Me he visto en bastantes situaciones tensas en mi vida, pero ninguna como la de tener a Minny en una punta de la sala de estar de mi casa y a Miss Skeeter en la otra, discutiendo sobre qué se siente al ser negra y tener que servir a las blancas. ¡Ay, Señor! Es un milagro que no hayan acabado a tortas. Algunos días, nos hemos quedado muy cerquita de terminar mal. Por ejemplo, la pasada semana, cuando Miss Skeeter me enseñó el papel en el que Miss Hilly exponía las razones por las que considera que la gente de color debe tener su propio retrete separado de los blancos. —Párese un panfleto del Ku Klux Klan —le dije a Miss Skeeter. Estábamos en la salita de mi casa. Las noches ya habían empezado a ser calurosas. Minny había ido a la cocina para quedarse un rato delante de la nevera abierta. La pobre no para de sudar ni en enero. —Hilly quiere que lo incluya en el boletín de la Liga de Damas —me contó Miss Skeeter, moviendo la cabeza disgustada—. Lo siento, quizá no debería habértelo enseñado, pero es que no sé a quién más contárselo. Un minuto después, Minny regresó. Hice un gesto a Miss Skeeter para que ocultara el papel en su cuaderno. Minny no parecía haberse refrescado mucho. De hecho, parecía más acalorada que nunca. —Minny, ¿alguna vez hablas con tu marido sobre los derechos civiles? —le preguntó Miss Skeeter—. Cuando regresa del trabajo, por ejemplo... Minny tenía un gran moratón en el brazo porque Leroy, cuando vuelve del trabajo, a lo que se dedica es a zurrarla.-199-—Pos no —es todo lo que contestó Minny. A mi amiga no le gusta que nadie meta las narices en su vida privada. —¿En serio? ¿Nunca te habla de lo que opina sobre la segregación y las protestas? Seguro que sus jefes en el traba... —Oiga, señorita, deje a Leroy tranquilo —cortó Minny, y cruzó los brazos para que no se le viera el morado. Le di una patadita a Skeeter, pero la mujer tenía esa mirada que se le pone cuando tiene algo metido entre ceja y ceja. —Aibileen, ¿no te parece que sería interesante mostrar la perspectiva de los maridos? Quizá Minny podría... Minny se levantó tan bruscamente que la bombilla de la habitación se balanceó. —S'acabao, lo dejo. Estáis entrando en mi vida priva. Además, ¡me importa un carajo que los blancos sepan cómo me siento! —Está bien, Minny, perdona —dijo Miss Skeeter—. No hablaremos más de tu familia. —¡He dicho que no! He cambíao de idea. Búscaos a otra que os cuente sus películas. Esto ya nos había pasado antes, pero esta vez Minny agarró su cuaderno y su abanico de la funeraria y dijo: —Lo siento, Aib, pero no puedo seguí con esto. En ese momento tuve una sensación de pánico. Se iba a marchar de verdad. ¡No podía ser! Minny era la única sirvienta, quitándome a mí, que había aceptado colaborar con nosotras. Entonces me levanté, saqué el papel de Hilly del cuaderno de Skeeter y se lo puse delante de las narices a Minny, que lo miró y preguntó: —¿Qué demonios es esto? Puse cara de tonta y me encogí de hombros. Era mejor no presionarla para que lo leyera, porque entonces no lo haría. Minny agarró el papel y empezó a ojearlo. Al instante, pude ver sus dientes asomando entre los labios, pero no precisamente porque estuviera sonriendo. Después, dirigió una mirada larga y asesina a Miss Skeeter, como si se la fuera a comer, y dijo: —Bueno, igual me quedo, pero dejemos en paz mis asuntos personales, ¿entendió, blanquita? Miss Skeeter asintió en silencio. Ya ha aprendido cómo funcionan las cosas con Minny. Unos días más tarde, estoy preparando una ensalada de huevo para el almuerzo de Chiquitina y Miss Leefolt. Decoro el plato con pepinillos en vinagre. Miss Leefolt está sentada a la mesa de la cocina con Mae Mobley, contándole que para octubre el nuevo bebé estará aquí, que espera no perderse el partido inaugural de la liga de la Universidad de Misisipi por estar en el hospital, que va a tener una hermanita o un hermanito y que tienen que elegir un nombre para ponerle. Es agradable verlas hablando juntas. Miss Leefolt se ha pasado media mañana al teléfono, cuchicheando con Miss Hilly sobre algo serio y sin prestarle atención a Chiquitina. Además, cuando tenga el nuevo bebé, Mae Mobley no va a recibir demasiado cariño de su madre. Después de comer, saco a Chiquitina al jardín y lleno de agua su piscina de plástico verde. Hace un calor espantoso, estamos a treinta y cinco grados en la calle. Misisipi tiene el clima más inestable del país. En febrero podemos estar a diez bajo cero, deseando que llegue la primavera cuanto antes, y de un día para otro la temperatura cambia y ya no baja de los treinta grados durante los siguientes nueve meses. El sol calienta hoy de lo lindo. Mae Mobley se sienta en medio de la piscina con sólo la braguita del bañador, porque lo primero que hace en cuanto se lo pongo es quitarse la parte de arriba. Miss Leefolt sale al jardín y dice: —¡Vaya, cómo os estáis divirtiendo! Estoy pensando en llamar a Hilly para que traiga a Heather y al pequeño Will. Antes de que me dé cuenta, los tres niños están jugando en la piscina; chapotean y se lo pasan en grande. Heather, la hija de Miss Hilly, es muy mona. Es seis meses mayor que Mae Mobley. Chiquitina la adora. Heather tiene unos rizos oscuros y brillantes, es pecosa y muy habladora. Parece una copia en pequeño de Miss Hilly, aunque en el cuerpo de una niña queda mejor. William Júnior tiene dos años. Es rubito y no abre la boca, sólo camina balanceándose como un patito mientras persigue a las niñas entre los altos juncos que bordean el jardín, alrededor del columpio, que falla de un lado y me da unos sustos de muerte si lo empujas muy fuerte, y también por la piscinita. Una cosa buena que tengo que decir sobre Miss Hilly es que adora a sus hijos. Cada cinco minutos le da un beso al pequeño Will en la cabecita y le pregunta a Heather si se lo está pasando bien, o le pide que venga a darle un abrazo a su mamita. Constantemente le dice que es la niña más guapa del mundo. Y se nota que Heather también quiere a su madre. La mira como si se tratara de la Estatua de la Libertad. Cuando veo este tipo de amor de hijo, siempre siento deseos de llorar, incluso cuando está dirigido a Miss Hilly, porque me recuerda lo mucho que me quería mi Treelore. Disfruto al ver que un niño adora a su mamá. Los mayores nos sentamos a la sombra del magnolio mientras los crios juegan. Como mandan los cánones, aparto mi silla a una prudente distancia de las damas. Ellas han extendido unas toallas en las tumbonas de hierro negras, que siempre se calientan demasiado. Yo prefiero sentarme en la silla plegable de plástico, pues así tengo las piernas más fresquitas. Vigilo a Mae Mobley, que ha desnudado a su muñeca Barbie y le está dando un baño, lanzándola desde el borde de la piscina. Pero, al mismo tiempo, no les quito ojo a las señoras. Me he dado cuenta de que Miss Hilly habla con mucha dulzura con Heather y William, pero cuando se vuelve hacia Miss Leefolt pone cara de perro. —Aibileen, ¿podrías traerme un poco más de té helado? —me pide Miss Hilly. Voy al frigorífico a por la jarra. Cuando regreso, puedo oír que Miss Hilly dice mientras me acerco: —¿Ves? ¡Es que no puedo entenderlo! Nadie querría sentarse en un retrete compartido con esa gente. —Es lógico —contesta Miss Leefolt, pero se calla cuando me pongo a llenar sus vasos. —Muchas gracias —dice Miss Hilly, y luego me observa perpleja e inquiere—: Te gusta tener tu propio lavabo, ¿verdad, Aibileen? —Sí, señora. Sigue con ese tema dale que dale, aunque el retrete lleva ahí más de seis meses. —Iguales pero separados —le dice Miss Hilly a Miss Leefolt—. Eso es lo que defiende el gobernador Ross Barnett. ¡Y al gobierno no se le discute! Miss Leefolt se da una palmada en el muslo como si acabara de tener la mejor ocurrencia para cambiar de tema. Estoy de acuerdo con ella, mejor que hablen de otros asuntos. —¿Te he contado lo que dijo Raleigh el otro día? Pero Miss Hilly sacude la cabeza y me pregunta: —Aibileen, ¿verdad que no te gustaría ir a una escuela llena de blancos? —No, señorita —respondo entre dientes. Me levanto y le quito a Chiquitina la goma de la coleta. Las bolitas de plástico que tiene de decoración se le enredan en el cabello cuando lo tiene mojado. Aunque en realidad lo que quiero es tapar sus orejas con mis manos, para que no pueda escuchar esta conversación ni, lo que es peor, oír cómo asiento a lo que dice Miss Hilly. Pero entonces, pienso: «¿Por qué? ¿Por qué tengo que asentir a lo que diga esta mujer? Si Mae Mobley va a escuchar algo, que por lo menos sea algo con sentido». Contengo la respiración y noto que se me acelera el corazón. Lo más correctamente que puedo, digo: —A una escuela llena de blancos, no. Pero a una donde hubiera blancos y gente de coló juntos, no me importaría. Miss Hilly y Miss Leefolt se quedan mirándome desconcertadas. Me giro para observar a los niños. —Pero, Aibileen —insiste Miss Hilly con una sonrisa helada y la nariz arrugada—, los blancos y los negros somos tan... tan distintos... Aprieto los labios. ¡Por supuesto que somos distintos! Todo el mundo sabe que los negros y los blancos no somos iguales. Pero seguimos siendo personas. ¡Leches! Pero si hasta dicen que Jesucristo tenía la piel oscura de tanto vivir en el desierto. Tengo que morderme la lengua para no hablar. De todos modos, poco importa lo que yo piense. Miss Hilly ya ha cambiado de tema, pues mi opinión no cuenta para ella. Regresa a su charla en voz baja con Miss Leefolt. De repente, una enorme nube oculta el sol. Parece que vamos a tener tormenta. —... el gobierno sabe lo que nos conviene, y si Skeeter piensa que va a salirse con la suya con esto de los negros... —¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mírame! —grita Heather desde la piscina—. ¡Mira mis coletas! —¡Ya te veo, ya! Además, William va a presentarse a las próximas... —¡Mami! ¡Dame tu peine! ¡Quiero jugar a peluqueros! —... no puedo tener a defensoras de negros en mi círculo de amistades... —¡Mamiii! ¡Dame tu peine! ¡Tráemelo! —Lo he leído. Lo encontré en su mochila y estoy decidida a hacer algo al respecto. Después de decir esto, Miss Hilly se tranquiliza y busca el peine en el interior de su bolso. Un trueno retumba sobre Jackson y a lo lejos escuchamos la sirena que avisa de los tornados. Intento buscarle un sentido a lo que acaba de decir Miss Hilly: «Miss Skeeter. Su mochila. Lo he leído». Saco a los niños de la piscina y los cubro con toallas. Los truenos se acercan resonando en el cielo. Un minuto después del atardecer, me siento en la mesa de mi cocina dándole vueltas al lápiz en la mano. Tengo ante mí la copia de Huckleberry Finn de la biblioteca para blancos, pero no soy capaz de leer. Siento un sabor amargo y desagradable en la boca, como el de los posos del último sorbo de una taza de café. Necesito hablar con Miss Skeeter. Sólo me he atrevido a llamar a su casa en dos ocasiones y porque no tenía más remedio: una para decirle que aceptaba participar en lo de las historias, y otra cuando Minny decidió unirse a nosotras. Sé que es arriesgado, pero me levanto y descuelgo el teléfono de pared. ¿Qué haré si responde su madre o su padre? Seguro que la criada hace ya horas que se marchó. ¿Cómo va a explicar Miss Skeeter que la telefonee una mujer de color? Me siento otra vez. Miss Skeeter estuvo aquí hace tres días para escuchar a Minny. Parecía que todo iba bien, no como hace unas semanas, cuando la paró la policía. No mencionó a Miss Hilly en ningún momento. Me quedo en la silla, enfurruñada, deseando que suene el teléfono. Me levanto para perseguir por el suelo a una cucaracha con mi zueco del trabajo en la mano. El insecto gana la carrera y se cuela debajo de la bolsa de ropa vieja que me dio Miss Hilly y que lleva en el mismo rincón desde hace meses. Contemplo la bolsa y vuelvo a darle vueltas al lápiz. Tengo que hacer algo con ella. Estoy acostumbrada a que las señoras blancas me den ropa, y así llevo treinta años sin comprarme cosas nuevas. Siempre tardo un poco en acostumbrarme a ellas y sentir que son mías. Cuando Treelore era chiquitín y yo me ponía uno de esos viejos abrigos que me regalaban las mujeres para las que servía, mi hijo me miraba divertido, se apartaba de mí y decía que olía a blanca. Pero esta bolsa es distinta. Aunque haya cosas que me valgan, no pienso ponérmelas ni regalárselas a mis amigas. Toda la ropa que hay en su interior, la falda-pantalón, la camisa con cuello de Peter Pan, la chaqueta rosa con una mancha de grasa y hasta los calcetines, todo, tiene bordadas las iniciales H.W.H. con hilo rojo y una preciosa letra cursiva. Sé que Yule May tenía que coser esas letras a todas sus prendas. Si las vistiera, sentiría que soy propiedad de Hilly W. Holbrook. Me levanto y le doy una patada a la bolsa, pero la cucaracha no aparece. Vuelvo a mi cuaderno e intento escribir mis oraciones, pero estoy demasiado preocupada por Miss Hilly, preguntándome qué habrá querido decir con eso de «Lo he leído». Al cabo de un rato, la imaginación me lleva a un terreno al que no quería llegar. Sé muy bien lo que sucederá si las blancas descubren que he estado escribiendo sobre ellas, contando la verdad sobre sus vidas. Las mujeres no son como los hombres. Una señorita no te va a dar una tunda con un bate de béisbol. Miss Hilly no me apuntará con una pistola, ni Miss Leefolt vendrá a quemarme la casa. No. A las mujeres blancas no les gusta ensuciarse las manos. Por el contrario, tienen una cajita de utensilios afilados como las uñas de una bruja, bien ordenados y dispuestos con precisión, como los tornos en la bandeja de un dentista, y no dudan en emplearlos. Lo primero que hará una mujer blanca es despedirte. Aunque te afecte perder tu empleo, te imaginas que podrás encontrar otro trabajo cuando las cosas se calmen y la gente se olvide de lo que pasó. Lo más normal es que tengas ahorros para pagar el alquiler de un mes, y tus amigas te ayudarán trayéndote potajes de calabaza. Pero luego, una semana después de que te hayas quedado sin empleo, encontrarás un sobrecito amarillo pegado a la puerta de tu casa. Dentro habrá un papel donde leerás: «Aviso de desahucio». Todos los caseros de Jackson son blancos, y todos ellos tienen una esposa blanca que es amiga de alguien. Entonces empezarás a asustarte. Todavía no habrás encontrado un nuevo trabajo, porque cada vez que lo intentas, te dan con la puerta en las narices. Ahora, además, no tienes un lugar donde vivir. A partir de ahí, las cosas se acelerarán: Si todavía estás pagando tu coche, te lo quitarán. Si tienes alguna multa de aparcamiento, irás a la cárcel. Si tienes una hija, puedes irte a vivir con ella. Seguramente, tu hija sirva en casa de una familia blanca. Al cabo de unos días, volverá a casa y te dirá: «¡Mamá! ¡Me han echado!». Se sentirá herida, asustada, no comprenderá la causa. Tendrás que decirle que es por tu culpa. Por lo menos, su marido todavía trabaja. Por lo menos, pueden dar de comer al bebé. Luego despedirán al marido. Otra herramienta afilada, brillante y precisa, de las mujeres blancas. Los dos te apuntarán con el dedo, gritando, preguntándote por qué lo hiciste. Tú ni tan siquiera te acordarás del motivo por el que empezó todo. Las semanas pasarán, sin trabajo, sin dinero, sin casa, sin nada. Esperarás que termine este infierno. Ya te han hecho suficiente daño, ya está cerca el momento de que se olviden de ti. Entonces llamarán a la puerta de madrugada. No será la mujer blanca, ella no hace ese tipo de cosas. Pero mientras la pesadilla se hace realidad, en medio del fuego, los palos y los navajazos, te darás cuenta de algo que siempre supiste: una mujer blanca nunca olvida. Y no parará hasta que mueras. A la mañana siguiente, Miss Skeeter aparca su Cadillac frente a la casa de Miss Leefolt. Tengo las manos sucias de andar despiezando el pollo, los fuegos de la cocina están encendidos y Mae Mobley no para de lloriquear porque se muere de hambre, pero no puedo esperar. Entro en el comedor con las manos pringosas en alto. Miss Skeeter le está preguntando a Miss Leefolt por una lista de señoritas que van a participar en un comité, y ésta le responde: —La jefa del comité de bizcochos es Eileen. —¡Pero si la presidenta del comité es Roxanne! —protesta Miss Skeeter. —No. Roxanne es la vicepresidenta del comité de bizcochos. La jefa es Eileen —aclara Miss Leefolt. Me están poniendo de los nervios con esa discusión sobre bizcochos. Me entran ganas de pellizcar a Miss Skeeter con mis dedos sucios de pollo, pero sé que lo mejor es no interrumpirlas. No mencionan el asunto de la mochila en ningún momento. Antes de que me dé cuenta, Miss Skeeter se ha marchado y no he tenido oportunidad de hablar con ella. ¡Demonios! Esa noche, después de la cena, la cucaracha y yo nos observamos desde un rincón al otro de la cocina. Es grande, medirá tres o cuatro centímetros, y muy negra, más que yo. Hace un sonido agudo con las alas. Tengo el zueco preparado en la mano. El teléfono suena y las dos damos un respingo. —Hola Aibileen —dice Miss Skeeter, y escucho una puerta cerrarse al otro lado de la línea—. Perdona por llamarte tan tarde. —Menos mal que ha llamao —respiro aliviada. —Sólo llamaba para ver si has conseguido... algo con las otras criadas. Miss Skeeter está rara, su voz suena tensa. Estos últimos días, se la notaba feliz como una mariposa de lo enamorada que está. Se me acelera el corazón, pero no empiezo a preguntarle las cosas que quiero saber, no sé muy bien por qué. —Se lo pedí a Corrine, la que trabaja pa la familia Cooley, pero me dijo que no. También a Rhonda y a su hermana, que sirve en casa de los Miller... pero las dos lo rechazaron. —¿Y Yule May? ¿Has hablado con ella últimamente? Me pregunto si ésta será la causa por la que Miss Skeeter habla de un modo tan extraño. Bueno, es cierto que he mentido. Hace un mes le dije que había pedido a Yule May que colaborara con nosotras cuando en realidad no lo hice. No es porque no la conozca bien. Es que Yule May es la criada de Miss Hilly Holbrook, y todo lo que tenga relación con esa mujer me da pánico. —Pos no, hace tiempo que no hablo con ella. Puedo volvé a intentarlo —le miento, muy a mi pesar. Empiezo a dar vueltas al lápiz entre los dedos, dispuesta a contarle lo que escuché decir a Miss Hilly. —Aibileen —la voz de Miss Skeeter suena ahora temblorosa—, tengo que decirte una cosa. Miss Skeeter permanece en silencio, como en esos terribles instantes antes de que se desate un tornado. —¿Qué pasa, Miss Skeeter? —Me... me dejé la mochila en la sede de la Liga de Damas y Hilly la recogió. Parpadeo, como si no hubiera oído bien. —¿La mochila roja? No contesta. —Ay... ¡Dios! —exclamo. Ahora todo empieza a tener sentido. —Vuestras historias estaban en un bolsillo lateral cubierto por una solapa. Creo que lo único que Hilly ha visto es el librito con las leyes Jim Crow que saqué de la biblioteca... pero no lo puedo asegurar. —¡Ay, Miss Skeeter! —digo, cerrando los ojos. Señor, ayúdame, ayuda a Minny. —Lo sé, lo sé —dice Miss Skeeter, y solloza al aparato. —Está bien, no pasa na... Intento tragarme mi enfado, diciéndome que fue un accidente. Echarle la culpa no servirá de nada ahora. Pero aun así... —Aibileen, lo siento muchísimo.Por unos segundos, no escucho más que los latidos de mi corazón. Muy despacito, asustado, mi cerebro empieza a analizar los pocos datos que me ha dado, comparándolos con lo que yo ya sabía. —¿Cuánto hace que sucedió esto? —le pregunto. —Tres días. Quería saber qué ha descubierto antes de decírtelo. —¿Ha hablao con Miss Hilly? —Sólo un momento, cuando pasé a recoger la mochila. Pero he hablado con Elizabeth y con Lou Anne, y con otras cuatro buenas amigas de Hilly. Ninguna ha aludido al tema. Por eso... por eso te preguntaba si habías hablado con Yule May. Igual ella ha oído algo en el trabajo. Tomo aire, deseando no tener que decirle esto: —Yo misma he oído algo. Ayer, Miss Hilly se lo estaba contando a Miss Leefolt. Miss Skeeter se queda callada. Tengo la impresión de que de un momento a otro una piedra va a atravesar la ventana de mi casa. —Le contó que su maño iba a presentarse a las elecciones, que usté simpatizaba con la gente de coló y dijo... que había leío una cosa. Al pronunciar estas palabras, todo mi cuerpo se estremece. Sigo meneando el lápiz entre los dedos. —¿Mencionó algo sobre las criadas? —pregunta Miss Skeeter—. Es decir, ¿estaba enfadada sólo conmigo o mencionó también a Minny? —No, sólo habló de usté. —Vale. Miss Skeeter suspira al teléfono. Parece molesta, pero no tiene ni idea de lo que nos puede pasar a Minny y a mí. No conoce los afilados utensilios que emplean las mujeres blancas. No sabe nada de las llamadas a la puerta de madrugada ni de esos blancos que andan esperando, con los bates y las cerillas listos, a que alguien de color se meta con uno de los suyos. Cualquier excusa es suficiente para que se pongan manos a la obra. —No puedo asegurártelo, claro, pero... si Hilly supiera algo sobre nuestro libro, sobre ti o, en especial, sobre Minny, ya se habría enterado toda la ciudad —dice Miss Skeeter. Reflexiono sobre esto, deseando que tenga razón. —Es verdá, Minny Jackson no le cae na bien.—Aibileen —prosigue Miss Skeeter, y puedo advertir por el tono roto de su voz que se está volviendo a derrumbar—, podemos dejarlo. Si quieres que abandonemos esto del libro lo entenderé perfectamente. Si le digo que no quiero seguir, todo cuanto he estado escribiendo y lo que todavía me falta por escribir nunca será dicho. ¡No! No quiero dejarlo. Me sorprende la firmeza de mi resolución. —Si Miss Hilly se ha enterao ya, no hay na que podamos hace —digo—. Dejarlo ahora no nos va a salvar. No veo, escucho ni huelo a Miss Hilly durante los siguientes dos días. Incluso cuando no tengo un lápiz entre las manos, mis dedos siguen meneándolo, en el bolsillo, en la encimera de la cocina, o tamborileando sobre la mesa. Tengo que descubrir qué tiene Miss Hilly en la cabeza. Miss Leefolt ha dejado tres mensajes a Yule May para Miss Hilly, que se pasa todo el día en el despacho de Mister Holbrook, el cuartel general de la campaña, como lo llama Hilly. Miss Leefolt suspira y cuelga el teléfono. Parece que no supiera cómo hacer funcionar su cerebro sin que Miss Hilly pulse los botones de pensar. Chiquitina me ha preguntado ya diez veces cuándo va a venir Heather otra vez para jugar con ella en la piscina. Supongo que cuando crezcan se harán buenas amigas y Miss Hilly les enseñará cómo son las cosas. Esa tarde, estamos todas en casa, mano sobre mano, preguntándonos cuándo se pasará por aquí Miss Hilly. Al cabo de un rato, Miss Leefolt sale para ir a la mercería. Dice que quiere hacer una cubierta para algo, pero no sabe el qué. Mae Mobley me mira y sé que ambas pensamos lo mismo: «Esta mujer nos haría una funda para taparnos a nosotras si la dejaran». Ese día me tengo que quedar en el trabajo hasta muy tarde. Le doy la cena a Chiquitina y la acuesto, porque Mister y Miss Leefolt han salido al Lámar a ver una película. Mister Leefolt había prometido a su mujer que la llevaría al cine, y ella le tomó la palabra, aunque sólo podían llegar a la última sesión. Cuando regresan a casa, bostezan mientras se escucha el canto de los grillos. Si estuviéramos en otra casa, me quedaría a dormir en el cuarto del servicio, pero en ésta no tienen. Me hago un poco la remolona mientras recojo mis cosas, para ver si Mister Leefolt se ofrece a llevarme a casa, pero el hombre se marcha directamente a la cama. Ya en la oscuridad de la calle, voy andando hasta Riverside, que queda a unos diez minutos. Desde allí sale un autobús nocturno para los obreros de la potabilizadora. Corre suficiente aire para mantener a raya a los mosquitos. Me siento sobre la hierba del parque, bajo una farola. Al cabo de un rato, llega el autobús. Sólo hay cuatro pasajeros, dos de color y dos blancos, todos hombres. No conozco a ninguno. Me siento junto a la ventanilla detrás de un señor negro y delgado de mi edad, que lleva traje y sombrero marrones. Cruzamos el puente y pasamos junto al hospital para gente de color, donde el autobús da la vuelta. Saco mi cuaderno de oraciones para poder escribir algo en el trayecto. Me concentro en Mae Mobley, intentando apartar a Miss Hilly de mi mente. «Señor, muéstrame cómo enseñar a Chiquitina a ser amable, a amar a los demás y a sí misma, mientras esté a tiempo...» Levanto la mirada. El autobús se ha detenido de repente en medio de la carretera. Me asomo al pasillo y veo, a unas manzanas de distancia, luces azules que brillan en la oscuridad y gente juntándose. La calle está cortada. El conductor blanco mira al frente, para el motor del vehículo y mi asiento dejan de temblar. Tengo una sensación extraña. El hombre se ajusta su gorra de conductor y baja de un salto de su asiento. —Quédense aquí, voy a ver qué pasa. Permanecemos en silencio, esperando. Oigo los ladridos de un perro, no uno doméstico, sino uno de esos que ladran a la gente. Pasados cinco minutos, el conductor regresa al autobús y pone en marcha el motor. Toca el claxon, hace un gesto por la ventanilla y empieza a retroceder muy despacio. —¿Qué pasa ahí? —pregunta el hombre de color que está delante de mí. El conductor no contesta y sigue reculando. Las luces se van reduciendo de tamaño y los ladridos, apagándose en la distancia. El conductor gira en Farish Street y se para en la siguiente esquina. —Ultima parada para la gente de color. Todos abajo —grita, mirando por el retrovisor—. Los blancos, díganme adonde van y les acercaré todo lo que pueda. El hombre de color me mira. Supongo que a los dos no nos sienta muy bien esto, pero se incorpora, y yo hago lo mismo. Lo sigo por el pasillo hasta la puerta del autobús. Hay un silencio aterrador, sólo se oye el ruido de nuestros pasos. Un blanco se inclina hacia el conductor y le pregunta: —¿Qué ha pasado? Bajo las escaleras del autobús detrás del hombre de color. A mi espalda, oigo que el conductor responde: —No sé, parece que se han cargado a un negro. ¿Adonde se dirige? La puerta se cierra con un silbido. Ay, Dios, que no sea alguien conocido. En Farish Street no se oye ni una mosca. No hay nadie, sólo nosotros dos. El hombre me mira y me pregunta: —¿Se encuentra bien, mamita? ¿Su casa está cerca? —Estoy bien, grasias. Vivo aquí al lao. Mi casa queda a siete manzanas. —¿Quiere que la acompañe? Me encantaría, pero niego con la cabeza y le digo: —No, grasias, no hace falta. Una furgoneta pasa zumbando por la calle en dirección al cruce donde el autobús tuvo que dar la vuelta. En un lateral tiene escrito WLBT-TV en grandes letras y lleva una antena en el techo. —Jesús! Espero que no haya pasao na grave... —comento. Pero el hombre ya no está. No hay un alma en la calle, sólo yo. Tengo esa sensación de la que habla la gente justo antes de que les asalten. En un par de segundos estoy caminando tan deprisa que el sonido de mis medias, al rozar una con la otra, parece el de una cremallera abrochándose. Más adelante, veo a tres personas andando a paso ligero como yo. Todos se meten en sus casas y cierran las puertas. La verdad es que no me apetece pasar un momento más sola. Atajo por detrás de la casa de Mule Cato y atravieso el taller mecánico. Después, cruzo el jardín de Oney Black y tropiezo con una manguera en la oscuridad. Me siento como una fugitiva. Puedo ver luces encendidas en las casas y cabezas agachadas en el interior. A esta hora de la noche, la gente debería estar durmiendo. Sea lo que fuere lo que está sucediendo, todo el mundo habla de ello o escucha impaciente. Por fin, un poco más adelante, veo la luz encendida en la cocina de Minny. Tiene cerrada a cal y canto la puerta de la calle, pero la de atrás está abierta y chirría cuando la empujo. Minny está sentada a la mesa con sus cinco hijos: Leroy Júnior, Sugar, Felicia, Kindra y Benny. Todos contemplan la enorme radio que hay en medio de la mesa. Cuando entro, sólo se escuchan interferencias. —¿Qué ha pasao? —pregunto. Minny frunce el ceño mientras manipula el dial. Le echo un vistazo a la habitación: una loncha de jamón arrugada en la sartén, una lata abierta en la encimera, platos sucios en el fregadero... No parece la cocina de Minny. —¿Qué ha pasao? —pregunto otra vez. La voz del locutor regresa a la radio: —... casi diez años como secretario de la NAACP. Todavía no tenemos noticias del hospital, pero las heridas son de... —¡¿Quién?! —grito. Minny me observa como si tuviera monos en la cara. —¡Medgar Evers! ¿Dónde t'has metió? —¿Medgar Evers? ¿Qué le ha pasao? Conocí a su mujer, Myrlie Evers, el pasado otoño cuando visitó nuestra parroquia con la familia de Mary Bone. Llevaba un elegante pañuelo rojo y negro al cuello. Recuerdo que me miró a los ojos y me sonrió como si estuviera encantada de conocerme. Medgar Evers es una especie de celebridad por aquí debido al cargo que ocupa en la NAACP. —Siéntate —dice Minny. Me siento en una silla. Todos contemplan con cara de aturdidos la radio. Es un armatoste de madera, casi tan grande como el motor de un coche, y tiene cuatro botones. Hasta Kindra está tranquila en brazos de Sugar. —Le han tiroteao los del Ku Klux Klan, hace una hora, delante de su casa. Noto que un escalofrío me recorre la espalda. —¿Dónde vive? —En Guynes —contesta Minny—. Los médicos lo han llevao a nuestro hospital. —Vaya —comento, pensando en el autobús y en que Guynes queda a menos de cinco minutos de aquí en coche. —... testigos presenciales afirman que el asaltante era un hombre blanco que se ocultaba detrás de unos arbustos. Se rumorea que el Ku Klux Klan está involucrado en... De pronto se oyen voces en la radio, como si hubiera gente gritando y corriendo en todas direcciones. Me pongo nerviosa, pues siento que alguien nos observa desde el exterior. Alguien blanco. Hace cinco minutos, los del Klan han estado aquí, cazando a un negro. Preferiría que esa maldita puerta estuviera cerrada. —Acaban de informarnos —dice el locutor, jadeando— de que Medgar Evers ha fallecido. Repito, acaban de comunicarme que... —su voz suena como si le estuvieran empujando, se escuchan gritos a su alrededor— ...que Medgar Evers ha muerto. ¡Ay, Dios! Minny se dirige a Leroy Júnior y le dice con voz baja y seria: —Lleva a tus hermanos al dormitorio. Meteos en la cama y no se os ocurra salí. Cuando una mujer acostumbrada a soltar gritos habla bajito, impone más todavía. Aunque estoy segura de que a Leroy Júnior le gustaría quedarse, todos se retiran deprisa y en silencio. El locutor de la radio también se calla. Por un instante, el aparato no es más que una caja de madera oscura llena de cables. —Medgar Evers —dice de nuevo la radio, como si estuvieran rebobinando—, secretario de la NAACE ha muerto. Repetimos: Medgar Evers ha muerto. Trago saliva y contemplo el papel de la pared de Minny, que está amarillento, con manchas de grasa de beicon, huellas de manos de niños y quemaduras de los cigarrillos Pall Mall de Leroy. No hay fotos ni calendarios colgados de la pared. Intento no pensar. No quiero pensar en que un hombre de color acaba de morir, porque me recuerda a Treelore. Minny tiene los puños cerrados y aprieta los dientes. —Le han matao delante de sus hijos, Aibileen. —Vamos a reza por los Evers, vamos a reza por la pobre Myrlie... —comienzo, pero suena tan vacío que me callo. —En la radio han dicho que su familia salió de casa cuando escucharon los disparos. Dicen que lo encontraron tambaleándose malherío. Que sus hijos lo recogieron lleno de sangre... Descarga un puñetazo en la mesa que hace temblar la radio. Contengo el aliento. Me siento mareada. Tengo que ser fuerte, tengo que evitar que mi amiga pierda los estribos. —Las cosas no van a cambia nunca en esta ciudá, Aibileen. Estamos atrapaos en un infierno. Nuestros hijos están atrapaos. El volumen de la radio sube de repente y se oye: —... hay mucha policía acordonando la zona. El alcalde Thompson va a ofrecer una rueda de prensa en breves momentos... Me entran arcadas y las lágrimas me resbalan por las mejillas. Toda esta gente blanca que vive alrededor del barrio de color me asusta. Blancos con armas que apuntan a los negros. ¿Quién va a protegernos? No hay policías de color. Minny contempla la puerta por la que acaban de salir sus hijos. El sudor le chorrea por el rostro. —¿Qué van a hacernos si nos pillan, Aibileen? Tomo aire. Está claro que se refiere a las historias de Miss Skeeter. —Las dos lo sabemos. Na bueno. —Pero ¿qué nos harán? ¿Atarnos a una camioneta y arrastrarnos por el asfalto? ¿Pegarme un tiro enfrente de casa, delante de mis hijos? ¿O, simplemente, deja que nos muramos de hambre? El alcalde Thompson habla en la radio; dice que está muy compungido por la familia Evers. Contemplo la puerta abierta y vuelvo a sentirme observada, como si hubiera un blanco espiándonos ahí fuera. —Nosotras... no estamos haciendo activismo. Sólo contamos las cosas que nos pasan. Apago el receptor y agarro la mano de Minny. Nos quedamos así, mi amiga contemplando una polilla posada en la pared y yo mirando ese trozo de jamón rojo que se seca en la sartén. Minny tiene una mirada solitaria como nunca antes había visto en sus ojos. —¡Ojalá Leroy estuviera en casa! —susurra. Creo que es la primera vez que se pronuncian esas palabras en esta casa. Durante varios días, Jackson, Misisipi, es como una olla a punto de estallar. En la tele de Miss Leefolt puedo ver una muchedumbre de gente de color manifestándose por High Street el día después del funeral de Medgard Evers. Hay trescientos detenidos. En los periódicos negros dijeron que miles de personas acudieron al sepelio, pero que se podía contar a los blancos con los dedos de una mano. La policía sabe quién ha sido, pero no dicen el nombre. Me entero de que la familia Evers ha decidido no enterrar a Medgar en Misisipi. Su cuerpo irá a descansar a Washington, al cementerio de Arlington. Estoy segura de que Myrlie estará orgullosa. Tiene motivos. Pero me gustaría que estuviera aquí, cerca de nosotros. En los periódicos leo que hasta el presidente de Estados Unidos le ha pedido al alcalde Thompson que se tome las cosas en serio. Que forme una comisión con blancos y negros que empiece a arreglar las cosas por aquí. Pero el alcalde Thompson le respondió al mismísimo presidente Kennedy: «No pienso formar un comité birracial. No nos engañemos. Yo creo en la separación de razas, y así serán las cosas». A los pocos días, el alcalde habló de nuevo en la radio y afirmó: «Jackson, Misisipi, es el lugar más parecido al Paraíso, y lo seguirá siendo durante el resto de nuestra vida». Por segunda vez, en dos meses, Jackson aparece en la revista Life, aunque en esta ocasión somos portada.-215-
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...