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Una de esas tantas veces que crucé la frontera entre las dos y las tres de la mañana, en aquel cómodo infierno, alcé la cabeza para por fin encontrarte entre la oscuridad. Veía la figura de tu rostro mezclandose con la noche, fundiendote y comenzando a formar parte del paisaje.

Flotaba en el espacio y me acercaba a ti como si fuera una pobre hoja de otoño atrapada entre las ráfagas del viento. El ruido de fondo era la musicalización de un calambre. Hasta que alcancé tus brazos y la luz se apagó tan fuerte como mis ojos cerrándose.

No hubo sonidos, luz, ni latidos. Me entregué al deseado cariño del abrazo que me diste mientras mi cuerpo se vencía por completo. Amor. Así me di cuenta cómo el calor que apenas anidaba en mi se desvanecía, impidiéndome sentirte, privandome de reavivar aquella idealización sobre el reencuentro que había deseado madrugada tras madrugada. Permanecí contigo, escuchando cómo en un susurro roto me contabas que podías verme aunque yo no pudiera verte a ti. Que sabías lo que había estado haciendo, de mis lagrimas, fracasos y dolencias.

Me negué a sollozar. No había razones. Entregarme al ensordecedor amor en la forma de un abrazo tuyo era como cerrar los ojos ante los primeros rayos de sol de la mañana. Yo ya no existía en la realidad de la cual aún formaba parte

En la piel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora