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La travesía por mar había sido fragosa, pero habían atravesado las aguas consorprendente pericia y velocidad.No había tenido que meditar mucho para tomar la decisión de acompañar asu marido. En ningún momento le cupo la menor duda de que él sería capaz decumplir cualquier amenaza, de modo que se dirigió a la playa donde estabananclados los barcos mucho antes de que él llegara y allí lo esperó, mientras sehacían los preparativos, los marineros cargaban sus veleros de proa dragón y seaseguraban los aparejos en medio de gritos y órdenes. Envuelta en una capacarmesí, había contemplado los barcos con figuras de serpientes, las proas que seelevaban enormes sobre el mar, los hermosos, escalofriantes y finos diseños. Yhabía cerrado las manos en puños para vencer la tentación de emprender lahuida. No podía creer que estuviera a punto de embarcar en un navío vikingo.Había tratado de evitar el barco de su marido, pero nadie subió a bordo hastaque Erick apareció en la playa. De inmediato la buscó con la vista. Annelise sesintió arder de rabia al percibir el frío triunfo en su mirada; no le había resultadodifícil saber qué le obedecería.Enseguida su esposo estuvo a su lado, y en el momento en que ella seencaminaba hacia el barco que tripulaban Patrick y Rolando notó su mano en elhombro.—Mi esposa irá conmigo.Tras dirigirle una mirada majestuosa y glacial, la joven subió a bordo de subarco. Allí encontró cierta libertad, porque Erick se situó junto a la proa, y ellaocupó un asiento cerca de la popa y los remeros. Zarparon con la marea, pero elviento no les era favorable, lo que no desalentó a su marido. Se oyeron gritos, ylas velas de rayas rojas se dispusieron para aprovechar en lo posible el impulsodel viento. Los excelentes marineros se entregaron con entusiasmo a su tarea deremar.La mañana llegó al cielo de forma furiosa. Las tonalidades rosadas de laaurora quedaron ocultas tras densos nubarrones grises. Los relámpagos rasgabanel cielo y los truenos estallaba con ensordecedor estruendo.Los vikingos, pueblo supersticioso, o al menos eso había oído Annelise, senegaba a navegar si las runas no caían correctamente e imploraban a sus diosespara que les libraran de las tempestades. Cuando el barco se levantó contra lasencabritadas olas, un hombre barbirrojo sentado junto a ella le sonriótranquilizador.—Ese es Thor, que cabalga por los cielos lanzando sus rayos.—Sí —añadió otro—, porque hasta el gran Thor nórdico llora y lamenta contodos los buenos cristianos que el Ard-Ri pase de este mundo al siguiente.Annelise trató de sonreír aunque tenía los labios lívidos y el estómagorevuelto.—¡No temas, señora! —dijo el barbirrojo—. Somos los mejores marinerosque existen —alardeó.En realidad no temía hundirse en el mar ni ser tragada por su oscuridad. Locierto era que la alegraría un acontecimiento así, pues eso al menos conmoveráa su marido, quien permanecía de pie junto a la proa, con los brazos cruzados enel pecho. Por intensa o salvaje que fuera la tempestad, continuaba osadamentede pie en la cubierta de su barco, la vista fija en la tierra a que se aproximaban yque a ella le parecía tan lejos de su hogar.Por último se levantó y tambaleándose se aferró a la barandilla, y allí vomitó.Le extrañó que la embarcación siguiera avanzando porque por lo visto todos loshombres se habían acercado para presenciar su humillación.—¡Señora!, ¿estás bien?—¡Cuidado con el balanceo de las olas!—¡Por Odín y el Dios de los cielos! ¿Es que la hemos perdido?Frederick, con sus ojos ya no llenos de condena por el engaño, se situó a sulado. Mientras los hombres comentaban que unas aguas tan embravecidas podíanprovocar mareos hasta a un marinero experimentado, el anciano la miraba concomplicidad. Ambos sabían que era el embarazo el que le había causado elmareo.Frederick le refresco el rostro con un paño húmedo y le ofreció bebida.Annelise cerró los ojos y se reclinó contra él, aceptando sus cuidados yencontrando un extraño consuelo en sus brazos. Deseó poder acariciarle lascurtidas mejillas, darle las gracias, pedirle perdón por el engaño y decirle quehabía comenzado a quererlo.Cuando abrió los ojos vio a Erick allí de pie, gigantesco frente a ella, sus ojosduros como un látigo, las manos en las caderas, sus musculosas piernas firmes apesar de las subidas y bajadas y la tempestad. Un intenso rubor le tiñó lasmejillas, y apretó los labios.—¡Está bien! —vociferó Erick a sus hombres.No necesitó decir más; todos retornaron a sus puestos, y ella permaneció allí,en la proa, refugiada en los brazos de Frederick, bajo la mirada condenatoria desu marido.—Creyeron que estabas a punto de lanzarte por la borda. Yo también llegué apensarlo por un momento.La joven intentó apartar la cabeza del hombro de Frederick, pero no pudo.Tragó saliva.—Vamos, señor, es cierto que me haces sufrir, pero no tanto como para queatente contra los mandamientos de Dios.Él tensó las mandíbulas, y Annelise vio cómo le latía furiosamente el pulsoen la garganta.—Me alegra mucho saber que no te he impulsado a arrojarte al mar, miseñora —dijo inclinándose en burlona reverencia—. Mis más sinceras disculpas,señora. Ignoraba que fueras tan mala marinera.Dicho esto regresó a su puesto de vigía en la proa. Annelise reprimió elimpulso de gritarle que era una marinera excelente, que él tenía la culpa de loocurrido, que llevaba un bebé en su interior que la hacía marearse. Cuando miróa Frederick vio que sus misteriosos ojos grises la escrutaba, pero no le preguntónada ni la reprendió.—Este es un momento muy duro para él —dijo el anciano—, para todosnosotros. Tú no conoces al Ard-Ri.Frederick también amaba al rey agonizante, pensó ella.—Parece que todos los momentos son difíciles últimamente, ¿verdad? —dijola mujer con voz cansada.Él sonrió y negó con la cabeza.—Habrá penas, pero encontrarás felicidad aquí, y a lo verás.