Estamos en 1963. La «Era Espacial» le llaman a estos tiempos: un hombre acaba de dar la vuelta a la Tierra en un cohete; han inventado una píldora para que las mujeres casadas no se queden embarazadas; se puede abrir una lata de cerveza con un dedo en lugar de con un abridor... Sin embargo, en la casa de mis padres hace el mismo calor que en 1899, el año en que fue construida por mi bisabuelo. —Madre, por favor —le ruego—, ¿cuándo vais a instalar el aire acondicionado? —Si hemos sido capaces de sobrevivir hasta ahora sin frío artificial, no veo por qué tenemos que poner uno de esos artilugios que afean la ventana. Así que, a medida que avanza julio, me veo obligada a abandonar mi dormitorio del ático y dormir en un catre en el porche trasero, protegido por mosquiteras. Cuando éramos niños, Constantine, Carlton y yo dormíamos ahí fuera en verano cuando mis padres se iban de boda a la ciudad. Aunque hacía un calor infernal, Constantine se ponía un antiguo camisón que la tapaba desde la barbilla hasta los dedos de los pies. Nos cantaba canciones para dormirnos. Tenía una voz tan hermosa que no me podía creer que nunca hubiera asistido a clases de canto. Madre siempre me decía que no se puede aprender nada sin unas buenas clases. Todavía se me hace extraño pensar que no hace tanto Constantine estaba aquí, en este mismo porche, y ahora no está y nadie me dice nada sobre ella. Me pregunto si volveré a verla algún día. Junto al catre tengo la máquina de escribir sobre una mesita metálica oxidada. Debajo está mi mochila roja. Me seco la frente con el pañuelo de Padre y me pongo hielos en las muñecas. Aunque estoy en el porche, el termómetro, regalo de Maderas Avery, ha saltado de treinta a treinta y cinco, para quedarse luego en unos redondos cuarenta grados. Por suerte, Stuart nunca viene de día. Contemplo la máquina de escribir sin saber qué hacer. No tengo nada que redactar, y es una sensación desagradable. Hace un par de semanas, Aibileen me dijo que era posible que Yule May, la criada de Hilly, nos ayudase. Que cada vez que hablaba con ella mostraba más interés. Pero, después del asesinato de Medgar Evers, con la policía arrestando y zurrando a la gente de color a diestro y siniestro, supongo que estará asustada. Quizá debería pasarme por casa de Hilly y hablar yo misma con Yule May. Pero no, Aibileen tiene razón, probablemente la asuste más de lo que ya está y eche a perder cualquier oportunidad que tuviéramos de convencerla. A la sombra de la casa, los perros bostezan y aúllan. Uno de ellos suelta un apagado ladrido al ver aparecer una camioneta con una cuadrilla de jornaleros que trabajan para Padre. Cinco negros saltan de la caja del vehículo y levantan nubes de polvo cuando sus pies tocan el suelo. Por un momento se quedan aturdidos y con cara de agotamiento. El capataz se pasa un pañuelo rojo por la oscura frente, los labios y el cuello. Hace un calor tan inhumano que no sé cómo aguantan ahí quietos, cociéndose al sol. Una solitaria brisa agita las páginas de la revista Life que tengo a mi lado, en cuya portada aparece una sonriente Audrey Hepburn sin una pizca de sudor en los labios. Empiezo a pasar sus arrugadas páginas, buscando la historia de la astronauta soviética. Ya sé lo que me voy a encontrar en la página siguiente. Detrás de la foto de la mujer hay una imagen de Cari Roberts, un profesor de escuela negro de Pelahatchie, una localidad a unos cincuenta kilómetros de aquí. «En abril, Cari Roberts les contó a unos reporteros de Washington cómo es la vida de un negro en Misisipi, y definió al gobernador como un "tipo patético, con menos ética que una mujer de la calle". El cuerpo de Roberts apareció colgado de un nogal y marcado con hierro al rojo vivo, como el ganado.» Lo mataron por hablar, por contar la verdad. Recuerdo que, hace tres meses, pensaba que me resultaría muy fácil conseguir que una docena de criadas aceptaran colaborar conmigo. Me imaginaba que todas estarían deseosas de contarle sus historias a una blanca. ¡Qué estúpida he sido! Cuando ya no puedo soportar más el calor, me siento en el único sitio fresquito de todo Longleaf: el coche de Madre. Pongo el motor en marcha y cierro las ventanillas. Me levanto el vestido hasta que casi se me ven las bragas y pongo el aire acondicionado a toda potencia. Reposo la cabeza en el asiento y noto que el mundo se desvanece, atrapada por el olor a refrigerante y a cuero de la tapicería del Cadillac. Oigo el ruido de un vehículo que aparca delante de casa, pero no abro los ojos. Un segundo más tarde, se abre la puerta del copiloto. —¡Ostras, qué bien se está aquí dentro! —¿Qué haces tú aquí? —grito, bajándome el vestido. Stuart cierra la puerta y me besa en los labios. —Sólo me he pasado a saludar. Salgo ahora mismo hacia la costa para una reunión. —¿Cuándo volverás? —Dentro de tres días. Tengo que ver a unos tipos de la Comisión de Gas y Petróleo de Misisipi. Ojalá lo hubiera sabido antes. Me agarra la mano y sonrío. Llevamos ya dos meses saliendo un par de veces por semana, contando la fatídica primera cita. Supongo que para otras chicas será muy poco tiempo, pero para mí supone la relación más larga que he tenido nunca, y la mejor. —¿Quieres venir? —me pregunta. —¿A Biloxi? ¿Ahora? —¡Ahora! —dice, posando su mano en mi pierna. Como siempre que hace esto, doy un respingo. Miro su mano y luego me aseguro de que Madre no nos está espiando. —¡Vamos! Aquí hace mucho calor. Además, me alojo en el hotel Edgewater, justo delante de la playa. Me río, y eso me hace bien, después de lo preocupada que he estado estas últimas semanas. —En el Edgewater..., ¿eh? ¿Juntos tú y yo? ¿En la misma habitación? Asiente con la cabeza y me pregunta: —¿Piensas que podrás escaparte? A Elizabeth le daría algo sólo de pensar en compartir habitación con un hombre sin estar casados, y Hilly me diría que soy idiota sólo por considerarlo. Ambas conservaron su virginidad con la misma furia con la que un niño se niega a compartir sus juguetes. Sin embargo, me lo pienso. Stuart se me acerca. Huele a pino, a tabaco y a jabón del caro, del que en mi familia nunca usamos. —A mi madre le daría un síncope, Stuart. Además, tengo muchas cosas que hacer... ¡Ay, Dios, qué bien huele este hombre! Me mira como si quisiera comerme, y me entran escalofríos con el aire del Cadillac. —¿Estás segura? —susurra, y me besa en la boca, pero sin tanta educación como antes. Todavía tiene la mano posada en la parte superior de mi muslo. Me pregunto si se portaría así con su ex novia, Patricia. No sé si se acostaban juntos, pero sólo la idea de que la tocara me pone enferma y le aparto de mí. —Yo... No puedo —digo—. Sabes que no puedo engañar a mi madre. Suelta un largo suspiro decepcionado y me mira con una cara de desengaño que me encanta. Ahora comprendo por qué se resisten las chicas. Esa dulce mirada apesadumbrada merece la pena. —Mejor que no mientas —dice al fin—. Ya sabes que odio las mentiras. —¿Me llamarás desde el hotel? —le pregunto. —Pues claro. Siento tener que marcharme tan rápido. ¡Ah! Casi se me olvida. Mis padres quieren que vengáis a cenar a casa el sábado de la semana que viene. Enderezo la espalda en el asiento. Todavía no conozco a sus padres. —¿A qué te refieres... con eso de «vengáis»? —Pues a ti y a tus padres. Que vengáis a la ciudad y conozcáis a mi familia. —Pero... ¿por qué con mis padres? —Mamá y papá quieren conocerlos —contesta, encogiéndose de hombros—. Y yo quiero que te conozcan. —Pero... —Lo siento, muñeca —dice, recogiéndome el pelo detrás de la oreja—. Tengo que irme. Te llamo mañana por la noche, ¿vale? Le respondo asintiendo con un gesto. Sale al calor, sube a su coche y saluda a Padre, que se acerca caminando por la pista. Me quedo sola en el Cadillac, preocupada. El sábado de la semana que viene, cena en casa del señor senador, con Madre haciendo un millón de preguntas y comportándose como si estuviera desesperada por conseguirme un marido. Seguro que saca el tema de la cuenta que tengo en el banco. Tres noches terriblemente calurosas más tarde, sin haber recibido noticias de Yule May ni de ninguna otra criada, Stuart pasa por casa en su viaje de regreso de la costa. Estoy harta de pasarme el día entero delante de la máquina escribiendo las noticias del boletín de la Liga de Damas y los consejos de Miss Myrna. Bajo las escaleras corriendo y Stuart me abraza como si hubiera pasado semanas sin verme. Se ha puesto bastante moreno. Tiene la espalda de la camisa arrugada de conducir y las mangas subidas. Me dedica su sonrisa perpetua de diablillo. Nos sentamos en la sala de estar en sillones separados, esperando a que Madre se vaya a dormir. Padre lleva en la cama desde que se puso el sol. Stuart tiene los ojos clavados en los míos mientras Madre parlotea sin descanso sobre el calor y sobre cómo parece que Carlton por fin ha encontrado a «la definitiva». —Estamos encantados ante la idea de cenar con tus padres, Stuart. Por favor, coméntaselo a tu madre. —Descuide, señora. Lo haré. Me sonríe otra vez. Hay tantas cosas que me gustan en él: el modo en el que me mira a los ojos cuando hablamos; sus manos duras al tacto pero con las uñas limpias y bien cortadas; el roce de sus dedos en mi cuello... Mentiría si dijera que no me agrada tener a alguien con quien acudir a bodas y fiestas. Ya no tengo que soportar la mirada de Raleigh Leefolt al ver que otra vez tienen que cargar conmigo, ni ese gesto hosco que pone cuando tiene que guardar mi abrigo junto al de su esposa o traerme una bebida. Además, ahora Stuart me sirve como escudo en casa. En cuanto pone el pie en nuestro hogar, me siento protegida, a salvo. Madre no se atreve a criticarme delante de él, por miedo a que se dé cuenta de mis defectos, y tampoco me lleva la contraria porque sabe que reaccionaría mal y le respondería, reduciendo con eso mis posibilidades de matrimonio. Para Madre es muy importante mostrar sólo una de mis caras y conseguir que mi verdadero yo no aparezca antes de que ya no haya «vuelta atrás». Por fin, a las nueve y media, Madre se alisa la falda, dobla su mantita con precisión milimétrica, como si se tratara de una carta con gran valor sentimental, y dice: —Bueno, creo que ha llegado la hora de irse a la cama. —Me mira y añade—: ¿No te parece que ya es un poco tarde? Sonrío con dulzura. Tengo veintitrés años, ¡por Dios! —Pues claro que no, mamá. Se marcha, y Stuart y yo nos miramos sonriendo. Esperamos. Se oyen los pasos de Madre por la cocina, una ventana que se cierra, un grifo que se abre... Pasados unos segundos, escuchamos el ruido de la puerta de su dormitorio al cerrarse. Entonces, Stuart se levanta y dice: —Ven aquí. De una zancada se coloca a mi lado, me agarra las manos, las lleva a sus caderas y me besa en la boca como si fuera una bebida que lleva todo el día deseando tomarse. He oído hablar a las otras chicas de que cuando te besan parece que te derrites, pero yo siento que crezco, que me hago más alta y veo cosas que estaban ocultas detrás de una tapia, colores que nunca antes había percibido. Tengo que hacer un esfuerzo para apartarle de mi lado. Tengo cosas que decirle. —Ven aquí. Siéntate. Nos sentamos en el sofá. Intenta besarme otra vez, pero aparto la cara. Procuro no mirarlo a los ojos, que parecen más azules en contraste con el moreno de su piel, ni fijarme en el vello de sus brazos, que está dorado por el sol, como si se lo hubiera decolorado. Trago saliva, preparándome para hacerle la temible pregunta: —Stuart, cuando estabas prometido, ¿tus padres se enfadaron después de lo que pasó con Patricia? Al momento, se le borra la sonrisa y sus labios se tensan. —Mi madre se enfadó mucho —dice, mirándome a los ojos—. Se llevaba muy bien con ella. Empiezo a lamentar haber sacado el tema, pero tenía que saberlo. —¿Cómo de bien? Mira a su alrededor, buscando algo en el salón. —¿Tenéis algo para beber? ¿Bourbon? Me dirijo a la cocina y le sirvo una copa de la botella que utiliza Pascagoula para cocinar, rebajándola con agua. Aquella primera vez que se presentó en el porche de casa, Stuart ya dejó claro que el tema de su ex novia era tabú. Pero necesito saber qué pasó. No sólo por curiosidad. Tengo que aprender qué reglas se puede una saltar sin que te abandonen, y cuáles son las más importantes. —Entonces, ¿eran buenas amigas? —insisto. Dentro de nueve días voy a conocer a su familia. Madre ya ha organizado una visita para mañana a los almacenes Kennington, para preparar el vestuario. Stuart da un largo trago a su bebida, frunce el ceño y dice: —Se pasaban el día encerradas en su cuarto conversando sobre ramos de flores y sobre quién se había casado con quién. —El más mínimo rastro de su picara sonrisa ha desaparecido—. A mi madre le afectó mucho cuando... lo nuestro se acabó. —Entonces..., ¿me comparará con Patricia? Stuart pestañea un segundo y luego contesta: —Probablemente. —¡Genial! Me muero de ganas por que llegue el momento —ironizo. —Mi madre es sólo un poco... protectora. Le preocupa que vuelvan a hacerme daño —dice, apartando la vista. —¿Dónde está ahora Patricia? ¿Todavía vive por aquí o...? —No, se marchó. Está en California. ¿Podemos cambiar de tema? Suspiro y me reclino en el respaldo del sofá. —Bueno... Tus padres, por lo menos, ¿saben lo que pasó? Es decir, ¿se supone que yo puedo saberlo? Empiezo a sentirme furiosa porque no me quiere contar algo tan importante como esto. —Skeeter, ya te lo he dicho, odio hablar de... —Se interrumpe, rechina los dientes y añade, bajando la voz—: Mi padre sólo sabe una parte de la historia, pero mi madre conoce la verdad, igual que los padres de Patricia... y ella, por supuesto. —Se termina el resto de su copa de un trago y añade—: Porque ella sabe muy bien lo que hizo, mierda. —Stuart, sólo quiero saber qué pasó para no cometer yo el mismo error. Me mira e intenta reír, pero le sale algo más parecido a un gruñido. —Tú nunca serías capaz de hacer algo similar ni en un millón de años. —Pero ¿qué? ¿Qué hizo? —Skeeter —suspira y posa su vaso—, estoy muy cansado. Creo que es mejor que me marche. A la mañana siguiente, entro en la calurosa cocina asustada sólo de pensar en el día que tengo por delante. Madre está en su cuarto preparando nuestra salida de tiendas para comprar el vestuario para la cena con los Whitworth. Llevo puestos unos vaqueros azules y una blusa ancha. —Buenos días, Pascagoula. —Güenos días, señorita. ¿Le sirvo su desayuno? —Sí, por