AiibiilleenCap. 29

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El calor se cuela por todas partes. Hace ya una semana que estamos a cuarenta grados y con un noventa y nueve por ciento de humedad. Un poco más, y podremos nadar en el ambiente. No consigo que se me sequen las sábanas en el tendedero y la puerta de mi casa está tan dilatada que no cierra bien. No es un buen día para batir huevos para el merengue. Hasta mi peluca de los domingos se está quedando esponjosa. Esta mañana no puedo ponerme las medias, de lo hinchadas que tengo las piernas. Ya lo haré cuando llegue a casa de Miss Leefolt, que tiene aire acondicionado. Seguro que hoy hemos batido un récord de calor, pues en los cuarenta y un años que llevo dedicándome al servicio, es la primera vez que voy al trabajo sin medias. Pero, al llegar a casa de Miss Leefolt, descubro que hace más calor que en la mía. —Aibileen, prepara el té y... ponte a limpiar la ensalada. Miss Leefolt está tan acalorada que ni siquiera entra en la cocina para darme órdenes. Se queda en la sala de estar, en una silla junto a la boca del aire acondicionado para que el poco fresco que sale de ese cacharro estropeado se le cuele por debajo de la combinación. Es lo único que lleva puesto, la combinación y los pendientes. He trabajado para mujeres blancas que en verano salían tranquilamente del dormitorio en cueros, pero Miss Leefolt no es de las que disfrutan andando desnudas por casa. De vez en cuando, el motor del aire acondicionado suelta un chirrido quejumbroso, como si estuviera a punto de rendirse y pararse para siempre. Miss Leefolt ya ha llamado dos veces al técnico para que venga a arreglarlo.-415- El hombre siempre le promete que irá, pero no creo que lo haga. Hace demasiado calor para salir a la calle. —Y no te olvides... de ese cacharro de plata, el servidor de pepinillos, está en el... Pero lo deja antes de terminar la frase, como si no pudiera darme órdenes del calor que hace, lo cual es mucho decir. Parece que todo el mundo en la ciudad se ha vuelto loco con estas temperaturas. En la calle reina una tranquilidad aterradora, como la que precede a un tornado. Aunque igual soy yo la que está nerviosa por el tema del libro. ¡El próximo viernes sale a la venta! —Miss Leefolt, ¿no cree que deberían cancela la partida de bridge? —le pregunto desde la cocina. La partida se ha trasladado a los lunes, y las mujeres estarán aquí en unos veinte minutos. —No, ya está... todo listo —responde, pero me doy cuenta de que no sabe lo que dice. —Voy a intenta batí los güevos otra vez y luego iré al garaje a ponerme las medias. —Oh, no te preocupes por eso, Aibileen. Hace demasiado calor para llevar medias. Miss Leefolt se aparta por fin de la boca del aire acondicionado y se arrastra hasta la cocina abanicándose con un paipay regalo del restaurante chino Chow-Chow. —¡Dios mío! En esta cocina hace diez grados más que en el salón. —En un minuto acabo con el horno. Los niños han salió al jardín a jugá. Miss Leefolt contempla por la ventana a los crios, que juegan con el aspersor. Mae Mobley sólo lleva puestas las braguitas, y Ross (yo le llamo Hombrecito) su pañal. No tiene más que un añito, pero ya anda como los mayores. Aprendió a andar directamente, sin gatear primero. —No sé cómo aguantan ahí fuera —comenta Miss Leefolt. A Mae Mobley le encanta jugar con su hermanito. Hace como que es su madre y lo cuida. Mi Chiquitina ya no pasa todo el rato en casa con nosotros, ahora la llevan por la mañana a la guardería baptista de Broadmore. Hoy no tiene clase porque es el Día del Trabajo, festivo para todo el mundo menos para el servicio. Me alegro de que se quede en casa, no sé cuántos días me quedarán de estar con ella. —¡Míralos! —me dice Miss Leefolt. Me acerco a la ventana y veo que el aspersor lanza el agua hacia las copas de los árboles, formando pequeños arco iris. Mae Mobley lleva a Hombrecito en brazos. Cierran los ojos cuando las gotas les caen encima, como si los estuvieran bautizando.