Capítulo 2

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Aunque Sarita dijera que no soportaba a los Reyes, y menos aún al menor de ellos, algo la hacía no poder alejarse. Aunque nunca lo admitiera ni siquiera a ella misma. Pero por alguna razón, siempre volvía a la órbita de Franco Reyes.

Sabía que no debía ir a esa dichosa fiesta en honor a los nuevos hacendados, pero hasta allá llegó, en el mejor vestido que tenía para demostrarle a ese infeliz que no era ni fea ni desabrida y que podía llegar a tener mucha gracia. Claro que esto último le estaba costando trabajo demostrarlo.

Primero, apenas Franco la vio llegar, éste se puso a bailar con una mujer que podría asesorarse mejor. «Y eso es ser amable». Claramente lo hizo para molestarla, porque en ningún momento miró a su pareja de baile y en cambio los ojos no los despegaba de la mirada de Sarita. Lo que logró enfurecerla más.

Segundo, el bendito brindis. No pudo resistirse a decir unas cuantas verdades, y si las dijo con veneno fue solo porque el ojiazul la llevaba provocando con sus miraditas toda la tarde. Se lo tenía bien merecido.

Tercero, y lo que peor le cayó, las "verdades" que Franco le gritó de vuelta. Su mano actuó con voluntad propia y en un segundo el rubio tenía espumante en todo el rostro. «Que agradezca que no fue una cachetada... o un puñetazo».

Pero por supuesto que la tarde no podía terminar ahí. Por algún motivo, después de salir a la velocidad de la luz de esa hacienda, Franco la siguió. Y Sarita se golpearía a si misma si se dejaba intimidar por ese imbécil. Aceleró la marcha mientras veía por el retrovisor como Franco también aceleraba. Cuando volvió la vista al frente ya era muy tarde: un jinete y su caballo se habían cruzado en su camino. Trató de esquivarlos, pero el camino de tierra era muy estrecho para la maniobra y terminó chocando contra la orilla. Esta vez no terminó inconsciente, pero el golpe en la cabeza que se dio contra el volante la dejó aturdida y desorientada. Escuchó a lo lejos como otro carro paraba cerca suyo y a los pocos segundos que alguien llamaba su nombre.

—¡Sara! —Su cerebro reconoció la voz, y cuando la puerta del copiloto se abrió, recordó que venía escapando de ese mismo hombre—. Sara, ¿Estás bien? —Eso mismo se preguntó ella. Sintió cómo algo le recorría la cara, y cuando se tocó la sien y miró sus dedos, vio que era sangre.

—¿Qué hace? —El rubio no demoró en dar la vuelta y abrir la puerta del piloto. Trató de socorrer a la castaña pero ella no se dejó.

—Deje ayudarla.

—No necesito su ayuda, gran estúpido. —Sarita bajó del vehículo por su cuenta, Franco atento por si debía interferir—. ¿Por qué no se devuelve a su fiesta?

—Sara, está sangrando. Deje llevarla.

—Dije... Dije que no. —dijo Sarita dándole la espalda insistiendo en alejarse, sin percatarse que algo no iba bien.

—¡Por qué es tan terca!

—Franco...— la mujer se dio la vuelta para encararlo, pero el movimiento sólo logró marearla. El ojiazul la agarró antes que cayera inconsciente al suelo.

A Franco le latió el corazón a una velocidad inexplicable, ver a Sarita caer frente a él una vez más lo dejó lleno de adrenalina. Agradecía tener buenos reflejos, o la castaña se hubiese dado otro buen golpe. Rápidamente la subió a su coche y manejó a su hacienda, sabiendo que había prometido no llevarla allí nunca más. Pero arriesgaría ser golpeado nuevamente si eso significaba que estuviera bien. «Ni siquiera sé porqué me preocupo».

Y eso es exactamente lo que lo tenía confundido. Pareciera que fue ayer que no soportaba la presencia de esa mujer, pero hoy en día lo único que hacía era pensar cómo la iba a molestar la siguiente vez que se vieran, si usaría esa blusa que era un poco traslúcida, o esos jeans que la envolvían como hechos a medida. Cómo respondería y si se ruborizaría antes de desatar su furia.

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