron oportunidad alguna —contestó Rollo desde su montura.—No con este grupo —añadió en voz baja Rolando. Annelise lo miró a los ojos y se ruborizó al recordar que su ropa estaba a sus pies.—Hemos de combatir por Erick —concluyó Rollo. Al percatarse de que estaba arrodillado sobre la túnica de Annelise, Patrick se incorporó azorado.—Nos alejaremos un poco y os esperaremos —dijo a Erick. Rollo no fue tan delicado. Prorrumpió en carcajadas.—Vamos, hemos estado toda la noche angustiados, y milord y mi lady la han pasado como si estuvieran jugando en un paraíso. En fin, perdónanos, Erick; esperaremos detrás de esos árboles. Patrick volvió a montar, y los tres jinetes desaparecieron enseguida. Annelise dio la espalda a Erick y trató de vestirse sin despojarse de la capa. Él la observó callado durante un momento y de pronto su voz tronó con irritación:—¿Qué es esto, señora? ¿Un nuevo juego? Le arrancó la capa, y la joven, tiritando, se volvió hacia él, airada. Erick paseó la mirada por su cuerpo y luego la clavó en sus ojos.—Conozco cada tierna pulgada de tu figura, Annelise, y te recuerdo que eres mía, que no soy un hombre paciente y que no toleraré esta tontería. Ella sostuvo su mirada, ansiando tener el poder de herirlo. Echó hacia atrás la cabeza y se colocó las manos en las caderas, sin importarle su desnudez.—¡Muy bien! Cogió las calzas e, ignorándolo, se las puso. El vikingo no dejó de observarla en frío silencio hasta que se hubo vestido. Cuando su espera terminó y se encaminó hacia los árboles, la cogió del brazo y la hizo retroceder.—Te lo he advertido, mi lady; ódiame, pero obedéceme.—Procuraré no volver a enviar mensajes —dijo ella dulcemente.—Obedéceme en todo.—Me encargaré de que se sirvan comidas deliciosas a las horas apropiadas. Erick sonrió, y un destello burlón apareció en sus pícaros ojos.—En todo —repitió en voz baja—. Tendré lo que desee a mi capricho. Annelise tomó aire.—¿Y qué hay de mi capricho, mi señor?—Será un placer para mí atender a todos tus deseos.—¿Y si mi deseo es precisamente no ser atendida? Riendo, el príncipe irlandés la atrajo hacia sí. La joven no logró distinguir si estaba enfadado o divertido.—Creo que tal vez te convendría aprender a fundir tus deseos con los míos, Annelise, y así los dos estaríamos bien servidos. —De pronto su voz sonó severa—. Te he advertido que me obedezcas. Impondré mi voluntad, de modo que no sete ocurra pensar que no será así.—¿Impondrás tu voluntad? —preguntó ella, decidida a desafiarlo—. Bueno, me parece que te he desobedecido, gran Erick de Dubhlain. Te traicioné o te desobedecí al marcharme de casa. No soy mejor que Alexander, ¡ciertamente no soy una posesión más valiosa! ¿Qué harías con un caballo vago o con un siervo díscolo? ¿Por qué no me cuelgas, milord, o me cortas la cabeza y acabas con esto de una vez por todas?—Ah, sería demasiado definitivo —contestó él con tono ligero—. Créeme, señora, estoy considerando seriamente infligir un doloroso castigo a tus carnes, uno que yo mismo aplicaré, y en privado. Ahora, mi señora y esposa, ¿vamos? Tras dirigir a su marido una mirada de odio puro, se giró a toda prisa.—Todavía es posible que caiga sobre ti un hacha guerrera danesa, milord —dijo con dulzura.—No a tiempo para ti, mi bien amada esposa —replicó él con tono también agradable. Parecía una batalla perdida. Con la cabeza erguida, Annelise optó por la retirada. Sin añadir nada más, se apresuró a salir del claro en dirección al lugar donde Rolando, Patrick y Rollo los esperaban a la cabeza de un contingente de hombres. Patrick acercó una yegua y la ayudó a montar. La muchacha observó que Rollo llevaba a Erick el semental blanco. Su esposo sonrió y saludó al animal como a un amigo, acariciándole la nariz y susurrándole palabras de bienvenida. Después montó con un ágil y gracioso salto. Estaba más complacido con el caballo que había adquirido que con su mujer, pensó con amargura, sintiendo un agudo dolor. ¿Cómo podía importarle? Él había invadido sus tierras, la había despojado de todo, incluso del orgullo. Sus desafíos, sus burlas y las muestras de rebelión eran todo una ilusión, pensó, sus últimos esfuerzos por vencer en la batalla que libraba contra él. No se rendiría jamás, porque de lo contrario estaría perdida. Emprendieron la marcha hacia casa, Erick a la cabeza, Annelise detrás, flanqueada por Patrick y Rowan.