—¡Son un encanto! —comenta su madre, suspirando como si no se hubiera dado cuenta de ello hasta ahora. —¡Pos claro! Tengo una sensación extraña, es como si Miss Leefolt y yo acabáramos de compartir algo mientras miramos por la ventana a unos niños a los que las dos amamos. Esto me hace preguntarme si las cosas no estarán cambiando un poco. ¡Qué demonios! Estamos en 1964, en el centro de la ciudad ya dejan a los negros entrar a la cafetería del Woolworth. Entonces siento un pinchazo en el corazón y me pregunto si no habremos ido un poco lejos con nuestras historias. Si, después de que se publique el libro, la gente descubre que fuimos nosotras las que lo escribimos, no creo que me dejen volver a ver a estos niños en la vida. ¿Qué pasará si no puedo despedirme de Mae Mobley y decirle lo buena chica que es? ¿Y Hombrecito? ¿Quién va a contarle el cuento del Marciano Luther King? Ya he pasado casi veinte veces por situaciones parecidas, pero en esta ocasión me afecta de verdad. Poso la mano en el cristal de la ventana, como si estuviera tocando a los pequeños. Si nos descubren... voy a echar mucho de menos a estos crios. Me vuelvo y veo que Miss Leefolt me está mirando las piernas. Supongo que le llamarán la atención; será la primera vez que ve de cerca unas piernas negras sin medias. De repente, pone mala cara y contempla a través de la ventana a Mae Mobley con su mirada de rabia. Chiquitina se ha pringado el pecho con barro y hierba, y está embadurnando a su hermanito y dejándolo como un cerdo en una pocilga. De nuevo, el habitual descontento de Miss Leefolt con su hija aparece en su rostro. Nunca lo muestra con Hombrecito, sólo con Mae Mobley. Lo reserva especialmente para mi Chiquitina. —¡Esta niña está estropeando el jardín! —Ahora mismo salgo y me ocupo de que... —Y Aibileen, no puedes atender a los invitados así... con las piernas al descubierto. —Pero si le dije que... —¡Hilly estará aquí en cinco minutos y esa cría ya lo ha puesto todo patas arriba! —chilla histérica. Creo que Mae Mobley la ha oído desde fuera, porque mira asustada hacia la ventana. Se le borra la sonrisa del rostro y, al cabo de un segundo, empieza a limpiarse el barro de la cara. Me pongo un delantal porque voy a tener que lavar a los crios con la manguera. Luego iré al garaje y me embutiré las medias. Dentro de cuatro días saldrá el libro. Señor, espero que no se retrase ni un minuto más. Minny, Miss Skeeter, yo y el resto de criadas cuyas historias aparecen en el libro vivimos pendientes de que se publique. Es como si lleváramos siete meses esperando a que hierva el agua de una cazuela invisible que pusimos al fuego. Al tercer mes, dejamos de hablar del tema porque lo único que conseguíamos era ponernos más nerviosas. Durante las últimas dos semanas he tenido unos sentimientos contradictorios de alegría y temor vibrando en mi interior. Me costaba Dios y ayuda encerar los suelos, hacer la colada se convertía en una carrera cuesta arriba y planchar, en una eternidad, pero ¿qué le vamos a hacer? Estamos seguras de que, al principio, no se hablará mucho de ello. Como le dijo Miss Stein a Miss Skeeter, el libro no será un superventas y no debemos hacernos muchas ilusiones. Miss Skeeter dice que incluso no deberíamos esperar nada, que la mayoría de la gente en el Sur está «reprimida» y que, aunque sientan algo, no se atreven a abrir la boca. Se limitan a contener la respiración y esperar a que se les pase, como un pedo. —Pues espero que esa mujé aguante la respiración hasta reventa y pringue con sus entrañas tol condao de Hinds —comentó Minny, refiriéndose a Miss Hilly. Me gustaría que Minny fuera un poco más benévola con los blancos, pero Minny siempre será Minny. —¿Quieres merendó, Chiquitina? —le pregunto cuando regresa de la guardería el jueves. ¡Qué mayor es ya! Tiene cuatro añitos, pero está alta para su edad. La gente le calcula cinco o seis años. Aunque su mamita está en los huesos, Mae Mobley continúa siendo gordita. Su pelo no es muy bonito. Se le ocurrió probar a cortárselo con las tijeras de la escuela y no veas cómo acabó la cosa. Miss Leefolt la llevó a la peluquería de adultos, pero no pudieron hacer mucho para arreglar el estropicio. Lo tiene más corto por un lado que por el otro, y se ha quedado sin flequillo. Le preparo un tentempié de algo bajo en calorías, porque es lo único que su madre me permite darle: galletitas saladas, atún o gelatina sin nata. —¿Qué has aprendió hoy? —le pregunto todos los días, aunque todavía no está en la escuela, sólo en la guardería. —Que los Padres Peregrinos llegaron a América, y como no encontraron nada para comer, se zamparon a los indios —me contestó el otro día. Ya sé que los Padres Peregrinos no se comieron a los indios, pero eso es lo de menos. Lo importante es que hay que tener cuidado con lo que les meten en la cabeza a estos niños. Cada semana, le doy su clase particular: los cuentos secretos. Cuando Hombrecito sea mayor y pueda entenderlos, se los contaré también. Siempre que siga trabajando en esta casa, claro. Pero no creo que vaya a ser lo mismo con él. Hombrecito me quiere, pero es un poco salvaje, como un animalillo. Viene a abrazarse a mis rodillas con fuerza y luego sale corriendo detrás de cualquier otra distracción. Pero, aunque al final no pueda contarle los cuentos, no me siento mal. Ya he empezado esta historia con su hermana, y ese bebé, aunque todavía no sepa hablar, escucha atentamente todo lo que le dice Chiquitina. Pero hoy, cuando le pregunto qué ha aprendido, Mae Mobley me responde: «Nada», y aprieta los labios. —¿Te gusta tu profesora? —le digo. —Es guapa —contesta. —¡Qué bien! —respondo—. Tú también lo eres, ¿sabes? —¿Por qué eres negra, Aibileen? Algunos de los niños blancos a los que he cuidado ya me habían preguntado esto antes. Solía reírme ante su ocurrencia, pero esta vez quiero dejarle las cosas claras. —Porque Dios me hizo así, no hay más razón que ésa. —La señorita Taylor dice que los niños negros no vienen a nuestra escuela porque son menos listos que nosotros. Me agacho junto a ella, le levanto la barbilla y le arreglo su divertido peinado. —¿Tú piensas que soy tonta? —No —susurra, con cara de decirlo de todo corazón. Parece lamentar habérmelo contado. —Pero ¿qué pasa con lo que dice la señorita Taylor? —me pregunta, esperando atenta una respuesta. —Bueno, la señorita Taylor no siempre tiene razón. Se cuelga de mi cuello y exclama: —¡Tú eres más lista que la señorita Taylor, Aibi! Es la gota que colma el vaso. Se me saltan las lágrimas, porque estas palabras son nuevas para mí. Esa, misma tarde, a las cuatro en punto, me bajo a toda prisa del autobús en la parada de la iglesia del Cordero de Dios. Entro en el vestíbulo del templo y espero en el interior, mirando por la ventana. Me paso diez minutos con la respiración acelerada y tamborileando con los dedos en el respaldo de la silla. Por fin, veo llegar el coche y una blanca se baja del coche. ¡No me lo puedo creer! Parece una de esas hippies que salen en la tele de Miss Leefolt. Lleva un vestido blanco muy corto y calza sandalias. Tiene el pelo muy largo, sin rulos ni rizos, y no se ha puesto laca. Me llevo la mano a la boca para no echarme a reír. Desearía salir corriendo ahí fuera y darle un abrazo. Hace seis meses que no veía a Miss Skeeter, desde que terminamos las correcciones del libro y entregamos la versión final. Miss Skeeter saca una enorme caja marrón del asiento trasero y la lleva hasta la puerta de la iglesia, como si estuviera entregando ropa usada. Se detiene un segundo, echa un vistazo al interior y luego regresa al vehículo, arranca y se larga. Me da pena que tengamos que hacerlo así, pero no queremos que se vaya todo al garete antes incluso de empezar. En cuanto se marcha, salgo al recibidor de la iglesia y arrastro la caja al interior. Tomo un ejemplar y lo contemplo. No puedo contener las lágrimas. ¡Es el libro más bonito que he visto en mi vida! La portada es de un suave color pastel, y en ella aparece un plato de galletas, como las suelen tomar nuestras señoras con el té. El título, Criadas y señoras, aparece en la cubierta con llamativas letras rojas. Lo único que no me gusta es la parte del autor, donde dice «Anónimo». Me habría encantado que Miss Skeeter hubiera puesto su nombre, pero era demasiado arriesgado. Mañana voy a entregar una copia a todas las mujeres cuyas historias salen en el libro. Miss Skeeter se encargará de llevar a la prisión del Estado un ejemplar para Yule May. En cierto modo, ella es la causante de que las otras criadas aceptaran colaborar. Pero me han dicho que lo más probable es que Yule May no lo reciba. A las presas no les llega más que una de cada diez cosas que les envían porque se las quedan las funcionarías. Miss Skeeter ha dicho que piensa volver a llevárselo otras diez veces hasta cerciorarse de que lo recibe. Me llevo la enorme caja a casa, saco un ejemplar y escondo el resto debajo de la cama. Luego, voy corriendo a casa de Minny, que está preñada de seis meses, aunque nadie lo diría. Cuando llego, la encuentro sentada en la cocina; bebe un vaso de leche. Leroy duerme en su cuarto y Benny, Sugar y Kindra pelan cacahuetes en el patio. La cocina está tranquila. Sonrío y le entrego a Minny su libro. Lo hojea y comenta: —Este libro ha quedao bonito. —Miss Skeeter dice que la paloma de la paz es un símbolo de los nuevos tiempos que están por vení. Dice que en California la gente la lleva en las camisetas. —¡Me importa un pito lo que lleve la gente de California en las camisetas! —gruñe Minny, contemplando la portada—. Lo único que me interesa es sabe cómo se lo va a toma la gente de Jackson, Misisipi. —Mañana ya habrá ejemplares en las librerías y bibliotecas. Dos mil quinientos en Misisipi y otros tantos en el resto de Estaos Unios. Es bastante más de lo que nos dijo Miss Stein en un principio, pero desde que empezaron las marchas por la libertad y después de que aparecieran muertos esos activistas de los derechos civiles en su caravana en Misisipi, el resto del país le presta más atención a nuestro Estado. —¿Cuántos ejemplares van pa la biblioteca blanca de Jackson? —pregunta Minny—. ¿Ninguno? Niego con la cabeza, sonrío y respondo: —Tres. Me lo dijo Miss Skeeter por teléfono esta misma mañana. Hasta Minny parece sorprendida. Hace un par de meses, la biblioteca para blancos empezó a dejar entrar gente de color. Yo misma he ido ya dos veces. Minny abre el libro y empieza a leer un fragmento. Los crios entran y les dice lo que tienen que hacer y cómo hacerlo sin levantar la vista de su lectura. Sus ojos no paran de recorrer las líneas del texto. Yo ya me lo he leído más de una vez durante todo el año que me he pasado trabajando en él, pero Minny siempre dijo que no quería leerlo hasta que no tuviera la edición definitiva entre las manos. Piensa que, de lo contrario, lo estropearía. Me siento con ella un rato. De cuando en cuando sonríe, y a veces se ríe abiertamente, pero, por lo general, gruñe. No le pregunto por qué. La dejo con su lectura y me marcho a casa. Después de escribir mis oraciones, me voy a la cama y pongo el libro en la almohada, junto a mi cabeza. Al día siguiente, en el trabajo, no puedo dejar de pensar en que, en este momento, en las librerías de la ciudad estarán poniendo el libro en las estanterías. Barro, plancho, cambio pañales, pero no escucho ni una sola palabra sobre el tema en casa de Miss Leefolt. Es como si el libro no existiera. No sé lo que esperaba, quizá algo de agitación. Sin embargo, hoy no deja de ser otro caluroso viernes de verano con moscas que chocan contra la mosquitera. Por la noche, seis de las criadas que salen en el libro me llaman para preguntar si me he enterado de algo. Nos quedamos un rato en silencio al aparato, como si, por permanecer pegadas al auricular, la respuesta fuera a cambiar. Por fin, me llama Miss Skeeter. —Me he pasado por la librería Bookworm esta tarde y me he quedado un rato, pero no he visto a nadie comprar ni un ejemplar. —Eula dice que se pasó por la librería pa negros y que lo mismo. —¡En fin...! —suspira. Durante todo el fin de semana y la semana siguiente no tenemos novedades. En la mesita de noche de Miss Leefolt están los mismos libros de siempre: Las reglas de etiqueta de Francés Benton, Peyton Place y esa vieja Biblia llena de polvo que deja junto a la cama para aparentar. Pero, ¡mecachis!, cada media hora me paso por su cuarto para comprobar que no hay nada nuevo en esa pila de libros. El miércoles todo sigue igual. En la librería de blancos no se ha vendido ni un ejemplar. En la de Farish Street dicen que se han llevado una docena, lo cual no está nada mal. Aunque puede que hayan sido las protagonistas del libro que lo compraban para regalárselo a sus amigas. El jueves, séptimo día, justo cuando voy a salir para el trabajo, suena el teléfono. —¡Tengo noticias! —susurra Miss Skeeter en voz bajita. Supongo que estará escondida en la despensa otra vez. —¿Qué ha pasao? —Me ha llamado Miss Stein y dice que vamos a salir en el programa de Dennis James. —¿En People Will Talk? ¿El programa de la tele? —Van a sacarnos en las críticas de libros. Dice que lo darán por el Canal Tres el próximo jueves, a la una. ¡Carajo! ¡Vamos a salir en la WLBT TV! Es un programa local de la tele de Jackson, pero es en color y justo después de las noticias de las doce. —¿Cree que hablarán bien de nosotras? —No lo sé. No creo que Dennis se lea los libros de los que habla. Seguramente, sólo dice lo que otra persona escribe para él. Estoy emocionada y asustada a la vez. Después de eso, algo tiene que pasar. —Miss Stein me contó que a alguien en el departamento de publicidad de Harper & Row le debimos de dar pena e hizo unas cuantas llamadas para que nos sacaran en la tele. Dice que es el primer libro que publica con un presupuesto promocional de cero dólares. Nos reímos, pero las dos estamos nerviosas. —Espero que puedas verlo en casa de Elizabeth. Si no puedes, te llamaré para contarte todo lo que digan. El viernes por la noche, con el libro a la venta desde hace ya una semana, me preparo para ir a la iglesia. El padre Thomas me llamó esta mañana y me pidió que asistiera a una reunión especial. Cuando le pregunté el motivo de la reunión, me dijo que tenía prisa y colgó. Minny dice que a ella también la ha llamado. Plancho un bonito vestido de lino que me regaló Miss Greenlee y me paso por casa de Minny para ir juntas a la iglesia. Como de costumbre, la casa de Minny parece un gallinero en llamas. Mi pobre amiga se desgañita mientras los niños gritan y se tiran trastos a la cabeza. Por primera vez, noto que se le marca la barriga en el vestido y me alegro de que por fin le asome el embarazo. Leroy no le pegará mientras esté preñada. Minny lo sabe, así que supongo que éste no será su último hijo. —¡Kindra! ¡Levanta el culo del suelo! —chilla Minny—. Más te vale que las judías estén listas antes de que tu padre se despierte. Kindra, que tiene ya siete años, camina con descaro hasta el horno, meneando el trasero y alzando la barbilla. Se oye ruido de cacharros en la cocina. —¿Por qué tengo que hace yo la cena? ¡Hoy le toca a Sugar! —Porque Sugar está en casa de Miss Celia, así que o haces la cena o no llegas viva a mañana. Benny aparece y se abraza a mis rodillas. Sonriente, me enseña el diente que se le acaba de caer y sale corriendo. —¡Kindra! ¡Baja ese fuego si no quiés quema la casa! —Tenemos que irnos, Minny —digo, porque se pueden tirar así toda la noche—, si no queremos llega tarde. Minny mira el reloj y sacude la cabeza. —¿Por qué no ha llegao Sugar todavía? Miss Celia nunca me tenía hasta tan tarde trabajando. La semana pasada, Sugar empezó a acompañar a su madre al trabajo. Minny le está enseñando a servir, porque, cuando tenga el bebé, su hija tendrá que sustituirla. Hoy, Miss Celia le pidió a Sugar que se quedara un poco más y luego la acompañaría ella misma a casa. —Kindra, no quiero ve ni una sola judía en el fregadero cuando vuelva. ¡Ponte a limpia ahora mismo! —Minny le da un abrazo—. Benny, ve a decirle al bobo de tu padre que se levante de una vez. —Jo, mamá, ¿por qué yo? —Venga, sé valiente. No te quedes mu cerca de él cuando se despierte. Salimos y recorremos la calle a toda prisa antes de que Leroy empiece a gritar a Benny por haberlo despertado. Aprieto el paso para que a Minny no se le ocurra regresar a casa y darle a su marido su merecido. —Me alegro de ir a la iglesia —comenta Minny cuando llegamos a Farish Street y subimos las escaleras de la parroquia—. Por lo menos, durante una hora no tendré que pensá en tos mis problemas. En cuanto entramos en el vestíbulo de la iglesia, uno de los hermanos Brown cierra la puerta a toda prisa detrás de nosotras. Asustada, me dispongo a preguntar qué pasa justo cuando las treinta personas que están en la sala empiezan a aplaudir. Minny y yo aplaudimos también. Supongo que algún miembro de la parroquia ha sido admitido en la universidad o algo así. —¿Por qué aplaudimos? —le pregunto a Rachel Johnson, la esposa del reverendo. La mujer ríe y la estancia queda en silencio. Rachel se acerca a mí y me dice al oído: —Cariño, te aplaudimos a ti. Y me enseña un ejemplar del libro que lleva en el bolso. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que todo el mundo tiene uno. Los ministros y los curas más importantes de la parroquia también. El reverendo Johnson da unos pasos hacia mí y me dice: —Aibileen, hoy es un día importante para ti y para nuestra congregación. —¡Vaya! Parece que habéis vaciao las librerías —digo, y la gente ríe con cortesía. —Queremos que sepas que, por tu seguridad, la parroquia sólo va a reconocer tu mérito en esta ocasión. Sé que mucha gente colaboró en el libro, pero me han dicho que no habría sido posible sin ti. Levanto la mirada y veo que Minny sonríe satisfecha. Parece que estaba al corriente de todo. —Hemos enviado un mensaje a la congregación para advertir a toda la comunidad que si alguien reconoce a algún personaje del libro o descubre quién lo escribió, que no se lo cuente a nadie. Esta noche es una excepción. —El reverendo sonríe y mueve la cabeza—. Espero que nos disculpes, pero no podíamos dejar pasar algo así sin una pequeña celebración. Me entrega el ejemplar que lleva en la mano. —Sabemos que no pudiste poner tu nombre en el libro, así que hemos escrito los nuestros por ti. Abro el libro y me encuentro con un montón de nombres. No son treinta o cuarenta, no. Hay cientos de ellos, puede que unos quinientos, garabateados en la cubierta, en las páginas en blanco del principio y el final de la obra, en los márgenes de las páginas... Todos los miembros de mi iglesia y los de otras congregaciones. En ese momento, es tal mi emoción que tengo que contener las lágrimas. El peso de dos años de trabajo, esfuerzos y esperanzas se me viene encima de repente. Todo el mundo hace una fila y empieza a abrazarme y a decirme lo valiente que soy. Les contesto que hay muchas otras compañeras que también han sido valientes. No me gusta acaparar la atención, pero les agradezco que no hayan mencionado más nombres, no quiero meter en líos a las demás. Creo que ni se imaginan que Minny también ha puesto de su parte. —Puede que esto te cause problemas —me avisa el reverendo Johnson—. Si sucede cualquier cosa, quiero que sepas que la iglesia te ayudará en todo lo posible. Me echo a llorar delante de todo el mundo. Miro a Minny, que no para de reírse. Es curioso las distintas formas de expresar los sentimientos que tiene la gente. Me pregunto qué haría Miss Skeeter si estuviera aquí en este momento, y me pongo un poco triste. Sé que nadie en la ciudad firmará el libro para ella y le dirá lo valiente que ha sido. Nadie va a ofrecerle su ayuda por si pasa algo. Entonces el reverendo me da una caja envuelta en papel blanco atado con una cinta del mismo color pastel que la portada del libro. Posa su mano en ella, como si la estuviera bendiciendo, y me dice: —Es para tu amiga blanca. Dile que la queremos como si formara parte de nuestra familia. El jueves me levanto al salir el sol y voy al trabajo muy temprano. Hoy va a ser un gran día. Termino las tareas de la cocina a toda prisa. A la una, preparo la tabla de planchar frente a la tele de Miss Leefolt y pongo el Canal Tres. Hombrecito está durmiendo la siesta y Mae Mobley, en la escuela. Intento planchar un poco, pero me tiembla la mano y la ropa sale toda arrugada. Pulverizo un poco de agua sobre ella y empiezo otra vez, preocupada y en tensión. Por fin, llega la hora del programa. Dennis James aparece en la pantalla y nos comenta los temas del programa de hoy. Lleva el cabello teñido y peinado con tanta gomina que no se le mueve ni un pelo. Nunca he visto a un sureño hablar tan rápido como este hombre. Al escucharle me entra vértigo, como si estuviera en una montaña rusa. Estoy tan nerviosa que me parece que voy a vomitar encima del traje de misa de Mister Raleigh. —...y terminaremos el programa de hoy con la crítica de libros. Tras los anuncios, pasan un reportaje sobre el estudio de grabación de Elvis Presley. Luego, hablan sobre la nueva autopista que van a construir, la Interestatal 55, que unirá Jackson con Nueva Orleans. Después, a la 1.22 p.m., una mujer entra en el plató y se presenta como Joline French, la crítica de libros local. En ese mismo instante, Miss Leefolt llega a casa. Lleva su vestido de las reuniones de la Liga de Damas y esos ruidosos zapatos de tacón. Se dirige directamente al salón. —¡Cómo me alegro de que haya terminado la ola de calor! Estoy que no quepo en mí de gozo. Mister Dennis charla sobre un libro titulado Pequeño gran hombre. Intento contestar a Miss Leefolt pero estoy demasiado tensa. —Ahora... Ahora mismo apago la tele, señora. —¡Espera, déjala! —exclama Miss Leefolt—. ¡Esa es Joline French, nuestra amiga! Voy a llamar a Hilly para decírselo. Sale corriendo a la cocina y llama por teléfono. Le responde Ernestine, la tercera sirvienta que ha tenido Miss Hilly en un mes. Ernestine sólo tiene un brazo. A Miss Hilly cada vez le quedan menos criadas para elegir. —Ernestine, soy Miss Elizabeth... ¡Vaya! ¿No está en casa? Bueno, en cuanto vuelva, dígale que una compañera de nuestra hermandad está saliendo en la tele... Eso es. Gracias. Miss Leefolt regresa al salón y se sienta en el sofá justo cuando empiezan los anuncios. Se me acelera la respiración. ¿Qué está haciendo esta mujer? Nunca antes habíamos visto la tele juntas, y justo hoy se tiene que plantar delante del aparato como si estuviera ella misma saliendo en la pantalla. De repente, se termina el anuncio de jabón Dial y aparece Mister Dennis con el libro en la mano. La portada es la más bonita del mundo. Muestra el libro a las cámaras y señala con el dedo la palabra «Anónimo». Durante un par de segundos, siento más orgullo que miedo. Me gustaría gritar: «¡Ése es mi libro! ¡Mi libro sale en la tele!». Pero tengo que guardar las apariencias y hacer como si estuviera viendo un aburrido programa de literatura, aunque me cuesta respirar de la emoción. —... titulado Criadas y señoras, con testimonios reales de asistentas del hogar, de Misisipi... —¡Oh, qué pena que Hilly no esté en casa! ¿A quién podría llamar? Mira qué zapatos tan bonitos lleva Joline. Seguro que los ha comprado en la zapatería Papagallo. «¡Cállese, por Dios!», pienso para mis adentros. Me acerco a la