—No estaré aquí tanto tiempo.Frederick hizo ademán de hablar, se contuvo y después movió la cabeza.Annelise le tocó la rodilla.—Frederick, no estaré aquí mucho tiempo, no es mi casa, ¿no lo comprendes?Es suya; jamás será mía. No pretendo ofender a nadie, pero aquí todo el mundoserá diferente.Él se reclinó y cerró los ojos. Ella se asustó al verlo de pronto tan viejo yfrágil. Entonces Frederick exhaló un cansado suspiro.—Habrá guerra —murmuró.No añadió nada más, y ella no supo muy bien qué había querido decir coneso.La lluvia que había estado amenazando no cayó. El mar continuó agitado,embravecido por un intenso viento, y el cielo cubierto de negros nubarrones, perono llovió. Aún estaba todo oscuro cuando Annelise divisó la accidentada línea dela costa de Irlanda. Contempló la tierra, ajena y amenazadora bajo la penumbraque predominaba. Después se internaron en el río que los llevaría hasta Dubhlain,y ella fue observando todo cuanto podía ver. Irlanda poseía una belleza desnuda yverde. Buena parte de la tierra se veía sin cultivar, y en todo resultabacuriosamente familiar, muy semejante a la suya, aunque sutilmente diferenteporque las interminables praderas se extendían desde los acantilados en tonos deesmeralda. Rebaños de ovejas de lana blanca y esponjosa pacían en los campos.De pronto se alzaron ante ellos las murallas de Dubhlain. Sorprendida ymaravillada, Annelise contempló la obra en piedra, el esplendor, la solidez de laconstrucción que se elevaba blanca contra la oscuridad. Cuando los barcos seaproximaban a los fondeaderos, vio la muchedumbre congregada que losesperaba en la ribera. Frederick la ayudó a ponerse en pie. Erick parecía haberlaolvidado porque se apresuró a bajar. Annelise se detuvo, con el corazóndesbocado, al ver que una mujer se separaba de la multitud. Los cabellos negroscomo la noche le caían sueltos hasta la cintura, y era ágil y esbelta como unacervatilla. Se acercaba a toda prisa llamando a Erick.Annelise quedó paralizada, sintiendo que jamás lo había odiado con tantaintensidad. ¿Por qué la había obligado a acompañarlo? ¿Para que presenciara sutierno encuentro con una amante irlandesa? Sintió arcadas. La mujer estabasaludándolo con inmenso cariño, con enorme ternura. Incluso en la penumbrapodía apreciarse que era hermosísima.—Annelise, vamos —urgió Frederick.—No puedo —musitó ella.Entonces quedó petrificada, porque Erick se volvía hacia ella por fin, estaba asu lado. Antes de que pudiera protestar, ya la había tomado del brazo y laapremiaba a avanzar. Después la cogió en brazos y la depositó en suelo irlandés.—Annelise, te presento a Erin de Dubhlain. Madre, Annelise, mi esposa.La mujer de cabellos de ébano sonrió. Al verla de cerca Annelise se diocuenta de que no era joven, aunque parecía no tener edad. Sus ojos eran de undeslumbrante verde esmeralda, y su sonrisa contagiosa.—Annelise, bienvenida. Estos son momentos tristes para nosotros, pero nosesforzáremos por atenderte como es debido. Los irlandeses tenemos fama de serhospitalarios, ¿sabes? Esta es la casa de mi hijo y por lo tanto la tuya, de modoque todo lo que hay dentro está a tu absoluta disposición. —Le apretó las manos yentonces dirigió su hermosa sonrisa a su hijo—. ¡Erick! Es hermosísima, y yodiría que no te la mereces ni un poquito así. Vamos, por favor, tengo miedo deestar alejada mucho rato.Sin embargo, no desembarcaron de inmediato, pues Erin de Dubhlain vio aFrederick, que esperaba detrás de ella. No intercambiaron ni una sola palabra.Erin se acercó al anciano y se abrazaron largamente en silencio. Cuando sesepararon, la mujer tenía los ojos llenos de lágrimas. Cogió a Annelise de lamano y volvió a sonreír.—Mi señora —dijo la recién llegada, procurando no enredarse con el idiomaque había practicado tan poco—, lamento mucho haber venido en un momentoasí. Tu padre es ciertamente un hombre y un rey muy amado, y mis oracionesestán con él y contigo.—Gracias —dijo Erin.Llevándola cogida de la mano, la condujo hacia el interior de las murallashasta una casa señorial de piedra, enorme e impresionante. Había pasarelasadosadas a las murallas por donde la gente de la ciudad podía pasar sin pisar ellodo y el estiércol del suelo; esos caminos de madera le parecieron increíbles,pues jamás había visto nada semejante ni en Inglaterra ni en Gales.—Enfermó aquí —explicaba Erin a su hijo—. Sé que muchos opinan quedebería haberlo trasladado a Tara para que muriera allí, pero estaba desesperadapor reunir a mis hermanos y hermanas y a todos sus nietos. Duerme a ratos;tiene buenos y malos momentos. Sabe que la vida se le escapa y habla confrecuencia de su testamento. No podía arriesgarme a que falleciera en elcamino.Erick le dijo que había hecho lo correcto. Annelise se sintió como una intrusa,pero la mano de Erin la llevaba firmemente cogida y ella la siguió. Cuandoentraron en la casa se dirigieron a una enorme y magnífica sala, donde habríanreunidas por lo menos cien personas. Todos abrieron paso cuando entró Erin.Llegaron al centro de la habitación, donde había una cama cubierta por linobordado. En ella yacía un anciano de cabellos blancos como la nieve y rostrocurtido y arrugado. Tenía los ojos cerrados. Erin se detuvo y Erick se adelantórápidamente, cayó de rodillas y cogió entre las suyas las largas y delgadasmanos del anciano. Annelise se percató de que había una monja al otro lado dellecho, con la cabeza inclinada en profunda oración. Y entonces se sobresaltóporque junto a la cabecera se hallaba un hombre tan parecido a Erick que solopodía ser Olaf, de la Casa de Vestfald de Noruega, rey de Dubhlain y padre deErick. El tiempo lo había tratado con amabilidad, como a su esposa. Sus cabellosdorados tenían pinceladas de blanco, pero se conservaba tan alto y erguido comosu hijo, con hombros anchos y fuertes, y hermosas y atractivas facciones. Susojos eran del impresionante color azul que había heredado Erick. La mirada deOlaf se posó en Annelise, quien por un instante contuvo el aliento. Al igual quelos de su hijo, los ojos del rey de Dubhlain no ofrecían ninguna disculpa, sino quela analizaba atentamente. Después sus labios dibujaron una ligera sonrisa, yasintió; ella comprendió que había determinado su identidad y le daba labienvenida. De pronto se sorprendió porque aquella era como la sonrisa de Erick que le había cautivado los sentidos y, de vez en cuando, el corazón.Había otras muchas personas en la sala. A los pies del Ard-Ri se encontrabaun hombre alto, de pelo oscuro y sombríos ojos verdes, parecido a Erin, peromucho mayor. Junto a él había otro hombre de cabello oscuro, ojos azules yrasgos semejantes a los de Erick. La habitación estaba llena de hombres ymujeres, desde acusadamente morenos a rubios célticos pasando por todos lostonos intermedios. De pronto Annelise pensó que todas las personas allí reunidastenían algún parentesco con el Ard-Ri.Comenzaron a entonar salmodias en latín, y entonces comprendió que todoshabían acudido para orar. Más allá de la cama del Ard-Ri había un sacerdote,cuyas palabras resonaban monótonas e interminables. Después todos guardaronsilencio, y se oyeron los frufrús de sus ropas a medida que salían de lahabitación, en medio de algunos sollozos ahogados y gimoteos de niños. Despuésel silencio y la quietud reinaba de nuevo.El Ard-Ri abrió los ojos, y apareció una sonrisa en su rostro. No hizo ademánde incorporarse. Miró hacia los pies de la cama y después alzó la vista hacia elrey de Dubhlain.—Olaf, estás aquí —musitó con voz tranquila y segura.—Sí, Aed Finnlaith, siempre.—Ha sido tan buen hijo como cualquiera de vosotros, ¿verdad, Niall? —dijoal hombre que se hallaba a los pies de la cama.—Sí, padre. Ha sido mi hermano.—Eres un lobo como tu padre, nieto —dijo el anciano mirando a Erick—. Erick,¡has venido! No me dejarás ahora. Todavía no te marcharás de Irlanda. —Unamueca de dolor le contrajo la cara, y Erin se mordió una mano para evitar quese le escapará un sollozo. El Ard-Ri cerró los ojos y prosiguió—: ¡Que Dios nosproteja, porque los reyes se lanzarán a la guerra! La paz que he conseguido todosestos años es muy frágil. La realeza suprema no recaerá en Niall porque sea hijomío, sino porque no hay otro hombre más cualificado. Durante estos años, Olaf,he sido fuerte porque tú has estado a mi lado. Por Dios, te ruego que apoyes a mihijo.—Aed, por el juramento que nos unió hace muchos años —replicó Olaf—,descansa tranquilo. Las murallas de Dubhlain serán siempre la fortaleza de Niall.Mis hijos, tus nietos, serán la gran espada que siempre has asegurado serían. Deverdad, Aed, padre mío, soy tu hijo.Los ojos del Ard-Ri se abrieron de nuevo, brillantes, como empañados por laslágrimas. Volvió a cerrarlos para abrirlos al cabo de unos minutos, nublados porel dolor. Y su mirada se posó en Annelise.El Ard-Ri apartó una mano de las de Erick y la tendió hacia ella. Sobresaltada,se humedeció los labios y miró a Erin, indecisa.—¡Por favor! —susurró Erin.Annelise se acercó y los dedos del Ard-Ri se cerraron alrededor de los deella con asombrosa fuerza.—¡Perdóname! —dijo el anciano con vehemencia—. ¡Perdóname! Teamaba entonces igual que siempre, con toda el alma.Ciertamente la confundía con otra persona, pensó Annelise, pero ¿con quién?Se hizo el silencio. Asustada, la joven permaneció inmóvil, mirandofijamente al hombre de ojos vidriosos.—¡Por Dios que no amaba a nadie más que a ti! Pero siempre estaba latierra... y la guerra. Tuve que hacer lo que hice.Se quedó callado y unió la mano de ella con la de Erick. Annelise sintió deseosde retirar la mano, de huir, pero la autoritaria mirada de su marido la disuadió.No se atrevió, apenas podía respirar. Entonces el Ard-Ri continuó, penetrando ensu corazón, viendo cosas que no habría podido ver nadie:—Yo conocía al hombre, sabía cosas que una mujer no podía saber. Conocíasu fuerza y oré fervientemente para que me perdonaras. Recé para que loamaras, que el tiempo arreglara la situación y que vuestra unión trajera la paz.Lo hice por Irlanda, ¿comprendes? Dime, hija, ¡dime que me perdonas!Atónita, enmudecida, Annelise sintió las ardientes lágrimas que se agolpabanen sus pestañas mientras contemplaba la ansiosa y atormentada mirada delanciano moribundo. Erick le apretó la mano y le susurró bruscamente:—¡Díselo! Por lo que más quieras, mujer, di lo que desea oír.—¡Te perdono! —exclamó ella. Soltó su mano para acariciar el rostro delanciano. De pronto brotaron las lágrimas, que rodaron por sus mejillas mientrasdecía lo que ciertamente Aed necesitaba oír—: Por supuesto que te perdono. Teamo. Y todo lo que pensabas era cierto, y todo está bien ahora. Debes descansar,y no olvides que te quiero y te perdono. Jamás ha habido un rey como tú...El Ard-Ri había cerrado los ojos. Annelise vio a Erin a su lado, pálida.—¡Bendita seas, hija mía! —murmuró la mujer. Después se volvió hacia suhijo—. Erick, lleva a tu esposa a su habitación y luego regresa. Creen que nopasará de esta noche.—Como desees, madre —dijo Erick, cogiéndole la mano y besándosela.Después asió a su esposa por el codo y la condujo fuera de la habitación conpaso tan rápido que ella apenas podía seguirlo. Sin hablar subieron por lasescaleras y recorrieron un largo pasillo. Llegaron a otro ancho corredor ydoblaron hacia la izquierda. Erick abrió una puerta y la invitó a entrar. Annelise pasó casi volando junto a él y se detuvo en el centro de la habitación. Hasta en elmás mínimo detalle se apreciaba que aquel era el dormitorio de un hombre, el deErick. La cama de madera tallada era enorme, y los baúles macizos. Los dibujosde los tapices que cubrían las paredes representaban escenas de guerra yvictoria. Había hermosas y finas mesas de madera con cuernos para beber y unajofaina con su jarro para lavarse. El hogar se hallaba en el otro extremo de lahabitación, y ante él se extendía una inmensa y gruesa alfombra que en otrotiempo había sido un gigantesco oso blanco. También había pieles sobre la cama.De las paredes colgaban diversas armas, una espada con intrincados grabados, ungran arco, varias picas y un escudo con la insignia del lobo.Dejó de contemplar la habitación y se volvió hacia Erick. Se sobresaltó al verque la miraba fijamente.