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El corazón le martilleaba en el pecho, le dolían las piernas, le ardían los pulmones, pero Annelise continuó corriendo, adentrándose más y más en el bosque, alejándose de la ciudad que había sido su hogar, su propiedad por derecho. Había tenido que luchar toda su vida, pero jamás se había encontrado tan cerca del terror y la desesperación como en esos momentos.

Finalmente aflojó el paso, y a en el corazón del bosque, que era un mar de oscuridad verde. Conocía bien la zona y se alegró de que comenzara a anochecer. Se detuvo ante una roca cubierta de liquen para recuperar el aliento, agudizando el oído para comprobar si las hordas de vikingos la perseguían. Su respiración se apaciguó poco a poco. Al parecer no la habían seguido. Tal vez no sabían quién era, o quizá no les importaba.

Se echó a temblar al pensar que aquel hombre podía haberla matado. Y si no hubiera estado tan gravemente herido, no habría permitido que escapara.

Se estremeció y cerró los ojos para dominarse. Pero no podía cerrar los ojos al recuerdo; veía al vikingo en su mente, rubio, poderoso, y le parecía que aún percibía su sutil aroma masculino, aún sentía sus manos tocándola...

Inspiró profundamente. Podría haberla matado, haber apuntado la daga hacia su corazón, pero no lo hizo. Sin duda sabía que ella huiría, que se apresuraría a avisar al rey, y sin embargo la dejó con vida.

No lo hizo por piedad, pensó, pues se había comportado con bastante crueldad.

¿Y por qué le preguntó qué había ocurrido? Se rodeó con los brazos, deseando poder gritar de miedo, furia y frustración. ¿Qué había ocurrido? Que una horda de vikingos se presentó de repente y destruyó su casa. Debía continuar avanzando. Tenía que ver al rey.

Annelise se levantó para reanudar su camino y no tardó en llegar al arroyo que atravesaba el bosque

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Annelise se levantó para reanudar su camino y no tardó en llegar al arroyo que atravesaba el bosque. Se preguntaba si los vikingos habrían asolado la ciudad. Muchos habían muerto: nobles, ciudadanos libres y siervos habían fallecido tras luchar orgullosa y valientemente.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Egmont había muerto. El querido y leal

Egmont, con sus bigotes largos y sus melancólicos ojos castaños. Annelise no podía soportarlo. Egmont había acompañado a Garth, su padre, el príncipe de Gales, cuando fue a rescatar a su madre, Alice, de los daneses que habían saqueado la costa de Cornualles. El padre de Alfonsino había honrado a Garth por la hazaña, ofreciéndole a Alice por esposa, además de muchos condados y tierras fértiles. Annelise recordaba que Egmont solía cogerla en brazos cuando era pequeña y balancearla en la rodilla. Y al igual que ella, Egmont había pasado su vida luchando contra los vikingos, la horrible horda de la muerte.

Se arrodilló y sumergió la cabeza en el agua fresca y rumorosa. Se echó agua por todo el cuerpo para limpiarse del lodo y el contacto del vikingo.

Comenzó a temblar de nuevo y se obligó a ponerse en pie para alejarse del arroyo. Había escampado por fin, y los relámpagos ya no iluminaban el cielo.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora