Durante las dos semanas siguientes, las tres ocupamos los mismos lugares de la primera vez en la pequeña y calurosa sala de estar de la casa de Aibileen. Minny aparece cada día despotricando, después se tranquiliza un poco mientras le cuenta sus historias a Aibileen y al final se marcha furiosa, tan rápido como llegó. Intento anotar todo lo que puedo. Cuando a Minny se le escapan historias sobre Miss Celia («Se cuela en las habitaciones del segundo piso cuando piensa que no la veo. Estoy segura de que esa loca se trae algo entre manos allá arriba...»), siempre se calla de repente, igual que hace Aibileen cuando habla de Constantine. «Bueno, pero eso no es lo que quería contá. Dejemos a Miss Celia fuera de esto», dice, y me observa hasta que dejo de escribir. Además de sobre su rabia contra los blancos, a Minny le gusta hablar de comida. —Vamos a ve, primero pongo las judías verdes, luego miro cómo van las costillas de cerdo... mmm-mmm... me encantan las costillas resién salías de la sartén... Un día, mientras está diciendo: «Pos estaba yo con un bebé blanco en un brazo, las judías en la cazuela y...», se detiene de repente, me apunta con la barbilla y empieza a dar pataditas nerviosas en el suelo. —La mita de las cosas que le cuento no tienen na que ve con los derechos de la gente de coló. No son más que historias del día a día. —Me observa de arriba abajo—. Tengo la impresión de que usté sólo está escribiendo sobre nuestra vida. Dejo de escribir. Tiene razón. Me doy cuenta de que eso es exactamente lo que quería hacer. —Eso es lo que ando buscando —le digo. Minny se levanta y me espeta que tiene cosas más importantes por las que preocuparse que lo que yo ande buscando.-182-Al día siguiente, por la tarde, estoy trabajando en mi habitación, aporreando el teclado de mi Corona, cuando oigo que Madre sube las escaleras a todo correr. En dos segundos está ante mi puerta y me llama con sigilo: —¡Eugenia! Me levanto de golpe y la silla se tambalea mientras intento ocultar el contenido de lo que estaba escribiendo. —¿Sí, Madre? —No te asustes, pero hay un hombre, un hombre muy alto, esperándote abajo. —¿Quién? —Dice que se llama Stuart Whitworth. —¿Qué? —Dice que salisteis juntos una noche hace ya tiempo. ¿Cómo es posible? Yo no sabía nada... —¡Cristo! —No tomes el nombre de Dios en vano, Eugenia Phelan. ¡Rápido! Píntate un poco los labios... —Puedes creerme, Madre —digo mientras le hago caso y me embadurno de pintalabios—, a Jesús no le caería bien este hombre. Me cepillo el pelo porque sé que lo tengo horrible. Incluso me lavo las manchas de tinta y líquido corrector de las manos y los codos. Pero no me cambio de ropa, no para ese personaje. Madre me observa de arriba abajo, y mira con aire de reproche el peto y la vieja camisa blanca de Padre que llevo puestos. —Este chico, ¿es de los Whitworth de Greenwood o de los de Natchez? —Es el hijo del senador. Madre abre tanto la boca que su mandíbula casi choca con el collar de perlas que le rodea el cuello. Bajo las escaleras pasando junto al conjunto de retratos de infancia: a lo largo de la pared hay dispuestas imágenes de Carlton desde que era pequeño hasta casi anteayer; las mías se detienen cuando tenía doce años. —Madre, déjanos un poco de intimidad. Observo cómo se retira lentamente hacia su habitación, mirándonos de reojo antes de desaparecer.Salgo al porche y ahí está él. Tres meses después de nuestra cita, tengo al mismísimo Stuart Whitworth plantado en mi puerta, con sus pantalones deportivos de color caqui, una chaqueta azul y corbata roja, listo para una comida de domingo. ¡Será imbécil! —¿Qué te trae por aquí? —le pregunto sin sonreír, porque no pienso poner buena cara ante semejante tipejo. —Pues... se me ocurrió pasarme a saludar. —Muy bien. ¿Quieres tomar una copa? —pregunto—. ¿O mejor te traigo una botella entera de Oíd Kentucky? Frunce el ceño. Tiene la nariz y la frente coloradas, como si hubiera estado trabajando al sol. —Mira, sé que ha pasado tiempo desde aquel día, pero he venido para pedirte perdón. —¿Quién te envía? ¿Hilly o William? En el porche tenemos ocho mecedoras vacías, pero no pienso invitarle a tomar asiento. Dirige su mirada al horizonte, donde por el oeste el sol se hunde entre los campos de algodón. Esconde las manos en los bolsillos del pantalón como un niño. —Sé que fui un poco... grosero aquella noche. Le he estado dando vueltas a lo que pasó y... Me da la risa. Me molesta tanto que haya venido hasta aquí para hacerme revivir lo que sucedió. —Es que... mira —añade—: le repetí cien veces a Hilly que no estaba listo para ninguna cita. Pero no hubo manera. Aprieto los dientes. No me puedo creer que aunque la cita fue hace ya meses todavía sienta el calor de las lágrimas asomando a los ojos. Entonces recuerdo cómo me sentí aquella noche: como un trapo usado, algo ridículamente amañado para ese hombre. —Entonces, ¿por qué acudiste? —No lo sé. —Mueve la cabeza—. Ya sabes lo pesada que puede llegar a ser Hilly. Me quedo esperando a ver qué más le ha traído hasta aquí. Se pasa una mano por el pelo castaño claro. Lo tiene tan espeso que parece enmarañado. Tiene aspecto de cansado.Aparto la vista de él porque, en cierto modo, es un adulto con cara de adolescente resultón, pero esto no es algo en lo que me apetezca pensar en este momento. Sólo quiero que se marche y dejar de sentir esta horrible sensación. Sin embargo, termino diciendo: —¿Qué quieres decir con eso de que no estabas listo? —Que no estaba preparado para una cita. No después de lo que me había pasado. Le miro a los ojos. —¿Tengo que adivinarlo o vas a contármelo? —Lo que pasó entre Patricia van Devender y yo. Había pedido su mano hacía un año y luego... Pensaba que lo sabías. Se deja caer en una mecedora. No me siento a su lado, ni pienso sentir compasión por él. —¿Qué pasó? ¿Te dejó por otro? —¡Demonios! —Hunde la cabeza en las manos y masculla—: Eso habría sido una maldita fiesta de carnaval comparado con lo que sucedió. Me corto para no decirle lo que me gustaría: que fuera lo que fuese lo que esa mujer le hizo, seguro que se lo merecía. Pero da tanta pena que prefiero callar. Ahora que su pose de tipo duro y su parloteo de alcohólico se han evaporado, me pregunto si será siempre igual de patético. —Llevábamos saliendo desde los quince años. Ya sabes cómo se siente uno cuando lleva tanto tiempo unido a una persona. —La verdad es que no lo sé. —Desconozco por qué admito esto, quizá porque no tengo nada que perder—. Nunca he salido con nadie. Levanta la vista y me mira, esbozando una sonrisa. —¡Eso es lo que me gustó de ti! Me armo de coraje, recordando el olor a fertilizante y el tractor: —¿El qué? —Nunca había conocido a nadie que dijera lo que piensa de una forma tan directa como tú. Y mucho menos, a una mujer. —Pues puedes creerme, tengo muchas cosas más que decir. Suspira y añade: —Aquel día, cuando estábamos en la camioneta... Quiero que sepas que yo no soy así, no soy tan cabrón.Aparto la vista, cohibida. Sus palabras están empezando a afectarme. Me hace sentir que soy diferente al resto de la gente, pero no porque sea rara o larguirucha, sino de un modo positivo. —He venido para ver si te gustaría cenar conmigo en el centro. Podríamos hablar —dice, levantándose—. No sé, esta vez incluso podríamos escucharnos un poco. Me quedo de pie, sorprendida. Sus ojos azules y claros están fijos en mí, como si mi respuesta realmente significara algo para él. Tomo aire, a punto de decirle que sí (a ver, ¿por qué lo iba a rechazar?), mientras él se muerde el labio superior esperando. Pero de repente recuerdo cómo me trató aquella noche: como si yo no valiera nada. Cómo se emborrachó como una cuba y el asco que le daba tener que cargar conmigo. Pienso en cuando me dijo que olía a abono. Me costó tres meses dejar de darle vueltas a ese comentario. —No —le espeto—. Gracias, pero no podría imaginarme un plan peor. Mueve la cabeza, baja los ojos y empieza a descender por las escaleras del porche. —Lo siento —dice mientras abre la portezuela del coche—. Es lo que quería decirte, y ya lo he dicho. Me quedo en el porche, escuchando los sonidos apagados del atardecer: la gravilla bajo los pies de Stuart, los perros moviéndose en las primeras sombras de la noche... Durante un segundo, me acuerdo de Charles Gray, el único beso de mi vida, y de cómo me aparté de él, segura de que ese beso no iba dirigido a mí. Se monta en el coche y cierra la puerta. Apoya el brazo en la ventanilla, asomando el codo por fuera. Sigue con la mirada clavada en el suelo. —¡Espera un segundo! —le grito—. Voy a ponerme un jersey. A las chicas que nunca tenemos citas, nadie nos dice que a veces los recuerdos pueden ser incluso mejores que lo que sucedió en realidad. Madre sube a mi habitación y me contempla en la cama, pero yo me hago la dormida. Prefiero seguir acordándome durante un rato de lo que pasó ayer. Anoche fuimos al Robert E. Lee a cenar. Me puse a toda prisa un jersey azul y una falda ajustada blanca. Incluso le dejé a Madre que me peinara, intentando no escuchar sus nerviosas y complicadas instrucciones: —Sobre todo, no dejes de sonreír. A los hombres no les gustan las chicas que están todo el día con cara de mala uva. Y no te sientes como una india, cruza siempre... —Espera, a ver si me la sé: ¿las piernas o los tobillos? —¡Los tobillos! ¿Ya te has olvidado de las clases de protocolo de Miss Rheimer? Tienes que mentirle y decirle que vas a misa todos los domingos. Y, hagas lo que hagas, no mastiques el hielo de tu bebida en la mesa, da mala impresión. ¡Ah! Y si la conversación empieza a decaer, habíale de nuestro primo segundo, el que es concejal en Kosciusko... Mientras peinaba y alisaba, peinaba y alisaba, Madre no paraba de preguntarme cómo lo había conocido y qué había pasado en nuestra última cita, pero me las arreglé para escabullirme y salir pitando escaleras abajo, agitada por mi propio nerviosismo y excitación. Cuando llegamos al hotel, nos sentamos y nos pusimos las servilletas, el camarero nos dijo que estaban a punto de cerrar y que sólo podían servirnos un postre. Stuart se quedó callado y, al cabo de un rato, me preguntó: —¿Qué... qué te gustaría hacer, Skeeter? Me alarmé, esperando que no estuviera tentado de emborracharse otra vez. —Tomar una coca-cola, con mucho hielo. —No —sonrió—, me refiero a... en la vida. ¿Qué te gustaría hacer en la vida? Aspiro profundamente, consciente de lo que Madre me aconsejaría contestar: tener unos hijos sanos y fuertes, un marido del que ocuparme, modernos electrodomésticos para cocinar sabrosos y saludables platos... —Quiero ser escritora. Periodista, o puede que novelista. O tal vez las dos cosas. Alzó la barbilla y me miró directamente a los ojos. —Me gusta —dijo sin apartar la vista de mí—. He estado pensando mucho en ti. Eres inteligente, guapa y... —tras una sonrisa, añadió—: alta. ¿Guapa? Tomamos unos suflés de fresa y una copa de Chablis cada uno. Me habló sobre cómo reconocer si hay petróleo bajo un campo de algodón y yo le conté que la recepcionista y yo éramos las únicas mujeres que trabajábamos en el periódico. —Espero que escribas pronto algo bueno, algo en lo que creas de verdad. —Gracias... Yo también lo deseo. No le cuento nada sobre Aibileen o Miss Stein. Nunca había tenido la oportunidad de contemplar el rostro de un hombre tan de cerca. Noté que su piel era más gruesa y un poco más tostada que la mía. Los duros pelos de su mejilla y su barbilla parecían estar creciendo ante mis ojos. Olía a almidón, a pino. Su nariz tampoco era tan afilada como me pareció en la primera cita.El camarero bostezaba en un rincón, pero le ignoramos y nos quedamos un rato más charlando. De repente, mientras deseaba haberme lavado el pelo esa mañana en lugar de haberme dado sólo un baño y mientras daba gracias por haberme lavado por lo menos los dientes, de golpe y sin avisar me besó. En medio del restaurante del hotel Robert E. Lee me besó lentamente, con la boca abierta, y todas las partes de mi cuerpo, la piel, la clavícula, la parte de atrás de las rodillas... todo en mi interior se llenó de luz. Una tarde de lunes, unas semanas después de mi cita con Stuart, me paso por la biblioteca antes de acudir a la reunión de la Liga de Damas. El lugar huele a colegio: rutina, pegamento, vómitos limpiados con lejía... He venido a sacar más libros para Aibileen y a comprobar si hay algo escrito sobre el servicio doméstico. —¡Anda! ¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Skeeter! Jesús! Es Susie Pernell, esa a la que votaron como la más parlanchina del instituto. —Hola, Susie. ¿Qué te trae por aquí? —Trabajo aquí para el comité de la Liga de Damas, ¿te acuerdas? Deberías acompañarme, Skeeter. ¡Es superdivertido! Puedes leerte las últimas revistas, archivar cosas e incluso decorar las tarjetas de la biblioteca. Susie posa junto a una enorme máquina marrón como si fuera una azafata de El precio justo. —¡Vaya! ¡Qué interesante! —Bueno, ¿qué quieres que te ayude a encontrar, amiga? Tenemos novelas de asesinatos, de misterio, de amor... libros sobre maquillaje, sobre peinados. —Hace una pequeña pausa, me dedica una sonrisa estúpida y añade—: Sobre jardines, decoración... —Sólo estoy echando un vistazo, gracias. Me escabullo. Prefiero arreglármelas yo sola entre las estanterías. De ningún modo pienso decirle lo que estoy buscando. Me puedo imaginar lo poco que tardaría en ponerse a chismorrear sobre mí en las reuniones de la Liga: «Ya sabía yo que había algo extraño en esa Skeeter Phelan. Fíjate, la pillé sacando material de lectura para negros...». Busco en los catálogos y repaso las estanterías, pero no encuentro nada sobre trabajadoras