Llegada inesperada

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La primera proa dragón apareció en el horizonte en el mismo instante en que el primer relámpago surcaba el cielo y el primer terrible trueno retumbaba en el firmamento.

Después surgieron numerosas proas dragones, sembrando el pánico en los corazones ya recelosos. Con las altas proas erguidas y salvajes sobre las aguas, como bestias míticas, los vikingos entraban en los puertos llevando destrucción y muerte a los habitantes del reino.

La ferocidad de los nórdicos era bien conocida a lo largo de las costas sajonas de Inglaterra. Los daneses llevaban años haciendo estragos en la tierra, y toda la cristiandad había aprendido a temblar a la vista de las rápidas naves dragones, azote de tierras y mares.

Los navíos procedían del oeste ese día, pero ningún hombre ni mujer se detuvo a pensar en ese detalle al ver el enjambre de barcos vikingos que navegaban con las velas tan henchidas que parecían a punto de romperse. Vieron la interminable hilera de escudos que cubrían de proa a popa las embarcaciones y observaron que era el viento, no los remeros, lo que las hacían avanzar como la ira de Dios.

Los rayos y relámpagos iluminaban y hacían crepitar el cielo gris. El viento silbaba, rugía y después ululaba, como si presagiara la violencia que se avecinaba. Rojas y blancas, las velas vikingas azotaban el cielo oscuro y gris como el acero de las armas, desafiando al implacable viento.

Annelise se hallaba en la capilla cuando se dio la primera voz de alarma. Oraba por los hombres que batallarían contra los daneses en Rochester. Rezaba por Alfonsino, su tío y su rey, y por Rolando , el hombre a quien amaba. No había sospechado que el peligro se cernería sobre su costa. La mayoría de los hombres habían partido para prestar sus servicios al rey, ya que los daneses estaban congregándose en el sur. Estaba sin ejército.

Egmont, su más fiel guerrero, ya anciano, que había servido muchos años a su familia, la encontró arrodillada en la capilla.

— ¡Señora! ¡Navíos dragones, mi lady!

Por un momento ella pensó que el hombre se había vuelto loco.

— ¿Navíos dragones? —repitió. —En el horizonte. ¡Vienen hacia aquí!

— ¿Del oeste?

—Sí, ¡del oeste!

Annelise se puso en pie de un salto, salió corriendo de la capilla y subió por las escaleras hacia la empalizada que rodeaba la casa señorial. Corrió por los parapetos, mirando hacia el mar.

Los vikingos se aproximaban, tal como había dicho Egmont. Se le revolvió el estómago y a punto de gritar de miedo. Toda su vida había sido una continua lucha. Los daneses habían llegado a Inglaterra como una plaga de langostas, sembrando el terror y la muerte. Habían matado a su padre. Jamás olvidaría aquellos momentos en que lo tuvo en sus brazos, tratando de reanimarlo.

Alfonsino luchaba contra los daneses y los derrotaba con frecuencia. Y de pronto amenazaban su tierra, y ella no tenía a nadie que la defendiera porque su gente había ido a ayudar a su rey.

— ¡Dios mío! —exclamó.

—Huye, señora, huye —aconsejó Egmont—. Coge un caballo y ve rápido hasta el rey. Llegarás a donde él se encuentra mañana si cabalgas deprisa. Lleva tus flechas y una escolta, y yo rendiré esta fortaleza.

Ella lo miró fijamente y después sonrió.

—Egmont, no puedo huir, lo sabes.

— ¡No debes permanecer aquí!

—No nos rendiremos. La rendición nada significa para ellos; cometen las mismas atrocidades tanto si se les presenta combate como si no. Me quedaré aquí y lucharé.

Casada con un príncipe vikingoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora