Madre, Padre y yo estamos en la sala de estar mirando fijamente el aparato de color plateado que descansa junto a la ventana. Tiene el tamaño del motor de un camión y por delante asoma un botón que parece una nariz. Su superficie cromada brilla trayéndonos esperanzas de una nueva época. Tiene escrito el nombre: Fedders. —¿Y quiénes son esos Fedders? —pregunta Madre—. ¿De dónde viene su familia? —Charlotte, ve a ponerlo en marcha, anda. —¡Oh, ni pensarlo! Ese botón está pringoso de aceite. —Por Dios, mamá, el doctor Neal dijo que te vendría bien. Aparta, anda. Mis padres me miran, recriminándome el tono de mis palabras. No saben que Stuart me dejó el día de la cena en casa de los Whitworth. Tampoco son conscientes de cuánto deseo que este trasto me alivie un poco del calor que siento a todas horas. Estoy dolida, quemada, y a veces creo que voy a arder. Giro el botón hasta la posición 1. En el techo, las bombillas de la lámpara se apagan por un instante. El sonido del motor asciende lentamente, como si estuviera subiendo una cuesta. Veo que unos mechones del pelo de Madre se levantan en el aire. —¡Ay, mi...! —exclama Madre cerrando los ojos. Últimamente está muy cansada, y sus úlceras empeoran. El doctor Neal le dijo que si mantenía fresca la temperatura de la casa lo llevaría mejor. —Pues todavía no está a plena potencia —comento, moviendo la rueda hasta el 2. El aire sopla con más fuerza, el frío aumenta y los tres sonreímos mientras el sudor se evapora de nuestras frentes. —¡Qué demonios! Vamos hasta el final —dice Padre, acercándose para girar el botón hasta el 3, la posición más alta, fría y maravillosa de todas. A Madre le entra la risa floja. Nos quedamos boquiabiertos, como si pudiéramos tragar el aire. Las bombillas de la lámpara vuelven a parpadear mientras el ruido del -297- motor va creciendo, igual que nuestras sonrisas. De repente, todo se detiene y sólo hay oscuridad. —¿Qué ha pasado? —pregunta Madre. Padre mira hacia el techo y sale al recibidor. —Por culpa de este maldito trasto se ha ido la luz. —Por Dios, Carlton, arréglalo —dice Madre abanicándose con el pañuelo. Durante una hora oigo cómo Padre y Jameso abren interruptores, manipulan herramientas y se pasean por el porche. Cuando por fin lo arreglan, y después de recibir una charla de Padre sobre «nunca ponerlo a 3, o la casa saltará por los aires», Madre y yo contemplamos cómo los cristales de la ventana se empañan. Madre se queda dormida en su sillón azul estilo Reina Ana con su mantita verde sobre el pecho. Espero a que entre en un sueño profundo. Cuando empieza a roncar suavemente y se le destensa la frente, apago sigilosamente todas las luces, la televisión y todos los aparatos eléctricos de la planta baja, excepto el frigorífico. Me siento frente al aparato y me desabrocho la blusa. Con mucho cuidado, giro el botón hasta el 3. Quiero dejar de sentir este calor, estar helada por dentro, que el chorro de aire frío me dé directamente en el corazón. Pasados menos de tres segundos, los fusibles saltan de nuevo. Durante las siguientes dos semanas me concentro en las entrevistas. Dejo la máquina de escribir en el porche trasero y trabajo durante el día y hasta bien entrada la noche. Las mosquiteras difuminan la vista del verde jardín. A veces me quedo mirando los campos, pero mi mente no está aquí. Se encuentra en las cocinas del viejo Jackson con las criadas, acaloradas y sudorosas en sus uniformes blancos. Siento los cuerpos de bebés blancos respirando sobre mi piel. Siento lo que debió de sentir Constantine cuando Madre me trajo a casa del hospital y me puso en sus brazos. Dejo que los recuerdos de las mujeres de color me saquen un poco de mi miserable existencia. —Skeeter, hace semanas que Stuart no da señales de vida —me comenta Madre por décima vez—. No estará enfadado contigo, ¿verdad? En ese momento estoy redactando la columna de Miss Myrna. Durante tres meses siempre he entregado los textos a tiempo, pero ahora estoy empezando a apurar al límite las fechas de entrega. —No le pasa nada, Madre. ¡No tiene que llamar a todas horas! Pero entonces bajo la voz, que cada día me sale más débil. Al ver cómo se le marcan a Madre los huesos de la cadera, contengo mi enfado ante su comentario y añado: —Sólo está de viaje, mamá, nada más. Esto parece aplacar temporalmente su curiosidad. Le explico la misma historia, aunque con algunos detalles más, a Elizabeth y a Hilly, mordiéndome la lengua para soportar su insípida sonrisa. Pero no sé qué contarme a mí misma. Stuart necesita «espacio» y «tiempo», como si esto fuera un problema de física en vez de una relación sentimental. Así que, para evitar pasarme el día compadeciéndome de mi suerte, me sumerjo en el trabajo. Tecleo y sudo sin parar. No me imaginaba que un desengaño diese tanto calor. Cuando Madre se va a la cama, coloco la silla enfrente del aire acondicionado y me quedo ahí. En julio, este aparato se convierte en un preciado tesoro. Un día pillé a Pascagoula haciendo como que le quitaba el polvo con una mano mientras que con la otra ponía sus trenzas a refrescar ante el chorro de aire. El aire acondicionado no es un invento nuevo, pero todas las tiendas de la ciudad que lo tienen lo indican con un cartel en el escaparate o lo anuncian en sus folletos de propaganda, porque en verano se convierte en un accesorio de primera necesidad. Incluso un día se me ocurrió hacer un cartel de cartón y colocarlo en la puerta de entrada de nuestra casa: «FAMILIA PHELAN. AIRE ACONDICIONADO EN EL INTERIOR». Madre sonrió, pero fingió que no le hacía gracia. En una de las raras tardes que paso en casa, estoy con Madre y Padre en el comedor, cenando. Madre se toma a sorbos su caldo. Se ha pasado toda la tarde intentando evitar que descubriéramos que ha estado vomitando. Se pellizca entre los dedos la parte superior del tabique nasal para calmar un poco su dolor de cabeza y dice: —He estado pensando en el 25. ¿Crees que es demasiado pronto para invitarles? Todavía no soy capaz de contarle que Stuart y yo hemos roto. Por la cara que tiene, puedo notar que Madre se encuentra peor que nunca esta noche. Está pálida y hace esfuerzos por aguantar y no irse a la cama, aunque lo está deseando. —Déjame preguntárselo, mamá —contesto, tomándola de la mano—. Pero a mí el 25 me parece bien. Madre sonríe por primera vez en todo el día. Aibileen está feliz contemplando el montón de folios en la mesa de su cocina. El taco de papeles tendrá un par de centímetros de grueso. Las hojas están escritas a doble espacio y empiezan a parecerse a algo que algún día se pondrá en una estantería. Aibileen está tan agotada como yo, o puede que más, porque se pasa todo el día trabajando y luego, por la noche, asiste a las entrevistas. —¡Míralo! —exclama—. ¡Ya casi parece un libro! Asiento e intento sonreír, pero aún queda mucho trabajo por hacer. Estamos casi en agosto, y aunque no tenemos que entregarlo hasta enero, todavía hay cinco entrevistas más que realizar. Con ayuda de Aibileen, he dado forma, cortado y revisado siete capítulos, pero es necesario trabajarlos más. Por suerte, el apartado de Aibileen ya está terminado. Veintiuna páginas, con un estilo sencillo pero hermoso. Hay un montón de nombres inventados, tanto para las mujeres de color como para las blancas. A veces me lío bastante con ellos. De momento, sé que Aibileen es Sarah Ross. Minny escogió Gertrude Black, desconozco el motivo. Yo me quedaré con Anónima, aunque todavía no se lo he comunicado a Elaine Stein. El nombre de nuestra ciudad es Niceville, Misisipi. Lo elegimos porque es un lugar que no existe y si hubiéramos puesto el nombre de una ciudad de verdad podría haber causado problemas. Sin embargo, decidimos mantener Misisipi, pues parece evidente que es lo peor que hay en este país. Entra brisa por la ventana y algunos folios revolotean por la habitación. Ambas posamos nuestras palmas sobre el montón para que no vuelen más. —¿Piensa... que esa mujé lo va a publica cuando esté acabao? —me pregunta Aibileen. Intento sonreír y ofrecer una sensación falsa de confianza. —Eso espero —digo lo más animada que puedo—. Parecía muy interesada en la idea y... bueno, la marcha de Martin Luther King está cerca... Noto cómo mi voz se va desinflando. La verdad es que no estoy segura de si Miss Stein lo publicará. Lo único que sé es que la responsabilidad de este proyecto recae sobre mí. También puedo ver en los rostros arrugados y sufridos de las criadas que les encantaría que se publicase. Tienen miedo y cada diez minutos miran la puerta temerosas de que las descubran hablando conmigo, de que las apaleen o las dejen ciegas como al nieto de Louvenia, o, santo Dios, de que las agujereen a balazos en la puerta de su casa como a Medgar Evers. El riesgo que corren es una prueba de que desean que se publique con toda su alma. Ya no me siento segura, sobre todo por el hecho de ser blanca. Cada vez que conduzco la camioneta hacia casa de Aibileen miro bastante a menudo por el espejo retrovisor. Aquella vez que me paró la policía, hace unos meses, fue un primer aviso. Soy una amenaza para las familias blancas de esta ciudad. Aunque muchas de las historias son neutrales y describen el vínculo de afecto entre la criada y la familia, también hay historias crudas, y ésas serán las que atraigan la atención de los blancos. Les hervirá la sangre de cólera. Tenemos que mantener esto en secreto como sea. El lunes llego adrede cinco minutos tarde a la reunión de la Liga de Damas, la primera que celebramos desde hace un mes. Mientras Hilly estuvo de vacaciones en la costa, nadie se atrevió a organizar un encuentro sin ella. Se ha puesto morena y está lista para tomar las riendas de la reunión. Sostiene su maza de mando como si fuera un arma. A mi alrededor, las mujeres están sentadas fumando cigarrillos, y tiran la ceniza en ceniceros de cristal repartidos por el suelo. Me muerdo las uñas para no encender un pitillo. Llevo ya seis días sin fumar. Además de porque echo en falta un cigarrillo en la mano, estoy nerviosa por las caras que me rodean. En la sala distingo, por lo menos, a siete mujeres que tienen relación con alguien del libro, cuando no son protagonistas directas de algún episodio. Quiero salir de aquí y regresar al trabajo, pero pasan dos largas y calurosas horas antes de que Hilly dé por finalizada la sesión con un golpe de su maza. Para entonces, hasta ella misma parece cansada de oírse hablar. Las mujeres se levantan y se desperezan. Algunas se marchan, impacientes por atender a sus maridos. Otras se entretienen un poco, las que tienen un montón de crios en casa. Recojo mis cosas rápidamente, con la esperanza de no tener que hablar con nadie, sobre todo con Hilly. Pero antes de que pueda escabullirme, Elizabeth me mira desde su sitio y me hace un gesto. Hace semanas que no la veo, así que no puedo evitar hablar con ella. Me siento culpable por no haberme pasado a visitarla. Se agarra al respaldo de la silla y se incorpora con dificultad. Está de seis meses y alelada por los tranquilizantes del embarazo. —¿Qué tal te encuentras? —pregunto. Todo su cuerpo está como siempre, excepto la enorme e hinchada barriga—. ¿Lo llevas mejor esta vez? —¡Ay, Dios, qué va! Es horrible, y todavía me quedan tres meses para salir de cuentas. Nos quedamos las dos en silencio. Elizabeth contiene un pequeño eructo y mira su reloj. Al fin, agarra su bolso y se dispone a marcharse, pero antes me coge de la mano y me susurra: —He oído lo que pasó entre Stuart y tú. Lo siento mucho. Bajo la mirada. No me sorprende que se haya enterado, más bien me extraña que la gente haya tardado tanto en descubrirlo. No se lo he contado a nadie, pero supongo que Stuart sí. Esta misma mañana tuve que mentir a Madre y decirle que los Whitworth van a estar de viaje el 25, la fecha prevista por ella para invitarlos a cenar. —Perdona que no te lo haya contado. No me gusta hablar de ello. —Lo comprendo, querida. Ay, tengo que irme. A Raleigh le estará dando algo, él solo con la cría. Lanza una última mirada a Hilly, que sonríe y le indica con un gesto de la cabeza que puede retirarse. Termino de recoger mis notas y me dirijo hacia la puerta, pero antes de que consiga salir escucho la voz de mi amiga: —¿Puedes esperar un segundo, Skeeter? Suspiro y me doy la vuelta para ver qué quiere Hilly. Lleva un vestido marinero azul oscuro, de esos que una se pone a los cinco años. En la cadera se le hacen unos pliegues como los del fuelle de un acordeón. Ahora la sala está vacía, sólo quedamos nosotras dos. —¿Podemos hablar sobre esto, por