Epílogo

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Lo primero que pensó al despertar fue que olvidaron cerrar las cortinas la noche anterior. Una tenue luz quiso colarse por sus párpados, pero aún así supo que todavía era muy temprano para empezar el día; una refrescante brisa matutina le acariciaba el cuerpo desnudo, y la única fuente de calor que sintió fue el cuerpo que tenía apegado al suyo por la espalda.

Sara sintió la erección de Franco apenas fue totalmente consiente de su alrededor, y una sonrisa plácida adornó su rostro. Se apegó más al masculino cuerpo de su esposo y acomodó su trasero contra su entrepierna, disfrutando el roce que provocó la acción. Franco, aun dormido, reaccionó empujando sus caderas hacia adelante casi de manera imperceptible, el brazo que envolvía la cintura de Sara la apretó suavemente contra su torso y la otra mano, que pasaba por debajo de su cuello, le apretó uno de los pechos.

El suspiro que salió de los labios de la castaña fue inmediato, y con los ojos aún cerrados, se dio la vuelta sin mucho revuelo. Besó el centro de su marcado pecho, dejándose embriagar por el aroma de su piel, y cuando Franco se reacomodó quedando boca arriba, Sarita no perdió oportunidad y se subió sobre él de manera perezosa.

Recién en ese momento abrió los ojos. Pestañeó un par de veces antes de encontrarse con la mirada somnolienta del rubio, y tan pronto lo hizo, sonrisas idénticas adornaron sus rostros.

—Buenos días —le dijo él con voz rasposa.

Pero Sara no respondió. Al menos no con palabras.

Sus caderas se balancearon hacia adelante, provocando una fricción exquisita entre sus pliegues y el miembro erecto del rubio. Franco sintió como la poca sangre que le quedaba en la cabeza bajaba a otra parte de su cuerpo, y creyó desvanecer ante las sensaciones que los movimientos de Sara le estaban provocando.

La boca de Sara buscó la suya, su lengua húmeda se deslizó por sus labios de manera apaciguada, sensual, y él la recibió gustoso; un gruñido salió del fondo de su pecho como respuesta, y Franco sintió contra su boca la sonrisa de satisfacción que la castaña no pudo ocultar.

Cómo le gustaba despertar así, disfrutando de la mujer que amaba, sin apuros, sin sentir la necesidad de tener que levantarse pronto para empezar el ajetreo cotidiano. En días como esos, le encantaba acurrucarse contra la castaña y dejarse envolver por su aroma.

Pronto, los besos de Sara dejaron sus labios, lo que lo hizo volver al presente. La boca de ella se desvió hacia su mejilla, luego su quijada; bajó más con besos húmedos, dejando un rastro de saliva a su paso. Besó el centro de su pecho, una, dos veces, y guió su lengua hasta uno de sus pezones. A Franco lo recorrió un hormigueo desde la cabeza hasta los pies, y la sensación se mantuvo en su cuerpo incluso cuando la boca de su esposa detuvo su jugueteo para seguir recorriendo la piel desnuda de sus abdominales.

Franco miró hacia abajo buscando la mirada de Sara, pero la castaña estaba ensimismada en su misión; en cambio, solo alcanzó a divisar una sonrisa de medio lado que gritaba satisfacción justo antes de sentir la cálida lengua de Sara recorrerlo desde la base hasta la punta de su miembro.

El gemido de Franco se dejó escuchar en la habitación, fuerte y masculino, y Sara volvió a sonreír al oírlo. Su mano lo envolvió con firmeza, lo estimuló un par de veces con desasosiego, y recién cuando las caderas de Franco se despegaron de la cama buscando más, Sara lo metió en su boca hasta donde su garganta se lo permitió. La mano de Franco se sujetó en la melena castaña de inmediato, eso sí, sin apurarla en lo que estaba haciendo.

Con los ojos cerrados se entregó a su esposa; sintió con detalle las caricias de su lengua, la succión de su boca, el agarre de su mano. El placer se asentó con gusto en la parte baja de su abdomen como una leve presión que aumentaba y aumentaba según Sara hacía y deshacía con él. Su esposa lo devoró con expertiz, familiarizada ya con la totalidad de lo que era Franco. Lo conocía en cuerpo y alma como ningún otro ser humano lo había llegado a conocer, y esto se reflejaba en momentos como éste, donde Franco, aunque quisiera, no podía controlar el rápido ascenso a ese paraíso metafórico al cual Sarita lo estaba guiando con su boca.

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