Cada vez que Miss Leefolt sale a comprar, o cuando está en el jardín, o incluso cuando entra al baño, compruebo la mesita de noche en la que tiene el libro. Hago como que estoy limpiando el polvo, cuando en realidad compruebo cuántas páginas ha avanzado su marcapáginas con el dibujo de la Primera Biblia Presbiteriana. Lleva cinco días leyendo el libro, y al abrirlo hoy he descubierto que sigue en el primer capítulo, en la página catorce. Aún le quedan doscientas treinta y cinco por delante. ¡Madre mía, qué despacio lee esta mujer! Me gustaría decirle: «Está leyendo la historia de Miss Skeeter, ¿sabe? Donde cuenta su infancia con Constantino). Y, aunque me da mucho miedo, añadiría: «Pero siga, siga leyendo, guapa, porque en el segundo capítulo hablo de usted». Me pongo como un flan cada vez que veo ese libro en su casa. Llevo toda la semana andando de puntillas. Un día, Hombrecito apareció por detrás y me tocó la pierna. Pegué un respingo que casi me caigo de espaldas. Pero el peor día fue el jueves, cuando Miss Hilly vino de visita. Las señoritas se sentaron en la mesa del salón y charlaron sobre sus campañas benéficas. De vez en cuando, me miraban y, con una sonrisa, me pedían que les sirviera un sandwich de mayonesa o un té helado. En un par de ocasiones, Miss Hilly entró en la cocina y telefoneó a Ernestine, su criada. —¿Has puesto en remojo el vestido de Heather como te dije? ¡Bien! ¿Y le has quitado el polvo al baldaquino de la cama? ¿No? ¡Pues ya lo estás haciendo ahora mismo! Cuando salí a recoger sus platos, escuché a Miss Hilly comentar: —Pues yo ya he llegado al capítulo siete. Me quedé helada. Los platos me temblaban en la mano. Miss Leefolt alzó la mirada y me reprendió con un gesto. Miss Hilly, levantando el dedo índice ante Miss Leefolt, añadió: —Creo que tienes razón. Me da la sensación de que podría ser Jackson. —¿Tú crees? Miss Hilly se inclinó sobre la mesa y susurró: —Es más, apuesto a que conocemos a algunas de esas negras. —¿En serio? —preguntó Miss Leefolt. Sentí un frío helador que me recorría todo el cuerpo. Apenas podía avanzar hacia la cocina—. Yo he leído muy poquito... —Estoy casi segura. Y, ¿sabes? —Miss Hilly sonrió como una serpiente—. Pienso desenmascararlas a todas. A la mañana siguiente espero en la parada del autobús con la respiración acelerada, pensando en lo que hará Miss Hilly cuando llegue a su parte, y preguntándome si Miss Leefolt habrá leído por fin el capítulo dos. Cuando entro en su casa, me la encuentro leyendo el libro en la mesa de la cocina. Me pasa a Hombrecito, que se ha quedado dormido en su regazo, sin apenas levantar los ojos del libro. Luego, se dirige a su cuarto leyendo mientras camina. Ahora que sabe que Miss Hilly está interesada en el libro, no puede dejar de leerlo. Unos minutos más tarde, entro en su dormitorio para recoger la ropa sucia. Miss Leefolt está en el baño, así que aprovecho para abrir el libro por el marcapáginas. Está en el capítulo seis, el de Winnie, justo donde cuenta que la anciana para la que servía empieza a chochear y llama todas las mañanas a la policía para decirles que una mujer negra ha entrado en su casa. Esto significa que Miss Leefolt ha leído su parte y ha seguido adelante como si nada. Estoy asustada, pero no puedo evitar entornar los ojos. Estoy segura de que a Miss Leefolt ni se le pasó por la cabeza que ella era la protagonista de la historia. Sé que debería dar gracias a Dios, pero aun así... Seguro que, mientras leía el capítulo por la noche, movía la cabeza contrariada con la historia de esa horrible mujer que no es capaz de dar a su propia hija el cariño que la pequeña necesita. En cuanto Miss Leefolt sale de casa, llamo a Minny. Últimamente, nos pasamos el día subiendo las facturas de teléfono de nuestras jefas. —¿T'has enterao d'algo nuevo? —pregunto. —Na. ¿Miss Leefolt ya se lo ha acabao? —No, pero anoche llegó al capítulo de Winnie. ¿Miss Celia todavía no se lo ha comprao? —Esta boba sólo lee basura... ¡Ya voy! —grita Minny—. La muy idiota se ha vuelto a enreda el pelo en el secado. ¡Mira que le tengo dicho que no meta la cabeza en ese trasto con los rulos puestos! —Llámame si hay alguna novedá. —Algo va a pasa pronto, Aibileen. Lo presiento. Esa tarde me acerco al supermercado Jitney para comprar algo de fruta y queso para Mae Mobley. Su profesora, la señorita Taylor, otra vez ha hecho de las suyas. Chiquitina bajó del autobús hoy y se fue directa a su habitación a tirarse en la cama. —¿Qué pasa, pequeña? ¿Algún problema? —¡Me he pintado de negro! —solloza. —¿Qué quieres decí?. —le pregunto—. ¿Te has manchao con los rotuladores? Le miro las manos, pero no tiene restos de tinta. —La señorita Taylor nos dijo que pintáramos lo que más nos gusta de nosotros mismos. Entonces veo un triste papel arrugado en su mano. Lo despliego y entiendo qué quería decir Chiquitina con eso de que se había pintado de negro. —La señorita me dijo que el negro significa que tengo una cara sucia y mala. Hunde la cabeza en la almohada y se pone a berrear palabrotas. ¡Maldita señorita Taylor! ¡Después de todo el tiempo que empleo en enseñar a Mae Mobley a querer a todo el mundo por igual y a no juzgar a las personas por su color! Siento un puño que oprime mi corazón. ¿Quién no se acuerda de su primera maestra? Igual uno no recuerda lo que aprendió, pero de una cosa estoy segura: he criado suficientes niños para saber que los profesores les influyen. Por lo menos, en el supermercado hace fresquito. Me siento mal por haberme olvidado de comprar la merienda de Mae Mobley esta mañana. Me doy prisa para no dejarla demasiado tiempo a solas con su madre. Ha escondido su dibujo debajo de la cama, para que Miss Leefolt no lo encuentre. En la sección de alimentos envasados, me hago con dos latas de atún. Me dirijo a buscar gelatina en polvo de la verde y me encuentro a la buena de Louvenia, con su uniforme blanco, junto a los tarros de mantequilla de cacahuete. Siempre que pienso en ella, me acuerdo del capítulo siete. —¡Güeñas! ¿Qué tal está Robert? —le pregunto, palmeándole el hombro. Louvenia trabaja todo el día para Miss Lou Anne y luego vuelve a casa por la tarde y acompaña a Robert a la escuela para ciegos, a sus clases de leer con los dedos. Nunca la he oído quejarse. —Aprendiendo a desenvolverse. ¿Y tú qué tal, Aibileen? ¿ To bien? —Un poco nerviosa. ¿T'has enterao de algo? —Na, pero mi jefa se lo está leyendo. Miss Lou Anne juega al bridge con Miss Leefolt. Esta mujer se portó muy bien con Louvenia cuando Robert tuvo el accidente. Recorremos el pasillo juntas con nuestras cestas de la compra. Junto al pan tostado, hay un par de mujeres blancas. Me resultan familiares, pero no sé cómo se llaman. Al pasar a su lado, se quedan en silencio y nos miran muy serias. —Disculpen —digo para que me dejen pasar. Cuando las hemos dejado atrás, oigo que una comenta: —Ésa es la negra que sirve en casa de Elizabeth... En ese momento pasa un carrito por el pasillo y su traqueteo no nos deja oír el final de la frase. —Creo que tienes razón —dice la otra—. Puede ser la del segundo capítulo. Louvenia y yo seguimos andando muy despacito, con la vista fija al frente. Siento pinchazos en mi cuello al escuchar el sonido de los tacones de las mujeres alejándose. Sé que Louvenia las ha oído mejor que yo, pues sus orejas son diez años más jóvenes que las mías. Al llegar al final del pasillo nos separamos, pero giramos la cabeza para cruzar una última mirada. «¿He oído bien?», le preguntan mis ojos. «Has oído bien», me responden los suyos. Por favor, Miss Hilly lea. Termine el libro a la velocidad del rayo.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RastgeleSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...