Capítulo 16

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—¿Aló? —Sarita había terminado de bajar las escaleras cuando el teléfono sonó. Contestó sin mucho afán, esperando hablar con algún cliente. Pero cuando escuchó la voz del otro lado de la línea, su sorpresa fue mayor.

—Sara, que bueno que contestas tú.

—¿Franco? —Miró para todos lados, rogando que nadie la haya escuchado—. ¿Qué haces llamando a la hacienda? —susurró.

—¿Y cómo quieres que te contacte? ¿Prefieres que vaya para allá?

—¿¡Estás loco!? —Franco rio sabiendo de antemano la respuesta que tendría su pregunta.

—Loco por ti. —Sarita sonrió avergonzada, sus mejillas tiñéndose de rojo de inmediato—. Te llamo para hacerte una invitación.

—¿Ah sí?

Sí. Tú y yo, cena en un restaurante, esta noche. Un cita. ¿Puedes o te complica? Puede ser otra noche, si quieres. Pero necesito que aceptes salir conmigo. —Sarita sonrió ante la verborrea de Franco, exponiendo lo nervioso que estaba. Pensó por un segundo en hacerlo sufrir un poco, pero desistió al rememorar ya lo mucho que les había costado llegar a esto.

—Puedo, y quiero. Dime a qué hora y dónde.


A las 8 en punto Franco entraba al restaurante donde había citado a Sara. Se puso nervioso cuando la buscó con la mirada sin éxito, pero respiró profundo y caminó hasta su mesa, donde pidió una botella de vino.

Sarita entró veinte minutos más tarde, algo apurada y con la angustia en el rostro, pero suspiró aliviada cuando vio a Franco entre la multitud. Lo vio preocupado, y no lo culpaba para nada. Se acercó rápido, con la disculpa en la punta de la lengua.


—Perdón, perdón. Mi mamá no paraba de hacer preguntas cuando me vio salir así —se disculpó sentándose frente al rubio.

—Pensé que ibas a dejarme plantado.

—Prometí venir, ¿no? Y siempre cumplo mis promesas.

—Estás muy linda, aunque algo seria. —Sarita sonrió relajándose.

—Estoy un poquito nerviosa —dijo sincerándose—. Es la primera vez que acepto una invitación de este tipo.

—Me alegra que hayas aceptado. —Franco le sonrió a la vez que le tomaba la mano, y de manera audaz le besó los finos nudillos cuando terminó de hablar.


El resto de la cena fue sonrisas y coqueteos, sobretodo de parte de Franco, quien estaba muy claro en lo que quería. No es que Sarita no lo supiera o no tuviera en orden sus propias emociones, pero todavía actuaba con cautela. Aunque cuando Franco la miraba a través de sus pestañas, le besaba la mano, o le decía algún piropo, no podía evitar la sonrisa coqueta que le iluminaba el rostro.

Terminaron de comer y sinceramente ninguno quería despedirse. Decidieron pasear por el parque, y Sarita de manera muy natural tomó la mano de Franco y entrelazó sus dedos. El corazón del rubio dio un vuelco en sorpresa.

Llegaron hasta unos viejos pilares en medio del parque, hablando de todo y nada. Se sentía tan natural estar allí junto al otro, como si estuvieran haciendo aquello desde siempre. Los nervios quedaron olvidados en las copas de vino, dando espacio al disfrute de todo aquello que estaban sintiendo: emoción, ansias, expectación, deseo.


—¿Se lo dijo a sus hermanas ya?

—No, no. No le conté a nadie. ¿Con qué cara les podría decir que saldría con usted cuando tanto tiempo me opuse a sus relaciones con sus hermanos? —Ambos quedaron en silencio un momento, hasta que a Sarita se le ocurrió algo—. ¿¡Acaso les dijo a Juan y Oscar!?

—No, tranquila. —Franco la acercó hasta él tirando de su mano que todavía seguía enlazada a la de él. Le tomó la que tenía libre, y guio ambas hasta su propia cintura—. No les he dicho nada, y si quieres no lo haré. Pero que quede claro que no quiero ocultarte, Sara. —La tomó del rostro con suavidad, uniendo sus miradas para continuar con lo que tenía que decirle—. Para mí tú eres la definitiva, con la que quiero cumplir todos los clichés habidos y por haber. Estoy perdidamente enamorado de ti, y te amo. Sé que aún no estás lista para decirlo de vuelta, pero sé también que sí sientes lo mismo por mi. Así que tranquila, soy un hombre paciente y te esperaría cien años si tuviera que hacerlo.


Sarita solo pudo abrazarlo con fuerza, hundiendo el rostro en su pecho ocultando sus ojos llorosos. Franco pasó los brazos por encima de sus hombros y le besó la coronilla un par de veces. Cuando la castaña calmó sus emociones, lo único que le quedó por hacer fue mirar hacia arriba, a esos ojitos azules que tanto le gustaban, y sin titubear acercó su rostro al de Franco, uniendo sus labios en un beso tierno y pausado. Él respondió con gusto, perdiéndose en la boca de Sara, sus manos volvieron a las mejillas de ella, y la castaña hizo lo propio sujetándolo de la nuca. Se separaron por breves segundos para sonreírse, pero sus labios querían seguir tocándose, y como imanes volvieron a juntarse, esta vez con ímpetu. La lengua de Franco pidió permiso de manera poco tímida, subiendo de nivel el beso a uno que rozaba la indecencia.

Sarita se separó con la respiración agitada y dio un paso atrás para poner distancia. Sí, ya habían hecho esto antes, y sí, ya habían jugado en ligas mayores en el pasado, pero eso no impidió que su timidez saliera a flote.


—Tengo que regresar a mi casa, Franco. Ya es tarde. —Franco alcanzó a tomarla del brazo antes que pudiera escapar, girándola hacia él una vez más.

—¿Tarde para qué? Esto recién está empezando.


Se volvieron a besar, Sarita sin oponer resistencia porque ni a ella misma podía engañarse. Lo último que quería hacer era irse, así que dejó de pensar y solo actuó. Dejó que Franco la acorralara, como siempre hacía cuando tenía la oportunidad, contra uno de los pilares y lo besó con ganas, acariciando su espalda y dejándose acariciar de vuelta.

Lo que ninguno de los dos sabía, era que tenían un testigo. Y no uno desconocido.

Esa noche Fernando había decidido salir a beber sus frustraciones. Sarita lo tenía colmado, de todas las hermanas nunca pensó que ella sería la que más trabas le pusiera. Pero debió suponerlo. De las tres era la más involucrada en la hacienda, y aunque siempre estuvo de su lado, esa mujer no se dejaba llevar por palabras bonitas, sino por hechos. Y era muy capaz de juzgar por si sola, a diferencia de Gabriela. Había planeado ganarse su confianza y amistad porque le convenía, pero admitía que su ego le jugaba malas pasadas, y no podía evitar enfrentarla cuando ella ponía en juego sus órdenes. ¡Lo tenía tan cabreado!

Pero aunque Sarita fuera una mujer sensata, tal parecía que era igual de descuidada. Porque bastó que Fernando decidiera caminar un rato para que se le pasara la borrachera y poder manejar de vuelta a la hacienda, para encontrarse con la orgullosa esa y su noviecito. Casi se cayó de espalda cuando reconoció a Franco Reyes.

No podía creer su suerte. Si ganarse la confianza de Sarita no le había resultado, tal vez el chantaje la volvería más mansa. ¡Oh, cómo iba a disfrutar esto! Ahora la tendría en la palma de su mano, porque si el cálculo no le fallaba, esos dos llevaban meses juntos. Franco debió ser el que le envió tantas flores, y la hacienda Reyes debió ser el destino de todas esas veces que Sarita se desaparecía de su propia hacienda. Ahora entendía porqué era ella la que se iba a pelear con esos muertos de hambres, porqué fue a la dichosa fiesta de los Rosales y de Leandro Santos. Eran sus excusas para ver al flacucho ese.

Los siguió hasta el parque, y si en algún momento dudó del tipo de relación que tenían esos dos, ahora lo tenía todo muy claro. Miró con asco como se devoraban a la vista de cualquiera que pasara por ahí. Claramente se le habían pegado las malas costumbres, porque Gabriela siempre se enorgullecía de su hija mayor, la mejor educada y con la mejor criterio. Pero ahora quedaba en evidencia que Sarita era tan ingenua como sus hermanas, y Fernando no perdería esta oportunidad. La hora de su venganza había llegado, y Sarita quedaría humillada así como ella lo humillaba a diario.

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