televisión y subo un poco el volumen, pero luego me arrepiento. ¿Y si hablan de mi capítulo? ¿Qué pasará si Miss Leefolt reconoce su propia historia? —... lo leí anoche y ahora se lo está leyendo mi mujer... —Mister Dennis habla como un corredor de subastas, sonríe y sube y baja las cejas mientras señala nuestro libro— ...es realmente conmovedor. Instructivo, me atrevería a decir. Los autores lo ubican en la ciudad ficticia de Niceville, Misisipi. Pero ¿quién sabe? —Hace amago de taparse la boca y exclama en voz alta—: ¡Podría tratarse de Jackson! ¿Qué dice este hombre? —La verdad es que las historias de este libro podrían suceder en cualquier ciudad del Estado. Por si acaso, cómprelo para asegurarse de que no hablan de usted. Ja, ja, ja! Me quedo helada, sintiendo un hormigueo en el cuello. Nada en el libro hace suponer que tenga que ser Jackson. Por favor, Mister Dennis, repita otra vez eso de que podría tratarse de cualquier otra ciudad. Observo cómo Miss Leefolt sonríe al ver a su amiga en la tele. Parece como si la muy tonta pensara que puede verla. Mister Dennis sigue riendo y hablando, pero esa compañera de fraternidad, Miss Joline, tiene la cara roja como una señal de stop. —¡Es una desgracia para los Estados del Sur! Una vergüenza para todas las buenas amas de casa sureñas que siempre se han preocupado por el servicio. Yo, personalmente, trato a mi criada como si fuera de la familia, y sé que todas mis amistades hacen lo mismo. —¿Por qué tiene Joline esa cara de mala leche? ¡Que estás saliendo en la tele, mujer! —le grita Miss Leefolt al aparato. Se acerca a la pantalla y da unos golpecitos en la frente de su amiga—. Joline! Sonríe un poco, hija. Estás muy fea con esa cara. —Joline, ¿has leído el final, lo de la tarta? —tercia Mister Dennis—. Bessie Mae, si me estás viendo, desde que leí tu historia en la novela, respeto más tu trabajo. Y no volveré a probar la tarta de chocolate. Ja, ja, ja! Pero Miss Joline sostiene el libro entre las manos con gesto de asco, como si quisiera quemarlo, y de repente estalla: —¡No compren este libro! ¡Mujeres de Jackson, no apoyen esta calumnia con el dinero ganado por sus maridos...! —¿Qué? —parece que le pregunta Miss Leefolt a Mister Dennis. De repente, se corta la emisión y ponen un anuncio del detergente Tide. —¿De qué estaban hablando? —me pregunta Miss Leefolt. No respondo. El corazón me late a cien por hora. —Mi amiga Joline tenía un libro en la mano. —Sí, señora. —¿Cómo han dicho que se llamaba? ¿Criadas y señoras o algo parecido? Aprieto con fuerza la plancha contra el cuello de una camisa de Mister Raleigh. Tengo que llamar a Minny y a Miss Skeeter para ver si se han enterado. Miss Leefolt sigue esperando que le responda, y sé que no va a dejarlo estar. Nunca lo hace. —¿Dijeron que era un libro sobre Jackson? —pregunta. Mantengo la vista fija en la tabla de planchar y no contesto. —Sí, creo que dijeron que el libro hablaba de Jackson —reflexiona en voz alta—. Pero ¿por qué no quiere Joline que lo compremos? Me tiemblan las manos. ¿Cómo puede estar pasando esto? Sigo planchando, intentando alisar algo que está más que arrugado. Unos segundos más tarde, se termina el anuncio del detergente Tide y vuelve a aparecer Dennis James con el libro. Miss Joline sigue con la cara roja de ira. —Esto es todo por hoy —dice el presentador—. No se olviden de comprar Pequeño gran hombre y Criadas y señoras en la tienda de nuestro patrocinador, la librería de State Street. Así podrán comprobar ustedes mismos si se trata o no de Jackson. La música suena en el plato y Dennis James exclama: «¡Que tengan un buen día, Misisipi». Miss Leefolt me mira y dice: —¿Lo ves? ¡Te dije que estaban hablando de un libro sobre Jackson! Cinco minutos más tarde, sale a la librería para comprar un ejemplar donde leerá lo que he escrito sobre ella. 

CRIADAS Y SEÑORASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora