Miss Skeeter cap.11

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Técnicamente continúa siendo invierno en casi todo el país, pero en mi casa ya están todos en tensión, dispuestos a ponerse manos a la obra con las tareas del campo. Parece que la primavera se ha adelantado bastante este año. Padre está sumido en el frenesí de la siembra y ha tenido que contratar a diez jornaleros extra para las faenas de labranza y manejo de tractores, y así conseguir que las semillas se afiancen a tiempo. Aunque el tema de la siembra no le preocupa mucho, Madre ha consultado el Almanaque del agricultor y, llevándose la mano a la frente, me comunica las malas noticias: —Dicen que va a ser el año más húmedo en mucho tiempo —suspira, consciente de que el Shinalator no ha resultado muy efectivo tras aquellas primeras experiencias—. Tendré que ir a Beemon's a comprar unos cuantos botes más de laca fijadora, de la extrafuerte. —Levanta la vista del almanaque y me lanza una mirada suspicaz—. ¿Por qué te has puesto esa ropa? Llevo mi vestido más oscuro y un par de medias negras. Además, me he cubierto el pelo con un pañuelo también negro. La verdad es que me parezco más a Peter O'Toole en Lawrence de Arabia que a Marlene Dietrich. Llevo mi horrible mochila roja colgada al hombro. —Tengo que hacer algunos recados esta tarde y luego he quedado con... unas chicas. En la parroquia. —¿Un sábado por la noche? —Madre, a Dios no le preocupa qué día de la semana es —concluyo, y me dirijo al coche antes de que pueda preguntarme más cosas. Esta noche voy a ir a casa de Aibileen para hacerle la primera entrevista. Con el corazón acelerado, conduzco a toda velocidad por las calles de la ciudad en dirección al barrio negro. Pienso que nunca me he sentado a la misma mesa que una persona de color sin que le pagaran por ello. Hace más de un mes que llevamos posponiendo la entrevista. Primero, llegaron las vacaciones y Aibileen se vio obligada a quedarse trabajando hasta tarde casi todas las noches: envolvía regalos, cocinaba para la fiesta de Navidad de Elizabeth y servía aperitivos en las veladas benéficas. En enero, cuando Aibileen tuvo la gripe, empecé a inquietarme. Me preocupaba que, después de tanto tiempo, Miss Stein perdiera el interés o se olvidase de que había accedido a leer mis textos. Avanzo en el Cadillac a través de una oscura calle llamada Gessum. Preferiría haber venido con la camioneta vieja, pero Madre habría sospechado y, además, Padre la necesita para trabajar en los campos. Me detengo frente a una casa abandonada con aspecto de estar encantada, a tres manzanas de la casa de Aibileen, siguiendo sus indicaciones. El porche de esta mansión del terror está hundido y las ventanas no tienen cristales. Salgo a la oscuridad, cierro la portezuela del coche y camino a toda prisa. Mantengo la vista clavada en el suelo mientras escucho el repiqueteo de mis tacones sobre la acera. Un perro ladra y se me caen las llaves al suelo. Miro asustada a mi alrededor y las recojo. Dos grupos de negros están sentados en los porches de sus casas, observando la calle mientras se mecen. La acera no está iluminada, así que me resulta difícil decir si me pueden ver. Sigo andando, y siento que llamo la atención, porque, lo mismo que mi coche, soy grande y blanca. Llego al número veinticinco, la casa de Aibileen. Lanzo una última mirada a mi alrededor, deseando no haber llegado con diez minutos de antelación. El barrio negro parece que queda muy lejos, cuando en realidad está a unos pocos kilómetros de la parte blanca de la ciudad. Llamo suavemente a la puerta. En el interior se escuchan pasos y un portazo. Por fin, Aibileen me abre. —Adelante —susurra. En cuanto entro, cierra la puerta con llave. Nunca había visto a Aibileen sin su uniforme de trabajo. Esta noche lleva un vestido verde con ribetes negros. No puedo evitar darme cuenta de que en su casa camina más erguida. —Póngase cómoda. Ahora mismo vuelvo. Aunque la solitaria bombilla de la estancia está encendida, el recibidor es oscuro y se halla sumido en marrones y sombras. Las cortinas, echadas y atadas una con la otra para que no haya espacio entre ellas. No sé si siempre las tendrá así o si se debe a mi visita. Me acomodo en el estrecho sofá. Hay una mesita de madera con una cenefa tallada a mano en los bordes. Los suelos están desnudos. Desearía no haberme presentado con un vestido y unos zapatos tan caros. Al cabo de unos minutos, aparece Aibileen llevando una bandeja con una tetera, dos tazas que no hacen juego entre sí y servilletas de papel dobladas en triángulo. Puedo oler las pastas de canela que ha preparado. Mientras sirve el té, la tapa de la tetera tiembla. —Lo siento —se excusa, sujetando la tapa—. Es la primera vez que tengo una invitada blanca. Sonrío, aunque soy consciente de que no era una broma. Bebo un sorbo de té. Es fuerte y amargo. —Gracias —le digo—. Está muy rico. Se sienta, cruza las manos sobre el regazo y me contempla expectante. —He pensado que podríamos hacer primero un poco de memoria sobre tu vida y luego pasar a las preguntas —le explico. Saco mi cuaderno y repaso las preguntas que he preparado. De repente me parecen muy obvias, de principiante. —Está bien —asiente. Noto que está muy tensa, sentada en el sofá vuelta hacia mí. —Bueno, para empezar, vamos a ver... ¿cuándo y dónde naciste? Traga saliva y contesta: —En 1909, en la plantación de Piedmont, allá en el condao de Cherokee. —De pequeña, ¿pensabas que algún día terminarías trabajando de criada? —Pos claro, señorita. Sonrío, esperando que se explaye un poco, pero no añade nada más. —Y... ¿por qué lo pensabas? —Pos porque mi madre era criada, y mi agüela, esclava. —Esclava. Interesante —comento, pero ella sólo mueve la cabeza. Sigue con las manos cruzadas sobre el regazo mientras contempla cómo escribo palabras en el cuaderno. —¿Alguna vez... has soñado con llevar una vida distinta? —No —responde—. No, señorita. La verdá es que no. El silencio es tan profundo que puedo escuchar nuestras respiraciones. —Muy bien. Sigamos... ¿Qué se siente al criar a un niño blanco cuando tus propios hijos están en casa y... —dudo y trago saliva, avergonzada por la pregunta— ...y otra persona tiene que hacerse cargo de ellos? —Pos se siente... —Sigue tan tiesa en su asiento que me parece que tiene que ser una postura dolorosa—. Esto... ¿podríamos pasa a la siguiente pregunta? —¡Oh! Bueno. —Repaso mi lista—. ¿Qué es lo que más y lo que menos te gusta de servir? Me mira como si le acabara de pedir que definiera una palabrota. —Su... supongo que lo mejó es cuida a los niños —susurra. —¿Quieres añadir algo? —No, señorita. —Aibileen, no tienes que llamarme «señorita» todo el rato. Aquí no hace falta. —Sí, señorita. ¡Oh! Perdón —dice, tapándose la boca con la mano. En la calle se escuchan voces y nuestros ojos se dirigen a la ventana. Nos quedamos en silencio, paralizadas. ¿Qué pasaría si un blanco descubriera que un sábado por la noche estoy aquí, hablando con Aibileen en su casa? Seguramente llamaría a la policía para denunciar una reunión sospechosa. No me cabe ninguna duda. Nos arrestarían, porque así son las cosas. Nos acusarían de violar las leyes de segregación. Aparece todos los días en los periódicos: dicen que los blancos que se juntan con gente de color son activistas del movimiento por los derechos civiles. Lo que nosotras hacemos no tiene nada que ver con la integración, pero ¿por qué, si no, íbamos a estar Aibileen y yo juntas? No he traído conmigo ninguna carta de Miss Myrna que sirva de coartada. Tampoco