Capítulo 1

5.1K 137 16
                                    

La llegada de los hermanos Reyes a la hacienda fue lo peor que le pudo pasar a los Elizondo, según Sarita. No solo fallaron en construir una cabaña, que le pudo costar la vida a cualquiera que haya estado cerca cuando se derrumbó, sino que se empeñaron en conquistar a sus hermanas, las cuales cayeron directamente en sus garras. No bastó con que una tuviera un hijo de ellos. No, claro que no. También lograron que otra se casara con el segundo de los descarados. Y ahora, incluso cuando la verdadera intención de los hermanos se supo, las ingenuas de Norma y Jimena seguían pensando en esos brutos y estaban considerando perdonarlos. Sarita no permitiría semejante herejía. De Juan ya no podrían librarse, es cierto. ¿Pero Oscar? Un simple divorcio acabaría con lo único que lo sigue ligando a su familia. O eso creyó ella.


No pasaron ni dos días cuando Olegario corría al corral llamando la atención de su patrona para informarle del cercado que estaban instalando los nuevos dueños de los terrenos colindantes. Cómo le hirvió la sangre cuando el mismísimo Franco Reyes se volteó con el final de una sonrisa de satisfacción en el rostro. Oh, cómo deseó borrársela de un puñetazo. Tuvo que conformarse con botar el cerco, e imaginarse la cara de indignación de su enemigo.

Aun así, no pasaron veinticuatro horas y nuevamente el estúpido cerco estaba en pie. Sara empuñó las manos de la rabia. ¿Franco Reyes quería guerra? Guerra iba a tener.

Claro que guerra para Sarita significaba volver a botar el cerco. Y en eso estaba, planeando cuándo hacerlo ahí al lado de la cerca que ahora se robaba parte de sus tierras descaradamente, cuando el dueño de las otras tierras apareció en su flamante jeep.


—Por lo visto le agrada visitarnos con frecuencia, ¿No? ¿Sientes mucha curiosidad por tus vecinos o qué?


Si Sara es corta de genio en general, el tono de burla de Franco la sacó de sus casillas con una facilidad alarmante. ¿Cómo es posible que con tan pocas palabras ese descarado logre sacar lo peor de ella?


—Já, curiosidad. Mejor dejen de querer robar parte de nuestras tierras, ¿Me oyó?

—Si no hubiese venido a destruir el trabajo ajeno la primera vez...

—Como si ya en ese momento no hubiese estado robando terreno. Eso es lo único que sabe hacer, robar y mentir.

—No me importa lo que piense una mujer como usted, ¿Sí? Y mucho menos me importan los insultos de una mujer fea y amargada como usted, señorita Sara Elizondo.


Fea y amargada. Sarita ya estaba harta de tener que escuchar sobre su poca gracia de boca de ese mal nacido. Apenas escuchó aquellas palabras la ira se apoderó de ella, como si el mismísimo diablo la poseyera. Con la mano que sostenía la fusta, a golpe limpio quiso hacer pagar a Franco todos sus insultos. Decir que le salió mal es decir poco. Lo siguiente que supo la mayor de las Elizondo fue que se encontraba en una habitación que no era la propia, con una empleada que no trabajaba para ella, en ropajes que no le pertenecían y con recuerdos de un sueño desconcertante.


—No se mueva, señorita. El médico ya viene en camino.

—¿Quién es usted?

—Quintina, mucho gusto. Trabajo para los Reyes. —Sara saltó de la cama inmediatamente luego de escuchar eso—. Está en la habitación de don Franquito.


Una humillación inmensa la invadió junto a la ya típica rabia que sentía cada vez que escuchaba el nombre del ojiazul. Ese ladrón, invasor de predios ajenos sin vergüenza. No solo era todo eso y un vándalo engreído, ¡sino también era un degenerado!

La respiración de Sarita se volvió agitada, la morena se perdió en mil y un escenarios de porqué se hallaba con tan solo una bata cubriendo su cuerpo. Rápidamente comprobó que al menos su ropa interior estuviera puesta, y soltó un suspiro de alivio cuando vio que sí. Sin esperar un segundo más, se decidió a huir del lugar, dejando a una Quintina desconcertada.


—Está despierta —le dijo él con algo que parecía alivio cuando se encontraron en el pasillo. «Alivio de no haberme asesinado». El muy hipócrita.


Por una milésima de segundo Sarita pensó que debía aprender a manejar mejor sus emociones, pues con tan solo verle la cara a ese animal le daban unas ganas de arañarle la cara, y eso era lo más suave. Su vacilación fue corta, y en un pestañeo se abalanzó contra él y con todo lo que tenía le dio a golpes. Pero Sara era una mujer menuda, y aunque tuviera brazos marcados por el trabajo propio de una hacienda, no podía negar que Franco era el doble de fuerte que ella, y que le sacaba al menos quince centímetros de altura. Sus manos fueron detenidas por las de Franco, quien agarró sus muñecas con firmeza y la zarandeó un poco hasta terminar en un abrazo, si es que podía considerarse eso. El pecho de él, contra su espalda.


—¡Degenerado, suélteme! —Sarita gritó a la vez que trataba de zafarse del agarre.

—¿Pero de qué habla?

—¿Usted qué cree que soy? ¡Hacerme despertar en su cama y prácticamente desnuda!

—Óigame bien, no pasó nada de lo que se está imaginando.

—¿¡Entonces cómo explica eso!? —La castaña agarró la bata con fuerza, aún con las muñecas sujetas por él, mientras miraba por encima de su hombro a Franco esperando una respuesta. Lo único que encontró fue un rostro sonrojado con la mirada puesta en otro lugar.

—Yo solo la veo mostrando piel a voluntad —respondió finalmente el rubio, con una sonrisa entre burlesca y coqueta. Sarita volvió a mirarse, y se dio cuenta que al agarrar la tela le dejó a Franco la vista perfecta de su escote.


La rabia dio paso a la vergüenza, quien le ordenó a sus manos acomodar la prenda nuevamente. Franco entonces la soltó, y aunque no quería quedar como el degenerado que Sarita lo acusaba ser, tenía la burla en la punta de la lengua. Claro que cuando vio la aflicción en la cara de la castaña se atragantó con sus propias palabras.


—Ay, señorita, —habló Quintina quien al fin había salido de su estupor—. Está confundida, nadie ha hecho eso que usted dice.

—Ya quisiera, Sarita. Ni loco abusaría de una mujer tan fea y sin gracia como usted. No se haga ilusiones, ¿sí?


Y una vez más el sin vergüenza le recalcaba lo fea que era. Indignada agarró sus pertenencias que le trajo Eva (porque por supuesto que esa mujer se iba a aliar con los miserables esos), y salió lo más rápido que pudo de esa asquerosa casa. Negó toda ayuda, se vistió a duras penas pensando en cómo iba a volver sin su caballo, y cuando salió al exterior con toda la intensión de irse caminando a su hacienda, ahí venía un par de estúpidos tirando de su caballo.


—¿¡Qué hacen!? ¡Devuélvanme mi caballo!

—No sabíamos que era de usted, señorita.


Sarita no dijo nada más. Le arrebató de las manos las riendas, y de un salto se subió sin necesitar estribos. Manolo y Miguel quedan boquiabiertos mirando la acción, mientras la mujer se alejaba a galope.


—Wow —comentó Manolo dándole un codazo a su hermano y sin despegar la vista del caballo y su jinete que rápidamente se perdían a la distancia.

—Ya sé. ¿Dónde se consigue una de esas?

—Pensé que tenían mejor gusto por las mujeres, muchachos.

—Pero Franco, de qué habla. ¿Acaso no la vio? El fuego hecha mujer. Yo ya quisiera que una así me diera la hora del día.


Y obvio que Franco la había visto, pero no admitiría que quedó impresionado con esa maniobra. Tampoco admitiría que le molestaba de sobremanera escuchar al par de hermanos hablar así de Sarita, pues ¿Qué le importaba a él lo que dijeran de ella o si alguien la deseaba? «Nada. No me importa absolutamente nada».

Un poco más cercaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora