—Aquí estamos la familia Phelan esperando nerviosos en las hermosas escaleras de ladrillo de la casa del senador Whitworth. El edificio se encuentra en el centro de la ciudad, en North Street. Es alto, y el porche tiene columnas blancas cubiertas de hermosas azaleas. Una placa dorada recuerda al visitante que se encuentra ante un monumento histórico. A cada lado del portal, unos faroles de gas parpadean pese a que todavía brilla el cálido sol de las seis de la tarde. —Madre —le susurro, porque no puedo parar de repetírselo—, por favor, no te olvides de lo que hemos hablado, ¿de acuerdo? —Ya te he dicho que no sacaré el tema, cariño —contesta, mientras se retoca las horquillas del pelo—. A no ser que venga a cuento. Llevo mi nuevo conjunto de falda y chaqueta azul claro. Padre viste su traje negro de los funerales y se ha apretado tanto el cinturón que no resulta cómodo ni, mucho menos, elegante. Madre va de blanco para la ocasión. Parece una novia de pueblo con el vestido de boda heredado de la familia. De repente, experimento un ataque de pánico, pues tengo la impresión de que los tres nos hemos pasado un poco en la elegancia de la vestimenta. Madre sacará el horrible tema de la cuenta corriente de su hija, y pareceremos una maldita familia de paletos de visita en la ciudad. —Papá, aflójate el cinturón, que tienes los pantalones muy subidos. Me mira, frunce el ceño y baja la vista a sus pantalones. Es la primera vez en mi vida que le doy una orden a Padre. Se abre la puerta. —Buenas tardes —una mujer de color con uniforme blanco nos recibe—. Los señores les están esperando. Pasamos al recibidor y lo primero en lo que me fijo es en una brillante araña que inunda con sus destellos la estancia. Levanto los ojos hacia la bóveda curva de la gran escalera que lleva a los pisos superiores y me da la impresión de estar en el interior de una gigantesca caracola marina. —¡Muy buenas tardes! -282- Bajo de las nubes y veo a Miss Whitworth aparecer en el recibidor con los brazos abiertos. Lleva un conjunto como el mío, pero, gracias a Dios, de color carmesí. Cuando mueve la cabeza, su cabello rubio canoso permanece estático. —Mucho gusto, Miss Whitworth —se presenta Madre—. Soy Charlotte Boudreau Cantrelle Phelan. No sabe lo agradecidos que estamos por su invitación. —El gusto es mío —dice la mujer, estrechando la mano de mis padres—. Soy Francine Whitworth. Bienvenidos a nuestro hogar. —Se vuelve hacia mí y dice—: Y tú debes de ser Eugenia. Bueno, me alegro de conocerte. Miss Whitworth me agarra del brazo y me mira a los ojos. Los suyos son azules, hermosos, como el agua fría. Su rostro se empequeñece alrededor de su brillo. Con los zapatos de tacón que lleva, es casi de mi estatura. —Encantada de conocerla —digo—. Stuart me ha hablado tanto de usted y del senador Whitworth... Sonríe y baja la mano por mi brazo. Contengo un grito porque el filo de su anillo me araña la piel. —¡Vaya, ya están aquí! Detrás de Miss Whitworth aparece un hombre alto y de ancho pecho. Se acerca a mí, me abraza con fuerza y luego, con la misma rapidez, me suelta: —¡Diablos! Hace ya más de un mes que le dije al pequeño Stuart que trajera a su chica a casa. Pero, entre nosotros —baja la voz—, después de lo que le pasó con la otra novia, está un poco acobardado. Parpadeo sorprendida y digo: —Encantada de conocerle, señor. —No te preocupes, te estaba tomando el pelo —dice, soltando una carcajada, y me da otro abrazo de oso mientras me palmea la espalda. Sonrío mientras trato de recuperar el aliento y pienso que este hombre sólo tiene hijos varones. Se dirige hacia Madre, hace una reverencia solemne y alarga la mano. —Encantada, senador Whitworth —saluda Madre—. Soy Charlotte. —Es un verdadero placer, Charlotte. Llámeme Stooley, por favor, es como me conocen los amigos. —Senador —dice Padre, estrechándole con fuerza la mano—, quería darle las gracias por todo lo que hizo con el tema de los impuestos agrícolas. Significa mucho para nosotros.—¡Carajo! Ese Billups intentó colárnosla, pero, ¡qué demonios!, le dije: «Mira, chico, Misisipi no existiría sin el algodón». Palmea a Padre en el hombro y me doy cuenta de lo pequeñito que parece mi progenitor a su lado. —Pero pasad al salón, pasad —dice el senador—. No me gusta hablar de política sin una copa en la mano. El senador sale del recibidor. Padre le sigue y me muero de vergüenza al ver las manchas de barro en el tacón de sus zapatos. Si se los hubiera limpiado un poco antes de salir no las tendría, pero Padre no está acostumbrado a calzarse mocasines en sábado. Madre le sigue y dirijo un último vistazo a la reluciente araña. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que la criada me mira desde la puerta. Sonrío, me saluda con la cabeza y baja la mirada. ¡Ay, Dios mío! Mi nerviosismo aumenta y se me forma un nudo en la garganta, consciente de que la criada está al corriente de lo del libro. Me quedo helada, pensando en lo ambigua que se ha convertido mi vida. Cualquier día esta mujer se podría presentar en casa de Aibileen y ponerse a contarme los secretos del senador y su esposa. —Stuart está en camino, viene de Shreveport —exclama el senador—. Parece que se trae un buen negocio entre manos por allí, según cuenta. Intento no pensar en la criada y respiro profundamente. Sonrío como si no pasara nada, como si todo marchase bien, como si esto de conocer a los padres de mi novio fuera algo que hago a menudo. Pasamos a una sala de estar muy elegante, con frisos decorativos y sillones de terciopelo verde. La estancia está tan recargada que apenas se ve el suelo. —¿Qué puedo ofreceros para beber? —pregunta Mister Whitworth, sonriendo como quien ofrece un caramelo a un niño. El senador tiene la frente muy amplia y los hombros de un defensa de fútbol americano entrado en años. Sus cejas son espesas e hirsutas y se mueven cuando habla. Padre pide un café, y Madre y yo, un té helado. La sonrisa del senador se borra y llama a la criada para que nos prepare ella esas bebidas tan insulsas. En una esquina de la estancia, sirve en un par de copas un líquido marrón para él y para su esposa. El sofá de terciopelo cruje cuando se sienta. —¡Tienen una casa preciosa! He oído decir que es uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad —comenta Madre. Desde que supo que estaba invitada a cenar en casa del senador, se moría por hacer este comentario. Madre es socia de la patética Asociación de Mansiones Históricas del Condado de Ridgeland, pero siempre dice que las mansiones de Jackson son «algodón fino» comparadas con las suyas. —Y... ¿se visten ustedes de época o hacen alguna representación teatral durante las visitas de la Asociación de Mansiones Históricas? El senador y Miss Whitworth se miran el uno al otro. Miss Whitworth sonríe y dice: —Este año retiramos la casa de la asociación. Era... demasiado. —¿Que la retiraron? ¡Pero si es una de las casas más importantes de Jackson! Incluso se dice que el general Sherman, durante la Guerra de Secesión, dijo que era una mansión demasiado bonita para quemarla. Miss Whitworth no contesta, sólo mueve la cabeza y se sorbe la nariz. Será diez años más joven que Madre, pero parece mayor, sobre todo ahora, cuando pone cara larga y remilgada. —Seguro que deben de sentir cierta obligación, por el bien de la Historia... —continúa Madre. Le clavo una mirada de reproche para que deje ya el tema. Nos quedamos todos en silencio. Pasado un segundo, el senador suelta una sonora carcajada y exclama: —Hay un pequeño malentendido. Miren, la madre de Patricia van Devender es la presidenta de la Asociación de Mansiones Históricas de Jackson. Por eso, después del pequeño rifirrafe entre los chicos, decidimos que lo mejor era retirar la casa de la asociación. Miro la puerta, y rezo para que Stuart no tarde en llegar. Ya es la segunda vez que se menciona el nombre de Patricia. Miss Whitworth lanza a su marido una mirada amonestadora. —¡A ver, Francine! ¿Qué quieres que haga? ¿Que no vuelva a pronunciar su nombre en la vida? ¡Pero si hasta teníamos preparado en el jardín un tenderete con el altar para la boda! Miss Whitworth aspira profundamente y me acuerdo de lo que me contó Stuart, aquello de que el senador sólo sabe parte de lo que pasó, pero que su madre está al corriente de todo. Parece evidente que lo que sucedió fue algo mucho más fuerte que un «rifirrafe». —Eugenia —dice Miss Whitworth, sonriéndome—, tengo entendido que te gustaría ser escritora. ¿Qué tipo de textos escribes? De nuevo me calzo una sonrisa de circunstancias. Pasamos de un buen tema a otro mejor. —Escribo la columna de Miss Myrna en el Jackson Journal. Sale todos los lunes. —¡Anda! Creo que Bessie la lee, ¿no es verdad, Stooley? Le preguntaré cuando vaya a la cocina. —Y si no la lee, te aseguro que lo hará a partir de hoy —bromea el senador. —Stuart me ha dicho que estás intentando escribir sobre temas más serios. ¿Puedes decirnos alguno en particular? Ahora todo el mundo me observa, incluida la criada que me sirve el vaso de té, una distinta a la que nos recibió en la puerta. No me atrevo a mirarla a la cara, asustada ante lo que me pueda encontrar en ella. —Estoy trabajando en... unas... —Eugenia está escribiendo sobre la vida de Jesucristo —interviene Madre. Me acuerdo entonces de la mentira que le conté para justificar mis salidas nocturnas: que estaba investigando acerca de Nuestro Señor Jesucristo. —¡Qué interesante! —exclama Miss Whitworth, visiblemente impresionada—. Es un tema digno de alabanza. Intento sonreír, molesta por mis propias palabras: —Y muy... importante. Observo a Madre, que está radiante. La puerta de la casa se cierra de golpe, y hace vibrar con fuerza las llamas que relumbran en los faroles de cristal de la estancia. —Siento llegar tarde. Stuart entra dando zancadas, con la ropa arrugada de conducir, mientras se pone su chaqueta azul marino. Todos nos levantamos. Su madre avanza hacia él con los brazos abiertos, pero Stuart se dirige primero a mí, posa las manos en mis hombros y me da un beso en la mejilla —Lo siento —me susurra al oído. Por fin respiro aliviada. Me vuelvo y veo que su madre sonríe como si acabara de quitarle su mejor pañuelo y hubiera restregado en él mis sucias manos. —Sírvete algo de beber y siéntate, hijo —dice el senador. Cuando Stuart tiene ya su bebida, se sienta a mi lado en el sofá, me agarra de la mano y no me deja que la aparte. Miss Whitworth mira de reojo nuestras manos entrelazadas y dice: —Charlotte, ¿qué te parece si os enseño la casa a Eugenia y a ti? Durante los siguientes quince minutos, paso con Madre y Miss Whitworth de una ostentosa habitación a otra. Madre se estremece al contemplar un genuino agujero de bala norteña en el salón principal, con el plomo todavía alojado en la madera. Hay cartas de soldados confederados expuestas en un escritorio junto a antiguos pañuelos y binoculares estratégicamente ubicados. Esta mansión parece un museo de la Guerra de Secesión. Me pregunto qué sentiría Stuart al pasar su niñez en una casa en la que no se puede tocar nada. En el tercer piso, Madre babea ante una cama con baldaquino en la que durmió el general Robert E. Lee. Finalmente, bajamos por una escalera «secreta» y aprovecho para contemplar los retratos de familia del vestíbulo. Veo a un pequeño Stuart con sus dos hermanos; a Stuart con una pelota roja; a Stuart el día de su bautizo en brazos de una mujer de color vestida con uniforme blanco... Madre y Miss Whitworth pasan al salón, pero yo me quedo mirando las fotos, porque hay algo adorable en el rostro infantil de Stuart. Tenía los mofletes regordetes y los ojos, del mismo azul que los de su madre, brillaban igual que lo hacen hoy. Su cabello era rubio blanquecino, del color del diente de león. Con nueve o diez años, aparece posando con un rifle de caza y un pato muerto. Con quince, junto a un ciervo recién cazado. Ya era atractivo y de facciones duras. Rezo porque nunca vea mis fotos de adolescente. Avanzo unos pasos y veo a un Stuart orgulloso con su uniforme durante la fiesta de graduación del instituto. Después, hay un rectángulo vacío en la pared, un espacio en que el papel es un poco más claro que en el resto. Han quitado una foto. —Padre, ya es suficiente... —escucho decir a Stuart en la sala de estar, con voz tensa, a lo que sigue un silencio. —La cena está servida —oigo anunciar a la criada que nos sirvió las bebidas. Me dirijo hacia el salón. Todos entramos en el comedor y nos colocamos alrededor de una mesa larga y de color oscuro. Los Phelan nos sentamos a un lado, y los Whitworth al otro. Stuart está en la esquina opuesta a la que yo ocupo. Parece que han querido situarle lo más lejos posible de mí. Los paneles que revisten las paredes de la estancia tienen pinturas con escenas anteriores a la Guerra de Secesión: cuadrillas de felices negros que recolectan algodón, caballos tirando de carretas, políticos de barbas blancas en las escaleras de nuestro Capitolio... Esperamos mientras el senador se entretiene en la sala de estar. —Ahora mismo voy. Podéis empezar sin mí. Escucho el ruido de los hielos que chocan contra el vaso y el sonido de la botella inclinándose tres veces antes de que el senador aparezca y se siente, presidiendo la mesa. Nos sirven las ensaladas Waldorf. Cada pocos minutos, Stuart me mira y me dirige una sonrisa. El senador Whitworth se inclina hacia Padre y dice: —Yo he llegado hasta aquí de la nada, ¿sabe? Nací en el condado de Jefferson, en Misisipi. Mi padre se dedicaba a secar cacahuetes y los vendía a veinticuatro centavos el kilo. Padre asiente con la cabeza. —Hay pocos sitios tan pobres como Jefferson. Observo cómo Madre corta la manzana en trocitos minúsculos y duda unos instantes antes de masticarlos durante largo rato y hacer un gesto de dolor al tragarlos. No me ha permitido comentar a los padres de Stuart sus problemas digestivos. Sin embargo, a pesar de lo mal que le está sentando, Madre agasaja a Miss Whitworth con un montón de cumplidos de gourmet. Para Madre esta cena supone un movimiento importantísimo en la partida de ese juego llamado «¿Puede cazar mi hija a su hijo?». —Los jovencitos disfrutan mucho juntos —dice Madre sonriente—. Fíjate que Stuart se pasa a vernos casi un par de veces a la semana. —¿Es eso cierto? —pregunta Miss Whitworth. —Nos encantaría que el senador y usted vinieran a cenar algún día a nuestra hacienda y enseñarles nuestro jardín. Miro a Madre. «Hacienda» es un término muy anticuado que le gusta usar para referirse a nuestra plantación, y con «jardín» alude a un manzano seco y a un peral lleno de gusanos. Pero Miss Whitworth sigue con gesto tenso. —¿Un par de veces a la semana? Stuart, no tenía ni idea de que venías con tanta frecuencia a la ciudad.El tenedor de Stuart se detiene a medio camino de la boca. El joven dirige una mirada avergonzada a su madre. —Sois muy jóvenes todavía —añade Miss Whitworth con una sonrisa forzada en el rostro—. Disfrutad de la vida, no tenéis que apresuraros. El senador apoya los codos en la mesa y dice: —¡Ésta sí que es buena! Que tú digas eso, cuando casi pediste la mano de la anterior. —¡Papá! —exclama Stuart apretando los dientes y dejando el tenedor en el plato. Se hace el silencio en la mesa. Sólo se escucha el concienzudo y metódico masticar de Madre en su intento de convertir la comida sólida en una pasta para poder tragarla. Me paso los dedos por el arañazo del anillo de Miss Whitworth, todavía colorado, a lo largo de mi brazo. La criada nos sirve el pollo y lo cubre con una generosa cucharada de salsa mayonesa. Todos sonreímos aliviados por esta interrupción. Mientras comemos, Padre y el senador hablan sobre los precios del algodón y las plagas de gorgojo. Puedo notar que Stuart todavía está enfadado con su padre por haber mencionado por tercera vez el nombre de Patricia. Cada pocos segundos lo miro de reojo y veo que su enfado no parece disminuir. El senador se reclina en su silla y dice: —¿Has leído ese artículo que publicó la revista Life? Un poco antes de lo de Medgar Evers. Hablaban de un tipo... ¿cómo se llamaba? Cari... ¿Roberts, puede ser? Levanto los ojos, sorprendida, y advierto que el senador me está dirigiendo a mí la pregunta. Parpadeo extrañada, esperando que sea debido a que trabajo en el periódico local. —Sí. Un hombre que fue... linchado por decir que el gobernador era... —comienzo, y me callo, no porque haya olvidado las palabras, sino más bien al contrario, porque las recuerdo perfectamente. —... un tipo patético —completa la frase el senador, dirigiéndose ahora hacia mi padre—, con menos ética que una mujer de la calle. Respiro aliviada porque la atención haya dejado de centrarse en mí. Miro a Stuart para evaluar su reacción. Nunca le he preguntado qué opina sobre la gente de color. Pero me parece que no está escuchando la conversación. El cabreo se le nota en los labios, que están pálidos y sin brillo. Padre carraspea y dice muy despacito: —Para ser sincero, salvajadas como ésa me ponen enfermo. —Padre posa su tenedor sin hacer ningún ruido y mira a los ojos al senador Whitworth—. Tengo a veinticinco negros trabajando en mi plantación y si alguna vez alguien se atreve a ponerle una mano encima a uno de ellos o a sus familias... —Padre sigue mirando al senador. Finalmente, baja la mirada y añade—: Senador, a veces me da vergüenza lo que está pasando en Misisipi. Madre mira a Padre con los ojos abiertos como platos. A mí también me ha sorprendido mucho oír su opinión, y más todavía que la haya expresado en esta mesa delante de un político. En nuestra casa, los periódicos siempre están doblados con las fotos boca abajo, y cuando aparece el tema racial en la televisión, se cambia de canal. De repente, me siento muy orgullosa de Padre por varios motivos, y puedo jurar que por un instante veo en los ojos de Madre que ella también lo está, aunque le preocupa que Padre pueda haber echado por tierra mi futuro matrimonio. Miro a Stuart y veo cierta inquietud en su rostro, pero no sé de qué tipo. El senador mira a Padre con los ojos entrecerrados. —Le diré algo, Carlton —dice el senador, removiendo los hielos de su vaso—. Bessie, sírveme otra copa, por favor. Le entrega el vaso a la criada, que rápidamente se lo devuelve lleno. —Lo que ese hombre dijo sobre nuestro gobernador no fue muy acertado —prosigue el senador. —Estoy totalmente de acuerdo —contesta Padre. —Pero, la cuestión es que últimamente me pregunto: ¿y si ese negro tuviera razón? —¡Stooley! —le regaña Miss Whitworth, pero rápidamente sonríe, se pone tiesa y añade como si estuviera hablando con un niño—: Venga, cariño, no aburras a nuestros invitados con tus charlas de política... —Francine, déjame ser sincero. ¡Bien sabe Dios que de nueve a cinco no puedo serlo, así que permíteme que me explaye un poco en mi propia casa! La sonrisa de Miss Whitworth no flaquea, pero aparece un ligerísimo rubor en sus mejillas. Aparta la vista de su marido y la dirige a las rosas blancas que decoran la mesa. Stuart contempla su plato con la misma frialdad y enfado de antes. No me ha mirado desde que se sirvió el pollo. Todos permanecemos en silencio hasta que alguien saca a colación el tema del tiempo. Cuando por fin termina la cena, se nos invita a salir al porche trasero para tomar el café y las copas. Stuart y yo nos entretenemos en el pasillo. Lo tomo del brazo, pero se aparta de mí. —¡Sabía que se emborracharía y sacaría el tema! —Stuart, no pasa nada —digo, suponiendo que se refiere a las opiniones políticas de su padre—. Lo estamos pasando bien, de verdad. Pero está sudando y tiene una mirada febril en los ojos. —Patricia por aquí, Patricia por allá... ¡Toda la cena igual! —dice furioso—. ¿Cuántas veces la ha mencionado? —Olvídalo, Stuart. No pasa nada. Se alisa el pelo con la mano y mira en todas direcciones menos hacia mí. Empiezo a sentir que, para él, no estoy aquí. Entonces me doy cuenta de algo que llevo toda la noche sospechando: Stuart me mira a mí, pero está pensando en ella. Patricia está siempre presente: en los ojos enfadados de Stuart, en boca del senador y de Miss Whitworth, en el hueco de la pared donde debería estar su foto... Le digo que tengo que ir al baño. Me acompaña por el pasillo y me dice muy serio al llegar a la puerta: —Te espero en el porche. En el lavabo, me contemplo en el espejo y me digo que sólo es hoy, que cuando nos marchemos de esta casa todo volverá a ser como antes. Al salir, paso ante la puerta del salón donde el senador se está sirviendo otra copa. Con una sonrisa, se frota la camisa y mira a su alrededor para ver si alguien se ha dado cuenta de que se acaba de tirar la bebida encima. Intento atravesar con sigilo el pasillo para que no me vea. —¡Hombre, si estás aquí! —grita a mis espaldas mientras me escabullo. Retrocedo un poco y veo que se le ilumina el rostro. —¿Qué pasa? ¿Te has perdido? Sale conmigo al pasillo. —No, señor. Sólo... iba a salir con los demás. —Ven aquí un momento, jovencita. Me pasa el brazo por el hombro y el olor a bourbon que desprende su aliento me quema los ojos. Veo que tiene la camisa completamente mojada. —¿Te lo estás pasando bien? —Sí, señor. Gracias por su hospitalidad. —No dejes que la madre de Stuart te asuste. Sólo es un poco protectora, nada más. —¡Oh, no! Si es una mujer muy... amable. No pasa nada —digo mirando al final del pasillo, donde se oye su voz. El senador suspira y contempla la pared. —Hemos pasado un año muy malo con Stuart. Supongo que te ha contado lo que pasó. Asiento con la cabeza, mientras noto que se me eriza la piel. —¡Buf! Lo pasamos mal, muy mal —insiste, pero de repente sonríe y añade—: ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Has visto quién viene a saludarte? Se agacha para levantar a un caniche blanco y se lo coloca en el brazo como si fuera una toalla de tenis. —Dixie, di hola —le canturrea al animal con dulzura—. Dile hola a Miss Eugenia. El perro se remueve e intenta alejar la cabeza del tufo a alcohol que desprende la camisa. El senador vuelve a contemplarme con la mirada vacía. Creo que se ha olvidado de qué estoy haciendo aquí. —Yo... voy a salir al porche —le digo. —Espera, espera. Ven aquí un momento... Me toma del codo y me conduce hacia una puerta con paneles. La atravesamos y entramos en un pequeño despacho con un enorme escritorio y una lámpara amarillenta que emite su débil luz sobre las paredes verde oscuro. El senador cierra la puerta y siento que el aire aquí dentro es distinto, el ambiente es cerrado y claustrofóbico. —Mira, todos dicen que hablo demasiado cuando me he tomado unas copas, pero... —El senador me mira con los ojos entrecerrados, como si fuéramos un par de conspiradores—. Bueno, quiero decirte algo. El perro ha renunciado a luchar, sedado por el olor de la camisa. Siento que necesito salir a hablar con Stuart desesperadamente, que cada segundo que paso lejos de él le estoy perdiendo. Retrocedo un par de pasos. —Creo... que debería ir a buscar a... Poso la mano sobre el pomo de la puerta, consciente de que estoy siendo descortés, pero no soy capaz de soportar el cargado ambiente de este cuarto, el olor a sudor y a puro. El senador suspira y asiente mientras giro el pomo. —¡Vaya! Así que tú también... Se apoya en el escritorio, derrotado. Abro la puerta, y entonces veo en el rostro del senador la misma cara que puso Stuart cuando se presentó por primera vez en mi casa. Me siento obligada a preguntar: —Yo también..., ¿qué? El senador contempla el retrato de su mujer, enorme y frío, que preside amenazante su despacho. —Puedo sentirlo... Tus ojos lo dicen todo. —Sonríe con amargura—. Esperaba que a ti por lo menos te cayera medio bien tu suegro... Quiero decir, si algún día llegas a formar parte de esta familia. Le contemplo y siento un escalofrío ante esas palabras: formar parte de esta familia. —Señor, usted... No me cae mal —murmuro, acercándome unos pasos a él. —A ver, no quiero aburrirte con nuestros problemas. Las cosas están un poco difíciles en esta casa, Eugenia. Estuvimos muy preocupados con todo lo que sucedió el año pasado. Después de lo de la otra. —Mueve la cabeza y baja la vista a su copa—. Stuart dejó su apartamento en la ciudad y se instaló en la casa de campo que tenemos en Vicksburg. —Sé que... le afectó mucho —digo, cuando, en realidad, casi no sé nada de lo que pasó. —¡Parecía un muerto! ¡Demonios! Siempre que me pasaba a visitarle lo encontraba sentado frente a la ventana cascando nueces. Pero ni siquiera se las comía. Les quitaba la cáscara y las tiraba a la basura. No hablaba. No nos dirigió la palabra a su madre ni a mí... durante meses. El cuerpo de este hombre del tamaño de un toro se arruga. Tengo unas ganas horribles de escapar de esta habitación, pero al mismo tiempo me gustaría consolarle, pues da bastante pena. De repente, me mira con los ojos enrojecidos. —Parece que fue ayer cuando le enseñé a cargar su primer rifle, a matar su primer pichón. Pero desde que pasó lo de esa chica está... distinto. Ya no me cuenta nada y yo sólo quiero saber si mi hijo está bien. —Creo... creo que lo está. Pero, sinceramente, no puedo afirmarlo con seguridad. Aparto la mirada. En mi interior, empiezo a darme cuenta de que no conozco a Stuart. Si, sea lo que sea lo que le pasó, le hizo tanto daño y no es capaz de hablar conmigo de ello, ¿qué significo entonces para él? ¿Un pasatiempo? ¿Algo con lo que entretenerse y no pensar demasiado en eso que le devora por dentro? Miro al senador, trato de pensar en palabras de consuelo, en lo que mi madre diría en una situación como ésta. Pero no se me ocurre nada. —Francine me arrancaría la piel a tiras si se entera de que te he contado todo esto... —No pasa nada, señor. No tiene por qué preocuparse. Parece agotado, pero intenta sonreír. —Gracias, guapa. Anda, ve a ver a mi hijo. Ahora mismo salgo yo. M e escapo corriendo al porche trasero y me siento junto a Stuart. Un relámpago brilla en el cielo e ilumina por un instante el fantasmagórico jardín, que después vuelve a ser engullido por la oscuridad. El tenderete nupcial se erige amenazante al fondo del jardín, como el esqueleto de una criatura prehistórica. Estoy un poco mareada por el vaso de jerez que me tomé después de la cena. El senador se une a nosotros y, sorprendentemente, parece más sobrio que antes. Se ha puesto una nueva camisa de cuadros bien planchada, exactamente igual que la que llevaba antes. Madre y Miss Whitworth recorren el patio, señalando alguna extraña rosa cuyo tallo trepa hasta al porche. Stuart posa la mano en mi hombro. Parece algo recuperado, pero ahora soy yo la que no se siente cómoda. — ¿Podemos...? —indico, y le señalo la puerta de la casa; Stuart me sigue al interior. Me detengo en el pasillo, junto a la escalera secreta. —Hay muchas cosas que no conozco de ti, Stuart. Señala la pared llena de fotos detrás de mí, incluido el espacio vacío, y comenta: —Bueno, pues ahí lo tienes todo. —Stuart, tu padre me ha dicho... —comienzo, mientras intento encontrar la forma de expresarlo. —¿Qué te ha dicho? —me pregunta con una mirada airada. —Lo duro que fue. Lo mal que lo pasaste... con lo de Patricia. —Él no sabe nada. No sabe quién era ni qué pasó, ni... Apoya la espalda en la pared y se cruza de brazos. De nuevo, veo en su rostro ese enraizado odio, profundo y candente, que lo envuelve. —Stuart, no tienes que contármelo ahora si no quieres, pero algún día tendremos que hablar largo y tendido sobre ello. Me sorprende la seguridad de mis palabras cuando en realidad no me siento tan confiada. Stuart me mira a los ojos, se encoge de hombros y dice: —Se acostó con otro. En la universidad. —¿Alguien... a quien tú conocías? —Nadie lo conocía. Era una de esas sabandijas que van a la universidad a hacer el vago y a intentar convencer a los profesores para que firmen manifiestos contra la segregación. Parece que la encandiló con su charlatanería. —¿Quieres decir... que era un activista por los derechos civiles? —Eso mismo. Has dado en el clavo. —¿Era... negro? —pregunto, y trago saliva sólo de pensar en las consecuencias, porque, incluso para mí, eso sería algo horrible, desastroso. —No, no era negro. Era un maldito hippie. Un imbécil del Norte, de Nueva York, de esos que salen en la tele con el pelo largo y símbolos de la paz. Intento pensar en algo que preguntar, pero no se me ocurre nada. —Pero ¿sabes lo más gracioso de todo, Skeeter? Yo podría haberlo superado, podría haberla perdonado. Ella me lo pidió, me dijo que se arrepentía de lo que hizo. Pero yo sabía que si alguna vez se descubría el pastel y la gente se enteraba de que la nuera del senador Whitworth se acostó con un maldito activista norteño, se arruinaría su carrera. Así de fácil —remata, y chasca los dedos. —Pero tu padre, durante la cena, acaba de decir que Ross Barnett está equivocado. —Sabes que las cosas no funcionan así. No importa lo que él piense, sino lo que Misisipi piense. Se presenta para senador del Estado el próximo otoño y, por desgracia, soy consciente de lo que eso supone. —Así que, ¿rompiste con Patricia por tu padre? —¡No! Rompí con Patricia porque me engañó. —Baja la mirada y puedo ver que la vergüenza le corroe las entrañas—. Pero... no volví con ella por... mi padre. —Stuart, ¿todavía la quieres? —digo, intentando sonreír como si no fuera más que una pregunta cualquiera, aunque noto que la sangre se me acelera en las venas; siento que voy a desmayarme por haberle preguntado eso. Su cuerpo se hunde contra el papel de pared con estampados dorados. Baja la voz y dice: —Tú nunca lo harías. Engañarme así. No me harías algo así, ni a mí ni a nadie. No tiene ni remota idea de a cuánta gente estoy engañando. Pero ése es otro tema. —Contéstame, Stuart. ¿Todavía la quieres? Se frota las sienes, tapándose los ojos con la mano. Ocultándomelos. —Creo que deberíamos dejarlo por una temporada —susurra. Instintivamente, me acerco a él, pero se aparta. —Necesito algo de tiempo, Skeeter. Algo de espacio. Necesito concentrarme en el trabajo, sacar petróleo y... despejarme un poco la cabeza. Me quedo boquiabierta. Fuera, en el porche, oigo las llamadas de nuestros padres. Ha llegado la hora de marcharse. Sigo a Stuart hasta la puerta de la calle. Los Whitworth se detienen en el recibidor abovedado mientras los tres miembros de la familia Phelan nos dirigimos a la salida. En un estado de coma borroso escucho cómo todo el mundo se compromete a quedar en nuestra casa la próxima vez. Digo adiós y doy las gracias a los Whitworth, pero mi voz me resulta extraña. Stuart sale a despedirse a las escaleras y me sonríe para que nuestros padres no puedan sospechar que todo ha cambiado. -296-.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...