« ¡No te amaré! —juró en silencio—. ¡Y no te temeré!» Allí, en medio de todos, nadie podría acusarla de nada impropio con Rolando, de modo que descubrió que podía conversar tranquilamente con él y Patrick, con quien comenzaba a encariñarse. Rieron y hablaron animadamente los tres, y el irlandés describió mientras las maravillas de su tierra natal y relató cómo san Patricio, su tocayo, había expulsado todas las serpientes de Eire muchísimos años atrás.—¡Lástima que no pueda regresar para encargarse de los daneses! —comentó Rollo, volviéndose hacia ellos con una sonrisa afligida. Annelise echó a reír divertida, con los ojos centelleantes. Enseguida se desvaneció su sonrisa, porque su marido también se había vuelto y la observaba con expresión extraña. Annelise inclinó la cabeza un instante e, ignorándolo, pidió a Patrick que explicara otro cuento. Obediente, él habló en esta ocasión de la existencia de unas personas diminutas que habitaban en cuevas y grietas de las rocas. El trayecto resultó agradable. Annelise estaba sorprendida de la tranquilidad que reinaba. Sin embargo, cuando al anochecer hacían el último tramo de camino, notó un cambio en el ambiente. Se habían formado nubes negras de tormenta, y soplaba un viento helado procedente del mar. Cuando se acercaban a las murallas de la ciudad, Erick alzó la mano y todos se detuvieron. Por entre los hombres, Annelise vio a Frederick de pie en el camino, esperándolos. Su solitaria figura parecía dominar todo el sendero, así como el firmamento y el mar. El viento agitaba sus cabellos blancos y azotaba su larga barba. Sus ojos estaban grises y densos como las nubes, veladas en el misterio.—¿Qué ocurre? —preguntó Erick, desmontando. Se acercó al anciano, quien apretó las manos del joven entre las suyas. De pronto Annelise apreció la fragilidad del viejo druida y maestro de runas, su silueta recortada contra el mar. La costa volvía a estar llena de enormes barcos vikingos con proas elaboradamente talladas en formas de bestias, dragones y serpientes. El corazón de Annelise comenzó a martillear. ¿Qué nueva invasión era esa? ¿Con qué frecuencia tendrían que combatir contra los vikingos? El rey Alfonzo lo había hecho siempre; durante tanto tiempo que se había visto obligado a pedir ayuda a vikingos para guerrear contra vikingos. Erick no parecía alarmado por los barcos. Dedicaba toda su atención al anciano que les cerraba el camino.—Se trata del Ard-Ri —respondió Frederick.—Mi abuelo —suspiró Erick. Miró fijamente al druida—. Está muriendo.—Tu padre ha enviado a buscarte. Tu madre te necesita. Si partes con la marea de la mañana, verás a Aed Finnlaith. Tras ordenar que entregaran un caballo a Frederick, Erick montó el semental. Silencioso, el grupo reanudó la marcha. El príncipe irlandés se apeó rápidamente ante la casa señorial y entró en la sala principal. Annelise se disponía a desmontar cuando vio que Patrick, con ojos tristes e incluso algo empañados de lágrimas, se apresuraba a ayudarla.—¿Seguro que partirá hacia Irlanda? —preguntó, mientras rogaba: « Dios mío, por favor, que se marche. Mantenlo lejos de mí para que no me toque, para que yo aprenda a odiarlo de nuevo. No permitas que lo quiera, por favor, no permitas que lo ame» .—Sí, lo hará. El Ard-Ri es muy amado por todos los hombres, sobre todo por sus hijos y nietos. Es un gran hombre; forjó la paz y la ha mantenido, ha dado justicia y compasión a todos los hombres. Tú también lo habrías amado. Ella asintió. Patrick parecía lamentar profundamente la inminente pérdida del Ard-Ri. Annelise procuró no demostrar su alivio ante la idea de la partida de su marido. Se encaminó hacia la sala con la intención de dirigirse sigilosamente a la habitación de Adela, donde permanecería, lejos de los preparativos del viaje, fuera de la vista y los pensamientos de todos. Sin embargo, se detuvo tan pronto cruzó el umbral, porque Frederick la esperaba en la entrada, sus ojos grises, reflexivos y acusadores. ¿Cómo había sabido que ella entraría en ese momento? Con todas las preocupaciones que tenía, ¿por qué había pensado en buscarla a ella?—¡Te supliqué que no fueras! —reprochó él. Al percibir dolor e inquietud en su voz, la muchacha lamentó haberle ofendido. Lo apreciaba, no podía evitar apreciarlo. Él era temible a su manera, pero también era su amigo. Sabía que el anciano confiaba en ella y que había querido que contrajera matrimonio con Erick.—Lo siento —dijo, compungida—. Lo siento de verdad, Frederick. Jamás pretendí causarte pena. También lamento lo de tu Ard-Ri, tan admirado y amado. Debe de ser un gran hombre. Rezaré por él con todo mi corazón. Todos aquí oraremos por él. No se había percatado de que Erick se había acercado silenciosamente. De pronto oyó su voz, crispada y fría, que con brusca autoridad decía:—Señora, no es necesario que ores por él. Nos acompañarás. Enseguida su mirada se desvió de los ojos de Frederick hacia los de su marido. Pensó que él no la quería a su lado; simplemente la llevaría con él porque sabía cuán deseosa estaba de que él se alejara. Tragó saliva, esforzándose por hablar con voz suave:—Erick, creo que te estorbaré. Serán momentos muy difíciles para ti...—Y no aumentaré esa dificultad preguntándome qué se te ocurrirá hacer si se presentan los daneses o si tú decides meterte en su campamento —dijo él con voz severa—. Más vale que vayas a preparar tu equipaje, aunque Frederick ya ha encomendado a Adela esa tarea.—Pero, mi señor esposo...—Annelise, basta ya y apresúrate. La muchacha miró implorante a Frederick, aunque sabía que no estaría dispuesto a ayudarla; ya lo había engañado una vez. Y Erick...—¡No iré! —aseguró indignada y comenzó a caminar. Erick la detuvo cogiéndole un mechón de pelo. Ella chilló.—Annelise, vas a venir. —Sonrió con frialdad—. De buena o mala gana, vendrás. —Sus ojos azules parecieron golpearla—. Te sugiero que lo hagas de buena gana. Le soltó el cabello y se alejó. Annelise miró atribulada a Frederick y después subió a toda prisa por las escaleras. Adela se hallaba en la habitación, donde la aguardaban un baño caliente, toallas limpias y jabón aromado con rosas. La anciana le explicó impresionada que todos habían estado inquietos esperando su regreso, pero que Frederick había asegurado una y otra vez que no sufriría ningún daño y que finalmente volvería a casa.—Y cuando aparecieron los barcos vikingos y comprobamos que no eran los nuestros, bueno, todos nos aterramos. Frederick se apresuró a decir que los había enviado Olaf, rey de Dubhlain. ¡Ah, qué maravilla contemplarlos! Luego llegaste tú, tal como había vaticinado Frederick. Y ahora partirás hacia Irlanda. Ay, Annelise, ¡voy a echarte tanto de menos! ¡Debes cuidarte mucho!—¡No iré a Irlanda! —exclamó Annelise con desesperación.—Querida mía...—¡No voy a ir! De pronto sonó un golpe en la puerta, que se abrió de inmediato, sin que ninguna de las dos hubiera invitado a pasar. Annelise se estremeció temiendo que se tratara de Erick, quien podría haber oído sus desafiantes palabras. Se había equivocado. Era Judith, la chica que daba la impresión de adorar a Erick. Entró con una bandeja con comida y la depositó sobre un baúl. A continuación se inclinó ante Annelise con una reverencia.—Mi señora, el señor Erick me ordenó que te trajera esto y dijo que comieras y descansaras después, porque partiréis antes del amanecer. Al observar a la guapa muchacha, Annelise pensó que sin duda le complacería servir a Erick de cualquier manera. ¿Lo habría hecho y a?—Gracias, Judith. La chica paseó la vista por la habitación. Annelise no pudo soportar la idea de Judith en brazos de Erick, o en su cama, en esa habitación. Trató de controlar el genio. No podía hacer el ridículo.—Judith, eso es todo, gracias. Con un suspiro, la joven salió del dormitorio.—Yo vigilaría a esa —dijo Adela.—Mmm —murmuró cansinamente Annelise. Deseaba estar sola. Se volvió hacia su prima y le cogió las manos—. Has sido muy amable al preparar mis baúles y el baño. Ahora me siento bien. Me cepillaré el pelo, cenaré deprisa y me acostaré. Tú deberías hacer lo mismo. Sin duda estarás agotada. Adela la miró con expresión preocupada.—Si estás segura...—Sí, por favor. Adela le dio un beso y se marchó. Annelise comenzó a pasearse por la habitación. Después se sentó a los pies de la cama y procedió a cepillarse el cabello. Lo tenía muy enredado y se entregó a la tarea con determinación hasta que su larga melena cayó sobre su espalda. A continuación se acercó a uno de los baúles y sacó un camisón de hilo casi transparente con delicados bordados en el cuello y las muñecas. Se lo puso, preguntándose qué hora sería y si Erick dormiría con ella. Miró la bandeja con comida que no había probado, vio la jarra de aguamiel y bebió un buen trago. Después volvió a cepillarse el pelo. Oyó pasos al otro lado de la puerta. Dejó el cepillo y se apresuró a acostarse, cubriéndose el rostro con los cabellos. Oyó abrir y cerrar la puerta y los pasos de Erick por la habitación. Luego el hombre se detuvo y se dirigió a la cama. Notó que la observaba. Allí permaneció un buen rato. Después lo oyó alejarse y percibió el ruido de sus botas y su ropa al caer al suelo. Lo oyó maldecir en voz baja al meterse en el agua fría de la bañera. Lo oyó chapotear y al cabo de unos minutos salir de la bañera. Llegaría a la cama y la acusaría de fingir estar dormida. Ella se incorporaría y diría que a partir de ese momento pondría todo su empeño en complacerlo y convencerlo de que esperaba con ansias su regreso, si la dejaba en casa. Sin embargo, su esposo se tendió a su lado sin tocarla, dándole la espalda. La muchacha abrió los ojos. Erick había apagado las velas. La luz de la luna jugueteaba sobre los hermosos músculos de la espalda de su marido. Se mordió los labios, frustrada, vacilante. Se movió y le rozó la espalda con la suya; le echó encima un mechón de sus largos cabellos. Él continuaba inmóvil.—Erick —susurró por último. Él se incorporó y se apoyó en un codo. A la luz de la luna ella vio que estaba observándola.—Lamento lo de tu abuelo. De verdad. Al cabo de un momento el príncipe irlandés profirió una suave maldición y le rodeó los hombros rígidos con los brazos. A los ojos de Annelise asomaron unas dulces lágrimas.—Por favor, no me obligues a ir. Tengo mucho miedo.—¿Ah, sí? —dijo él, inclinado sobre ella, observándola atentamente. Estaba hermosa a la luz de la luna; los ojos brillantes, empañados de lágrimas, los labios trémulos, rojos como la rosa que había dado su fragancia al aroma que perfumaba dulcemente aquel cuerpo. Bajo la fina tela del camisón subían y bajaban sus pechos con cada respiración. Las redondeces le parecieron más grandes, llenas y tentadoras que nunca; los pezones también más grandes, oscuros, fascinantes, seductores. Sus cabellos se esparcían alrededor suaves como plumones, envolviéndolo, aprisionándolo. Pero eso ya lo había hecho antes; lo había enredado y aprisionado con esas madejas de oro y fuego, con esos ojos de brillante plata, con la belleza de su lírica voz y grácil figura. No era amor, pensó Erick, no, jamás amor. Ella era suya, y la deseaba con un ardor que superaba cualquier pasión que hubiera sentido hasta entonces. Deseó estrecharla tiernamente entre sus brazos, tranquilizarla. Pero la conocía; la conocía muy bien. ¿Qué nueva treta era esa? No importaba, pensó.—Erick —susurró suave y seductoramente, con trémula inocencia—, mi señor, por favor, quiero ser una buena esposa, obedecerte... servirte en todas las cosas, pero, por favor, esto no. Te suplico que no me obligues a ir a Irlanda. Cuando regreses me esforzaré por comportarme como deseas que lo haga una esposa. Le acarició el cabello, fascinado por su longitud.—¿Sí? —preguntó.—Sí. Con los párpados entornados, los ojos de Annelise se mostraban dulces y seductores. Erick se acomodó sobre ella y le rozó los senos con los labios. Luego apresó uno con la boca y le acarició el duro pezón con la lengua por encima del camisón casi transparente. La mujer emitió un sordo gemido y apretó su cuerpo contra él, tocando con su suave forma femenina el sexo de él, acelerando en Erick la excitación y la salvaje necesidad.—Seré todo lo que quieres —prometió ella, hundiendo los dedos en su cabellera. Se incorporó con él, envolviéndolo con sus cabellos, rodeándolo con sus brazos, llenando de besos sus hombros y su torso. Le paseó por todo el cuerpo un largo mechón de su cabello. La sedosa y fragante guedeja le estimulaba cada sitio que tocaba. Lo besó en la boca, dejó los labios allí un momento para luego emprender un viaje por todo su cuerpo. Suave, sutil y dulcemente lo sedujo. El deseo desencadenó una tormenta violenta y fiera, un torbellino. Ella sabía cómo acariciarlo, sabía cuándo atormentar, cuándo tentar, cuándo dar. Era capaz de cegar a un hombre, seducirlo hasta que no le importara nada excepto satisfacer su deseo. La cogió violentamente para tenderla de espaldas sobre la cama. La miró a los ojos y alcanzó a distinguir fugazmente, antes de que ella los cubriera con sus exquisitas y tupidas pestañas, un destello de triunfo. De pronto se apoderó de él la ira y tuvo que tomar aire para controlarse, para no entregarse a su ferocidad.« ¡Calma!» , se ordenó, decidido a seguirle el juego. Sonrió y la besó con ternura en los labios, saboreando la dulzura de su boca. Después se tomó todo el tiempo del mundo, apretándola y embistiendo eróticamente con su cuerpo por encima de la tela, atormentándole el vientre y más abajo para luego acariciarla de un modo más íntimo hasta el centro mismo de su deseo, deslizando la ardiente y húmeda lengua sobre el tejido del camisón. Susurros y gemidos respondieron a sus caricias, y la mujer no tardó en estremecerse debajo de él, agitándose, arqueándose. Le desgarró el camisón en busca de su piel desnuda y devoró ávidamente todo su cuerpo. Cuando ya estaba casi inconsciente por todos los orgasmos que él había orquestado implacablemente, Erick se colocó encima y se envainó apasionadamente en ella, exigiéndole todo. Y todo fue suyo. Jamás en su vida había experimentado una explosión de alivio tan dulce y salvaje a la vez como la que tuvo esa noche, salvaje como el mar arrasado por la tormenta. Lo sacudieron fuertes y feroces convulsiones y la llenó otra vez para luego descansar sobre ella un momento, gozando de una extraordinaria paz, saciado como jamás había imaginado poder estar. Cerró los ojos y percibió los atronadores latidos de su corazón bajo los redondeados senos y supo que podía llegar a ella, que podía obtener muchísimas cosas que ella se negaba a entregar. Y también sabía que ella lo había engañado, que odiaba hasta la idea de ser su esposa. Una sonrisa amarga asomó a sus labios y lo embargó una dolorosa tristeza.« ¡Dios! Si pudiera dejar de desearla. Si pudiera olvidar su existencia...»Pero no podía. Cuando no estaba con ella, lo acosaba en sus sueños. Cuando pensaba que corría algún peligro, se sentía como si lo atravesara un cuchillo. Era su esposa. Y por Dios que ella se enteraría de que lo era y comprendería que sus trucos y engaños no cambiarían la situación. Aprendería que debía obedecerle...Apretó los dientes como si así pudiera aplacar el dolor que sentía en su corazón. La atrajo hacia sí y le susurró:—¿De modo que cuando regrese vas a amarme? Annelise aún jadeaba. Sin dejar de abrazarla él ahuecó la mano sobre su seno y sintió los latidos del corazón.—Sí, mi señor —murmuró con voz ronca.—Cuando vuelva... ¿me honrarás y obedecerás?—¡Sí! La besó en la frente y la estrechó. Cerró los ojos. ¡Maldita mujer! ¡Aed Finnlaith iba a morir! Su abuelo se hallaba en Irlanda; él era la paz del país. Había proporcionado a Irlanda su edad de oro; era sabio y maravilloso. Jamás lo olvidaría, y tampoco sus enseñanzas. Y ella tenía que causarle inquietud incluso en esos momentos...Por un instante la estrechó aún más. Annelise emitió un suave gemido de protesta, y él aflojó la presión. Necesitaba dormir, aunque solo fuera unas horas. Pero no logró conciliar el sueño. Al despuntar el alba, echó hacia atrás la sábana de hilo y se levantó. Dormida, la mujer debió de notar que él había bajado de la cama, porque una dulce sonrisa curvó sus labios, y se estiró poniéndose más cómoda, cubierta por su cabellera dorada. Él apretó las mandíbulas, dio media vuelta y se vistió rápidamente. Se envolvió en la capa más fina abrochándola en el hombro y se ciñó el cinturón con la vaina y la espada. Era una ocasión triste y debía llegar con un atuendo apropiado. Se acercó al lecho y miró a su esposa. Por un momento le tembló la mano, la cerró en un puño y continuó contemplándola porque era realmente bella. Tal vez no había enviado un mensaje a los daneses. No creía que lo hubiera hecho, pero sin duda sabía algo. Además de hermosa, era traicionera. Toda su vida llevaría la cicatriz de la herida de su flecha para demostrarlo. Sonrió con frialdad.—Levántate —ordenó, cortante—. Es hora de partir.—¡Pero si yo no iré! —protestó ella.—Irás, señora. Te lo dije anoche.—Pero... —se interrumpió y se le encendieron las mejillas—. Pero si me dijiste...—Jamás dije nada.—¡Ah! —Comprendió su locura y el rubor de sus mejillas se intensificó—.¡Cómo pudiste hacerme creer... oh, bastardo! Arremetió contra Erick, quien la cogió rápidamente mientras ella agitaba los brazos tratando de golpearlo. El hombre sintió que le martilleaba el corazón en el pecho y le subía como un zumbido a la cabeza. La deseaba en ese mismo momento, aunque había probado una y otra vez su dulzura. Sujetándola por las muñecas, miró la feroz tormenta de sus ojos.—Te subiré al barco vestida o desnuda, mi lady. Yo preferiría llevarte vestida ante mi madre, pero te llevaré de una u otra manera. Ayer te anuncié que me acompañarías. Y te he repetido muchas veces que las tretas de una mujer jamás cambiarán mis decisiones, por muy encantadoras que sean esas tretas. La apartó e inclinó ligeramente la cabeza, sin dejar de sujetarle firmemente las muñecas, pues sabía que intentaría agredirle otra vez. Ella le clavaba las uñas como una gata y aquel salvaje destello continuaba brillando en sus ojos. Estaba vomitando palabras atropelladamente, entre ellas « bastardo» y « roedor» .Después empleó el idioma galés de su padre. Erick no lo conocía bien, pero no importaba, porque entendía el sentido general.—¡Diez minutos, mi querida señora esposa! La arrojó sobre la cama. Annelise ahogó una exclamación y se quedó mirándolo, callada por fin, tendida sobre los cabellos, los ojos anegados en lágrimas, su figura no solo desnuda y hermosa, sino también extrañamente vulnerable.—Diez minutos —repitió él. Antes de que ella pudiera levantarse o recuperar el aliento para hablar, salió dando un portazo. Se detuvo allí, sobrecogido al oírla sollozar suavemente. Después recordó que toda esa escena se había producido porque ella estaba deseosa de librarse de él. Al fin y al cabo, él podía hundirse hasta el fondo del mar irlandés o encontrar la muerte de otra manera, y tal vez ella se vería libre de él para siempre. Podía estallar una guerra. Al morir el Ard-Ri, los reyes irlandeses competirían por el poder y tal vez declararían la guerra a Niall, el hijo mayor del Ard-Ri. Los daneses podrían enterarse de la debilidad de Irlanda. En cualquier caso, su padre conservaría Dubhlain; de eso estaba seguro. De todos modos su padre apoyaría a Niall, su cuñado. En realidad era muy probable que hubiera guerra, y tal vez Annelise vería cumplido su deseo. Se alejó con implacable determinación. Más le valía estar lista en diez minutos para partir, pensó. Si no, llegaría a Irlanda envuelta en una manta
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Casada con un príncipe vikingo
RomanceAnnelise, hija de un rey sajón, debe casarse contra su voluntad Con Erick, un príncipe vikingo llegado de Irlanda. Su padre la ha ofrecido a Erick en muestra de agradecimiento por la ayuda recibida contra los agresores daneses.