podría contarles la verdad, porque se descubriría nuestro secreto y la idea del libro se iría al traste. Además, podríamos ir a la cárcel por intentar escribir un libro así. Aprecio un miedo franco y sincero en el rostro de Aibileen. Lentamente, el rumor de las voces de afuera se va alejando calle abajo. Respiro aliviada, pero ella sigue tensa, con la mirada clavada en las cortinas. Repaso mi lista de preguntas, en busca de algo que pueda suavizar los ánimos y evitar que me contagie su nerviosismo. No paro de pensar en que ya hemos perdido demasiado tiempo. —No me has dicho qué es lo que menos te gusta de tu trabajo. Ella traga saliva con dificultad y permanece en silencio. —A ver, ¿quieres hablar del asunto de los retretes, o de Eliz... esto... de Miss Leefolt? ¿Estás contenta con lo que te paga? ¿Te ha gritado alguna vez delante de Mae Mobley? Toma una servilleta y se la pasa por la frente. Empieza a decir algo, pero se detiene. —Ya hemos hablado un montón de veces, Aibileen... Se lleva la mano a la boca. —Lo siento, yo... Se levanta y sale corriendo de la pequeña sala. Oigo un portazo que hace temblar la tetera y las tazas en la bandeja. Pasan cinco minutos. Cuando regresa, trae una toalla que sujeta doblada delante de ella, como suele hacer Madre cuando tiene vómitos y no se ve capaz de llegar al lavabo a tiempo. —Perdone, pensaba que... estaba prepara pa habla, pero... Asiento, sin saber muy bien qué hacer. —Sé que usté... le ha dicho a esa señorita de Nueva Yó que iba a colabora, pero... —Cierra los ojos—. Lo siento, creo que no puedo. Necesito tumbarme. —Mañana por la noche, cuando estés mejor, volveré y lo intentamos otra vez... Niega con la cabeza y aprieta la toalla. De vuelta a casa, pienso que tendría que darme de cabezazos contra la pared por haber creído que podía presentarme así, con mi lista de preguntas, y que ella dejaría de sentirse criada sólo por el hecho de que estuviéramos en su casa y no llevar el uniforme puesto. Miro mi cuaderno, que descansa sobre el asiento de cuero blanco. Además de la información sobre dónde nació, he obtenido un total de una docena de palabras, y cuatro de ellas son «Sí, señorita» y «No, señorita». Mientras conduzco por la carretera, en la radio suena la voz de Patsy Cline en la cadena WJDX cantando Walking After Midnight. Cuando llego a la calle de Hilly, está sonando otra canción de Patsy, Three Cigarettes in an Ashtray. Esta mañana se ha estrellado el avión en que viajaba la cantante y todo el país, desde Nueva York a Seattle pasando por Misisipi, está de luto recordando sus melodías. Aparco el Cadillac y contemplo el enorme caserón blanco de mi amiga. Hace ya cuatro días que Aibileen vomitó en plena entrevista y no he vuelto a tener noticias de ella desde entonces. Entro en la casa. La mesa de bridge está dispuesta en el salón, decorado con ese estilo de antes de la guerra que tanto le gusta a Hilly, con el ensordecedor reloj de su abuelo y los cortinones dorados. Todas están ya sentadas a la mesa: Hilly, Elizabeth y Lou Anne Templeton, que sustituye a Miss Walter. Lou Anne es una de esas mujeres que siempre lucen una sonrisita estúpida que nunca se les borra del rostro. Me dan ganas de meterle una aguja de coser por la boca. Cuando no la miras, te observa con esa perfecta sonrisita de sosa. Además, siempre está de acuerdo con todo lo que dice Hilly. Hilly tiene en las manos un número de la revista Life y señala una fotografía a doble página de un moderno apartamento en California. —A esto lo llaman «refugio». ¡Como si fueran animales salvajes los que vivieran ahí! —¡Ay! ¡Qué espantoso! —exclama Lou Anne sin dejar de sonreír. En la imagen aparece una estancia con el suelo cubierto por una alfombra de pelo largo, sofás bajos de aspecto aerodinámico, sillas en forma de huevo y una televisión que parece un platillo volante. En el salón de Hilly, en cambio, hay un retrato de un general confederado de dos metros y medio de alto que destaca como si se tratara de su abuelo, en lugar de un lejano primo tercero, lo que es en realidad. —Pues sí. La casa de Trudy se parece a ésa —interviene Elizabeth. He estado tan absorta por la entrevista con Aibileen que me había olvidado de que la semana pasada Elizabeth estuvo de visita en casa de su hermana mayor. Trudy se casó con un banquero y se mudaron a Hollywood. Elizabeth pasó cuatro días con ellos para ver su nueva casa. —Bueno, eso es lo que se llama mal gusto, sin más —dice Hilly—. Con todos mis respetos hacia tu familia, Elizabeth. —Y dinos, ¿qué tal lo pasaste en Hollywood? —pregunta la sonriente Lou Anne. —¡Ay! ¡Fue como un sueño! La casa de Trudy tiene televisores en todas las habitaciones. Y ese extraño mobiliario futurista en el que a duras penas te puedes sentar... Estuvimos en todos los restaurantes de moda que frecuentan las estrellas de cine y tomamos Martinis y vino de Burdeos. Una noche, el mismísimo Max Factor se acercó a nuestra mesa y habló con Trudy como si fueran viejos amigos. —Elizabeth mueve la cabeza—. ¡Como quien se cruza con la vecina en el supermercado, ni más ni menos! Los recuerdos la hacen suspirar. —Bueno, si quieres mi opinión, te diré que sigues siendo la más guapa de la familia —dice Hilly—. Con esto no quiero decir que Trudy no sea atractiva, pero tú eres la que sabe estar y tiene estilo de verdad. Elizabeth sonríe ante el cumplido, pero luego vuelve a fruncir el ceño. —Por no mencionar que mi hermana tiene una criada que vive con ellos, a su servicio todos los días y a todas las horas. ¡Casi no tuve que estar pendiente de la pesada de mi hija! Siento vergüenza ajena ante este comentario, pero ninguna de mis amigas parece darse cuenta. Hilly está vigilando cómo su sirvienta, Yule May, nos llena los vasos de té. La criada es alta, esbelta y atractiva y, por supuesto, tiene mucho mejor tipo que Hilly. Al verla me preocupo por Aibileen. La he llamado a casa un par de veces esta semana, pero no me ha contestado. Estoy segura de que me está evitando. Supongo que tendré que acercarme a casa de Elizabeth para hablar con ella, le guste a mi amiga o no. —He estado pensando que para el próximo año podríamos representar Lo que el viento se llevó en la Gala Benéfica —dice Hilly—. Incluso podríamos alquilar la vieja mansión de Fairview. —¡Qué gran idea! —exclama Lou Anne. —Oh, Skeeter —tercia Hilly—, sé cuánto te dolió habértelo perdido este año. Afirmo con la cabeza, con cara de afligida. Fingí tener la gripe para no tener que ir a la velada sola. —Una cosa tengo clara —prosigue Hilly—, no volveremos a contratar a ese grupo de rock and roll con su música infernal de baile... Elizabeth me roza en el brazo y alcanza su bolso. —¡Casi se me olvida! Tengo que darte esto de parte de Aibileen. Supongo que tiene que ver con vuestra historia de Miss Myrna. Le dije que hoy no podríais dedicaros a vuestras charlas, sobre todo después de todas las horas de trabajo que perdió en enero. Desdoblo el papel. La frase está escrita en tinta azul con una preciosa caligrafía cursiva: «Ya sé cómo lograr que la tetera deje de temblar». —¿A quién demonios le puede importar que una tetera tiemble o no? —suelta Elizabeth, que está claro que ha leído la nota. Descifrar el mensaje me cuesta un par de segundos y un trago de té helado. —No te imaginas lo difícil que es conseguirlo —le respondo.Dos días más tarde, sentada en la cocina de casa de mis padres, estoy esperando que anochezca. Me rindo y enciendo otro cigarrillo, aunque ayer el inspector general de Sanidad apareció en televisión y nos apuntó a todos con el dedo intentando convencernos de que fumar puede matarnos. Pero recuerdo que una vez Madre me dijo que los besos con lengua podían dejarte ciega, así que empiezo a pensar que está compinchada con el inspector general de Sanidad para asegurarse de que nadie se divierta en todo el Estado. A las ocho de esa misma noche recorro la calle de Aibileen lo más discretamente que puedo con una máquina de escribir Corona de veinte kilos de peso a cuestas. Doy unos golpecitos suaves en su puerta, muñéndome por encender otro cigarrillo para calmar los nervios. Aibileen abre y me cuelo dentro. Lleva el mismo vestido verde y los zapatos rígidos de color negro de la vez anterior. Procuro sonreír como si confiara en que esta vez todo va a funcionar, pese a la idea que me explicó por teléfono. —¿Podríamos... sentarnos en la cocina esta vez? —le pregunto—. Si no te importa. —Está bien. No hay na que ver allá dentro, pero vamos. La cocina es la mitad de pequeña que el cuarto de estar y resulta más acogedora. Huele a té y a limón. Las planchas de linóleo blancas y negras del suelo están desgastadas de tanto fregarlas. En la encimera hay el espacio justo para el juego de tazas de té de porcelana. Coloco la máquina de escribir en una mesa roja llena de arañazos que hay debajo de la ventana, mientras Aibileen vierte el agua caliente en la tetera. —Oh, para mí no hagas té, gracias —digo, y abro la mochila—. He traído unos refrescos de cola, por si te apetecen. Intento conseguir que la situación le resulte cómoda a Aibileen. Regla número uno: No hacerle creer que tiene que servirme. —Pos mu amable de su parte. De tos modos, suelo tomar el té más tarde. Trae un abridor y un par de vasos. Bebo mi refresco de la botella; al verlo, aparta los vasos y hace lo mismo. Llamé a Aibileen justo después de que Elizabeth me pasara su nota y la escuché esperanzada mientras me contaba la idea que se le había ocurrido: escribir ella sus propios pensamientos y luego mostrarme lo que salía. Intenté parecer entusiasmada, aunque era consciente de que me tocaría reescribir todo cuanto me pasase, con lo cual perdería aún más tiempo, pero pensé que sería más fácil mostrarle los errores y los cambios una vez pasado a máquina el texto, en lugar de corregir los papeles que me entregue. Cruzamos una sonrisa, le doy un trago a mi cola y me aliso la blusa. —¿Y bien? —comienzo. Ella tiene un cuaderno de anillas en la mano. —¿Quiere que... empiece a lee? —Por supuesto. Ambas tomamos aire y comienza la lectura con voz lenta pero tranquila: —«El primer bebé blanco al que cuidé se llamaba Alton Carrington Speers. Esto era allá por 1924, cuando yo acababa de cumplir quince años. Alton era un bebé largo y huesudo con el pelo muy fino, como las hebras que le salen al maíz...» Mientras lee, empiezo a teclear. Aibileen mantiene un buen ritmo de lectura y pronuncia con más claridad que con la que suele hablar. —«Todas las ventanas de aquella asquerosa casa estaban cerradas a cal y canto, aunque se trataba de una mansión con un enorme jardín y un precioso césped. El aire estaba viciado y me mareaba todo el rato en esa casa...» —Un momento —la interrumpo—. He escrito «enorme jardím». Soplo en el frasquito de líquido corrector, tapo la errata y vuelvo a escribir sobre ella. —¡Ya está! Adelante. —«Cuando su mamita murió seis meses después, de un mal del pulmón, me tuvieron cuidando a Alton hasta que se mudaron a Memphis. Me encantaba ese bebé y él me quería mucho. Entonces fue cuando me di cuenta de que se me daba bien hacer que los niños se sintieran orgullosos de sí mismos...» Cuando Aibileen me contó su idea, intenté disuadirla por teléfono. No me proponía insultarla, pero le dije: —Escribir no es algo tan sencillo, Aibileen. Además, con un trabajo que te ocupa casi todo el día, no tendrás mucho tiempo libre para dedicarte a ello. —Bueno, no creo que sea muy diferente de escribí mis oraciones, como hago toas las noches —me contestó. Fue la primera cosa interesante que me contó sobre sí misma desde que empezamos con este proyecto, así que la apunté en la lista de la compra que tenemos en la despensa y le dije: —O sea, que no recitas tus oraciones, sino que las escribes. —Nunca se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Minny. Es que me resulta másfásil aclara mis ideas si las escribo. —Entonces, ¿te dedicas a eso los fines de semana? —le pregunté—. ¿En tu tiempo libre? Me agradaba la idea de capturar retazos de su vida fuera del trabajo, lejos del ojo vigilante de Elizabeth Leefolt. —¡No, qué va! Tos los días escribo durante una hora, a veces dos. En esta duda hay un montón de gente enferma y con achaques. Debo reconocer que estaba impresionada. Eso es más de lo que yo le dedico a la escritura en varios días. Contesté que probaríamos su idea, a ver si conseguíamos que nuestro proyecto saliera adelante. Aibileen toma aire, da un trago a su refresco y sigue leyendo. Regresa a su primer trabajo, a la edad de trece años, cuando limpiaba la cubertería de plata Francisco I en la mansión del gobernador. Me lee cómo en su primera mañana de trabajo cometió un error en la tarjeta en la que tenía que apuntar el número de piezas que había limpiado para que supieran que no había robado ninguna. —«Esa mañana, después de que me despidieran, regresé a casa y me quedé en la calle, delante de la puerta, mirando mis zapatos nuevos. Unos zapatos que le habían costado a mi mamita lo mismo que la factura de la luz de un mes. Supongo que entonces comprendí lo que significaba la vergüenza y cuál era su color. La vergüenza no es negra como la suciedad, como siempre había creído. La vergüenza es del color de ese nuevo uniforme blanco que, para poder pagarlo, tu madre se ha pasado toda la noche planchando. Blanca sin una sola mota, ni una mancha. Inmaculada.» Aibileen levanta la vista para ver qué pienso. Dejo de teclear. Había supuesto que sus historias iban a ser inocentes e insulsas. Me doy cuenta de que estoy consiguiendo mucho más de lo que esperaba. Ella sigue leyendo: —«Así que me puse a ordenar el armario y, antes de que me diera cuenta, el pequeño blanquito metió la mano en el ventilador y se cortó los dedos. ¡Le había pedido más de diez veces a la señora que quitara ese trasto de en medio! Nunca había visto tanto rojo salir de una persona, así que agarré al niño, recogí los cuatro deditos del suelo y salí corriendo al hospital de los negros porque no sabía dónde quedaba el de los blancos. Cuando llegué a la puerta, un hombre de color me detuvo y me preguntó: "¿Ese niño es blanco?".» Las teclas de la máquina tamborilean como el granizo en un tejado. Aibileen lee cada vez más deprisa y ya no le presto atención a las faltas que cometo. Sólo le pido que se pare para permitirme cambiar de página. Cada ocho segundos, paso el carro a toda velocidad. —«Yo le contesté: "Sí, señó"; y me preguntó: "¿Eso que llevas ahí son sus deditos blancos?". Yo le dije: "Sí, señó", y él me aconsejó: "Más te vale que les digas que es un primo mulatillo que tienes, porque ningún médico de coló va a opera a un niño blanco en un hospital de negros". Entonces llegó un policía blanco, me agarró y me dijo: "¡Vamos a ver...!".» Se detiene y me mira. El tamborileo de las teclas se detiene. —¿Qué? El policía dijo: «¡Vamos a ver!», y ¿qué pasó después? —No tengo más. Ahí lo dejé porque tenía que toma el autobús pa ir a trabaja. Salto de línea y la máquina de escribir tintinea. Aibileen y yo nos miramos a los ojos. Creo que esto va a funcionar.

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