favor. Pascagoula es pequeñita y lista. Aprende rápido. El pasado mes de junio le dije que me gustaban el café solo y la tostada con poca mantequilla, y desde entonces no he tenido que recordárselo. En eso se parece a Constantine, que nunca se olvidaba de nuestros gustos. A veces me pregunto cuántos desayunos de mujeres blancas tendrán grabados estas criadas en su cerebro. ¿Qué se siente al pasarte media vida recordando las preferencias de otras personas respecto a la cantidad de mantequilla en la tostada, de azúcar en el café o cada cuánto hay que cambiarles las sábanas? Pascagoula prepara el café y lo deja en la mesa delante de mí, pero no me lo acerca. Aibileen me dijo que hay que hacerlo así para evitar que las manos de las criadas rocen las de las señoras. No recuerdo cómo lo hacía Constantine. —Gracias —le digo—. Muchas gracias. Parpadea sorprendida y me ofrece una ligera sonrisa. —De... nada. Me doy cuenta de que es la primera vez que le doy las gracias de todo corazón. Parece incómoda. —Skeeter, ¿estás lista? —grita Madre desde su cuarto. Le contesto que sí. Me como la tostada deseando que esta historia de las compras termine rápido. Ya soy un poco mayorcita para que mi madre tenga que elegirme la ropa. Levanto la mirada y veo que Pascagoula me observa desde el fregadero. Se gira con presteza cuando la miro. Ojeo el Jackson Journal que hay en la mesa. Mi próxima columna de Miss Myrna, en la que desvelo los misterios de las manchas de agua dura, no sale hasta el lunes. En la sección de noticias nacionales hay un artículo sobre una nueva pastilla, Valium dicen que se llama, que «ayuda a las mujeres a superar las dificultades del día a día». Ay, Dios, me tomaría diez de esas pastillas ahora mismo. Alzo los ojos y me sorprendo al comprobar que Pascagoula está a mi lado. —Esto... ¿quieres algo, Pascagoula? —le pregunto. —Tengo que decirle algo, Miss Skeeter. Algo sobre... —¡Eugenia! ¡No puedes ir a Kennington en vaqueros! —me recrimina Madre desde el marco de la puerta. Antes de que me dé cuenta, Pascagoula ha desaparecido de mi lado, se ha desvanecido como el humo. En menos de un segundo está de nuevo en el fregadero, ajustando la manguera de goma negra del lavavajillas al grifo. —Sube a tu cuarto y ponte algo decente, anda. —Madre, voy a salir con lo que llevo puesto. ¿De qué sirve ir arreglada a comprarse ropa nueva? —Eugenia, por favor, no me lo pongas más difícil de lo que ya es. Madre regresa a su cuarto, pero sé que las cosas no han terminado aquí. El sonido del lavavajillas llena la estancia. El suelo vibra bajo mis pies descalzos, y el ruido es suficiente para cubrir nuestra conversación. Contemplo a Pascagoula en el fregadero. —¿Querías decirme algo, Pascagoula? —le pregunto. Pascagoula mira al suelo. Es muy bajita, casi la mitad de alta que yo. Es tan tímida que tengo que apartar la mirada cuando le hablo. Se acerca un poquito. —Yule May es prima mía —me informa Pascagoula entre el ruido de la máquina. Aunque habla entre susurros, no hay nada de timidez en el tono de su voz. —No... lo sabía. —Nos llevamos mu bien. El otro día vino a mi casa a ver qué tal estaba y me contó lo que está usté haciendo. Entrecierra los ojos y supongo que va a decirme que deje a su prima en paz. —Esto... cambiamos los nombres. ¿Te lo dijo? No quiero meter a nadie en problemas. —El sábado me dijo que iba a participa. Ha intentao llama a Aibileen pero no ha podio encontrarla. Tenía que habérselo dicho antes, pero... —añade, y vuelve a mirar hacia la puerta. Estoy estupefacta. —¿En serio? ¿Va a colaborar? Me pongo en pie. Sin pensar mucho en lo que digo, le pregunto: —Pascagoula... ¿Te gustaría ayudarnos con tus historias? Me mira fijamente y dice: —¿Quiere que le cuente cómo es trabajapa... pa su mamita de usté? Nos miramos, seguramente pensando en lo mismo: lo incómodo que resultaría para ella contarlo y para mí escucharla. —No tienen por qué ser historias de mi madre —respondo con rapidez—. Podrías hablarme de otros trabajos que hayas tenido antes. —Éste es mi primé empleo en el servicio doméstico. Antes trabajaba en el comedó de la Residencia de Ancianos, hasta que la trasladaron a Flowood. —¿Quieres decir que a mi madre no le importó que éste fuera tu primer trabajo en una casa? Pascagoula mira al suelo de linóleo rojo, tímida otra vez. —Nadie más quería trabaja pa su mamita —dice—. No después de lo que pasó con Constantine. Poso las manos en la mesa muy despacio. —¿Y a ti qué te parece... lo que pasó? El rostro de Pascagoula palidece. Parpadea unas cuantas veces y se me hace evidente que va a mentirme. —Yo no sé na de lo que pasó, señorita. Sólo quería contarle lo que me dijo Yule May. Se dirige al frigorífico, lo abre y rebusca algo en su interior. Suelto un largo y profundo suspiro. Cada cosa a su tiempo. En esta ocasión ir de compras con Madre no resulta tan insoportable como de costumbre, seguramente porque estoy de muy buen humor después de enterarme de la decisión de Yule May. Madre se sienta en una silla frente al cambiador, mientras me decido por el primer traje que me pruebo, uno de popelina azul claro con chaqueta a juego de cuello redondo. Lo dejamos en la tienda para que le saquen el dobladillo. Me extraña que Madre no se pruebe nada. Al cabo de sólo media hora, me dice que está cansada, así que volvemos a Longleaf y, al llegar, sube directamente a su dormitorio a echarse una siesta. Pienso en Aibileen y llamo a casa de Elizabeth con el corazón en un puño, pero es Elizabeth la que responde. No tengo las agallas de preguntar por Aibileen. Después del susto que nos dimos con el tema de la mochila, me prometí ser más prudente. Así que espero a la noche, con la esperanza de que Aibileen esté en casa. Me siento sobre la lata de harina, con los dedos metidos en una bolsa de arroz seco. Al primer tono de llamada, contesta. —¡Aibileen, Yule May va a colaborar! Ha dicho que sí. —¿Qué? ¿Cuándo se ha enterao? —Esta tarde. Pascagoula me lo dijo. Yule May no pudo localizarte. —¡Leches! Me cortaron el teléfono porque iba mal de dinero y no pagué la factura. ¿Ha hablao con Yule May? —No. Pensé que sería mejor que lo hicieras tú primero. —Mire, llamé a casa de Miss Hilly esta tarde desde donde Miss Leefolt, pero me dijeron que Yule May ya no trabajaba allí y me colgaron. He preguntao a la gente, pero nadie sabe na. —¿Hilly la ha despedido? —No lo sé. Espero que haya sío ella la que dejó el trabajo. —Llamaré a Hilly para enterarme. Ay, Señor, espero que esté bien. —Ahora que me han devuelto la línea, voy a seguí intentando llama a Yule May. Llamo cuatro veces a casa de Hilly, pero nadie contesta. Por último, telefoneo a Elizabeth y me dice que Hilly se ha ido a Port Gibson porque el padre de William está enfermo. —¿Sabes si le ha pasado algo... con su criada? —dejo caer del modo más natural posible. —Pues mira, ahora que lo dices, mencionó algo sobre Yule May, pero tenía mucha prisa y me colgó porque iba a hacer las maletas. Me paso el resto de la noche en el porche trasero, practicando las preguntas, ansiosa por saber qué historias va a contarme Yule May sobre Hilly. A pesar de nuestras diferencias, Hilly sigue siendo una de mis mejores amigas. Pero el libro, ahora que parece que está en marcha, es más importante que nada. A medianoche, me tumbo en el catre. Los grillos cantan detrás de la mosquitera. Dejo que mi cuerpo se hunda contra los muelles del fino colchón. Los pies me sobresalen de la cama. Los muevo nerviosa, disfrutando de una sensación de alivio por primera vez en meses. Todavía no he llegado a la docena, claro, pero ya he conseguido una criada más. Al día siguiente, estoy frente al televisor viendo las noticias de las doce. El reportero de guerra Charles Warring cuenta que sesenta soldados americanos han fallecido en Vietnam. Me parece tan triste que sesenta hombres tengan que morir en un lugar tan alejado de sus seres más queridos... Supongo que me preocupo tanto a causa de Stuart, pero Charles Warring parece exultante mientras da la noticia. Saco un cigarrillo y luego lo devuelvo al paquete. Estoy intentando dejar de fumar, pero la cena de esta noche me tiene de los nervios. Madre me ha estado regañando por fumar y sé que debería dejarlo, pero tampoco creo que me vaya a morir por el tabaco. Me gustaría poder pedirle a Pascagoula que me contara más cosas sobre lo que le dijo Yule May, pero nuestra criada llamó esta mañana para decir que tenía un problema y que no podría venir hasta la tarde. Oigo a Madre en el porche trasero, ayudando a Jameso a hacer helado. Incluso desde la otra punta de la casa se oye el estruendo del hielo machacado y el crujido de la sal. El sonido es delicioso y me entran ganas de tomarme un helado fresquito, pero tardará horas en estar listo. Por supuesto, en un día caluroso nadie prepara helado a mediodía, es una tarea nocturna, pero a Madre se le ha metido en la cabeza que tiene que hacer helado de melocotón, así que al diablo con el calor. Salgo al porche trasero a echar un vistazo. La enorme máquina plateada de triturar hielo está fría y suda. El suelo del porche tiembla. Jameso está sentado sobre un cubo dado la vuelta, con las rodillas a ambos lados del aparato, girando la manivela de madera con las manos cubiertas por guantes. Sale vapor del montón de hielo que se derrite. —¿Todavía no ha venido Pascagoula? —pregunta Madre, echando más crema a la máquina. —No —contesto. Madre está sudando. Se recoge un mechón de pelo detrás de la oreja. —Ya añado yo la crema, mamá. Pareces acalorada. —No lo harás bien. Déjame hacerlo a mí —contesta, y me manda meterme en casa. En las noticias ahora tenemos a Roger Sticker retransmitiendo desde la oficina postal de Jackson con la misma sonrisa estúpida que el reportero de guerra. —... este moderno sistema de direcciones de correo se llama «Código postal». Sí, han oído bien: «Código postal». A partir de ahora tendrán que escribir cinco números en la parte inferior del sobre... Muestra un sobre a los telespectadores y nos enseña exactamente dónde tenemos que escribir los números. Un hombre vestido con un mono de obrero y sin dientes comenta a la cámara: —Nadie va a usar esos números. ¡Si todavía no sabemos utilizar bien el teléfono! Oigo que se cierra la puerta principal. Pasado un minuto, Pascagoula aparece en la sala de estar. —Madre está fuera, en el porche de atrás —le digo, pero Pascagoula no sonríe ni me mira. Me entrega un pequeño sobre y dice: —Se lo iba a enviá por correo, pero le dije que mejó se lo traía yo. En el sobre está escrita mi dirección y no tiene remitente. Por supuesto, tampoco aparece el código postal. Pascagoula sale hacia el porche. Abro la carta. Está escrita a mano con bolígrafo negro, sobre las líneas azules de una página de cuaderno escolar.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...