Minny Cap. 17

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-¡Venga! Salga de aquí pa que pueda limpia la habitación. Miss Celia se sube las sábanas hasta el pecho y las agarra con fuerza, como si temiera que fuera a sacarla a patadas de la cama. Llevo seis meses trabajando aquí y todavía no sé qué le pasa a esta mujer, si de verdad está enferma o es que se le han derretido los sesos de tanto decolorarse el pelo. Tiene mejor aspecto que cuando llegué a esta casa, eso hay que reconocerlo. Ahora le asoma un poco de barriguita y no se le marcan los pómulos como en la época en la que Mister Johnny y ella se morían de hambre. Hace unas semanas, Miss Celia se pasaba todo el tiempo cuidando del jardín, pero ahora esta loca ha regresado a su costumbre de zanganear en la cama todo el santo día. Antes me gustaba que se quedara encerrada en su cuarto, pero ahora que he conocido a Mister Johnny tengo más ganas de trabajar y, ¡qué leches!, de poner firme a Miss Celia. -Señora, me pongo enferma de verla tira en casa veintisinco horas al día. ¡Venga! Salga a corta esa mimosa que tanto odia. Miss Celia no se mueve, así que es el momento de sacar la artillería: -¿Cuándo va a hablarle a su marío de mí? Cada vez que le hago esta pregunta es como si le clavara un alfiler, siempre se pone en movimiento. A veces, se lo pregunto sólo por diversión. No me puedo creer que esta farsa esté durando tanto. Ahora que Mister Johnny sabe de mi existencia, Miss Celia sigue, la muy palurda, actuando como si su engaño funcionara. No me sorprendió cuando, en Navidad, se cumplió la fecha límite que le -231-había puesto para contárselo a su marido y me rogó que le diera más tiempo. Le eché la bronca, pero la muy tonta empezó a sollozar, así que le dejé morder el anzuelo y, para que se callara, le dije que le concedía unos meses más como regalo de Navidad, aunque en realidad se merecería un saco lleno de carbón por todas las mentiras que anda contando. Gracias a Dios, Miss Hilly no se ha presentado por aquí para jugar al bridge, aunque Mister Johnny intentó convencerla hace un par de semanas. Sé, porque Aibileen me lo dijo, que Miss Hilly y su amiguita Miss Leefolt se estuvieron partiendo de risa ante la idea. Sin embargo, Miss Celia se lo tomó muy en serio y me preguntaba todo el rato qué podíamos cocinar si venían. Encargó por correo un libro para aprender a jugar a las cartas, Bridge para principiantes, aunque debería titularse Bridge para subnormales. Lo recibió esta mañana y, dos segundos después de ponerse a leerlo, me preguntó: -¿Me enseñas a jugar, Minny? ¡Este libro no hay quien lo entienda! -No sé jugá al bridge -contesté. -Sí sabes. -¿Cómo sabe usté si sé jugá o no? Empecé a ordenar los cacharros de la cocina, irritada sólo de ver ese maldito tapete de jugar a las cartas sobre la mesa. Cuando por fin me he quitado de encima el problema de Mister Johnny, ahora resulta que tengo que preocuparme por si Miss Hilly viene a esta casa y me delata. Le contaría a Miss Celia todo lo que pasó. ¡Mierda! Me despedirán por lo que hice. -Lo sé porque Miss Walter me dijo que practicabas con ella los sábados por la mañana. Comencé a fregar la olla grande. Mis nudillos chocaban contra sus paredes haciendo un ruido metálico. -Las cartas son un juego del demonio. Además, tengo muchas cosas que hace. -Pero me voy a aturullar con todas esas mujeres intentando que aprenda. ¿Por qué no me enseñas sólo un poquito? -¡Que no! Miss Celia soltó un pequeño suspiro. -Es porque se me da muy mal la cocina, ¿verdad? Crees que no soy capaz de aprender nada. -¿Qué piensa hace si Miss Hilly y sus amigas le cuentan a su marío que tiene una criada? ¿No se da cuenta de que pueden descubrí su secreto? -Ya lo he pensado. Le diré a Johnny que voy a contratar una criada para el día de la partida, para dar buena imagen delante de las otras mujeres y todo eso. -Aja. -Después le diré que me has caído muy bien y que quiero contratarte a tiempo completo. A ver, se lo diré... dentro de unos meses. En ese momento empecé a sudar. -¿Cuándo se supone que van a vení esas mujeres pa la partía de bridge? -Estoy esperando a que Hilly me llame. Johnny le dijo a su marido que yo iba a telefonear. Le he dejado un par de mensajes, así que seguro que me contesta dentro de poco. Me quedo pensando en una forma de evitar que eso suceda. Miro al teléfono, rezando para que nunca suene. A la mañana siguiente, cuando entro a trabajar, Miss Celia sale de su dormitorio. Supongo que va a meterse en las habitaciones de arriba, algo que últimamente ha vuelto a hacer, pero entonces oigo que descuelga el teléfono, marca un número y pregunta por Miss Hilly. Me pongo mala, muy mala. -Sólo llamaba para ver cuándo podíamos organizar una partida de bridge -dice muy alegre. No me muevo hasta que no estoy segura de que está hablando con la criada, Yule May, en lugar de con Miss Hilly. Miss Celia da su número como si tarareara la melodía de un anuncio de fregonas: -¡Emerson, dos, sesenta y seis, cero, nueve! Medio minuto después, marca otro número de los que tiene apuntados en ese estúpido periodicucho. Le ha dado por llamar a las mujeres un día sí y otro no. Sé lo que es ese diario, es el boletín de noticias de la Liga de Damas, y por el aspecto que tiene parece que lo encontró tirado en una papelera del aparcamiento del club donde se reúnen las señoritas. Está tieso como una lija y amarillento, como si se hubiese caído del bolso de alguien y le hubiera pasado una tormenta por encima. Hasta ahora ninguna de las mujeres la ha llamado, aunque cada vez que suena el teléfono salta hacia él como un perro de la policía sobre un negro; pero siempre es Mister Johnny. -Bueno... pues... dígale que he llamado otra vez -dice Miss Celia al teléfono. Escucho cómo cuelga muy despacito. Si me importara, que no es el caso, le diría que esas mujeres no merecen la pena. -Esas mujeres no merecen la pena, Miss Celia -termino diciendo, para mi propia sorpresa. Pero ella hace como que no me ha oído y se encierra en su dormitorio. Pienso en llamar a la puerta para ver si necesita algo, pero tengo cosas más importantes por las que preocuparme que por saber si a Miss Celia le van a dar el premio a la más popular del pueblo. Por ejemplo, que le hayan pegado un tiro a Medgar Evers en la puerta de su casa, o que Felicia ande pidiendo que le dejemos sacarse el carnet de conducir ahora que va a cumplir quince años. Es una buena chica, pero yo me quedé preñada de Leroy Júnior a los quince y parte de la culpa la tuvo el asiento trasero de un Buick. Aunque, lo más importante de todo: bastante tengo con esa Miss Skeeter y sus historias. A finales de junio llega una ola de calor que pone los termómetros a cuarenta grados y no parece dispuesta a dejarnos por una buena temporada. Es como si hubieran colocado una botella de agua caliente sobre el barrio negro para que haya diez grados más que en el resto de Jackson. Hace tanto calor que, un día, el gallo del señor Dunn se coló en mi casa y plantó su culo colorado delante del ventilador de mi cocina. Cuando lo descubrí, me miró con unos ojos que decían: «Señora, no me pienso mover de aquí». Parecía preferir que le pegara con la escoba antes que salir al sindiós de ahí fuera. En el campo, el calor convierte oficialmente a Miss Celia en la persona más vaga de los Estados Unidos de América. Ya ni siquiera sale a recoger el correo del buzón, tengo que hacerlo yo por ella. Hace demasiado calor hasta para que salga a tumbarse a la piscina, lo cual supone un problema para mí. Entendámonos. Si Dios hubiera querido que una blanca y una negra pasaran tanto tiempo juntas, no habría inventado las razas. Miss Celia sigue con sus sonrisitas, sus «¡Buenos días!» y sus «¡Cómo me alegro de verte!», mientras yo me pregunto cómo ha podido llegar tan lejos en la vida sin saber que hay unas barreras que no se deben saltar. A ver, que intente ser aceptada en el círculo de damas de esta ciudad cuando todas la consideran una furcia, ya es suficiente. Pero es que, además, desde que empecé a trabajar aquí, se empeña en que comamos juntas todos los días. Y no en la misma habitación, no. ¡Compartiendo mesa! Esa mesita que tienen junto a la ventana de la cocina. Todas las blancas para las que he servido comían lo más lejos que podían de la criada, en sus comedores. Y me parecía bien. -Pero ¿por qué? No quiero comer ahí fuera yo sola, cuando puedo hacerlo aquí contigo -me dijo Miss Celia. Ni siquiera intenté explicárselo. Hay demasiadas cosas que esta mujer ignora por completo. Además, todas las blancas para las que he trabajado sabían que hay unos días al mes en los que no conviene hablar con Minny. Incluso la vieja Miss Walter aprendió a leer el «Minnyómetro» y a darse cuenta de cuándo estaba alto. En esos días, la mujer sólo se acercaba a la cocina para oler la tarta de caramelo y luego se mantenía lejos de mi vista. Incluso no dejaba que Miss Hilly se pasara por su casa. La semana pasada, el olor a azúcar y mantequilla daba un ambiente navideño a la casa de Miss Celia, a pesar de que estábamos a mediados de junio. Como de costumbre, yo andaba con los nervios de hacer el caramelo. Le pedí tres veces, muy amablemente, que me dejara sola en la cocina, pero ella se empeñó en acompañarme. Decía que se sentía muy sola, todo el día tirada en su dormitorio. Intenté ignorarla, pero el problema es que cuando hago una tarta de caramelo tengo que hablar en voz alta, porque de lo contrario me pongo muy nerviosa. -El día más caluroso que hemos visto en junio. Ahí fuera hase cuarenta y dos grados -comenté. -¿Tienes aire acondicionado en casa? -me preguntó-. Gracias a Dios, aquí tenemos uno. Yo crecí sin él y también sé lo que es pasar calor. -No me pueo permití un aire acondísionao. Esos trastos chupan corriente igual que una plaga de gorgojos comiéndose el algodón. Me puse a darle vueltas con fuerza al azúcar porque estaba empezando a formarse la capa marrón en la superficie, el momento en el que más atenta hay que estar para que no se queme. -Además, este mes nos hemos retrasao en el pago de la factura -dije, porque estaba aturullada y no era capaz de pensar con claridad. ¿Y te puedes creer qué respondió esta mujer? -¡Ay, Minny! Me encantaría prestarte dinero para que pagues tu factura, pero Johnny me ha estado haciendo muchas preguntas últimamente. Me volví para informarle de que cuando una negra se queja porque la vida está cara no significa que esté pidiendo dinero, pero antes de que pudiera abrir la boca, ya se me había quemado el puñetero caramelo. El domingo, en misa, Shirley Boon se planta delante de la congregación. Con los labios aleteando como una bandera, nos recuerda que el miércoles tenemos una reunión para tratar problemas de la comunidad, en la que se va a discutir si hacemos una sentada ante la cafetería para blancos Woolworth, en Amite Street. La charlatana de Shirley nos señala a todos con el dedo y dice: -La reunión será a las siete, así que no faltéis. ¡No quiero excusas! La tal Shirley me recuerda a una profesora blanca, muy gorda y fea, que tuve en la escuela. Es de ese tipo de mujeres con las que nadie se quiere casar. -¿Irás el miércoles? -me pregunta Aibileen mientras volvemos a casa bajo el calor de las tres de la tarde. Llevo el abanico en la mano, y lo muevo tan rápido que parece que tenga motor. -No tengo tiempo -respondo. -¿Me vas a deja sola otra vez? ¡Venga! Llevaré unas galletas de jengibre y... -Te he dicho que no pueo ir, ¡leches! -Está bien, está bien -acepta Aibileen, moviendo la cabeza. Seguimos caminando en silencio. Al poco rato, le pido perdón y digo: -Mira, a Benny... le podría volvé a dar el asma. No me gusta dejarlo solo. -Aja... Ya me dirás cuál es el verdadero motivo, eso sí, cuando te apetezca. Giramos en Gessum Avenue y pasamos junto a un coche que ha muerto de insolación en medio de la carretera. -¡Ah! Antes de que se me olvide, Miss Skeeter quiere pasarse el martes por la noche -comenta Aibileen-. A eso de las siete. ¿Te va bien? -¡Ay, Señó! -digo, volviendo a ponerme de los nervios-. ¿Qué demonios estoy haciendo? Tengo que está loca pa contarle los secretos más ocultos de la raza negra a esa blanca. -Miss Skeeter no es como las otras, y lo sabes. -Siento que estoy chismorreando sobre mí misma -digo. Ya he quedado con Miss Skeeter cinco veces, y las cosas no mejoran. -¿Quieres deja de vení? -me pregunta Aibileen-. No me gustaría que te sintieras obliga a ello. No contesto. -¿Estás conmigo, Minny? -Sólo... quiero que las cosas sean mejores pa los crios -digo-, pero es lamentable que tenga que se una blanca quien se encargue de esto. -Ven a la reunión de la parroquia conmigo el miércoles y seguimos hablando del tema -dice Aibileen, sonriente. Sabía que Aibileen no iba a dejarlo pasar. Suspiro y pregunto: -Te ha dicho algo, ¿verdad? -¿Quién? -Shirley Boon -respondo-. En la última reunión estaban tos cogíos de la mano rezando pa que dejen a los negros usa los lavabos de los blancos. Luego se pusieron a habla sobre hace una sentada pacífica en el Woolworth, esa cafetería pa blancos. Tol mundo estaba feliz y sonriente pensando que iban a conseguí hace de este mundo un sitio mejor y yo... reventé. Le dije a Shirley Boon que seguro que en esa cafetería no tenían una silla lo bastante grande pa mete su culo gordo. -¿Y qué contestó Shirley? Pongo voz de maestro de escuela e imito a Shirley: -«Si no eres capaz de decir nada agradable, lo mejor es que te calles.» Cuando llegamos a su casa, miro a Aibileen. Se le ha puesto la cara morada de aguantarse la risa. -No fue divertío -digo. -¡No sabes lo contenta que estoy de ser tu amiga, Minny Jackson! -exclama, y me abraza hasta que cierro los ojos y le digo que me tengo que marchar. Sigo andando y doy la vuelta a la esquina. No quería que Aibileen lo supiera. No quiero que nadie sepa lo mucho que necesito las historias de Miss Skeeter. Ahora que ya no puedo volver a las reuniones de Shirley Boon, es lo único que tengo. No es que las citas con Miss Skeeter sean divertidas. Cada vez que nos vemos, termino quejándome y protestando. Siempre me pongo de los nervios y acabo por largarme con un buen cabreo. Pero, a pesar de todo, tienen su punto. Me gusta contar mis historias. Siento que lo que hago merece la pena. Cuando terminamos nuestras entrevistas, el cemento que ahoga mi pecho se ha disuelto un poco y durante unos días puedo volver a respirar. Sé que hay otras «acciones de color» que podría hacer además de contar mis historias y asistir a las reuniones de Shirley Boon: las asambleas en la ciudad, las manifestaciones de Birmingham, los mítines que hacen al norte del Estado... Pero lo cierto es que no me preocupa mucho la cuestión del derecho al voto, ni el hecho de no poder comer en el mismo restaurante que los blancos. Lo que de verdad me importa es que, algún día, dentro de diez años, una blanca llame sucias a mis hijas y las acuse de robarle la cubertería de plata. Esa noche, en casa, las alubias se están terminando de cocer y tengo el jamón ya frito en la sartén. -Kindra, diles a tos que vengan -le ordeno a mi hija de seis años-. La comía está lista. -¡A cenaaar! -grita Kindra sin moverse de su sitio. -¡Niña! ¡Ve a avisa a tu padre como te he enseñao! -le grito-. ¿Qué te he dicho sobre eso de grita en casa? Kindra me mira como si le acabara de pedir la cosa más tonta del mundo. Se dirige a la sala dando pisotones en el suelo mientras chilla: -¡A cenaaar! -¡¡Kindra!! La cocina es la única habitación de la casa en la que cabemos todos. El resto son dormitorios: al fondo está en el que dormimos Leroy y yo; al lado, un cuarto pequeñito para Leroy Júnior y Benny; y el salón lo hemos convertido en el dormitorio de Felicia, Sugar y Kindra. Lo único que nos queda libre es la cocina. A no ser que haga mucho frío, siempre tenemos la puerta de atrás abierta, con la mosquitera bajada para que no entren insectos, y por eso se oye el barullo de niños, coches, vecinos y perros en la calle. Leroy viene y se sienta junto a Benny, que ya tiene siete añitos. Felicia llena los vasos con leche o agua. Kindra sirve un plato de alubias y jamón a su padre y vuelve a la olla por más. Le paso otro plato. -Éste pa Benny -digo. -Benny, levántate y ayuda a tu madre -ordena Leroy. -Benny tiene asma, es mejó que no se canse -protesto, pero mi pequeño se levanta y le quita el plato a Kindra. Mis chicos saben ayudar. Todos se sientan a la mesa menos yo. Hoy sólo hay tres niños en casa. Leroy Júnior, que está a punto de terminar el bachillerato en el Instituto Lenier, tiene trabajo. Hace de chico de los recados en el Jitney 14, el supermercado para blancos del barrio de Miss Hilly. Sugar, la mayor, que ya ha llegado al último curso de secundaria, tampoco está. Hoy le toca hacer de canguro para nuestra vecina Tallulah, que trabaja hasta tarde. Cuando termina, regresa a casa, lleva a su padre en coche al turno de noche de la fábrica de tuberías y luego recoge a Leroy Júnior del supermercado. A las cuatro de la madrugada, cuando salen del trabajo, el marido de Tallulah acerca a Leroy a casa. Todo funciona con precisión. Leroy come, pero tiene los ojos fijos en el Jackson Journal abierto junto a su plato. Cuando se despierta, mi marido no es que esté especialmente de buen humor. Lo observo desde mi sitio junto a la cocina y veo las fotos de la sentada delante de la cafetería Brown en la portada. No es el grupo de Shirley Boon, es gente de Greenwood. Detrás de los cinco activistas, que están sentados en torno a una mesa del local, se ve a una panda de adolescentes blancos burlándose de ellos. Les hacen gestos obscenos y les tiran ketchup, mostaza y sal. -¿Cómo pueden hace eso? -dice Felicia, señalando la foto-. ¿Quedarse ahí sentaos sin responde a esos provocadores? -Se supone que es lo que tienen que hace, por eso se llama sentada pacífica -responde Leroy. -Me entran ganas de escupí sólo de ver esa foto -mascullo. -Ya hablaremos de esto más tarde -dice Leroy, mientras dobla el periódico y se lo guarda bajo el trasero. Felicia le dice a Benny en voz no tan baja como debiera: -Menos mal que mamá no estaba en esa sentá, porque si no a esos blanquitos ya no les quedarían dientes. -Y mamá entonces estaría en la cárcel de Parchman -contesta Benny en voz alta para que lo oigamos todos. Kindra se cruza de brazos y protesta: -¡Nooo! Nadie va a mete a mi mamita en la cárcel. Les pegaré a esos blancos con un palo hasta que les salga sangre. Leroy apunta a todos los niños con el dedo y grita: -¡No quiero que repitáis nada de lo que estáis diciendo fuera de esta casa! Es muy peligroso. ¿Me oyes, Benny? ¿Felicia? -Dirige el dedo hacia Kindra-. Y tú, ¿me has oído? Benny y Felicia afirman con la cabeza y bajan la mirada a sus platos. Siento haber empezado todo esto. Miro a Kindra para que se calle, pero la pequeña tira su tenedor sobre la mesa y se baja de la silla: -¡Odio a los blancos! Se lo voy a decí a tol mundo si me da la gana. La persigo por el salón. Cuando la alcanzo, la arrastro de nuevo a la mesa. -Lo siento, papi -dice Felicia, porque es de las que siempre asumen la culpa por los demás-. Yo me encargo de Kindra, no sabe lo que dice. Leroy arroja con furia su tenedor. -¡No quiero que nadie en esta casa se meta en líos! ¿Entendido? -vocifera, mirando a nuestros hijos. Me doy la vuelta y miro al horno para que no pueda verme la cara. Que el Señor me pille confesada si mi marido se entera de lo que estoy haciendo con Miss Skeeter. -Durante toda la semana siguiente escucho cómo Miss Celia, desde el teléfono de su dormitorio, deja mensajes para Miss Hilly, para Elizabeth Leefolt, para Miss Parker, para las hermanas Caldwell y para otras diez damas de la Liga. Incluso para Miss Skeeter, lo cual no me gusta un pelo. Ya se lo he advertido a Miss Skeeter: «No se le ocurra responde a esta mujer. No líe la madeja más de lo que ya está». Una cosa que me irrita un montón es que cuando Miss Celia termina sus estúpidas llamadas y cuelga el teléfono, vuelve a levantar el auricular para ver si hay línea, no vaya a ser que esté mal colgado. -El teléfono funciona perfectamente -le digo. Ella me sonríe como lleva haciéndolo todo este mes, que parece como si le hubiera tocado la lotería. -¿Por qué está de tan buen humó? -le pregunto un día-. ¿Mister Johnny la trata bien últimamente o qué? Preparo mi próximo «¿Cuándo va a decírselo?», pero se me adelanta. -Pues sí, está bastante cariñoso últimamente -me confiesa-. Dentro de poco le hablaré de ti. -¡Bien! -digo de todo corazón. Ya estoy harta de todas estas mentiras. Me imagino la sonrisa que pone esta mujer cuando le sirve a Mister Johnny mis chuletas de cerdo, y cómo ese buen hombre tendrá que fingir que está orgulloso de su esposa sabiendo que soy yo la que cocina. Está quedando como una idiota, pone en un compromiso a su amable marido y me convierte en una mentirosa. -Minny, ¿podrías salir a recoger el correo, por favor? -me pide, aunque está vestida y sentada sin hacer nada, y yo tengo las manos pringosas de mantequilla, una lavadora que recoger y la licuadora en marcha. Parece que tenga contados los pasos que da al cabo de la jornada. Es más vaga que un filisteo en domingo; sólo que, para ella, todos los días son domingo. Me limpio las manos y salgo al buzón, sudando a mares. No es para menos, estamos a treinta y ocho grados en la calle. Hay un paquete de medio metro de alto sobre la hierba, junto al buzón. Ya he visto antes estas grandes cajas marrones, supongo que será otra crema cosmética que habrá encargado esta mujer. Pero cuando lo levanto, noto que es muy pesada y que algo tintinea en su interior, como si fueran botellas de coca-cola. -Hay algo pa usté, Miss Celia -anuncio, dejando caer el paquete en el suelo de la cocina. Nunca la había visto saltar de la silla con tanta prisa. De hecho, la única cosa que hace rápido esta mujer es vestirse. -Es mi... -comienza, y murmura una palabra incomprensible. Carga la caja hasta su dormitorio y cierra la puerta. Una hora más tarde, entro en su cuarto para pasar el aspirador a las alfombras. Miss Celia no está tumbada en la cama ni en el baño. No la he visto en la cocina, en el salón ni en la piscina, y acabo de limpiar el polvo de las dos salas de estar y del cuarto del oso. Esto significa que sólo puede estar arriba, en las habitaciones del terror. Antes de que me despidieran por acusar al blanquito del encargado de llevar peluca, limpiaba las salas de fiestas del hotel Robert E. Lee. Esas enormes habitaciones vacías, sin un alma, con servilletas llenas de carmín y restos de olor a perfume, me daban escalofríos, igual que la planta de arriba de la casa de Miss Celia. Incluso hay una vieja cuna con el gorrito de bebé de Mister Johnny y un sonajero de plata que, puedo jurarlo, a veces oigo que se menea solo. Al pensar en ese sonido, me pregunto si esos paquetes que recibe no tendrán algo que ver con que se meta en los cuartos del piso superior casi todos los días. Decido que ya ha llegado la hora de subir ahí arriba y echar un vistazo a ver qué está pasando. Al día siguiente vigilo a Miss Celia, esperando el momento en el que se escabulla a los cuartos de arriba para ver qué demonios hace. A eso de las dos, asoma la cabeza por la puerta de la cocina y me dirige una sonrisa traviesa. Un minuto más tarde, oigo crujidos de pasos sobre mi cabeza. Me dirijo a las escaleras sin hacer ruido. Aunque voy de puntillas, los platos del aparador tintinean y las tablas del suelo crujen. Subo los peldaños muy despacito; escucho mi propia respiración. Una vez arriba, atravieso el largo pasillo y dejo atrás las puertas abiertas de los dormitorios: una, dos, tres... La cuarta puerta, al final del corredor, está abierta sólo unos centímetros. Me acerco un poco y observo por la rendija. La veo sentada en la cama amarilla junto a la ventana, con la cara muy seria. En el suelo está abierto el paquete que recogí ayer del buzón y sobre el colchón hay una docena de botellas llenas de un líquido marrón. Una llama me sube lentamente por el pecho y la garganta hasta quemarme la boca. Reconozco esas delgadas botellas, estuve cuidando durante doce años a un bebedor sin remedio... Cuando, por fin, el zángano destrozavidas de mi padre murió, juré por Dios, con lágrimas en los ojos, que nunca volvería a cargar con un alcohólico... ¡Y poco después me casé con uno! Y ahora, aquí estoy, sirviendo a otra maldita borracha. Ni tan siquiera son botellas de licorería, las que bebe tienen un tapón rojo como el que ponía mi tío Toad al aguardiente que destilaba en casa. Mamá siempre me dijo que los auténticos alcohólicos, como mi padre, prefieren los licores caseros porque son más fuertes que los que se venden en las tiendas. Ahora ya sé que esta mujer es tan idiota como mi padre o como Leroy cuando se pasa la tarde en el Oíd Crow, sólo que ésta por lo menos no me persigue luego con la sartén en la mano. Miss Celia toma una botella y la mira como si fuera Cristo Redentor, muriéndose de ganas por que la salve. La abre, echa un sorbito y suspira. Luego, da tres grandes tragos y se tumba entre las almohadas. Empiezo a temblar contemplando la cara de satisfacción que se le dibuja en el rostro. Estaba tan ansiosa por tomarse su bebida que se olvidó de cerrar bien la puerta. Tengo que morderme la lengua para no gritarle. Por fin, bajo las escaleras muy cabreada. Miss Celia regresa a la cocina diez minutos más tarde, se sienta en la mesa y me pregunta si no quiero comer. -Tiene chuletas de cerdo en el frigorífico. Hoy no voy a come -le digo, y salgo de allí. Esa tarde, Miss Celia está en el cuarto de baño, sentada en el retrete. Tiene el secador sobre la cisterna y el pelo recién decolorado cubierto con una capucha. Con ese trasto en la cabeza no oiría ni la explosión de una bomba atómica. Subo las escaleras secándome la mano con un trapo, entro en el cuarto y abro el armario. Encuentro dos docenas de botellas de whisky escondidas detrás de unas sábanas harapientas que Miss Celia debe de haberse traído desde su pueblo. Las botellas no tienen etiqueta, sólo el sello «OLD KENTUCKY» en el cristal. Doce de ellas están llenas, esperando que se las beba. La otra docena está tan vacía como estos malditos dormitorios del piso de arriba. No me extraña que la muy tonta no tenga hijos. El primer jueves de julio, a las doce del mediodía, Miss Celia se levanta de la cama para su lección de cocina. Lleva una blusa blanca tan ajustada que, a su lado, una furcia parecería una santa. ¡La ropa cada vez le queda más ajustada! Nos ponemos en nuestros puestos, yo junto a los fuegos de la cocina y ella en un taburete. Desde que hace una semana encontré esas botellas, casi no he cruzado una palabra con ella. No estoy loca, sólo furiosa. Durante los últimos seis días, he jurado que seguiría la Regla Número Uno de mi madre. Hablar con ella significaría que me importa esta mujer, y no es así. No es de mi incumbencia si es una estúpida alcohólica y quisquillosa. Ponemos el pollo rebozado en la sartén. Después, por millonésima vez, tengo que recordarle a esta lerda que se lave las manos si no quiere matarnos a todos con sus microbios. Observo cómo el pollo chisporrotea en el aceite e intento olvidarme de su presencia. Freír pollo siempre me ha ayudado a sentirme un poco mejor. Casi me olvido de que trabajo para una borracha. Cuando terminamos de freír, guardo la mayor parte en el frigorífico para la cena. El resto lo sirvo en un plato. Miss Celia se sienta frente a mí, como de costumbre. -Toma la pechuga -dice, mirándome con sus ojos azules-. Vamos... -Prefiero muslo -digo, sirviéndome. Ojeo el Jackson Journal, desde la primera página hasta la agenda local. Abro el periódico delante de mi cara para no tener que mirarla. -Pero mujer, si el muslo casi no tiene carne. -Está rico, es más jugoso que la pechuga -respondo, y sigo leyendo, intentando ignorarla. -Como quieras -dice, y se sirve la pechuga-. Supongo que esto nos hace perfectas compañeras de pollo. Pasado un minuto, añade: -¿Sabes? Tengo suerte de que seas mi amiga, Minny. Siento un malestar espeso y ardiente que me sube por el pecho. Bajo el periódico y la contemplo. -No se confunda, señorita. Usté y yo no somos amigas. -¡Cómo...! Sí lo somos -sonríe, como si me estuviera haciendo un gran favor. -No, Miss Celia, no lo somos. Parpadea con sus pestañas postizas. «Para ya, Minny», me dice una voz en mi interior, pero soy consciente de que ya no hay modo de detenerme. Por la forma en que se cierran mis puños, sé que no puedo aguantar esto ni un minuto más. -¿Es... -musita, y baja los ojos a su pollo- porque eres de color? ¿O es porque... no quieres ser mi amiga? -Hay muchos motivos. Que usté sea blanca y yo negra sólo es uno más. -Pero ¿por qué? -inquiere, ya sin su típica sonrisa en la cara. -Porque cuando le digo que me he retrasao en el pago de la factura de la electricidá no significa que le esté pidiendo dinero -digo. -Oh, Minny... -Porque no tiene la delicadeza de decirle a su marío que trabajo aquí. Porque me pone enferma verla las veinticuatro horas del día encerrá en esta casa. -No lo entiendes. No puedo... No puedo salir. -Pero tos esos motivos no son na comparao con lo que ahora sé. Su cara palidece debajo de todo su maquillaje. -To este tiempo me pensaba que usté se estaba muriendo de cáncer o que tenía alguna enfermedá mental... ¡Pobrecita Miss Celia, tol día en casa! -Sé que ha sido difícil... -Pero ahora sé que usté no está enferma. ¡No, señal He visto las botellas que esconde ahí arriba. Ya no me engañará más. -¿Botellas? Ay, Dios mío, Minny. Yo... -Me entran ganas de vaciarlas en el fregadero y contárselo a Mister Johnny ahora mismo. Se pone de pie, tirando su silla al suelo. -No te atreverás a... -Finge que quiere tené hijos, pero bebe como pa tumba a un elefante. -¡Minny! ¡Si se lo cuentas, te despido! -grita, con los ojos llenos de lágrimas-. Y si se te ocurre tocar esas botellas, te echo ahora mismo. La sangre corre demasiado rápido en mi cabeza para detenerme. -¿Despedirme? ¿Quién va a queré vení hasta aquí a trabaja en secreto mientras usté se pasa tol día borracha por la casa? -¿Crees que no soy capaz de despedirte? ¡Se acabó tu trabajo por hoy, Minny! -solloza y me apunta con el dedo-. ¡Termínate el pollo y vete a tu casa! Toma su plato lleno de pechuga y sale dando un empellón a la puerta. Oigo ruidos en la enorme mesa del comedor, las patas de las sillas arañando el suelo. Me hundo en la silla porque me tiemblan las rodillas, y me quedo mirando mi pollo. Acabo de perder otro maldito trabajo. El sábado me despierto a las siete de la mañana con un horrible dolor de cabeza y la lengua en carne viva. Seguro que me he pasado toda la noche mordiéndomela. Leroy abre un ojo y me mira, consciente de que algo pasa. Lo adivinó anoche durante la cena y se lo olió cuando llegó a casa a las cinco de la madrugada. -¿A qué le andas dando vueltas, mujé? Espero que no sean problemas en el trabajo -me pregunta por tercera vez. -El único problema que tengo son mis cinco hijos y mi mano. Me sacáis de mis casillas entre tos. Lo único que me faltaba es que se enterara de que he puesto a parir a otra blanca y que he perdido mi empleo. Me pongo el camisón morado de andar por casa, voy a la cocina y la limpio como nunca antes había hecho. Luego, me arreglo para salir. -Mamá, ¿ande vas? -grita Kindra-. ¡Tengo hambre! -Me voy a casa de Aibileen. Mamá necesita está con alguien que no la agobie tol rato. En las escaleras del porche me encuentro a Sugar sentada. -Sugar, prepárale algo de desayuna a Kindra. -¡Pero si no hace ni media hora que ha comío! -Bueno, pues tiene hambre otra vez. Camino las dos manzanas que me separan de casa de Aibileen, atravieso Tick Road y entro en Farish Street. Aunque cae un sol de justicia y el asfalto reverbera, hay niños en la calle que juegan a la pelota, dan patadas a las latas y saltan a la comba. -¡Güenas, Minny! -me saluda alguien cada cinco pasos. Les devuelvo el saludo con un gesto, pero no tengo ganas de charlar. Hoy no. Atajo por el jardín de Ida Peek. La puerta trasera de Aibileen está abierta. Encuentro a mi amiga sentada en la cocina leyendo uno de esos libros que le saca Miss Skeeter de la biblioteca para blancos. Levanta la vista de su lectura cuando escucha el golpe que le pego a la mosquitera. Supongo que se habrá dado cuenta de que estoy cabreada. -¡El Señó nos pille confesaos] ¿Quién te ha puesto así? -Celia Rae Foote, esa blanca ha sío -le digo, y me siento frente a ella. Aibileen se levanta y me sirve un café. -¿Qué te ha hecho? Le cuento lo de las botellas. No sé por qué no se lo dije hace una semana y media, cuando las encontré. Quizá no quería que se enterara de algo tan vergonzoso sobre Miss Celia. Igual me sentía mal porque Aibileen fue quien me consiguió el trabajo. Pero ahora estoy tan cabreada que lo suelto todo. -...y después me despidió. -¡Ay, Dios, Minny! -Dice que encontrará a otra criada, pero ¿quién va a trabaja pa esa loca? Alguna negra de pueblo que viva en el campo y que no tenga ni idea de serví en casas de gente fina. -¿Has pensaó en pedirle disculpas? Igual puedes ir el lunes y habla con... -¡No pienso pedirle disculpas a una borracha! Nunca se las pedí a mi padre, y mucho menos voy a hacerlo con esa mujé. Nos quedamos en silencio. Me tomo el café de un trago y observo un tábano que zumba tras la mosquitera, golpeándola con su asquerosa cabezota, toe, toe, toe, hasta que se cae al suelo y empieza a girar sobre sí mismo enloquecido. -No puedo dormí. Ni come. -La verdá es que esa Miss Celia parece h peo de toas las mujeres pa las que has servio. -Toas son malas, pero ésta es la peo. -Es verdá. ¿T'acuerdas de aquella vez que Miss Walter te hizo paga por esa figurita de vidrio que se te rompió? ¡Te descontó diez dólares del sueldo! Y luego descubriste que en Cárter las vendían a tres dólares. -Pos sí. -¡Ah! ¿Y t'acuerdas del loco de Mister Charlie, ese que te llamaba negra a la cara y se pensaba que era divertío? ¿Y su mujé, esa que te obligaba a come en el porche incluso en pleno enero? ¡Hasta aquella vez que nevó! -Me entra frío sólo de acordarme. -¿Y qué... -Aibileen se carcajea, intentando hablar al mismo tiempo-, qué me dices de Miss Roberta? ¿Recuerdas aquella vez que te sentó a la mesa de la cocina y probó en ti su nuevo tinte pal pelo? -Aibileen se seca las lágrimas de los ojos-. ¡Señor! Nunca he vuelto a ver una negra con el pelo azul. Leroy dijo que parecías un extraterrestre. -Eso no fue divertío. Me costó tres semanas y veintisinco dólares recupera el coló natural de mi pelo. Aibileen mueve la cabeza, suelta un «aja» lleno de sentido y da un sorbo a su café. -Sin embargo, esta Miss Celia -prosigue-, ¿has visto cómo te trata? ¿Cuánto te paga pa que tengas que aguantá lo de Mister Johnny y las clases de cocina? ¡Seguro que ni la mitad que las otras! -Sabes que me paga el doble. -Ah, es verdá. Se me había olvidao. Bueno, pero con toas esas amigas que la visitan tol rato, tendrás que pasarte tol día limpiando detrás de ellas. Me quedo en silencio, mirándola. -Y luego esos diez hijos que tiene. -Aibileen se lleva la servilleta a los labios, ocultando su sonrisa-. Deben de volverte loca, tol día gritando y poniendo patas arriba ese enorme caserón. -Aibileen, ya he pillao lo que quieres decirme. Aibileen sonríe y me da unas palmaditas en el hombro. -Lo siento, cariño, pero eres mi mejó amiga y creo que ties algo mu bueno allá en el campo. ¿Qué más da si esa mujé se echa unos traguitos pa pasa el día? El lunes, ve a habla con ella. Siento que se me arruga la cara. -¿Piensas que me volverá a coge? ¿Después de to lo que le dije? -No va a encontrá a otra criada dispuesta a serví en esa casa, y lo sabe. -Pos sí -suspiro-. Es tonta, pero no pa tanto. Regreso a casa. No le cuento a Leroy lo que me preocupa, pero sigo todo el día y el resto del fin de semana dándole vueltas al tema. Me han despedido más veces que dedos tengo en las manos. Rezo para que pueda recuperar mi trabajo el lunes. -247-.

CRIADAS Y SEÑORASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora