Avanzo por Gessum Avenue al volante del Cadillac de Madre. Un poco más adelante, un niño de color vestido con un peto me contempla con los ojos abiertos como platos y aprieta con fuerza su pelota roja. Miro por el espejo retrovisor. Aibileen todavía está en las escaleras de su casa con su uniforme blanco. Ni tan siquiera me ha mirado a los ojos al decirme: «No, señorita». Tenía la vista fija en la pequeña franja de césped amarillento de su jardín. Había imaginado que esta visita sería como las que hacía a casa de Constantine: amistosas personas de color saludándome sonrientes, contentas de ver en su barrio a la niñita blanca hija del dueño de la gran plantación. Pero aquí, la gente frunce el ceño al verme pasar. Cuando mi coche se acerca a su lado, el niño de la pelota se da la vuelta y corre a refugiarse detrás de una casa en cuyo porche hay un grupo de una media de docena de hombres de color reunidos, con bandejas y bolsas. Me masajeo las sienes, intentando pensar en algún otro método para convencer a Aibileen. Hace una semana, Pascagoula llamó a la puerta de mi dormitorio. —Una conferenciaba usté, Miss Skeeter. De parte de una tal Miss... Stern, creo que m'ha dicho. —¿Stern? —repetí, y de repente di un respingo—. ¿No querrás decir... Stein? —Esto... pué ser que dijera Stein. Habla con un asento raro. Aparté a Pascagoula y bajé corriendo las escaleras. Por alguna estúpida razón, mientras me dirigía al teléfono, intenté arreglar mi pelo rizado como si se tratara de una entrevista cara a cara y no de una llamada telefónica. En la cocina, agarré el auricular que colgaba de la pared.-115-
Tres semanas antes, había escrito la carta en el mejor papel de la marca Strathmore. Tres folios con un bosquejo de mi idea, los detalles del proyecto... y la mentira: que una respetable y trabajadora criada negra había aceptado entrevistarse conmigo para describirme con todo detalle los entresijos de servir para las mujeres blancas de nuestra ciudad. Lo estuve sopesando: podía decirle que «tenía previsto» pedirle a una mujer de color que me ayudara con el proyecto, pero inventarme que ya lo tenía «todo pactado» me pareció infinitamente más atractivo. Estiré el cable del teléfono hasta el interior de la despensa y encendí la bombilla que cuelga del techo. Nuestra despensa es una pequeña estancia con baldas en las paredes llenas de encurtidos, botes de sopa, melaza, verduras en conserva y confitura. Es el escondite que utilizo, desde que iba a la escuela, cuando necesito algo de intimidad. —Eugenia al habla, ¿dígame? —Espere un momento, por favor, voy a pasar su llamada. Hubo una serie de pitidos y después oí una voz muy, muy lejana, casi tan profunda como la de un hombre, presentándose: —Aquí Elaine Stein. —¿Hola? Soy Skeet... esto... Eugenia Phelan, de Misisipi. —Ya sé que es usted, Miss Phelan. Soy yo la que ha llamado. —Pude escuchar el sonido de una cerilla al encenderse, seguido de una aspiración corta y profunda—. Recibí su carta la semana pasada. Me gustaría hacerle algunos comentarios. —Sí, señora. Me apoyé en una enorme lata de harina King Biscuit. Mi corazón latía acelerado mientras me esforzaba por oírla. La conferencia desde Nueva York sonaba tan entrecortada como se podía esperar de los miles de kilómetros que nos separaban. —¿De dónde sacó esta idea? Eso de entrevistar a asistentas del hogar. Tengo curiosidad por saberlo. Me senté, paralizada durante un segundo. Ni saludo, ni presentación ni posibilidad de conversación preliminar... Me di cuenta de que lo mejor sería contestar a su pregunta, tal y como se me pedía. —Bueno... a mí me crió una mujer de color. He visto lo sencilla y lo compleja que puede ser la relación entre las familias y sus criadas... Tragué saliva. Mi voz sonaba tensa, como si estuviera hablando con un profesor en la escuela.—Continúe. —Bueno... —Aspiré profundamente—. Me gustaría escribir algo que ofreciera el punto de vista de las criadas, de las mujeres de color de por aquí. —Intenté dibujar en mi mente el rostro de Constantine o el de Aibileen—. De una persona que cría a un niño blanco para que luego, veinte años más tarde, se convierta en su empleador. Me resulta irónico que, a pesar de todo, las queramos y ellas nos quieran... —Tragué saliva otra vez, y seguí con voz temblorosa—. Aunque no les permitamos utilizar los cuartos de baño de nuestra casa. De nuevo reinó el silencio. Me sentí forzada a continuar: —Y bueno, todo el mundo sabe lo que pensamos los blancos al respecto. El aprecio que tenemos por esa encantadora figura de la Mammy que dedica su vida entera a cuidar de nuestra familia. Margaret Mitchell ya se encargó de hablar de ello. Pero, hasta ahora, nadie le ha preguntado a Mammy qué siente ella. Gotas de sudor me resbalaban por el pecho, dejando motitas en mi blusa de algodón. —Así pues, quiere mostrar un punto de vista que nunca antes ha sido abordado —dijo Miss Stein. —¡Sí! Porque nadie habla de ello. Por aquí, nadie habla nunca de nada. Elaine Stein soltó una risa parecida a un gruñido. Tenía un acento duro, muy del Norte. —Miss Phelan, yo viví en Atlanta durante seis años con mi primer marido. Me agarré a esta pequeña conexión. —Entonces... sabe cómo son las cosas aquí en el Sur... —Lo suficiente como para salir pitando de allí —dijo, y escuché cómo exhalaba el humo—. Mire, he leído su bosquejo. Es bastante... original, pero no funcionaría. ¿Qué criada en su sano juicio estaría dispuesta a contarle la verdad? Pude ver las zapatillas rosas de Madre pasando detrás de la puerta. Intenté ignorarlas. Miss Stein estaba a punto de descubrir mi farol. —La primera entrevistada está... dispuesta a contarme su historia. —Miss Phelan —dijo Elaine Stein, y no se trataba precisamente de una pregunta—, ¿esa mujer ha aceptado hablar con usted tan fácilmente? ¿Sobre su trabajo con familias blancas? Eso suena demasiado arriesgado en un lugar como Jackson, Misisipi.Me senté, parpadeando nerviosa. Sentí los primeros síntomas de preocupación que me avisaban de que Aibileen no sería tan fácil de convencer como había pensado. Poco sabía entonces sobre lo que me iba a decir en las escaleras de su casa una semana más tarde. —He visto en las noticias lo que pasó cuando intentaron acabar con la segregación en el servicio de autobuses de su ciudad —añadió Miss Stein—. Cincuenta y cinco negros acabaron apretujados en un calabozo con capacidad para cuatro personas. Me mordí los labios e insistí: —Pues esa mujer aceptó. Eso fue lo que me dijo. —Bueno, es digno de admiración. Pero ¿de veras cree que otras criadas hablarán con usted? ¿Qué pasaría si los empleadores se enteraran? —Las entrevistas se llevarán a cabo en secreto, puesto que, como usted sabe, las cosas están un poco difíciles por aquí últimamente. La verdad es que yo no tengo mucha idea de cómo están las cosas, porque me he pasado los últimos cuatro años encerrada en la sala de estudio de mi residencia leyendo a Keats y Eudora Welty, y ocupada con mis trabajos trimestrales. —¿Un poco difíciles? —se río ella—. Las revueltas de Birmingham, Martin Luther King, los niños de color a los que atacaron con perros... Querida, es un tema de máxima actualidad en todo el país. De todos modos, siento decirte que tu idea no funcionará. Al menos no en formato de artículo, porque ningún periódico del Sur se atreverá a publicarlo. Y tampoco como libro. Los libros de entrevistas nunca venden. —¡Vaya! —me oí decir. Cerré los ojos, sintiendo cómo toda mi emoción se desvanecía, y repetí—: ¡Vaya! —La he llamado porque, sinceramente, creo que es una gran idea, pero... no hay medio de conseguir que se publique. —Pero... ¿y si...? Mis ojos empezaron a recorrer la despensa mientras buscaba el modo de hacer que recuperara el interés. Quizá debería presentarlo como un artículo para una revista, aunque ella ya me había dicho que no funcionaría... —¡Eugenia! ¿Con quién estás hablando ahí dentro? La voz de Madre cortó de golpe mis pensamientos. Abrió un poco la puerta y la cerré de un empujón. Tapé el auricular y le bufé: —¡Madre! ¡Estoy hablando con Hilly! —¿En la despensa? ¿Vuelves a ser una adolescente? —En fin... —Miss Stein chasqueó la lengua—. Supongo que podré leer lo que consiga. ¿Quién sabe? El mundo editorial siempre tiene sus truquillos. —¿Lo dice en serio? Oh, Miss Stein, no sabe lo... —No estoy diciendo que vaya a hacerlo. Pero... haga la entrevista y, si merece la pena seguir intentándolo, se lo comunicaré. Tartamudeé una serie de sonidos ininteligibles, que finalmente tomaron la siguiente forma: —Gracias, Miss Stein. No sé cómo expresarle lo mucho que le agradezco su ayuda. —No me dé las gracias todavía. Si necesita ponerse en contacto conmigo, llame a Ruth, mi secretaria. Y colgó el teléfono. El miércoles llevo una vieja mochila a la partida de bridge en casa de Elizabeth. Es roja y muy fea, pero para hoy me sirve. Es la única bolsa que he encontrado en casa de Madre lo suficientemente grande para que quepan las cartas de Miss Myrna. El cuero está agrietado y despeluchado y la correa tiene partes peladas que me han dejado manchas marrones en la blusa. Era la mochila de jardinería de mi abuela Claire. La utilizaba para llevar sus útiles de jardinería cuando cuidaba de las plantas. El fondo está todavía lleno de semillas de begonia. No pega para nada con la ropa que llevo, pero no me preocupa. —¡Dos semanas! —exclama Hilly mostrándome dos dedos levantados—. En dos semanas lo tenemos aquí. Sonríe y le devuelvo el gesto. —Ahora mismo vengo —digo, y me escabullo a la cocina con mi mochila. Aibileen está de pie ante el fogón. —Güeñas tardes —me saluda muy tranquila. Ha pasado ya una semana desde que la visité en su casa. Permanezco por un minuto contemplando cómo remueve el té helado. Por su postura, puedo notar que no se siente cómoda, que teme que le pida otra vez que me ayude con el libro. Saco unas cuantas cartas de la bolsa y, al verme hacerlo, los hombros de Aibileen se destensan un poco. Mientras le leo una pregunta sobre manchas de moho, sirve un poco de té en un vaso, lo prueba y añade más azúcar a la jarra. —Oh, antes de que se me olvide, encontré la respuesta a esa pregunta sobre los cercos que dejan los vasos en la mesa. Minny dice que se quitan frotándolos con un poco de mayonesa. —Aibileen exprime medio limón en el té—. También me dijo que pa que no vuelvan a salí, lo mejó es manda al mamarracho del marío a freír monas. —Revuelve y prueba—. Minny no se lleva mu bien con los maríos, ¿sabe usté? —Gracias, lo anotaré. Con toda la naturalidad que puedo, saco un sobre de la bolsa. —Toma. Quería darte esto. Aibileen vuelve a ponerse tensa, como cuando entré en la cocina. —¿Qué hay dentro? —me pregunta sin tocarlo. —Es por tu ayuda —digo tranquilamente—. He calculado cinco dólares por cada artículo. En total son treinta y cinco dólares. Los ojos de Aibileen se dirigen rápidamente hacia el té. —No, grasias, señorita. —Por favor, acéptalo. Te lo has ganado. Se oye ruido de sillas que se arrastran por la madera del suelo del comedor y la voz de Elizabeth. —Por favo, Miss Skeeter. A Miss Leefolt le daría un ataque si se entera de que me está dando dinero —susurra Aibileen. —No tiene por qué enterarse. Me mira. El blanco de sus ojos está amarillento de cansancio. Puedo ver que se lo está pensando. —Ya se lo dije el otro día. Lo siento, pero no pueo ayudarle con ese libro, Miss Skeeter. Dejo el sobre en la encimera, consciente de que he cometido un grave error. —Por favo, búsquese a otra sirvienta de coló. Una más joven que yo. Otra... —Pero es que no conozco a ninguna tan bien como a ti, eres... —respondo, tentada de utilizar la palabra «amiga», pero no soy tan ilusa. Sé que no lo somos. La cabeza de Hilly asoma por la puerta. —Vamos, Skeeter, ya estoy barajando —anuncia, y desaparece. —Se lo ruego —dice Aibileen—, quite de ahí ese dinero, no lo vaya a ver Miss Leefolt.Asiento con la cabeza, avergonzada. Devuelvo el sobre a la bolsa, consciente de que sólo he empeorado las cosas. Se lo ha tomado como un soborno para que me deje entrevistarla. Un soborno disfrazado de buenas intenciones y agradecimiento. Es cierto que llevaba tiempo planeando darle el dinero, cuando juntase una cantidad respetable, pero también es verdad que elegí entregárselo hoy deliberadamente. Ahora, la he espantado para siempre. —Cariño, pruébalo. Me costó once dólares, tiene que ser bueno. Madre me ha arrinconado en la cocina. Busco con la mirada la puerta del salón o la del porche mientras Madre se me acerca con esa cosa en la mano. Me fijo en lo delgada que es su muñeca y en lo frágiles que parecen sus brazos llevando el peso de esa máquina gris. Me empuja hacia una silla y descubro que no es tan delicada como parece. Me pasa por la cabeza un tubo ruidoso que escupe un pringue en mi pelo. Madre lleva dos días persiguiéndome con este nuevo invento para dejar el pelo suave y sedoso: el mágico Shinalator. Me unta la crema en el pelo con ambas manos. Casi puedo sentir la esperanza en sus dedos. Es consciente de que ningún ungüento va a achatar mi nariz ni a encogerme treinta centímetros; tampoco podrá dar un toque refinado a mis casi invisibles cejas ni añadir peso a mi raquítico cuerpo. Mis dientes están perfectos, así que lo único que le queda por arreglar es mi pelo. Madre me cubre la chorreante cabeza con un gorro de plástico y une un manguito que sale del gorro a una máquina cuadrada. —¿Cuánto dura esto, Madre? Agarra el manual de instrucciones con unos dedos pringosos y lee: —Aquí dice: «Cubra el cabello con el milagroso Gorro Alisador, encienda la máquina y podrá ver los resultados pasados...». —Se producirá.... ¿pasados diez minutos? ¿Quince...? Oigo un clic y un ruidito que va en aumento. Siento un calor lento e intenso en mi cabeza. De repente, suena un «pum». El tubo se ha soltado de la máquina y empieza a volar en el aire como una manguera loca. Madre chilla e intenta agarrarlo, pero no lo consigue. Por fin, lo atrapa y lo engancha de nuevo a la máquina. Aspira profundamente y vuelve a consultar el libro de instrucciones. —El milagroso Gorro Alisador tiene que permanecer durante dos horas en la cabeza para que los resultados sean... —¿Dos horas? —Le diré a Pascagoula que te prepare un vaso de té, cariño —contesta Madre, me palmea el hombro y sale silbando por la puerta de la cocina. Durante un par de horas fumo cigarrillos, ojeo la revista Life, termino de leer Matar a un ruiseñor y acabo leyendo el fackson Journal. Hoy es viernes, así que no habrá columna de Miss Myrna. En la página cuatro, leo: «El joven atacado por usar un baño segregado pierde la vista». Se interroga a los sospechosos. Me suena... familiar. Al poco rato recuerdo. ¡Debe de ser el vecino de Aibileen! Un par de veces esta semana me he acercado a casa de Elizabeth, con la esperanza de no encontrarla en casa para poder hablar con Aibileen a solas e intentar convencerla para que me ayude. Pero Elizabeth se pasa el día encorvada en su máquina de coser, tratando de que su vestido de Navidad esté listo con algo de antelación. Otra vez es un vestido verde, barato y sin gracia. Debe de haberse hecho con una ganga en las ofertas de tela verde. Me gustaría ir con ella a Kennington's y comprarle algo nuevo, pero sé que se moriría de vergüenza si se lo propongo. —¿Ya sabes lo que te vas a poner para la cita? —me preguntó Hilly la segunda vez que me pasé—. Es el próximo sábado, recuérdalo. —Supongo que tendré que ir de compras —respondí, encogiéndome de hombros. En ese momento, Aibileen trajo una bandeja de café y la dejó en la mesita. —Gracias —le dijo Elizabeth. —Pues sí, gracias, Aibileen —añadió Hilly echando azúcar a su taza—. Tengo que admitir que eres la negra que mejor hace el café en esta ciudad. —Grasias, señorita. —Aibileen —siguió diciendo Hilly—, ¿qué te parece tu nuevo retrete de ahí fuera? Es agradable tener un lavabo para ti sola, ¿verdad? Aibileen se quedó de pie, mirando la raja en la mesa del comedor. —Sí, señorita. —¿Sabes que mi marido, Mister Holbrook, se encargó de montar ese retrete, Aibileen? Fue él quien envió a los obreros; y el equipamiento, también —Hilly sonrió. Aibileen seguía inmóvil en el mismo sitio. En ese momento, deseé no tener que estar en la habitación presenciando eso. «Por favor —pensé—, por favor, no le des las gracias.» —Sí, señorita.Aibileen abrió un armario y buscó algo en su interior, pero Hilly seguía mirándola. Resultaba muy evidente lo que quería de ella. Pasó otro segundo y nadie se movió. Hilly carraspeó y por fin Aibileen agachó la cabeza y musitó: —Grasias, señorita. Después se retiró a la cocina. Con razón no quería hablar conmigo. Al atardecer, Madre me quita el gorro vibrador de la cabeza y me aclara el potingue del cabello en el fregadero de la cocina. Rápidamente, me pone una docena de rulos y me coloca el casco secador de su cuarto de baño. Una hora más tarde, salgo con la piel rosa, jaqueca y mucha sed. Madre me sienta delante del espejo, empieza a quitarme los rulos y peina los gigantescos tirabuzones de mi pelo. Nos miramos la una a la otra, estupefactas. —¡Santo Dios! —exclamo. Lo único en lo que se me ocurre pensar es en mi cita, la cita a ciegas del próximo fin de semana. Madre sonríe sin dar crédito a lo que ven sus ojos. Ni tan siquiera me regaña por haber soltado un juramento. Mi pelo está genial. ¡El Shinalator ha funcionado!
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...