favor? —pregunta, mostrándome el último número del boletín. Ya sé lo que me espera. —No tengo tiempo, Hilly, mi madre está enferma... —Te pedí hace ya cinco meses que publicaras mi iniciativa y ha pasado otra semana más y todavía no has seguido mis instrucciones. La miro a los ojos y de repente siento una rabia furiosa. Todo lo que he estado guardando en mi interior durante meses surge de repente y estalla como un volcán. —No pienso publicar esa iniciativa. Hilly me contempla desafiante sin mover un pelo. —Quiero que mi iniciativa aparezca en el boletín antes de las elecciones —dice, y apunta al techo—, de lo contrario, tendré que hacer una llamada a los de arriba, bonita. —Si intentas echarme de la Liga, llamaré personalmente a Nueva York y hablaré con Genevieve von Hapsburg —digo entre dientes. Resulta que conozco a Genevieve, el ídolo de Hilly. Es la presidenta nacional de la Liga de Damas más joven de la historia y, probablemente, la única persona del mundo a la que Hilly teme. Pero esta vez mi amiga no se amilana. —¿Y qué le vas a contar, Skeeter? ¿Que no cumples con tus obligaciones? ¿Que andas por ahí con material de activismo negro? Estoy demasiado enfadada para ofenderme por sus palabras. —Quiero que me devuelvas el librito de leyes, Hilly. Me lo quitaste y no te pertenece. —Pues claro que te lo quité. No puedes andar por ahí con algo así en la mochila. ¿Y si alguien lo descubre? —¿Quién te crees que eres para decidir lo que puedo y lo que no puedo...? —¡Es mi trabajo, Skeeter! Sabes tan bien como yo que nadie compraría un trozo de tarta de una organización en la que hay activistas a favor de la integración. —Hilly —digo, pues necesito escuchar su respuesta—, ese dinero que conseguimos vendiendo tartas, ¿a quién se envía? Entorna los ojos y dice: —A los Pobres Niños Hambrientos de África. Me dispongo a comentarle la ironía de enviar dinero a gente de color de otro continente, y no a los que viven en el barrio de al lado, pero se me ocurre una idea mejor. —Voy a llamar a Genevieve ahora mismo y contarle lo hipócrita que eres. Hilly se pone a la defensiva. Pienso que mis últimas palabras han hecho mella en ella. Pero, pasado un segundo, se humedece los labios, aspira profundamente y dice: —¿Sabes? No me extraña que Stuart Whitworth te haya dejado. Aprieto la mandíbula para que no pueda ver el efecto que tienen en mí esas palabras. Pero en mi interior, es como si me estuviera cayendo lentamente por un tobogán. Todo se derrumba a mi alrededor. —Quiero que me devuelvas el librito de leyes —digo con voz temblorosa. —Publica primero la iniciativa. Me doy la vuelta y me marcho. Dejo la pesada mochila en el Cadillac y enciendo un cigarrillo. Madre tiene la luz apagada cuando llego a casa, y lo agradezco. Paso de puntillas por el recibidor, me dirijo al porche de atrás y cierro lentamente su chirriante puerta. Me siento ante la máquina de escribir. No soy capaz de teclear nada. Contemplo los pequeños cuadraditos de la mosquitera del porche. Los observo con tanta atención que puedo atravesarlos. Siento que algo revienta en mi interior, que me evaporo, que me vuelvo loca. No escucho ese estúpido teléfono sonando. No escucho las arcadas de Madre por la casa. No escucho su voz dentro: «Estoy bien, Carlton, ya se pasó». Aunque lo oigo todo, no escucho nada. Sólo un zumbido permanente en mis oídos. Busco en la mochila y saco el papel con la iniciativa de los retretes de Hilly. Es una hoja mustia y húmeda. Una polilla se posa en la esquina y luego sale volando, tras dejar una mancha marrón del polvo de sus alas. Con golpes lentos y pausados, presiono las teclas y empiezo a redactar el boletín: «Sarah Shelby contraerá matrimonio con Robert Pryor»; «Asistan por favor a la venta de ropa infantil organizada por Mary Katherine Simpson»; «Celebración de un té en honor a nuestros fieles colaboradores»... Luego escribo la iniciativa de Hilly. La pongo en la segunda página, junto a las fotos de sociedad. Seguro que todo el mundo la ve, después de buscarse en las imágenes del campamento de verano. Mientras tecleo, no puedo dejar de pensar en qué diría Constantine de mí. -304-.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...