domésticas. En la sección de no ficción, doy con el único ejemplar que tienen de Frederick Douglass, un esclavo americano. Lo tomo, contenta de poder llevárselo a Aibileen, pero cuando lo abro veo que hay páginas arrancadas y que alguien ha escrito «LIBRO DE NEGROS» con un rotulador morado. Más que las palabras, me sorprende la caligrafía, que parece de un niño de colegio. Miro a mi alrededor y deslizo el libro dentro de mi mochila. Considero que ahí está mejor que en la estantería. En el piso de abajo, en la sala de Historia de Misisipi, busco algo que se asemeje, aunque sea remotamente, a las relaciones raciales. Sólo encuentro libros sobre la Guerra de Secesión, mapas y antiguas guías telefónicas. Me pongo de puntillas para ver lo que hay en las estanterías superiores y entonces descubro un librito apartado, justo encima del Recuento de crecidas en el valle del río Misisipi. Una persona de estatura normal nunca lo habría encontrado. Lo bajo para observar la cubierta. Es un librito muy delgado, impreso en papel cebolla, arrugado y sujeto con grapas. En la portada se puede leer: Compilación de leyes Jim Crow(Conjunto de leyes estatales y locales que establecían las normas de segregación para los negros y otras minorías raciales. Estuvieron vigentes desde 1876 hasta 1965 en algunos estados del Sur) para los estados del Sur. Paso la primera página, que cruje. El librito es una lista de leyes que establecen lo que las personas de color pueden y no pueden hacer en varios estados del Sur. Leo la primera página, sorprendida de encontrarme con algo como esto aquí. Las leyes no son amenazantes ni amistosas, simplemente describen la realidad: Nadie puede pedir a una mujer blanca que amamante a su hijo en salas o habitaciones en las que se encuentre un negro. Una persona blanca sólo puede contraer matrimonio con alguien de su misma raza. Cualquier unión conyugal que viole esta prerrogativa será considerada nula. Ningún peluquero de color puede cortar el pelo a mujeres o niñas blancas. El oficial al cargo no puede dar sepultura a una persona de color en terrenos que han servido de enterramiento a personas blancas. Las escuelas para negros y para blancos no pueden intercambiar libros. La raza que primero usó unos libros, deberá seguir usándolos. Me leo cuatro de las veinticinco páginas, anonadada al descubrir cuántas leyes existen para separarnos. Los blancos y los negros no podemos compartir agua de las fuentes, ni cines, lavabos públicos, campos de béisbol, cabinas telefónicas ni espectáculos circenses. Las personas de color no pueden acudir a la misma farmacia ni comprar sellos en la misma ventanilla que yo. Pienso en Constantine, en aquella vez en que mi familia la llevó a Memphis y la autopista se inundó por la lluvia, pero tuvimos que seguir porque sabíamos que no la aceptarían en ningún hotel. Recuerdo que en el coche nadie comentó nada. Todos conocemos estas normas; vivimos aquí, pero nunca hablamos de ellas. Esta es la primera vez que las veo por escrito.Comedores, ferias públicas, mesas de billar, hospitales... Al llegar a la número cuarenta y siete, tengo que leerla dos veces porque me parece increíble: Los ayuntamientos deben tener un espacio separado para atender a las personas ciegas de raza negra. Tras varios minutos, pienso que es mejor que deje de leer. Me dispongo a devolver el librito a la estantería, diciéndome que es una pérdida de tiempo porque no estoy escribiendo sobre legislación sureña. Pero entonces me doy cuenta, como si se hubiera encendido una bombilla en mi cabeza, de que no hay ninguna diferencia entre estas leyes y la iniciativa de Hilly de construir un retrete para Aibileen en el garaje, excepto el protocolo y las firmas de los políticos en la capital del Estado que conllevan las primeras. En la contraportada veo un sello que dice: «Propiedad de la Biblioteca del Juzgado de Misisipi». Este librito ha llegado al edificio equivocado. Anoto mi revelación en un trozo de papel y lo meto dentro del libro: «Las leyes Jim Crow y la iniciativa de los retretes de Hilly; ¿cuál es la diferencia?». Después, lo deslizo dentro de mi mochila mientras, en el otro lado de la estancia, Susie ronca en el mostrador. Me dirijo a la puerta. Tengo una reunión de la Liga de Damas en treinta minutos. Le dirijo a Susie una nueva sonrisa mientras ella cuchichea al teléfono. Los libros que me llevo en la mochila parece que queman. —Skeeter —me interpela Susie desde el mostrador, con los ojos abiertos como platos—, ¿es cierto eso que he oído de que has estado saliendo con