—¿Qué... qué ha querido decir tu abuelo? ¿Quién creía que era yo?—Lo siento, no tengo tiempo de hablar ahora —dijo él con tono cortante—.La casa está bien provista. Alguien te traerá comida, bebida y todo cuantonecesites.Continuó observándola, y ella se estremeció. Erick no se mostraba frío, sinomás bien distante, y de pronto comprendió que estaba sufriendo y que jamásdelataría su dolor. Deseó acercarse para acariciarlo y consolarlo.Erick la había llevado hasta allí. No le importaban ni ella ni sus sentimientos;solo le importaba que le obedeciera. ¡No debía amarlo! ¡No debía ser tan tonta nidespojarse con tanta facilidad de su orgullo! Él simplemente la utilizaba, laamenazaba con su fuerza, y ella no le daría nada, ni siquiera su compasión.—Estaré muy bien —dijo fríamente.Su esposo no se marchó de inmediato. Al cabo de unos minutos Annelise oyóque la puerta se abría y cerraba.Se sentó en la cama y rompió a llorar, sin saber si lloraba por ella, Erick, Erin,el Ard-Ri, o tal vez por toda Irlanda.A su tiempo se acabaron y secaron las lágrimas. Una joven llamada Grendalapareció en la puerta con un exquisito estofado y aguamiel caliente. La chica leaseguró que no sería ningún problema prepararle un baño caliente. Momentosdespués entraron algunos muchachos portando una hermosa bañera tallada ybaldes de agua. Con la misma eficiencia se llevaron la bañera una vez se huboaseado y vestido con un camisón de fino hilo irlandés bellamente bordado.Cuando Grendal salió de la habitación, Annelise se acostó en la enorme camacon pieles y se durmió.Más tarde se despertó. Advirtió que no se hallaba sola en la habitación. Erick estaba sentado junto al hogar, con las piernas estiradas y la cabeza apoyada enlas manos. El fuego crepitaba. Annelise se incorporó. Decidió no acercarse a éltras pensar que él se había portado con rudeza al obligarla a emprender el viajehacia Irlanda. Después se levantó al recordar los susurros del amante que habíasido junto al riachuelo. Podía despreciarlo, pero había algo que los unía. Fue hastala mesa, sirvió aguamiel en un cuerno, se aproximó e, hincando una rodilla anteErick, le ofreció la bebida. Sobresaltado, él se volvió hacia ella. Receloso, aceptóel cuerno.—¿Qué deseas ahora, Annelise?Sorprendida, se apartó de él.—¿Qué deseo? —repitió.—Sí —murmuró él, irónico—. Cuando vienes así hacia mí, es siempre conalgún propósito.Annelise se levantó con agilidad y gracia, dispuesta a alejarse, pero él laretuvo cogiéndole la mano.—No regresarás a casa —dijo.—No he pedido irme a casa —replicó ella con frialdad.Erick la miró fijamente un instante y, tras asentir, volvió a contemplar el fuegocon expresión ausente.—Se ha ido —murmuró—. Aed Finnlaith ha muerto, y con él la paz demuchas décadas.—Lo lamento —susurró ella.Percibió su dolor y deseó aliviarlo.Erick le soltó la mano y ella permaneció allí, sintiéndose torpe.—De verdad, Erick, lo lamento mucho.—Acuéstate, Annelise.Ella siguió allí, indecisa.—Si hay algo que yo...—Vuelve a la cama, Annelise. Quiero estar solo.Por fin obedeció. Deseó salir de la habitación, huir de él, pero no se atrevió,no, estando su esposo en ese estado de ánimo. Quizá permitía que se fuera...Entristecida se tendió en la cama y se preguntó cómo habría sido él depequeño; cómo habría sido el muchacho que había crecido en ese castillo.Dolida, se arrebujó a la orilla de la cama para dejar a su marido muchísimoespacio. Tiritó de frío, se arropó con las pieles y al poco rato concilió el sueño.Despertó antes del alba. Erick estaba a su lado, y ella estaba acurrucada con lacabeza apoyada en su pecho, protegida por su brazo. Ya no tenía frío.No pudo levantarse. El hombre estaba dormido, agotado, tumbado sobre loscabellos de Annelise. Ella comenzó a tirar con suavidad de los largos mechones,y entonces él despertó y la miró fijamente.—Perdóname, señora, ¿estoy tocándote?Masculló una palabrota, se incorporó, liberándole el pelo, y se levantó,desnudo. Mordiéndose el labio, ansiando decirle algo, pero incapaz de hacerlo, lamujer lo observó mientras él se vestía rápidamente. Cuando hubo terminado,Erick salió dando un portazo.Annelise se tendió, pero no consiguió volver a dormir. Mucho más tardeapareció Grendal con agua fresca y el desayuno, pero ella no tenía apetito y nocomió. Sin saber qué hacer, permaneció toda la mañana en la habitación de Erick.Después, por la tarde, se aventuró a salir al pasillo y, tras recorrerlo, llegóhasta lo alto de la escalera, desde donde vio la enorme sala de la planta baja yoyó los llantos ahogados y los gemidos de dolor y duelo. En lugar de bajar, segiró para regresar a toda prisa al dormitorio, pero se detuvo en seco porque unhombre le cerraba el paso. En la penumbra parpadeó. Creía que se trataba deErick. Enseguida se dio cuenta de que no era él, sino su padre, el rey de Dubhlainen persona. Todo un vikingo, pensó, y se ruborizó al recordar las numerosas vecesen que había despotricado e insultado a su esposo por su ascendencia paterna.Pero ciertamente Erick nunca habría hablado a ese hombre de su odio.—¿Por qué te vuelves? —preguntó él.—No... no quiero molestar, mi señor.—¡Annelise! Eres la esposa de mi hijo y por lo tanto nuestra hija, y en estemomento no molestas; eres muy bien recibida. Así lo creía mi suegro y por eso,cuando su vida estaba acabándose, te tomó la mano y te habló, y tú dijisteexactamente lo que necesitaba oír. Vamos, cógete de mi brazo. Erick está abajo.Le ofreció el brazo amablemente, pero ella se apartó, moviendo la cabezacon repentino terror.