Capítulo 21

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—Lamento haber tenido que acortar el viaje.

—Ay Norma, no tienes porqué disculparte. Lo importante es que Juan David se recupere.

—Así es, cuñadita. Mi morenita tiene razón. Creo que aquí estamos todos de acuerdo con que lo más importante es Juan David. Ya tendremos otra oportunidad para pasar todos juntos en familia.

—Oscar, ¿quieres venir a ayudarme con las maletas?


Los cuatro enamorados se encontraban en las puertas de la hacienda Reyes, recién llegados de Santa Clara. Era domingo por la mañana, las mini-vacaciones que habían organizado acortadas un día porque a Juan David le subió la temperatura por la noche.


—Apuesto que Franco sigue durmiendo. De otra forma ya se hubiese aparecido a preguntar qué nos pasó —comentó Oscar.

—Menos palabrería y más ayuda.

—Juan, ¿por qué no dejas eso ahí y entramos? Tengo hambre y ganas de un baño. —Juan rodó los ojos ante esto último. La obsesión de su hermano y su bañera siempre sería un misterio para él.

—Muy bien, como quieras. Pero después vendrás tú solo a descargar el carro.


Ninguno de los dos notó que mientras discutían, ambas mujeres junto a Juan David se les adelantaron para entrar a la casa. Vaya sorpresa que se pegaron cuando notaron que la puerta, hasta entonces siempre abierta para todos, estaba con llave.


—¿Juan? ¿Por casualidad trajeron llaves? Al parecer no hay nadie.

—¿Cómo así? —Juan trató de abrir también, pero con nulo éxito. Oscar entonces desenganchó su manojo de llaves del cinturón y procedió a abrir.


Decir que quedaron con la boca abierta es poco. Apenas entraron al recibidor escucharon los ruidos provenientes de la planta superior, y aunque algunos demoraron más en identificar la naturaleza de éstos, a los pocos segundos todos se miraron perplejos.


—Ay, caray. Creo que sí hay alguien y lo está pasando muy bien. —Oscar sonrió orgulloso. Aunque los sonidos no se escuchaban muy alto, el golpear constate contra la pared acusaba de inmediato. Y si uno prestaba atención, unos gemidos muy bajitos podían escucharse de fondo.

—Este canijo, lo voy a matar.

—No, Juan. Detente.

—Esto no lo voy a permitir. ¿Con quién más va a estar sino con Rosario Montes?

—¿Por qué no mejor discutimos afuera?— pidió Norma incómoda.

—Sí, Juancho. No quieres ese trauma en tu vida.

—Que trauma ni que ocho cuartos. Franco prometió que ya no pasaba nada con esa cantante. ¡Y míralo! La trae a la casa como si nada.

—Amor, ¿cómo sabes si realmente es ella?

—¿Pero quién más podría ser?

—Creo que quiero seguir el plan de Juan.

—¡Jimena!

—Ay Norma, muero de la curiosidad.


Los ruidos arriba se intensificaron: la frecuencia del golpeteo aumentó como así también el volumen, y ya no era necesario prestar atención para escuchar gemidos, ahora se distinguían encima de todos los otros sonidos. Norma empezó a pasearse con el niño en brazos mientras el resto miraba atento escalera arriba.

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