Stuart Whitworth? Pone demasiado énfasis en la palabra «saliendo» como para que le siga sonriendo. Hago como que no la he oído y salgo al calor de la calle. Es la primera vez que robo algo en mi vida, pero me alegro de que haya sido con Susie vigilando. Mis amigas y yo nos sentimos a gusto en lugares completamente diferentes: Elizabeth, encorvada sobre su máquina de coser intentando que su vida parezca perfecta, de catálogo; yo, en mi máquina de escribir redactando las cosas que nunca me atrevo a defender en voz alta; Hilly por su parte, subida en un estrado diciéndole a sesenta y cinco mujeres que tres latas por cabeza no son suficientes para alimentar a todos esos PNHA, o sea, Pobres Niños Hambrientos de África. Por el contrario, Mary Joline Walker considera que con tres por cabeza basta. —Además, ¿no resulta un poco caro mandar todas esas latas hasta Etiopía, en la otra punta del mundo? —pregunta Mary Joline—. ¿No sería más práctico enviarles un cheque? La reunión todavía no ha comenzado oficialmente, pero Hilly ya está subida en el estrado. Se puede adivinar el frenesí en sus ojos. Esta no es una sesión normal, sino una especial convocada por Hilly, ya que en junio no habrá reuniones porque muchas mujeres estarán fuera disfrutando de sus vacaciones. Además, en julio Hilly se va tres semanas a la playa, como todos los años, y no confía en que el resto de la ciudad pueda funcionar en su ausencia. Hilly, con gesto de incredulidad, dice: —No se puede dar dinero a la gente de esas tribus, Mary Joline. No tienen un supermercado Jitney en el desierto de Ogaden. Además, ¿cómo íbamos a saber que lo utilizan para alimentar a sus hijos? Seguramente, se gastarían nuestro dinero en ir a la choza del brujo del pueblo y hacerse tatuajes satánicos. —De acuerdo —admite Mary Joline temblorosa, con el rostro impasible y cara de haber recibido un lavado de cerebro—. Supongo que tú entiendes más de esto. Éste es el efecto de desánimo que Hilly ejerce sobre la gente, el que la ha convertido en una triunfal presidenta de la Liga de Damas. Atravieso la atestada sala de reuniones sintiendo el calor de las miradas dirigidas a mí, como si tuviera un foco iluminándome la cabeza. La estancia está llena de mujeres de mi edad devorando tartas, bebiendo refrescos bajos en calorías y fumando pitillos. Algunas cuchichean con sus compañeras al verme pasar. —Skeeter —dice Liza Presley antes de que consiga llegar a los termos de café—, he oído que estuviste en el Robert E. Lee hace unas semanas. —¿Es cierto lo que dicen? ¿Estás saliendo con Stuart Whitworth? —me pregunta Francés Greenbow. La mayoría de las preguntas son amables, no como las de Susie en la biblioteca. Sin embargo, me encojo de hombros intentando no darme cuenta de que cuando se pregunta a una chica normal, es información, pero cuando se pregunta a Skeeter Phelan, son noticias. Pero es verdad. Estoy saliendo con Stuart Whitworth desde hace ya tres semanas. Hemos ido un par de veces al Robert E. Lee, incluyendo la cita desastre, y en otras tres ocasiones hemos estado bebiendo en mi porche antes de que él se marchara a Vicksburg. Incluso un día Padre retrasó su hora de acostarse a las ocho de la tarde para hablar con él. «Buenas noches, hijo. Dile al senador que apreciaríamos que sacara adelante ese proyecto de ley para reducir los impuestos a los productores agrícolas.» Madre ha estado temblando, atrapada entre el terror a que lo estropee todo y el regocijo de descubrir, por fin, que me gustan los hombres.El foco de atención me sigue mientras me acerco a Hilly. Las mujeres sonríen y me hacen gestos al cruzarse conmigo. —¿Cuándo vas a volver a verlo? —Esta vez es Elizabeth, enroscando una servilleta y con los ojos como platos, como si estuviera contemplando un accidente de circulación—. ¿Te lo ha dicho? —Mañana por la noche, en cuanto baje a la ciudad. —¡Qué bien! —Hilly, con el botón de su gabán rojo sobresaliendo, sonríe como un niño regordete ante la vitrina de una heladería—. Haremos una cita doble, entonces. No contesto. Preferiría que Hilly y William no vinieran con nosotros. Lo único que me apetece es estar con Stuart, que me mire a mí y sólo a mí. Un par de veces, estando a solas, me ha recogido el pelo que me caía sobre los ojos. Si hay gente con nosotros, no creo que se atreva a hacerlo. —William llamará a Stuart esta noche. ¡Podemos ir al cine! —De acuerdo —suspiro. —Me muero de ganas por ver El mundo está loco, loco, loco. ¿No te parece divertido? —exclama Hilly—. Tú y yo, y William y Stuart. Me resulta sospechosa la forma en que ha emparejado los nombres. Como si lo importante fuera que William y Stuart estuvieran juntos, en lugar de Stuart y yo. Sé que estoy siendo paranoica, pero últimamente no me fío de nadie. Hace un par de noches, nada más cruzar el puente que lleva al barrio de color, un policía me hizo parar. Inspeccionó la camioneta con su linterna, enfocando la luz sobre mi mochila. Me pidió el permiso de conducir y me preguntó adonde me dirigía. —Le llevo un cheque a mi criada... Constantine. Me olvidé de pagarle. Otro policía apareció y se acercó a la ventanilla. —¿Por qué me han parado? —pregunté, alzando demasiado la voz—. ¿Ha pasado algo? El corazón se me salía del pecho. ¿Qué sucedería si se les ocurriera comprobar el contenido de la mochila? —Unos mierdas del Norte han estado causando problemas en el Estado. Pero no se preocupe, señorita, los atraparemos —dice, acariciando su porra—. Termine sus recados y regrese pronto. Cuando llegué a la calle de Aibileen, aparqué mucho más lejos de lo habitual. Incluso di la vuelta a la casa y entré por la puerta trasera, en lugar de por el porche de entrada. Durante la primera hora todavía estaba temblando, así que me costó bastante leer las preguntas que había escrito para Minny. Hilly da el aviso de que faltan cinco minutos para abrir la sesión, dando unos golpes con su maza. Me dirijo a mi silla y coloco la mochila en mi regazo. Busco mi cuaderno en su interior y me topo con el librito de las leyes Jim Crow. De hecho, en la mochila está todo mi trabajo: las entrevistas a Aibileen y Minny, el bosquejo del libro, una lista de posibles criadas, un comentario sarcástico a la iniciativa de los retretes de Hilly que no me he atrevido a publicar... Todo aquello que no puedo dejar en casa por temor a que Madre fisgue en mis cosas y dé con ello. Lo guardo todo en un bolsillo lateral de la mochila, oculto por una solapa. Apenas se nota. —Skeeter, esos pantalones de popelina te quedan genial; ¿cómo no te los había visto antes? —me dice Carroll Ringer desde unas cuantas sillas atrás. La miro y sonrío, pensando «porque no se me ocurriría repetir la ropa que me pongo para una reunión, y a ti tampoco». Las preguntas sobre cómo visto me irritan mucho, después de tantos años con Madre acosándome todo el rato. Siento que me tocan el hombro, me giro y veo que Hilly está metiendo la mano en mi mochila, justo en el lugar donde tengo el librito. —¿Has traído los apuntes para el próximo boletín? ¿Es esto? Ni tan siquiera la he notado acercarse. —¡No! ¡Espera! —digo, arrebatándole la mochila y ocultando el librito entre mis papeles—. Tengo que... corregir un par de cosas. Te lo entrego ahora mismo. Contengo la respiración. Ya en el estrado, Hilly consulta su reloj mientras juguetea con la maza, deseosa de utilizarla. Deslizo la mochila debajo de la silla. Por fin se abre la sesión. Anoto las noticias de la campaña PNHA: quién está en la lista negra, quién no ha traído todavía sus latas de comida... La agenda de eventos está llena de reuniones de comités y fiestas de presentación en sociedad de bebés. Me remuevo nerviosa en la silla, esperando que la reunión termine pronto. Tengo que devolver el coche a Madre antes de las tres. Una hora y media más tarde, a las tres menos cuarto, salgo corriendo de la acalorada sala hacia el Cadillac. Seguro que me echarán en cara haberme marchado pronto, pero, Jesús, ¿qué es peor, la cólera de Madre o la de Hilly? Llego a casa cinco minutos antes de las tres, tarareando Love Me Do y pensando que debería comprarme una minifalda como la que llevaba hoy Jenny Foushee. Dice que la ha conseguido en Nueva York, en los almacenes Bergdorf Goodman. A Madre le daría un patatús si me presento con una falda por encima de la rodilla cuando Stuart pase a recogerme el sábado. —Madre, ya estoy en casa —grito desde el recibidor. Saco un refresco del frigorífico y suspiro sonriente. Me siento sana, fuerte. Me dirijo a la puerta principal para recoger mi mochila y empezar a pasar a limpio las historias de Minny Puedo notar que se muere de ganas por hablar de Celia Foote, pero en cuanto empieza a comentar algo sobre su jefa, se detiene y cambia de tema. El teléfono suena y contesto, pero es para Pascagoula. Anoto en una hoja el mensaje. Es Yule May, la criada de Hilly. —Hola, Yule May —contesto, pensando en lo pequeña que es esta ciudad—. En cuanto vuelva, le pasaré tu mensaje. Me apoyo en la encimera, deseando que Constantine estuviera en esta cocina como antes. Me encantaba compartir cada momento del día con ella. Suspiro y me termino el refresco. Después salgo al porche para recoger mi mochila, pero no la encuentro. Me dirijo al coche a buscarla, pero tampoco está allí. «¡Vaya!», pienso, y subo las escaleras sintiendo que mi color se va tornando amarillo pálido. ¿He estado en mi cuarto antes? Reviso mi habitación, pero no encuentro nada. Me quedo pensando en medio del dormitorio, sintiendo que un hormigueo de terror trepa lentamente por mi espina dorsal. ¡Todo está dentro de la mochila! «¡Madre!», pienso de repente, y bajo las escaleras a toda prisa. La busco en la sala de estar, pero entonces me doy cuenta de que ella no tiene la mochila. En ese momento me llega la respuesta, y se me paraliza todo el cuerpo. ¡Con las prisas que tenía por devolver a tiempo el coche a Madre, me la he dejado en la sede de la Liga de Damas! Entonces suena el teléfono y sé que va a ser Hilly la que llama. Agarro el teléfono mientras Madre se despide desde la puerta principal. —¿Diga? —¿Cómo has podido olvidarte un trasto tan pesado? —me pregunta Hilly. Mi amiga es de las que no tiene reparos en fisgonear las cosas de los demás. De hecho, le encanta hacerlo. —¡Madre! ¡Espera un segundo! —le grito desde la cocina. —¡Por Dios, Skeeter! ¿Qué llevas dentro de esta mochila? —dice Hilly. Tengo que alcanzar a Madre, pero la voz de Hilly suena lejana, como si se estuviera agachando para abrir la bolsa. —¡Nada! Sólo... todas esas cartas de Miss Myrna, ya sabes. —Bueno. Me la he traído a casa, así que pásate a recogerla cuando puedas. Madre está arrancando el coche. —¡Vale! Ahora mismo me paso, lo que tarde en llegar. Salgo fuera a todo correr, pero Madre ya está en la carretera. Miro a mi alrededor y tampoco veo la vieja camioneta; la estarán utilizando para repartir semillas de algodón por los campos. El nudo que siento en el estómago se aprieta, me duele y me quema como un ladrillo puesto al sol. En la carretera veo que el Cadillac reduce la velocidad y se detiene bruscamente. Arranca, pero se para de nuevo. Después da la vuelta y regresa zigzagueando hacia casa. Gracias a un Dios, en el que nunca he confiado ni creído mucho, Madre vuelve. —Fíjate que me he olvidado la cazuela de Sue Anne... ¿Dónde tendré la cabeza? Me cuelo en el asiento del copiloto y espero a que regrese al coche. Cuando se sienta al volante, le digo: —¿Me llevas a casa de Hilly? Tengo que recoger algo que me he dejado. —Me paso la mano por la frente para secarme el sudor—. Vamos, Madre, antes de que se nos haga tarde. Pero Madre no se mueve. —Skeeter, tengo un millón de cosas que hacer esta tarde... El pánico asciende por mi garganta. —Madre, por favor, llévame... Pero el coche sigue inmóvil sobre la gravilla, con el motor al ralentí temblando como una bomba de relojería. —Vamos a ver —dice Madre—, tengo que hacer una serie de recados personales y no creo que sea el momento adecuado para que me acompañes. —No serán más que cinco minutos. ¡Venga, mamá! Madre sigue con las manos enfundadas en sus guantes blancos sobre el volante y aprieta los labios. —Resulta que tengo algo importante y confidencial que hacer esta tarde. Dudo mucho que lo que tenga que hacer ella sea más importante que esa cosa que me asfixia en la garganta. —¿Qué pasa? ¿Una mexicana ha pedido que la admitáis en la Asociación de Hijas de la Revolución Americana? ¿Habéis pillado a alguien leyendo el Nuevo diccionario americano?—Está bien —acepta Madre tras soltar un suspiro, y empieza a mover la palanca de cambios—. Vamos. Salimos hacia la carretera a medio kilómetro por hora, con cuidado de que la gravilla no salte sobre la chapa. Al terminar la pista, Madre pone el intermitente con extremada precaución y el Cadillac trepa lentamente a la carretera. Apretando los puños, piso un acelerador imaginario. Cada vez que Madre se sienta al volante parece que sea la primera vez que conduce. Ya en la carretera, se pone a veinte por hora y aferra el volante como si fuéramos a ciento cincuenta. —Mamá, déjame conducir a mí. Suspira y me sorprendo al ver que me hace caso y se detiene en la hierba de la cuneta. Salgo y doy un rodeo a toda prisa mientras ella cambia de asiento desde el interior. Arranco el coche y lo pongo a cien rezando: «Por favor, Hilly, resiste la tentación de husmear en mis papeles...». —¿Y qué es esa cosa tan secreta que tienes que hacer esta tarde? —pregunto. —Voy... voy a ver al doctor Neal para hacerme unas pruebas. Unos análisis rutinarios, pero no quiero que tu padre se entere. Ya sabes cómo se pone cada vez que alguien tiene que ir al médico. —¿Qué tipo de análisis? —¡Nada! Una prueba de yodo para mis úlceras, la misma que me hago todos los años. Puedes dejarme en el Hospital Baptista y luego irte a casa de Hilly Así por lo menos no tendré que preocuparme por aparcar. La observo para ver si esconde algo más, pero está sentada con la espalda recta y bien tiesa, con su vestido azul claro y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. No recuerdo que el año pasado se hiciera esos análisis de los que habla. Aunque fuera mientras yo estaba en la universidad, Constantine me habría escrito para contármelo. Madre debe de haberlos estado manteniendo en secreto. Cinco minutos más tarde, en el Hospital Baptista, salgo del coche para ayudarla a bajarse del asiento. —Eugenia, por favor. Sólo porque estemos en un hospital no significa que esté inválida. Le abro la puerta de cristal y ella entra con la cabeza muy erguida. —Madre, ¿quieres que... te acompañe? —le pregunto, consciente de que no puedo. Tengo que arreglar el asunto de Hilly, pero de repente me da pena dejarla así en un lugar como éste. —Es algo rutinario. Ve a casa de Hilly y vuelve a buscarme dentro de una hora. Observo cómo se va empequeñeciendo su figura al avanzar por el pasillo del hospital, con el bolso agarrado bajo el brazo. Soy consciente de que debo marcharme a toda prisa, pero antes de hacerlo pienso en lo frágil y endeble que se ha vuelto Madre. Solía llenar una habitación con su respiración, y ahora parece tan poca cosa... Dobla una esquina y desaparece tras la pared amarillo claro. Permanezco un segundo más observando, antes de salir corriendo hacia el coche. Un minuto y medio más tarde estoy llamando a la puerta de Hilly. En circunstancias normales, le hablaría de Madre, pero no puedo distraerla. La primera impresión me lo dirá todo. Hilly es una gran mentirosa, aunque justo antes de que comience a hablar se puede notar si va a decir la verdad. Hilly abre la puerta. Tiene la boca tensa y roja. Observo sus manos: están entrelazadas, como atadas con nudos. Me doy cuenta de que he llegado demasiado tarde. —¡Vaya, sí que te has dado prisa! —dice, mientras la sigo al interior. El corazón se me va a salir del pecho. Me parece que he dejado de respirar. —Ahí tienes tu trasto. Espero que no te importe, he repasado alguna de las actas de la reunión. Me quedo mirando a mi mejor amiga, intentando adivinar qué habrá leído de mis cosas. Pero ya esboza una sonrisa amplia y muy profesional. El momento revelador ha pasado. —¿Quieres que te traiga algo de beber? —No, gracias —respondo—. ¿Te apetece ir a jugar un poco al tenis? Hace un día magnífico. —William tiene una reunión de campaña y luego vamos a ir a ver El mundo está loco, loco, loco. Analizo su rostro. ¿No me acaba de pedir hace un par de horas que fuéramos con nuestras parejas a ver esa película mañana por la noche? Lentamente, me retiro hacia el final de la mesa del comedor, temiendo que vaya a saltar sobre mí si me muevo demasiado rápido. Hilly saca un tenedor de plata del armario y pasa el dedo índice por los dientes. —Sí... he oído que Spencer Tracy está genial —digo. Fingiendo indiferencia, rebusco entre los papeles de mi mochila. Las notas de Aibileen y Minny están bien metidas en el bolsillo lateral, con la solapa cerrada y el botón abrochado. Pero la iniciativa del retrete de Hilly está arriba, con la frase que escribí: «Las leyes Jim Crow y la iniciativa de los retretes de Hilly, ¿cuál es la diferencia?». También están las notas para el boletín que Hilly ya ha ojeado. Pero el librito con las leyes no está. Escarbo en el interior de la mochila, pero sigue sin aparecer. Hilly inclina la cabeza y me mira con ojos de enfado. —¿Sabes? Me he estado acordando de cómo el padre de Stuart apoyó al gobernador Ross Barnett cuando se enfrentaron a ese chico de color que quería entrar en la Universidad de Misisipi. Se llevan muy bien, el senador Whitworth y el gobernador Barnett. Abro la boca para decir algo, cualquier cosa, pero de repente el pequeño William Jr. aparece en la sala. —¡Vaya, aquí estás! —Hilly lo sube en brazos y le besa en el cuello—. ¡Mi corazoncito! ¡Qué guapo eres! William me mira y grita. —Bueno, que disfrutéis de la película —le digo, dirigiéndome a la puerta. —Gracias —responde ella. Bajo las escaleras. Desde la entrada, Hilly me saluda y agita la mano del pequeño William en un gesto de despedida. Antes de que me dé tiempo a llegar al coche, cierra de un portazo.-198-
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CRIADAS Y SEÑORAS
RastgeleSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...