—No lo comprendes, mi señor.—¡Ah!, no puedes aceptar el brazo de un vikingo, ¿ni siquiera de uno que llevatantos años en estas costas?—¡No! —exclamó ella, afligida.Entonces vio que se dibujaba una tenue sonrisa en aquellos rasgoseternamente jóvenes. Así tratarían los años a Erick también, reflexionó; hasta elfinal se mantendría muy erguido, tan formidable ¡y dominante!, y conservaría lacapacidad de hechizar con la curva de una sonrisa. Bajó las pestañassonrojándose, porque le pareció que ese hombre le leía los pensamientos conmucha facilidad. Negó con la cabeza.—No es eso... —se interrumpió. ¿Cómo podía explicar al rey que su hijo nola deseaba a su lado?—. Creo que Erick no... no...—¡Mi señora Annelise... hija! —se corrigió—. Vamos, coge mi brazo.Ningún hombre obliga a una mujer a atravesar el mar hasta un suelo extranjerosi no desea su presencia allí.—Pero...—Vamos —insistió.Ese amable apremio era toda una orden, y la joven lo tomó del brazo.Mientras bajaban por las escaleras se preguntó cómo era posible que aquelloshombres fueran tan capaces de doblegar su voluntad; uno, su marido, conimplacables exigencias, y el otro, su suegro, con una fuerza suave peroigualmente dominante.Cuando llegaron a la sala, la condujo hasta la cama del Ard-Ri. El reysupremo estaba ataviado con toda su gloria, en azul y carmesí, los blasones deIrlanda y Tara en su capa y una cruz dorada sobre el pecho. Annelise se inclinójunto al rey vikingo de Dubhlain y rezó una oración. Cuando se levantó, aúnestaba asida al brazo de su suegro.Se acercaron hombres, reyes de Irlanda, para hablar con Olaf, que presentóa Annelise como su nueva hija, y todos le dieron la bienvenida y le mostraron elrespeto exigido por el rey. La llevó a través de la sala hasta donde se servíacomida y allí se reunió con ellos Erin, su hermoso rostro marcado por las señalesde las lágrimas, quien acompañó a Annelise hasta el elevado estrado quepresidía las largas mesas. Antes de que se hubiera sentado, la muchacha notó quele cogían el brazo y se volvió. Era Erick, ataviado de modo similar a su padre, conuna capa carmesí orlada en armiño y engalanada con las insignias del lobo, losreyes de Tara y la casa de Vestfald.—Madre, te lo agradezco. Yo me ocuparé de mi esposa ahora.Con qué cariño y ternura hablaba a su madre. Gracias a Dios, pensóAnnelise, a ella no la trataba con tanta amabilidad, porque esta sería demasiadodolorosa para su corazón. No tenía nada que temer, se dijo sarcásticamente,porque él la urgió a acompañarlo con algo semejante a un gruñido. La acomodóentre él y su padre. Aunque compartió el cáliz con Erick, fue su suegro quien tuvola consideración de entablar conversación con ella y explicarle sus costumbres.Cuando finalizó la comida, el príncipe de Dubhlain la condujo hasta la habitación,abrió la puerta y la hizo entrar. Al volverse, vio que su marido se disponía amarcharse nuevamente.—¡Erick! —llamó.—¿Qué ocurre?—Solo quería decirte... —Se interrumpió e inspiró profundamente. Recordólas palabras de su suegro: « Ningún hombre obliga a una mujer a atravesar elmar hasta un suelo extranjero si no desea su presencia allí» . O si simplementequiere contrariar sus deseos, pensó con amargura. Bajó suavemente las pestañasy agregó—: No me gusta verte sufrir así.Erick se quedó inmóvil un instante, y a Annelise le pareció sentir una corrientede aire muy frío. Después su esposo entró en la habitación y cerró la puerta. Seacercó a ella, empequeñeciéndola con su elevada estatura, y, levantándole labarbilla sin ninguna delicadeza, la obligó a mirarlo a los ojos.—¿Que no deseas verme sufrir? ¡Vamos, señora! Creía que tu mayor deseoera que me quemara en aceite hirviendo.Ella se apartó, alarmada por las lágrimas que pugnaban por brotar.—Ah, lo había olvidado. ¡Es cierto!Creyó apreciar un ligerísimo asomo de sonrisa en la cara del hombre, y almirarlo le dio un vuelco el corazón. Se clavó las uñas en las palmas para reprimirla tentación de correr hacia él, tan hermoso y majestuoso con su atuendo, tan altoque dominaba la habitación, tan dorado que parecía irradiar luz.—Sufro por la pérdida de mi abuelo, sí —murmuró. Su sonrisa se desvaneció,pero sus ojos continuaban observándola con expresión amable—. Tú no puedescomprender la gravedad de la situación. Mi abuelo era la espina dorsal de la isla.Él era Eire. Era... más o menos como Alfonzo, ¿sabes? Tenía más de noventaaños y vivió una vida grandiosa, majestuosa. Será bien acogido en los cielos, ylos noruegos que ha conocido le reservarán un lugar en la mesa del Valhalla... —Se interrumpió y se aproximó, desaparecida y a la afabilidad. En sus ojosdestellaba un brillo glacial cuando enredó los dedos en sus cabellos para obligarlaa alzar el rostro hacia él—. Mi padre es fuerte, así como mis hermanos y yo, yahora dedicaremos esa fuerza a respaldar y ayudar a mi tío Niall de Ulster. ¿Loentiendes?—¡Me haces daño! —dijo ella.El vikingo no aflojó la presión. Sus labios rozaron los de ella, y su susurro laacarició y atormentó:—Habrá guerra. Y tú permanecerás aquí, dentro de la seguridad de estasmurallas, durante el tiempo que dure esta guerra.No la soltó, esperando a que ella protestará. Annelise sostuvo su mirada sinpestañear ni revelar ninguna emoción, sin quejarse ni llorar ni debatirse.—Mi señor, estás tirándome del pelo.Entonces la liberó y enseguida salió de la habitación.Annelise estuvo paseándose por el dormitorio durante lo que le pareció unaeternidad. Ya habían llevado sus baúles a la habitación, pero no buscó su ropa,sino que se puso el precioso camisón de hilo irlandés que había usado la nocheanterior. El fuego del hogar ardía muy suave, y tenía frío cuando por fin se metióbajo las mantas y pieles de la cama de su marido.Erick regresó muy tarde. Agotado, se dejó caer en un sillón ante el hogar y sequedó contemplando las llamas. La joven lo observó a la luz del fuego. Aprecióuna rígida tensión en sus facciones y un dolor infinito en sus ojos. Su suegroestaba equivocado; ciertamente no la amaba y en esos momentos ni siquiera ladeseaba.Ella, en cambio, estaba enamorándose de él a pesar de que su juicio leaconsejaba sensatez, a pesar de todo cuanto había ocurrido entre ellos, a pesar deél mismo. No; no estaba enamorándose, ya estaba enamorada.Se levantó y se acercó al hogar. Erick levantó el rostro y la miró a los ojos,arqueando una ceja a modo de burlón interrogante.La rechazaría; debía volver a la cama y enterrarse bajo las mantas.Sin embargo, no lo hizo. Se desató con parsimonia el lazo del bordadocamisón y lo dejó caer suavemente a sus pies. Con más lentitud aún se aproximócon la vista fija en sus ojos para arrodillarse ante él y, cogiéndole las manos, lebesó las palmas.Él dejó escapar un agudo gemido. En un segundo ya estaba de pie y laestrechaba entre sus brazos. La depositó sobre la suavidad de las pieles ycomenzó a hacerle el amor. Sus besos le abrazaron la piel, sus manos la excitarony condujeron a un aterrador éxtasis. Annelise había deseado aliviar el dolor desu esposo, hacerle el amor, pero no podía porque le había abierto las puertas de lapasión, más potente y fiera que la tormenta que había amenazado el mar y elcielo el día de su llegada. Ella había desatado la tempestad y ya no podía guiarlani controlarla.Y la tormenta fue dulce. Erick la tendió de bruces sobre las pieles pararecorrerle con avidez la espalda y las nalgas con la boca, la lengua y los dientes.Con creciente deseo y pasión, la giró y la consumió de placer. Ella sintió pordentro el viento y el oro de su sol, gimiendo, gritando y entregándose a su deseo,gozando de la pasión que cada vez se encendía más entre ellos. Cuando lapenetró, le pareció que el mundo oscilaba para seguir el ritmo de la pasmosa yviva fuerza del mar, para girar como un torbellino y después estallar en unfrenesí de brillo, luz y dulces néctares.Después la abrazó y en silencio acarició el cuerpo sudoroso. Ella notó laspalabras agolpadas en su boca: « Vamos a tener un hijo» . Trató de separar loslabios para dejarlas escapar, pero no pudo. Por último se quedó dormida.Por la mañana él ya estaba levantado y vestido cuando ella abrió los ojos.Cansada, con el cabello enmarañado, se percató de que él la contemplaba junto ala cama.—No regresarás a casa —dijo bruscamente.—¿Qué?La sorprendió el cambio que advirtió en él. Probablemente no la amaba, perola noche anterior había creído percibir al menos cierta ternura entre ellos.—No regresarás a casa —repitió.—No he pedido...—Siempre que seduces, señora, es con el propósito de pedir algo. Buscaspago por la puta que...No terminó la frase porque ella le arrojó un almohadón de plumón a la cara.Él lo apretó fuertemente, tratando de controlar el genio.—Annelise, yo no pago. Deberías saberlo ya.La mujer se tapó los senos con una piel.—¡No te he pedido nada! —espetó—; nada, mi señor, nada en absoluto.Anoche solo deseaba « darte» algo, pero no te preocupes, ¡jamás volverá aocurrírseme darte nada otra vez!Dejando el almohadón a un lado, Erick se inclinó para enmarcar su rostro conlas manos. Ella intentó esquivarlo, pero al notar sus dedos suaves y acariciantesen las mejillas se quedó paralizada.—Entonces reconozco que me equivoqué, señora —dijo él con voz tan dulceque su esposa se conmovió y estremeció—. Y gracias.Le rozó ligeramente la boca con sus labios y después se encaminó hacia lapuerta. Abrazada a una piel, se quedó mirándolo hasta que salió y después sehundió en la cama. Jamás llegaría a conocerlo.Grendal atendió a sus necesidades por la mañana. Luego Annelise se vistió yesperó, vacilando entre bajar o esperar a que Erick fuera a buscarla. Lo másprobable era que Erick no fuera a buscarla.Por la tarde alguien llamó a la puerta. Con una afable sonrisa, entró en lahabitación la monja que había visto junto a la cama del Ard-Ri la noche de sullegada.—Soy Bede, hermana de Erin —se presentó, cogiéndole las manos ybesándola en la mejilla cariñosamente—. Son momentos muy difíciles paratodos nosotros. De verdad formamos un pueblo amable y afectuoso. Si hubierasconocido a mi padre, le habrías amado muchísimo.—De eso estoy segura.—Te portaste muy bien con mi padre.—¿Sí?—Ciertamente —dijo una voz desde la puerta abierta. Allí estaba Erin deDubhlain, que miró a su hermana y después dedicó una pícara sonrisa aAnnelise—. Debiste de sentirte terriblemente confusa cuando mi padre te cogióla mano.—Yo...Se interrumpió. « ¡Tu padre me leyó la mente y el corazón!» , deseó gritar.Se alegró de que Erin se apresurara a continuar:—Verás, él te confundió conmigo.—¿Cómo dices, señora?Bede rió por lo bajo y su hermana le dirigió una afectuosa sonrisa.—Sí, ¡ríe ahora! Esta santa y delicada hermana mía en cierta ocasiónconspiró contra mi padre...—¡Yo no conspiré! —protestó Bede.—¡Vaya! —exclamó Erin—. Me tendieron una trampa para obligarme acontraer matrimonio, ¿sabes? Yo me habría casado con un gnomo, un enano,incluso con un horrible jabalí antes que con un vikingo —explicó Erin—. Verás,había estallado una horrorosa y terrible guerra, y mi padre y Olaf firmaron lapaz; yo fui la garante de esa paz.—¡Oh! —exclamó Annelise—. Ahora parecéis ser tan... tan...Sonriendo encantada, Erin le tomó las manos y la llevó hasta los pies de lacama, donde se sentaron.—Ninguna mujer ha sido tan afortunada como yo en el matrimonio. Estosaños han sido maravillosos, extraordinariamente maravillosos. Pero las cosas nocomenzaron bien.—Fue muy difícil, ¿sabes? —intervino Bede—, porque Erin y Olaf ya sehabían conocido. Mi hermana había estado por el campo con su armaduradorada y había combatido contra el que luego sería su marido.—¡Bede!—Habían ocurrido muchas cosas que nuestro padre nunca supo —explicóBede, sonriendo.—Annelise, te agradezco de todo corazón lo que dijiste a mi padre.—Por favor, no me lo agradezcas. Yo... lamento que haya fallecido.Erin se puso en pie y se paseó, nerviosa, por la habitación.—Y ahora que ha muerto, todos los hombres que tanto lo honran en la salaestán urdiendo una guerra contra mi hermano.—No comprendo —dijo Annelise—. ¿Por qué iban a hacerlo?—Lo ignoro. —Erin negó con la cabeza—. Jamás lo he entendido. Cuando erapequeña, siempre había guerras entre los reyes. Después llegaron los vikingos, ymi padre formó una alianza de paz para poder unirlos. Y ahora... ahora irán a laguerra otra vez. ¡Dios proteja a Niall! —Miró alrededor—. ¿Tienes todo cuantonecesitas? ¿Llegaron bien tus baúles desde el barco?—Sí, milady, claro que sí. Gracias.—¿Milady ? —Le dedicó una amplia sonrisa, con los ojos brillantes, yAnnelise volvió a pensar que era una mujer extraordinariamente hermosa—.Soy tu suegra. No tienes por qué tratarme con tanta formalidad. Ahora debesdisculparme porque tengo que ocuparme de muchos asuntos. —Se dirigió a lapuerta y allí se volvió—. Bede, encárgate de que Annelise conozca a la familia,por favor. Ayer fue muy difícil, pero hoy... La vida continúa. —Ya habíacruzado el umbral cuando se giró para sonreír a Annelise—. Me alegro de queErick te conociera. Ha llevado una vida bastante errante, participando en correríasvikingas por tierras lejanas. Lo cierto es que me sorprende que haya encontradouna hermosa y joven esposa cristiana en la corte del rey Alfonzo. Créeme, tedoy la bienvenida de todo corazón.Dicho esto, se marchó. Bede invitó a Annelise a bajar para presentarle alresto de la familia. Desde la escalera la joven observó la sala donde habíancolocado al Ard-Ri para que recibiera el homenaje de su pueblo. Se habíacongregado a orar silenciosamente una multitud de hombres elegantementevestidos con capas engalanadas con sus lemas e insignias. No vio entre ellos a sumarido.Comenzaba a atardecer cuando Bede la guió por la casa del rey de Dubhlain.En una de las salas contiguas a la principal, localizó por fin a Erick. Se hallabasentado con un numeroso grupo de hombres que supuso serían sus hermanos ytíos, enfrascado en una acalorada discusión. Bede prosiguió su camino. Entraronen la sala de las mujeres y una joven de cabellos de color ébano, como los deErin, se levantó de un salto y se acercó a ellas.—¡Tía Bede, por fin la has traído! Anoche me quedé fascinada cuando nospresentaron. ¿Me recuerdas? ¿Eres capaz de recordarnos a todos? Soy Daria, lamenor y última de esta camada, hermana de Erick. Y estas son mis hermanasMegan y Elizabeth. Llegarás a conocernos a todos. Los chicos son Leith, a quiental vez viste anoche junto a la cama del abuelo, y, vamos a ver, Bryan, Conan,Conar y Bryce. Y Erick, por supuesto, el doble de mi padre, como lo llamamos.¡Entra, por favor! Ha habido tanta, tanta pena. Cuéntanos cosas de Alfonzo eInglaterra y de ese horroroso Guthrum. Ven, ven, entra, por favor, no seastímida. Como ves, nosotros no lo somos en absoluto.Echó a reír, y Annelise se sintió encantada al instante por su candor ysencillez.—Bien, os explicaré algo sobre...—Eres pariente de Alfonzo, ¿verdad? —interrumpió Daria.—Prima.—Cuéntanos algo, por favor. Hemos estado todas tan afligidas por el abuelo...¡nos encantaría escapar a una tierra lejana!En medio de las mujeres, tías, hermanas y cuñadas de Erick, afloraron lasdotes narrativas de Annelise. Repitió la historia de Lindesfarne, sin mencionar enesta ocasión que el desastre había sido causado por vikingos noruegos, y despuésrelató innumerables historias sobre el heroísmo y la nobleza de Alfonzo. Cuandohubo concluido, Daria preguntó cómo se las había arreglado Erick para casarsecon ella.—Más bien contra mi voluntad —respondió Annelise—. Verás, él llegó a lovikingo, me arrebató la casa y las tierras, y entonces Alfonzo decidió que nosdesposáramos.Súbitamente se produjo un silencio. Lo había explicado con tono ligero, medioen broma, y sin embargo todas la miraban de hito en hito. Lamentó haberlasofendido.De inmediato se percató de que no la miraban a ella, sino a la puerta.Enseguida se volvió y, ante su desconcierto y conmoción, encontró a Erick allí,observándola. Cómodamente apoyado contra el marco de la puerta, con losbrazos cruzados, la contemplaba con un destello condenatorio en sus azules ojos.—Es una narradora increíble, ¿verdad? —comentó educadamente al grupo—.Vaya, amor mío, creo que has olvidado contar una parte de la historia. Mi esposaes toda una heroína, ¿sabéis? Llegamos, y antes de darme cuenta ya teníaclavada en el muslo una de las flechas de mi amada esposa. Ningún vikingo halogrado jamás dominar a esta jovencita, os lo aseguro.—¿Qué? ¿Disparaste una flecha a Erick? —exclamó Daria.Annelise se ruborizó.—No era mi intención...—¡Oh, Erick! —Daria corrió a abrazar a su hermano.Annelise vio el afecto que existía entre ellos. Jamás le había sonreído así aella, pensó apenada.—Veo que saliste bien parado —observó Daria.—Hermanita —gruñó él traviesamente—, me ha quedado una horrorosacicatriz en el muslo.—Ah, bueno, tienes otras cicatrices. —Hizo un guiño a Annelise—. ¿Deverdad heriste con una flecha a mi hermano?—Tiene una puntería excelente —dijo él—, aunque muy poco sentido comúny un dudoso sentido de la lealtad. Ahora, si me lo permitís, debo llevármela.¿Annelise?Ella caminó hasta la puerta y se detuvo ante su esposo.—¡Bien, mi señor! ¿Qué te propones hacer conmigo? Si mi lealtad es tandudosa, tal vez también lo es mi puntería. Ten cuidado en el futuro, joven señorde los lobos, pues mi puntería podría mejorar junto con mi sentido común. Sifuera un poquitín mejor, no nos habríamos casado, porque te habría quedadomuy poco para consumar ese acuerdo.Daria, que se hallaba cerca y la oyó, echó a reír. Mirando fijamente aAnnelise, Erick esbozó una sonrisa y avanzó un paso para cogerla en brazos yechársela al hombro.—Perdonadme, señoras, debo ocuparme de mi rebelde esposa.Haciendo una inclinación, salió con la joven y atravesó una sala, ignorando alas personas que se encontraban allí. Aturdida y sin aliento, Annelise no protestó.De pronto la depositó en el suelo. Habían dejado atrás la casa y se hallabanen un patio. Por todas partes había hombres, ensillando caballos y enjaezándoloscon los colores del rey y el príncipe.—¿Qué...?—Se ha producido un ataque contra Ulster en ausencia de Niall —explicó él.—¿Partirás ahora? —preguntó asombrada—. ¡El cadáver de tu abuelo aún nose ha enfriado!—Escoltaremos el cuerpo de mi abuelo hasta Tara y continuaremos paracombatir en Ulster —dijo él, con los brazos cruzados y una mirada glacial—. Ytú permanecerás aquí al cuidado de mi madre hasta mi regreso.Annelise se disponía a replicarle cuando vio en el patio a Rolando, queconversaba con otro de los hombres de Wessex que los habían acompañado.—¿Rolando irá contigo?Sorprendido, se puso rígido.—Sí, por decisión suya.—No debería... no debería morir en suelo extranjero.De pronto Erick la rodeó con los brazos.—¿Deseas su regreso y no el mío, milady? Ay de mí, veo que es así. Esnormal, pues siempre has querido que un hacha me parta el cráneo. Señora, yaduré días o años esta guerra, recordarás que eres mi esposa; ¡me recordarás amí!Annelise trató de zafarse, pues le hacía daño. Su tenaz orgullo le impidiódecirle que lo amaba, que su preocupación por Rolando era solo una estratagemapara proteger su corazón; le impidió decirle que no podría soportar la vida si él novolvía. El orgullo tampoco le había permitido anunciarle que iban a tener un hijo.—Erick...Este la levantó en brazos, y sus labios descendieron sobre los de ella confuerza arrolladora. La besó con pasión, devorándole la boca y cuando la soltó lepareció que no había sido suficiente.—¡Erick! —susurró ella—. Tienes que cuid...—¿A Roando? —preguntó, hiriente—. ¡Por Dios, señora! —Maldijofuriosamente. Annelise dejó escapar un grito cuando el vikingo la estrechó violentamenteentre sus brazos. Llevándola en andas, entró como una tromba en la casa, subiópor las escaleras y la condujo a su habitación. Una vez allí la lanzó sobre la camay se abalanzó sobre ella antes que pudiera incorporarse o protestar.—¡Basta, vikingo, bastardo! —exclamó asustada.Pero no había manera de detenerlo, de detener su rabia o su pasión. Ellavolvió a gritar, medio histérica.—¡Erick!Algo en su voz lo conmovió, pues se quedó inmóvil y después se tendió a sulado. Murmurando algo que ella no entendió, se incorporó para levantarse de lacama, y ella, que debería haberse alegrado, se apretó contra él; no podía dejarlomarchar.Erick depositó un beso suave en sus mejillas, húmedas de lágrimas. Annelise lo atrajo más hacia sí, sintiendo cómo se excitaba su cuerpo. El príncipe le buscólos labios y la besó con abrasadora avidez, pero sin violencia. Introdujo la lenguaen su boca profundamente, llegando hasta los más secretos recovecos. La durezade su miembro contra su cuerpo produjo a la mujer una dulce y ardientehumedad. Lo deseó con una creciente y avasalladora necesidad que llenó todo suser. Iba a marcharse de nuevo.—Señora, ¡me recordarás! —le susurró dulcemente al oído.Lo repitió una y otra vez, y la mujer notó que lo sacudía un fuerteestremecimiento. Gimiendo suavemente Annelise enmarcó su rostro con lasmanos y unió sus labios a los suyos, pegándose a él con una sugerente ondulaciónde caderas.—Annelise —oyó susurrar.Ella enterró la cara en su cuello.—Por favor —murmuró.No necesitó añadir más. Erick estaba dentro de ella, que se estrechó máscontra él a la primera embestida. El hombre comenzó a moverse, adentrándosede forma más profunda con cada arremetida, a que ella respondía con el mismofrenesí, amoldándose a su ritmo. El príncipe le hizo el amor como si quisieradejarle grabado eternamente su sello; y Annelise le hizo el amor como si susansias de él pudieran evitar que fuera a la guerra. El aire pareció estremecidopor truenos a medida que el ritmo y la tempestad alcanzaban alturasinsoportables. La mujer gimió y gritó cuando el orgasmo estalló con unallamarada que la hizo saborear el éxtasis y la dejó por un instante inconsciente.Cuando volvió a ver la luz, notó cómo el cuerpo de Erick se estremecía sobre ellay de nuevo se sintió colmada, invadida por el ardiente calor de su semilla. Cerrólos ojos y degustó el placer.Permanecieron quietos una eternidad. Después Erick la rodeó con sus brazos yla estrechó.—Recuérdame —murmuró.Su esposa abrió los ojos y se encontró con la tormenta cobalto de los suyos.En vano trató de sonreír. Intentó hablar con voz firme, pero lo hizo en un susurro:—Mi señor, creo que no podré olvidarte. Voy a... voy a dar a luz a tu hijo.—¿Qué?Observó atentamente los rasgos femeninos. Ella inspiró profundamente yexpulsó el aire.—Vamos a tener un hijo.—¿No mientes?Annelise sonrió por fin.—Milord, me cuesta creer que no te hayas dado cuenta. Hay ciertoscambios...Erick se retiró bruscamente de encima de ella, le bajó la túnica, se la alisó y acontinuación le acarició con ternura la mejilla.—Tontita —exclamó—. No debiste permitirme...—¿Permitirte? Mi señor, ¿cuándo he podido detenerte? —retó, apresurándosea añadir—: Erick, yo deseaba... yo también te deseaba. No me has hecho daño, nia mí ni al bebé.La besó.—Debes cuidarte. Debes cuidarte muchísimo.Ella asintió. En realidad, suponía ella, no quería decir que se cuidara; sino quecuidara al bebé.Erick se levantó y la alzó en sus brazos, estrechándola con ternura.—Sí, mi amor, cuídate... —La soltó y le acarició la mejilla—. Yo cuidaré deRolando; lo protegeré siempre que pueda. No temas.Su voz sonaba severa, con una nota amarga. Tras besarla en los labios sedirigió a la puerta y se marchó.—¡Es a ti a quien amo! —murmuró ella con los ojos llenos de lágrimas.Ya era tarde. Erick ya se había marchado. 

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora