Contemplo en silencio el teléfono de la cocina. Hace tanto tiempo que nadie llama, que parece un objeto sin vida colgado de la pared. Hay una calma tensa en todas partes: en la biblioteca, en la farmacia donde recojo las medicinas de Madre, en High Street donde compro cinta para la máquina de escribir, en nuestra casa... El asesinato del presidente Kennedy, hace un par de semanas, nos ha dejado a todos sin palabras. Nadie se atreve a romper el silencio, nada parece tener importancia. En las escasas ocasiones en las que suena el teléfono, es el doctor Neal quien llama para informarnos de nuevos resultados pesimistas en los análisis de Madre, o algún familiar que pregunta por ella. Todavía me imagino, cada vez que oigo el timbre del aparato, que podría ser Stuart, a pesar de que la última vez que me llamó fue hace cinco meses. Un día, por fin me derrumbé y le conté a Madre que lo habíamos dejado. La mujer se sorprendió, como esperaba, pero por suerte sólo soltó un suspiro. Tomo aire, marco el cero y me encierro en la despensa. Le digo a la operadora que quiero poner una conferencia con otro Estado y espero. —Editorial Harper and Row, ¿con quién quiere hablar? —Con el despacho de Elaine Stein, por favor. Mientras aguardo a que responda su secretaria, pienso que debería haber llamado antes, pero me pareció poco apropiado hacerlo la semana de la muerte de Kennedy. Además, en las noticias dijeron que casi todas las empresas del país estaban cerradas. Luego, vino el día de Acción de Gracias y, cuando la telefoneé, la operadora me dijo que nadie contestaba en la editorial. Por eso la llamo ahora, dos semanas más tarde de lo que tenía pensado. —Elaine Stein al habla, ¿dígame? Parpadeo, sorprendida porque es ella misma la que responde en lugar de su secretaria. —Miss Stein, perdone que la moleste, soy... Eugenia Phelan, de Jackson, Misisipi. —Ah, sí... Eugenia —contesta y suelta un suspiro, tal vez irritada por haber tenido que responder ella al teléfono. —La llamaba para informarle de que el manuscrito estará listo para Año Nuevo. Se lo enviaré por correo la segunda semana de enero. Sonrío porque no me he equivocado en estas dos frases que tanto he practicado antes de llamar. Hay un silencio al otro lado de la línea. Sólo se escucha su respiración áspera y una exhalación de humo de cigarrillo. Me revuelvo nerviosa, apoyada en la lata de harina. —Soy... la que escribe sobre las mujeres de color... en Misisipi. —Sí, sí, no la he olvidado —dice, aunque no estoy segura de que sea verdad. Luego añade—: Es usted la escritora de veinticuatro años, ¿no? La que se presentó al puesto de editora. ¿Qué tal va el proyecto? —Ya casi lo tengo. Sólo nos queda terminar un par de entrevistas. Quería saber si debería enviarlo directamente a su atención o a su secretaria. —Verá, señorita, no va a poder ser. En enero me resultará imposible. —¿Eugenia? ¿Estás en casa? —oigo que pregunta Madre. Tapo el auricular con la mano y respondo, consciente de que si no lo hago entrará aquí a buscarme. —Ahora mismo salgo, mamá. —La última reunión editorial del año es el 21 de diciembre —continúa Miss Stein—. Si quiere asegurarse de que leo su texto, debería tenerlo aquí antes de esa fecha. De otro modo, pasará al montón, y supongo que no querrá que la pongan en el montón, Miss Phelan. —Pero... usted me dijo que en enero... Estamos a 2 de diciembre. Sólo tengo diecinueve días para terminarlo todo. —El 21 de diciembre todos nos vamos de vacaciones, y cuando volvemos en Año Nuevo nos encontramos con una avalancha de proyectos de los autores y periodistas que colaboran habitualmente con nosotros. Si se trata de una desconocida, como es su caso, Miss Phelan, su única esperanza es que lo leamos antes del 21. Trago saliva y digo: —No sé si... —Por cierto, ¿esa persona con la que estaba hablando hace un minuto era su madre? ¿Todavía vive con su familia? Intento inventarme una mentira, que sólo está de visita, que está enferma, que pasaba por aquí... No quiero que Miss Stein se entere de que no he hecho nada en mi vida. Pero termino suspirando y respondo: —Sí, todavía vivo con mis padres. —Y la negra que la cuidó de pequeña, supongo que aún está con ustedes. —No, se marchó. —Vaya, qué mal. ¿Sabe qué fue de ella? Es que se me acaba de ocurrir que sería interesante añadir un capítulo sobre su propia criada. Cierro los ojos, luchando contra la frustración. —La verdad es que... no sé dónde está ahora. —Bueno, pues entérese e inclúyalo. Le añadirá un toque personal a la obra. —Sí, señora. No tengo ni idea de cómo voy a conseguir acabar a tiempo las dos entrevistas que me faltan y, mucho menos, redactar un capítulo sobre Constantine. Sólo de pensar en ello me entran unas ganas tremendas de tenerla a mi lado. —Adiós, Miss Phelan. Espero que le dé tiempo a terminar —dice, pero antes de colgar, murmura—: Y, por el amor de Dios, es usted una mujer de veinticuatro años y con estudios, búsquese un piso para usted sola. Cuelgo el teléfono, aturdida por el cambio en la fecha de entrega y por la insistencia de Miss Stein para que incluya a Constantine en el libro. Sé que tengo que ponerme manos a la obra de inmediato, pero antes paso por el cuarto de Madre a ver qué tal se encuentra. Durante los últimos tres meses, sus úlceras han empeorado bastante. Ha perdido peso y no puede estar dos días sin vomitar. Incluso el doctor Neal se sorprendió al verla en su última visita la semana pasada. —Es miércoles —dice Madre, mirándome de arriba abajo desde la cama—. ¿No tienes partida de bridge hoy? —Se ha cancelado. El bebé de Elizabeth tiene cólicos —miento. Este cuarto está lleno a rebosar de todas las mentiras que le he contado. —¿Qué tal estás? —le pregunto. En la cama tiene la vieja palangana metálica blanca—. ¿Te han dado mareos otra vez? —Estoy bien, Eugenia. No arrugues así la frente, no es bueno para tu cutis. Madre todavía no sabe que me han echado del grupo de bridge ni que Patsy Joiner se ha buscado una nueva pareja para jugar al tenis. Que ya no me invitan a cócteles, a bautizos ni a ningún acto social en el que pueda coincidir con Hilly, excepto a las reuniones de la Liga de Damas. Tampoco sabe que las mujeres de la ciudad, cuando discuten conmigo los temas del boletín, son breves y directas. Intento convencerme de que no me importa. Me siento ante la máquina de escribir y la mayoría de los días no me muevo de ahí. Me digo que es el precio que tienes que pagar cuando dejas treinta y dos retretes en el jardín de la casa de la chica más popular de la ciudad. La gente tiende a tratarte de otra manera a como lo hacía antes. Y a casi hace cuatro meses que entre Hilly y yo se levantó una pared hecha de un hielo tan espeso que harían falta cien veranos de Misisipi para derretirla. No es que no hubiera previsto las consecuencias de mis actos, pero no me esperaba que el enfado le fuera a durar tanto tiempo. Aquel día, cuando Hilly me llamó, tenía la voz ronca, como si se hubiera pasado toda la mañana gritando. —¡Estás enferma! —me bufó—. ¡No vuelvas a dirigirme la palabra ni a cruzarte en mi camino! ¡No se te ocurra acercarte a mis hijos! —Fue un error de imprenta, Hilly —es todo lo que se me ocurrió decirle. —Pienso ir a casa del senador Whitworth y contarle que tú, Skeeter Phelan, hundirás su campaña para llegar a Washington. Le diré que si la gente asocia a Stuart contigo, te convertirás en una mancha para su reputación. Me estremecí al oírla mencionar el nombre de Stuart, aunque por aquel entonces ya hacía varias semanas que habíamos roto. Me imaginaba que, al enterarse, apartaría la vista sin importarle lo más mínimo lo que yo hiciera. —Has convertido mi jardín en un circo —añadió Hilly—. ¿Cuánto tiempo llevabas planeando humillarnos a mí y a mi familia? Hilly no comprendía que en realidad yo no tenía nada planeado. Sin embargo, cuando empecé a pasar al boletín su iniciativa de los retretes, mientras tecleaba palabras como «enfermedad», «protégete» o «¡De nada!», fue como si algo reventara en mi interior, como cuando se abre una sandía, refrescante y dulce. Siempre había pensado que la locura sería un sentimiento oscuro y amargo, pero cuando te envuelve resulta fresca y deliciosa. Pagué cuarenta dólares a los hermanos de Pascagoula para que dejaran esos váteres en el jardín de Hilly. Tenían miedo, pero aceptaron hacerlo. Recuerdo que fue una noche muy oscura y la suerte que tuvimos porque acababan de derribar un edificio antiguo en el centro de la ciudad y había muchos retretes abandonados para elegir. Un par de veces he soñado que volvía a hacerlo. No me arrepiento, pero ya no me siento tan afortunada. —Y tendrás la desvergüenza de llamarte «cristiana». Fueron las últimas palabras que me dirigió Hilly, mientras yo pensaba: «Dios mío, ¿cuándo he dicho yo algo así?». En noviembre, Stooley Whitworth consiguió llegar al Senado de Washington, pero William Holbrook perdió las elecciones locales y no obtuvo su escaño en el Parlamento de Misisipi. Estoy convencida de que Hilly me culpa de la derrota de su marido. Por no mencionar la frustración que siente ante todos los esfuerzos que hizo en vano por juntarme con Stuart. Unas horas después de haber hablado con Miss Stein por teléfono, entro una vez más con sigilo en la habitación de Madre para ver qué tal está. Padre ya duerme a su lado. Madre tiene un vaso de leche en la mesita. Su espalda está recostada sobre las almohadas. Tiene los ojos cerrados, pero en cuanto asomo la cabeza por la puerta, los abre. —¿Quieres que te traiga algo, mamá? —No, cariño. Sólo estoy descansando un poco. El doctor Neal me dijo que me iría bien el reposo. ¿Adonde vas, Eugenia? Son casi las siete... —Volveré dentro de poco. Sólo voy a dar una vuelta. La beso y espero que no me haga más preguntas. Cuando cierro la puerta, ya está dormida otra vez. Conduzco a toda prisa hacia la ciudad. Me da miedo informar a Aibileen de la nueva fecha límite. Sé que no quiere contarme lo que le pasó a Constantine, pero ya no tenemos otra elección. La camioneta traquetea y el tubo de escape petardea al pasar por los baches de la carretera. Está muy deteriorada después de una dura cosecha de algodón. Casi doy con la cabeza en el techo, porque alguien ha subido el asiento. No tiene aire acondicionado, por lo que me veo obligada a conducir con la ventanilla bajada y sacando el brazo por fuera para que la puerta no tiemble. El parabrisas tiene un golpe con forma de puesta de sol. Al llegar a State Street, me detengo en el semáforo que hay justo enfrente de la fábrica de papel. Miro a mi lado y veo a Elizabeth, Mae Mobley y Raleigh apretujados en el asiento delantero de su Corvair blanco. Supongo que vuelven a casa de cenar fuera. Me quedo helada, sin atreverme a girar la cabeza otra vez, temiendo que me vean y me pregunten qué hago conduciendo la camioneta por la ciudad. Les dejo que arranquen los primeros, conduzco detrás de ellos y observo sus luces de freno mientras siento un picor en la garganta. Hace mucho que no hablo con Elizabeth. Después del incidente de los retretes, Elizabeth y yo intentamos conservar nuestra amistad. Todavía hablábamos por teléfono de vez en cuando. Pero en las reuniones de la Liga de Damas sólo cruza conmigo el saludo de rigor y algunas frases vacías, ya que Hilly estaba presente. —No me puedo creer lo que ha crecido Mae Mobley —le dije la última vez que pasé por su casa, hace ya un mes. Mae Mobley sonrió tímida, y se escondió detrás de la pierna de su madre. Estaba más alta, pero todavía rolliza, con la gordura de los bebés. —Crece como los cardos en el jardín —respondió Elizabeth, y lanzó una mirada por la ventana. «Vaya metáfora con la que comparar a una hija», pensé. ¡Un cardo! Elizabeth todavía llevaba puesto el camisón y los rulos en la cabeza. Concluido el embarazo, ya había recuperado la figura. Tenía una sonrisa tensa y no paraba de mirar el reloj y de tocarse los rulos cada pocos segundos. Nos quedamos en la cocina. —¿Quieres ir a almorzar al club? —le pregunté. En ese momento, Aibileen apareció en la cocina. Al abrirse la puerta, pude ver que la mesa del comedor estaba dispuesta con el mantel bordado y la cubertería de plata. —No puedo, Eugenia. Me fastidia meterte prisa, pero... es que tengo que ir a buscar a mi madre a la tienda de Jewel Taylor. —Volvió de nuevo los ojos a la ventana—. Y ya sabes que a mi madre no le gusta esperar. Su sonrisa aumentó de modo exponencial. —Oh, lo siento. Te estoy entreteniendo... —musité. Le toqué el hombro y me dirigí a la puerta. Entonces me di cuenta de lo que pasaba. ¿Cómo he podido ser tan tonta? Era miércoles e iban a dar las doce. ¡La partida de bridge! Reculé con el Cadillac delante de su casa, lamentando haberle hecho pasar el mal trago de tener que pedirme que me fuera. Cuando di la vuelta al vehículo, vi su rostro pegado a la ventana observando aliviada cómo me marchaba. Entonces me di cuenta de que no estaba preocupada por haber herido mis sentimientos. Elizabeth Leefolt estaba avergonzada de que la vieran conmigo. Aparco en la calle de Aibileen pero a unas cuantas manzanas de su casa, consciente de que tenemos que ser más precavidas que nunca. Aunque Hilly nunca se atrevería a acercarse a esta parte de la ciudad, ahora es una amenaza para nosotras, y siento que sus ojos están en todas partes. Me imagino lo contenta que se pondría si me descubre haciendo esto. No debo olvidar que esta mujer podría llegar muy lejos con tal de asegurarse de que sufro durante el resto de mis días. Es una fresca noche de diciembre y está empezando a caer una fina lluvia. Con la vista fija en el suelo, recorro la calle a toda prisa. Todavía resuena en mi cabeza mi conversación de esta tarde con Miss Stein. He intentado priorizar lo que me queda por hacer. La parte más dura es volver a preguntarle a Aibileen sobre lo que le pasó a Constantine. No podré hacer un buen trabajo con el capítulo de Constantine si no sé lo que le ocurrió. Dejar su historia a medias sería traicionar el objetivo del libro. No estaría contando la verdad. Entro apresurada en la cocina de Aibileen. Debo de tener cara de que algo va mal, porque nada más verme me pregunta: —¿Qué pasa? ¿Alguien la ha visto entra? —No —contesto, y empiezo a sacar papeles de mi mochila—. Hablé con Miss Stein esta mañana. Le cuento todo lo que me ha explicado sobre la fecha límite y sobre «el montón». —Bueno, entonces... —Aibileen cuenta mentalmente los días, algo que llevo haciendo yo toda la tarde—. Nos quedan dos semanas y media en lugá de seis. Ay, Señó, no nos va a da tiempo. Todavía tenemos que termina el capítulo de Louvenia y retoca el de Faye Belle... ¡Ah! y el de Minny, que todavía no está mu bien... Por cierto, Miss Skeeter, tampoco hemos pensao en el título. Me llevo las manos a la cabeza. Siento que me estoy hundiendo bajo el agua. —Eso no es todo —digo—. Quiere... quiere que escriba un capítulo sobre Constantine. Me preguntó... qué le había pasado. Aibileen deja su taza de té en la mesa. —No puedo escribirlo si no sé lo que le sucedió, Aibileen. Si tú no te ves capaz de contármelo..., quizá conozcas a alguien dispuesto a hacerlo. Aibileen menea la cabeza. —Supongo que sí que conozco a gente dispuesta... Pero prefiero ser yo la que le cuente esa historia. —Entonces... ¿Lo harás? Aibileen se quita las gafas negras, se frota los ojos y vuelve a ponérselas. Me remuevo en la silla esperando su respuesta. Pensaba que iba a encontrarme ante un rostro agotado, pues lleva todo el día trabajando y ahora tendrá que esforzarse aún más para conseguir llegar a la fecha de entrega. Sin embargo, no parece cansada. Endereza la espalda y me mira con gesto desafiante. —Voy a escribirla pa usté. Déme una semana, más o menos. Le contaré to lo que pasó con Constantine. Trabajo durante quince horas seguidas en la entrevista de Louvenia. El jueves por la tarde acudo a la reunión de la Liga de Damas. Me muero por salir de casa. Estoy hecha un manojo de nervios con esto de la fecha límite. El árbol de Navidad empieza a oler bien. Las naranjas con clavo se están secando y esparcen su perfume. Madre tiene frío siempre, pero en casa me siento como metida en un cazo de mantequilla fundida. Me detengo un momento en las escaleras del edificio de la Liga y respiro a pleno pulmón el aire limpio del invierno. Sé que es patético, pero me alegro de seguir redactando el boletín. Al menos una vez a la semana siento que pertenezco a algo. Y, quién sabe, puede que esta vez sea todo diferente, con las vacaciones a punto de empezar y todas esas cosas que conllevan las Navidades. Sin embargo, en cuanto entro en la sala, todo el mundo me da la espalda. Mi exclusión es tangible, como si se hubieran levantado muros de cemento a mi alrededor. Hilly me dirige una sonrisita y gira rápidamente la cabeza para hablar con otra persona. Avanzo unos pasos entre la multitud y veo a Elizabeth. Sonríe y la saludo con la mano. Me gustaría hablar con ella de Madre, contarle lo preocupada que estoy, pero antes de que me dé tiempo a acercarme, Elizabeth se da la vuelta, baja la mirada al suelo y se aleja. Esta forma de evitarme es nueva en mi amiga. Me voy directamente a mi asiento. En lugar de ocupar mi lugar habitual en la primera fila, me coloco en una de las sillas del fondo, enfadada porque Elizabeth no se haya dignado hablarme. A mi lado está Rachel Cole Brant. Rachel casi nunca acude a las reuniones porque tiene tres hijos y está preparando un doctorado en Inglés en la Universidad de Millsaps. Me gustaría conocerla mejor, pero siempre anda muy ocupada. Al otro lado tengo a la maldita Leslie Fullerbean con su montaña de laca en la cabeza. Seguro que cada vez que enciende un cigarrillo pone en riesgo su vida. Estoy convencida de que si le aprietas la cabeza, le saldría un chorro de laca por la boca. Casi todas las mujeres en la sala tienen las piernas cruzadas y un cigarrillo en la mano. El humo se acumula en el techo formando nubes. Llevo dos meses sin fumar y el olor del tabaco me pone enferma. Hilly sube al estrado y anuncia las próximas campañas benéficas de recogida de abrigos usados, latas de comida y libros, y también la recolecta de dinero a secas. Luego, pasa a su parte favorita de estas reuniones: la lista de quejas. El momento en el que lee en voz alta los nombres de las miembros que se han retrasado en sus tareas, que llegan tarde a las reuniones o que no cumplen sus deberes filantrópicos. Últimamente, por un motivo u otro, siempre aparezco en la lista. Aunque en la sala hace un calor infernal, Hilly lleva un vestido de lana roja acampanado y una pequeña capa como la de Sherlock Holmes por encima de los hombros. De vez en cuando, se recoloca la capa, aunque no creo que lo haga porque le moleste, pues parece disfrutar demasiado con el gesto. Su ayudante, Mary Nell, permanece de pie junto a ella sujetándole los papeles. Mary Nell parece un perrito faldero rubio, uno de esos pequineses de patitas cortas y nariz aplastada. —Ahora tenemos un tema muy interesante que tratar. —Hilly recoge las notas que le entrega su perrito faldero y las ojea—. El Comité de Dirección de la Liga de Damas ha decidido introducir unas mejoras en nuestro boletín. Me pongo rígida en mi asiento. ¿No debería ser yo la que decida los cambios en el boletín? —En primer lugar, el boletín pasará de ser una publicación semanal a mensual. Ahora que los sellos han subido a seis céntimos, resulta demasiado caro enviarlo todas las semanas. Por otra parte, vamos a añadir una columna de moda en la que recogeremos los mejores conjuntos de nuestras integrantes, y otra de maquillaje con las últimas tendencias. Ah, y también incluiremos la lista de quejas, que a partir de ahora pasará a estar en el boletín. —Hace un gesto con la cabeza y busca el contacto visual de algunas de las presentes—. Y, por último, la novedad más emocionante: hemos decidido cambiar el nombre del boletín a The Tattler, como la famosa revista europea que leen muchas mujeres por aquí. —¡Es un nombre precioso! —comenta en voz alta Mary Lou White. Hilly está tan orgullosa de su ocurrencia que no hace uso de la maza para recriminar a Mary Lou por haber hablado sin pedir turno de palabra. —De acuerdo. Es el momento de elegir una editora para nuestro nuevo y moderno boletín mensual. ¿Se os ocurre alguna candidata? Se alzan algunas manos en la sala. Permanezco impasible en mi silla. —Jeanie Price, ¿qué opinas? —Propongo a Hilly, a Hilly Holbrook. —¡Qué encantador por tu parte! Muy bien, ¿alguien más? Rachel Cole Brant se vuelve y me mira, como queriendo decirme: «¿Te puedes creer este numerito?». Evidentemente, es la única en esta sala que no sabe lo que pasó entre Hilly y yo. —¿Alguien secunda a... —Hilly baja la mirada, como si no se acordara muy bien de quién ha sido la nominada— Hilly Holbrook como editora? —¡Yo! —¡Yo también! —¡Y yo! Unos golpes de maza confirman que acabo de perder mi empleo de editora del boletín. Leslie Fullerbean me contempla con los ojos fuera de sus órbitas. Puedo ver que no queda nada allá donde debería estar su cerebro. —Skeeter, ¿no es ése tu puesto? —me pregunta Rachel. —Era —murmullo. Cuando termina la reunión me dirijo hacia la puerta. Nadie me habla ni me mira a los ojos, pero yo mantengo la cabeza alta. En el recibidor, Hilly y Elizabeth charlan. Hilly se recoge el pelo oscuro detrás de las orejas, me ofrece una sonrisa diplomática y se marcha ligera a conversar con otra persona, pero Elizabeth no se mueve de su sitio. Cuando paso a su lado, me toca el brazo. —Hola, Elizabeth —le susurro. —Lo siento, Skeeter —murmura. Nos miramos a los ojos un momento, pero luego ella desvía la mirada. Bajo las escaleras y me dirijo al oscuro aparcamiento. Pensaba que quería decirme algo más, pero supongo que estaba equivocada. T ras la reunión de la Liga, no vuelvo a casa directamente. Bajo todos los cristales de las ventanillas del Cadillac y dejo que el aire nocturno me dé en el rostro. Es cálido y fresco a la vez. Sé que debería regresar para trabajar en las historias, pero en lugar de eso enfilo los anchos carriles de State Street y conduzco. Nunca me había sentido tan vacía en mi vida. No puedo evitar pensar en todas las cosas que se me acumulan: no conseguiré entregar el libro a tiempo, mis amigas me ignoran, Stuart me ha dejado, Madre tiene... No sé lo que tiene Madre, pero todos presentimos que se trata de algo más que unas simples úlceras de estómago. El bar Sun and Sand está cerrado y reduzco la velocidad al llegar a su altura para comprobar lo muerto que parece un anuncio luminoso cuando está apagado. Al ralentí, paso junto al alto edificio de Lámar Life, bajo las parpadeantes farolas de la calle. Sólo son las ocho, pero parece que la ciudad entera se haya ido ya a la cama. En este lugar, todo el mundo está dormido en el más amplio sentido de la palabra. —¡Ojalá pudiera marcharme de aquí! —grito, y mi voz resulta aterradora sin nadie para escucharla. Rodeada por la oscuridad, me veo desde arriba, como en una película. Me he convertido en una de esas personas que deambulan por la noche en su coche. Dios, soy la Boo Radley de la ciudad, como en Matar a un ruiseñor. Enciendo la radio y busco desesperadamente algún sonido que llene mis oídos. Suena It's My Party y cambio de emisora. Estoy empezando a odiar esas ñoñas canciones de amor para adolescentes. En un momento de cruce de ondas capto la WKPO de Memphis y escucho una voz masculina y ebria que canta una triste tonada de ritmo rápido. En un callejón sin salida, me detengo en el aparcamiento de los almacenes Tote-Sum y escucho la canción. Es lo más bonito que he oído nunca. Then you better start swimmin' or you'll sink Hke a stone For the times they are a-changin'(Más vale que empieces a nadar o te hundirás como una piedra /porque los tiempos están cambiando. ) Una voz enlatada me dice que el cantante se llama Bob Dylan, pero cuando va a empezar la siguiente canción se pierde la señal. Me reclino en el asiento y contemplo los oscuros escaparates de la tienda. Siento una ola de inexplicable alivio. Es como si acabara de escuchar algo venido del futuro. En la cabina telefónica que hay frente a la tienda, echo una moneda y llamo a Madre. Sé que estará despierta esperando a que vuelva a casa. —¿Diga? —contesta la voz de Padre, todavía levantado a las nueve menos diez. —¿Papá? ¿Qué haces levantado? ¿Ha pasado algo? —Cariño, tienes que volver a casa cuanto antes. Las luces de las farolas me resultan de repente demasiado brillantes y la noche demasiado fría. —¿Es mamá? ¿Está mal? —Stuart lleva dos horas sentado en el porche. Te está esperando. ¿Stuart? Esto no tiene sentido. —Pero mamá... ¿Está...? —Tu madre está bien. De hecho, parece que ha mejorado un poco. Ven ya, Skeeter, para atender a Stuart. El camino de regreso a la plantación nunca me había resultado tan largo. Diez minutos más tarde, aparco delante de casa y veo a Stuart sentado en las escaleras del porche. Padre está en una de las mecedoras. Cuando apago el motor, los dos se ponen de pie. —Hola, papá —digo, sin mirar a Stuart—. ¿Dónde está mamá? —Está dormida, acabo de entrar a ver cómo estaba. Padre bosteza. La última vez que lo vi levantado más tarde de las siete fue hace diez años, aquella primavera que se heló la cosecha. —Buenas noches a los dos. Apagad las luces cuando terminéis —dice Padre y entra en casa. Me quedo a solas con Stuart. La noche es tan oscura y tranquila que no se ven la luna, las estrellas ni los perros en el jardín. —¿A qué has venido? —pregunto con voz apagada. —Quiero hablar contigo. Me siento en las escaleras y hundo la cabeza entre las manos. —Di lo que tengas que decir y márchate rápido. Estaba empezando a recuperarme de mis penas. Hace sólo diez minutos he escuchado una canción muy bonita y me he sentido bien. Se acerca a mí, pero no lo suficiente como para que nuestros cuerpos se rocen. Me encantaría que lo hicieran. —He venido para decirte una cosa. Quería contarte que la he visto. Levanto la cabeza. La primera palabra que me viene a la cabeza es «egoísta». Egoísta hijo de perra, has venido hasta aquí para hablarme de Patricia. —Estuve en San Francisco hace un par de semanas. Me subí en mi camioneta, conduje durante toda la noche y llamé a la puerta de la dirección que me dio su madre. Me tapo la cara con las manos. Cuando cierro los ojos, sólo veo a Stuart recogiéndome el pelo como solía hacerlo. —No quiero que me lo cuentes, Stuart. —Le dije que mentir así a alguien es lo peor que se le puede hacer a una persona. Parecía muy cambiada. Llevaba un vestido de florecitas, un símbolo de la paz colgado del cuello, el pelo muy largo y no se había pintado los labios. Se rió al verme y me llamó puta. —Se frota los ojos con los nudillos—. Ella, que se metió en la cama con ese tipo, me llamó puta a mí. Dijo que yo era la puta de mi padre, la puta de Misisipi. —¿Por qué me cuentas esto? Tengo los puños cerrados y un sabor metálico en la boca. Creo que me he mordido la lengua. —Fui hasta allí por ti. Después de que rompiéramos, me di cuenta de que tenía que quitarme a esa mujer de la cabeza. Y lo he conseguido, Skeeter. Conduje más de mil kilómetros de ida y vuelta y he venido a contártelo. Se acabó, ese amor está muerto. —Pues muy bien, Stuart. Me alegro por ti. Se acerca a mí y se inclina para que pueda mirarle a los ojos. Me entran mareos y ganas de vomitar al oler su aliento a bourbon. Pero, a pesar de todo, todavía me gustaría que me envolviera entre sus brazos. Lo amo y lo odio al mismo tiempo. —Vete a tu casa —digo, casi sin creerme lo que estoy haciendo—. Ya no hay lugar para ti en mi interior. —No me lo creo. —Es demasiado tarde, Stuart. —¿Puedo pasarme el sábado y hablamos? Me encojo de hombros, con los ojos llenos de lágrimas. No quiero que vuelva a dejarme tirada como un trapo. Ya me ha pasado muchas veces, con él, con mis amigas... Sería estúpida si permitiera que volviese a suceder. —Me da igual lo que hagas. Me levanto a las cinco de la mañana y empiezo a trabajar en las historias. Sólo quedan diecisiete días para la fecha de entrega, así que trabajo día y noche con una velocidad y una eficiencia desconocidas en mí. Termino el capítulo de Louvenia en la mitad del tiempo que me costó escribir los demás. Con un intenso dolor de cabeza, apago la luz cuando los primeros rayos de sol empiezan a asomar por la ventana. Si Aibileen me entrega la historia de Constantine para el próximo miércoles, podremos acabar a tiempo. Justo entonces me doy cuenta de que no me quedan diecisiete días. ¡Qué idiota soy! Sólo son diez días, porque no he tenido en cuenta lo que tarda en llegar el correo hasta Nueva York. Me echaría a llorar si tuviera tiempo para ello. Unas horas después, me levanto y regreso al trabajo. A las cinco de la tarde, oigo el ruido de un motor que entra en nuestra propiedad y a través de la ventana veo a Stuart que baja de su camioneta. Me levanto de la máquina de escribir y salgo al porche. —Hola —le digo desde la puerta. —Hola, Skeeter —me saluda con un gesto, tímido, comparado con cómo se comportó hace dos noches—. Buenas tardes, Mister Phelan. —¿Qué tal, jovencito? —Padre se levanta de la mecedora y añade—: Os dejo para que habléis tranquilos. —No te levantes, papá. Lo siento, Stuart, pero hoy estoy muy ocupada. Si quieres, puedes quedarte con mi padre. Regreso al interior de la casa y veo que Madre, en la cocina, se toma un vaso de leche caliente. —¿Es Stuart el que está ahí fuera? Me voy al comedor y me aparto de las ventanas para que Stuart no pueda verme. Le observo escondida hasta que se marcha y me quedo un buen rato contemplando la carretera. Esa noche, como de costumbre, voy a casa de Aibileen. Le entrego, para que lo revise, el capítulo de Louvenia, el que he escrito a la velocidad del rayo. Minny está en la mesa de la cocina; se toma un refresco y mira por la ventana. No sabía que iba a estar con nosotras hoy, y preferiría que nos dejara trabajar. Aibileen termina de leer y hace un gesto afirmativo con la cabeza. —Creo que este capítulo ha quedao mu bien. Se lee igual que los que escribimos con más calma. Suspiro, me reclino en la silla y pienso en lo que nos falta aún. —Tenemos que decidir el título —digo, mientras me froto las sienes—. He estado pensando en algunos. Creo que deberíamos llamarlo Empleadas del hogar de color trabajando para familias sureñas. —Pero ¿qué dice? —pregunta Minny, mirándome por primera vez en toda la noche. —Es la mejor forma de describir el contenido, ¿no os parece? —digo. —Sí, pero suena como si te estuvieran metiendo una mazorca de maíz por el culo. —No es una obra de ficción, Minny, es sociológica. El título tiene que ser preciso. —Pero no por eso tie que ser aburrió —replica Minny. —Aibileen —suspiro, confiando en que podamos resolver el tema esa noche—, ¿tú qué opinas? Aibileen se encoge de hombros y puedo ver que ya está preparando su sonrisa pacificadora. Parece que siempre tiene que calmar los ánimos cuando Minny y yo estamos en la misma habitación. —Es un buen título, pero se va a cansa de escribí una frase tan larga en toas las páginas —contesta. Ya le había explicado antes cómo se deben presentar los textos. —Bueno, podemos acortarlo un poco... —digo, sacando mi lápiz. Aibileen se rasca la nariz y propone: —¿Qué os parece si lo llamamos na más: Criadas y señoras? —Criadas y señoras —repite Minny, como si nunca hubiera escuchado la palabra. —Criadas y señoras —murmuro. Aibileen se encoge de hombros y baja los ojos con timidez, como si estuviera un poco avergonzada de su ocurrencia. —No quiero quitarle su idea... Sólo intento busca algo más sencillo. —Criadas y señoras me suena bien —dice Minny, cruzándose de brazos. —Me gusta... Criadas y señoras —comento, porque de verdad me gusta, y añado—: Aunque creo que deberíamos poner debajo una descripción para que quede claro de qué trata. Pero me parece un buen título. —¡Pos ya está! ¡Criadas y señoras! —exclama Minny—. Si lo publican, bien sabe Dios que vamos a necesita de Sus servicios. El domingo por la tarde, a falta de ocho días para la fecha de entrega, bajo las escaleras mareada y mis ojos parpadean por haberme pasado todo el día con la vista fija en la máquina de escribir. Casi me he alegrado al escuchar el ruido del coche de Stuart al acercarse a casa. Me froto los ojos. Puede que hoy me quede un poco con él para despejarme la cabeza y luego seguir trabajando por la noche. Stuart baja de su camioneta llena de barro. Todavía lleva la corbata de los domingos. Intento no fijarme en lo guapo que está. Me desperezo al salir al porche. Hace un calor totalmente incongruente teniendo en cuenta que sólo faltan doce días para Navidad. Madre está sentada en una mecedora, cubierta con mantas. —Hola, Miss Phelan. ¿Qué tal se encuentra hoy? —pregunta Stuart. Madre le hace un gesto regio con la cabeza. —Bien; gracias por preguntar. Me sorprende la frialdad de su tono de voz. Después, vuelve a concentrarse en su periódico y no puedo evitar sonreír. Madre sabe que Stuart ha estado viniendo a verme, pero no me lo ha mencionado más que una vez. Me pregunto cuándo saltará sobre mí. —Hola —me dice Stuart muy tranquilo. Nos sentamos en las escaleras del porche. En silencio, contemplamos a Sherman, nuestro viejo gato, que trepa por un árbol meneando la cola detrás de algún bicho que no podemos ver desde aquí. Stuart me posa la mano en el hombro. —No puedo quedarme mucho hoy. Me voy a Dallas para una reunión de la empresa, estaré fuera tres días. Sólo he venido a decírtelo. —Muy bien —respondo, y me encojo de hombros como si no me importara. —Vale —dice, y regresa a su camioneta. Cuando se ha marchado, Madre se aclara la garganta. Sigo de espaldas a ella, porque no quiero que vea la decepción en mi rostro. —Venga, Madre —le susurro por fin—. Suéltalo ya. —No dejes que se aproveche de ti. Me vuelvo y la miro con sospecha. Por muy frágil que parezca bajo sus mantas de lana, ¡ay de aquel que se atreva a minusvalorar a Madre! —Si ese Stuart no se da cuenta de lo inteligente y atenta que eres y de lo bien que te he educado, que se vuelva a State Street. —Mira frunciendo el ceño al perro, tumbado obscenamente al sol patas arriba—. Sinceramente, no me gusta mucho ese Stuart. No sabe la suerte que tuvo por haber salido contigo. Dejo que las palabras de Madre se posen como un dulce caramelo en mi lengua. Muy a mi pesar, me levanto de las escaleras y me dirijo hacia la puerta. Todavía me queda mucho trabajo por hacer y no dispongo de demasiado tiempo. —Gracias, Madre. La beso en la mejilla y entro en casa. Estoy agotada e irritable. Llevo cuarenta y ocho horas tecleando sin parar. Me encuentro atontada con tantos datos en la cabeza sobre la vida de otras personas. Me escuecen los ojos por la tinta y tengo los dedos llenos de cortes que me he hecho con el borde de los folios. Quién iba a decir que el papel y la tinta pudieran ser tan nocivos... Sólo me quedan seis días. Me paso por casa de Aibileen, que se ha tomado un día libre en el trabajo a pesar del enfado de Elizabeth. Supongo que sabe de lo que tenemos que hablar antes incluso de que yo abra la boca. Me deja en la cocina y vuelve con un sobre en la mano. —Antes de darle esto... creo que tengo que contarle unas cosas pa que pueda entendé bien. Asiento y me remuevo nerviosa en la silla. Me gustaría abrir el sobre cuanto antes y acabar con esto. Aibileen ordena el cuaderno que tiene en la mesa de la cocina y la observo mientras alinea sus dos lápices amarillos. —¿Recuerda que le conté que Constantine tenía una hija? Se llamaba Lulabelle. Ay, Señó, le salió pálida como la nieve. Cuando le creció el pelo, lo tenía del coló del heno, y mu liso, no rizao como el suyo. —¿Tan blanca era? Siempre me había preguntado esto desde que Aibileen me contó hace ya tiempo en la cocina de Elizabeth lo de la hija de Constantine. Pienso en lo extraño que le resultaría tener un bebé blanco entre los brazos sabiendo que esta vez era suyo. Aibileen asiente. —Cuando Lulabelle tenía cuatro años, Constantine... —Aibileen cambia de postura en la silla—. Bueno, la llevó a un orfanato en Chicago. —¿Un orfanato? ¿Estás diciendo que... abandonó a su hija? Con lo que me quería Constantine, me puedo imaginar lo mucho que querría a su propia hija. Aibileen me mira a los ojos. Veo algo en ellos que nunca antes había visto: frustración y una cierta antipatía. —Un montón de mujeres de coló tienen que abandona a sus hijos, Miss Skeeter. No pueden atenderlos porque se tienen que ocupa de una familia blanca. —Bajo la mirada, preguntándome si Constantine no pudo ocuparse de su hija por atender a mi familia—. Aunque lo normal es que los envíen con parientes. Meterlos en un orfanato es algo... un poco distinto. —¿Y por qué no envió a la niña con su hermana o con otro familiar? —Su hermana no podía ocuparse de ella. Ser un negro con la piel blanca en Misisipi significa no pertenece a ninguna de las dos razas. Pero no sólo fue duro pa la niña, también lo fue pa Constantine. La gente... se quedaba mirándola tol rato. Los blancos la abordaban pa sabe qué hacía ella con una niña blanca por la calle. En State Street, la policía la paraba y le preguntaba por qué no llevaba su uniforme de trabajo. Incluso la gente de coló la trataba distinto. Desconfiaban de ella, como si hubiera hecho algo malo. Le costaba mucho encontrá a alguien dispuesto a cuida a Lulabelle cuando tenía que ir a trabaja. Constantine terminó haciendo lo que no quería hace... —¿En aquel entonces ya trabajaba para mi familia? —Pos sí, llevaba ya unos años con su mamita de usté. Ahí fue donde conosió al padre de la criatura, Connor. Trabajaba en su plantación y vivía en Hotstack. —Aibileen mueve la cabeza—. A toas nos sorprendió que Constantine se... relacionara con él así, sin pasa por el alta. A mucha gente en la parroquia no le hizo ninguna grasia, sobre todo cuando la niña salió blanca, aunque su padre era tan negro como yo. —Seguro que a mi madre tampoco le hizo mucha gracia. No me cabe ninguna duda de que Madre lo supo. Siempre está al corriente de las circunstancias del servicio (dónde viven, si están casadas, cuántos hijos tienen). Es más una forma de control que un verdadero interés. Le gusta saber quién anda por sus propiedades. —¿La dejó en un orfanato para niños de color o en uno de blancos? —pregunto, porque se me ocurre (o espero) que igual lo que pasó es que Constantine quería una vida mejor para su hija; quizá pensó que si la adoptaba una familia blanca no se sentiría tan diferente. —En uno de coló. Los de blancos no la admitieron, nos contó. Supongo que sabían... Igual habían tenío el mismo caso antes. Cuando Constantine fue a la estación de tren con Lulabelle pa llevarla a Chicago, dicen que los blancos la miraban sorprendíos en el andén, preguntándose qué hacía una niña blanca subía en el vagón de los negros. Cuando Constantine la dejó en aquel lugá... la pequeña tenía ya cuatro años... era demasiao mayó pa que la abandonaran. Lulabelle se puso a llora y grita como una loca. Eso es lo que le contó Constantine a alguien de nuestra parroquia. Le dijo que Lula chillaba y se revolvía pidiéndole a su madre que no la dejara. Pero Constantine, incluso escuchando sus gritos, la dejó allá. Mientras escucho, empiezo a comprender lo que Aibileen me está contando. Si no hubiera tenido una madre como la que tengo, igual no habría sido capaz de entenderlo tan bien. —¿Abandonó a su hija... porque le daba vergüenza que fuera blanca? Aibileen abre la boca para protestar, pero de repente la cierra y baja la mirada. —Unos años más tarde, Constantine escribió al orfanato y les dijo que había cometió un erró, que quería que le devolvieran a su hija. Pero Lula había sido adopta. ¡La había perdió pa siempre! Constantine decía que abandona a su hija fue el peor erró que cometió en su vida. —Aibileen se reclina en la silla—. Y también decía que si algún día conseguía recupera a Lulabelle, no la dejaría marcha nunca. Me quedo en silencio, con el corazón dolido por Constantine. Empiezo a temer que esto tenga algo que ver con Madre. —Hace un par de años, Constantine recibió una carta de Lulabelle —continúa relatando Aibileen—. Creo que tenía ya veintisinco años. Parece que sus padres adoptivos le habían dao la dirección. Empezaron a escribirse y un día Lulabelle le dijo que quería acercarse a Misisipi y quedarse una témpora con su madre. ¡Señó! Constantine estaba tan nerviosa que no era capaz de anda recta. No podía come ni bebé agua, no paraba de vomita. La tuve que mete en mi lista de oraciones. Hace dos años. Eso sería mientras yo estaba en la universidad. ¿Por qué Constantine nunca me contó en sus cartas lo que pasaba? —Constantine sacó tos sus ahorros y compró ropa pa Lulabelle y pulverizadores pal pelo. Encargó al sastre de la parroquia que le cosiera una nueva colcha pa la cama en la que iba a dormí Lula. En una reunión de la iglesia nos dijo: «¿Y si me odia? Seguro que me pregunta por qué la abandoné y, si le cuento la verdá..., me odiará». Aibileen levanta la vista de su taza de té, sonríe levemente y añade: —También nos decía: «Me muero de ganas de que Skeeter conozca a mi hija cuando vuelva de la universidad. Fíjese qué curioso. En aquel entonces, yo todavía no la conocía a usté, Miss Skeeter. Recuerdo la última carta que recibí de Constantine, en la que me decía que tenía una sorpresa para mí. Ahora comprendo lo que quería: ¡presentarme a su hija! Contengo las lágrimas que asoman a mis ojos. —¿Qué pasó cuando Lulabelle vino a verla? Aibileen empuja hacia mí el sobre por encima de la mesa y dice: —Eso tendrá que leerlo usté sola cuando llegue a su casa. Una vez en casa, subo a mi cuarto. Antes incluso de sentarme ya he abierto el sobre de Aibileen. La carta está escrita a lápiz, en una hoja de cuaderno por las dos caras. Después de leerla, contemplo las ocho páginas que ya he escrito sobre mi excursión a Hotstack con Constantine, sobre los puzzles que hacíamos juntas, sobre cómo me apretaba con el pulgar en la mano... Tomo aire y poso las yemas de los dedos sobre las teclas de la máquina de escribir. No puedo perder más tiempo, tengo que terminar su historia. Escribo lo que Aibileen me ha contado: que Constantine tuvo una hija y la abandonó para poder trabajar para mi familia, los Miller, como nos llamamos en el libro en honor a Henry, mi escritor proscrito preferido. No menciono que la hija de Constantine salió pálida y rubia, sólo quiero mostrar que el amor que sentía esta mujer por mí comenzó después de haber perdido a su propia hija. Puede que eso fuera lo que lo hacía tan único y profundo. El hecho de que yo fuera blanca no tenía importancia. Mientras ella deseaba recuperar a su hija, yo anhelaba que Madre no estuviera siempre descontenta conmigo. Escribo sobre mis años universitarios y sobre las cartas que nos enviábamos cada semana. Dejo de teclear al escuchar la tos de Madre en la planta baja y los pasos de Padre que acude a atenderla. Enciendo un cigarrillo y lo apago al instante. «¡No empieces otra vez!» El ruido de la cisterna del váter resuena por toda la casa, y se lleva por el desagüe un trocito más del cuerpo de mi madre. Enciendo otro cigarrillo y me lo fumo hasta el filtro. No soy capaz de escribir sobre lo que hay en la carta de Aibileen. Esa tarde, llamo a Aibileen a su casa. —No puedo meterlo en el libro —le digo—. Lo de mi madre y Constantine. Lo dejaré en el momento en que me fui a la universidad. Es que... —Miss Skeeter... —Sé que debería ponerlo. Sé que tendría que sacrificarme tanto como tú, Minny y las otras... Pero no puedo hacerle eso a mi madre. —Nadie espera que lo haga, Miss Skeeter. La verdá es que no tendría un buen concepto de usté si lo hiciera. Al día siguiente, por la tarde, bajo a la cocina para prepararme un té. —¿Eugenia? ¿Estás aquí abajo? —pregunta Madre. Me acerco a su dormitorio. Padre todavía no se ha acostado, oigo la televisión en la sala de estar. —Sí, mamá, estoy aquí. Madre se encuentra ya en la cama, a las seis de la tarde, con la palangana blanca a su lado. —¿Has estado llorando? Ya sabes que eso envejece tu cutis, cariño. Me siento en la silla de mimbre que hay junto a la cama, sin saber por dónde empezar. Una parte de mí entiende por qué Madre se comportó de esa manera. La verdad es que cualquiera se enfadaría por lo que hizo Lulabelle. Pero necesito escuchar su versión de la historia. Quiero saber si Aibileen se olvidó de escribir algo en su relato que me permita perdonar a Madre. —Quiero hablar contigo de Constantine, mamá —le digo. —Pero bueno, Eugenia —me reprende Madre al tiempo que me agarra la mano—, hace casi dos años de eso. —Mamá —digo, y me esfuerzo por mirarla a los ojos. Aunque está horriblemente delgada y se le marca la clavícula, todavía tiene la misma mirada penetrante de siempre—. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó con su hija? La mandíbula de Madre se tensa y veo que le ha sorprendido que yo sepa de la existencia de Lulabelle. Supongo que, como siempre, se negará a hablar del tema, pero esta vez suspira profundamente, se acerca un poco la palangana y dice: —Constantine la envió a vivir a Chicago porque no podía cuidarla. Asiento, y espero a que continúe hablando: —Ya sabes, esa gente es diferente con estas cosas. Se ponen a tener hijos sin pararse a pensar en las consecuencias. «Esa gente.» Me recuerda a Hilly en la forma de expresarse. Madre se da cuenta del malestar en mi rostro. —Mira, yo fui muy buena con Constantine. Era muy deslenguada y a veces me contradecía, pero siempre se lo pasé por alto. Pero, Skeeter, aquella vez no me quedaba elección. —Lo sé, Madre. Sé lo que pasó. —¿Quién te lo ha contado? ¿Alguien más lo sabe? Veo un temor paranoico que asoma a sus ojos. Su mayor pesadilla se está volviendo realidad. La verdad es que me da lástima. —Nunca te diré quién me lo contó... Lo único que puedo decirte es que fue alguien... poco importante para ti —contesto—. No puedo creerme que lo hicieras, Madre. —¿Cómo te atreves a juzgarme después de lo que hizo esa mujer? ¿Acaso sabes lo que pasó? ¿Estabas tú allí? Veo aparecer en su rostro la vieja rabia de una mujer obstinada que ha sobrevivido a largos años de úlceras sangrantes. —Esa muchacha —dice Madre, apuntándome con su nudoso dedo— se presentó una tarde cuando tenía a todo el grupo de las Hijas de la Revolución Americana en casa. En aquel entonces, tú estabas en la universidad. De repente, alguien llamó al timbre con violencia. Constantine estaba en la cocina colando el café porque la máquina se había quemado después de hacer dos tazas. —Madre hace un gesto de disgusto al recordar el tufo del café quemado—. Estábamos todas en el salón tomando las pastas. ¡Noventa y cinco personas en la casa! Así que abrí yo la puerta y esa muchacha se presenta y se pone a tomar café, a charlar con Sarah von Sistern, a deambular por la sala zampando pastas como si fuera una invitada más... ¡Incluso se puso a rellenar un formulario para ingresar en nuestra asociación! Asiento de nuevo. Ignoraba estos detalles, pero no cambian en nada lo que sucedió. —Era tan blanca como las demás, y lo sabía. Era perfectamente consciente de lo que estaba haciendo. Así que me acerqué a ella y le dije: «¿Cómo está usted, señorita?», y ella sonrió y me contestó: «Bien, gracias», y le pregunté: «No la había visto antes por aquí, ¿cómo se llama?», y me dijo: «¿De verdad no lo sabe? Soy Lulabelle Bates. Ahora que soy un poco más mayor he venido a Misisipi para vivir con mi mamita. Acabo de llegar». Y me dejó para servirse otro pedazo de tarta. —Bates —comento en voz baja, pues es otro detalle que, pese a ser insignificante, no conocía—. Así que recuperó el apellido de Constantine. —Gracias a Dios, nadie oyó nuestra conversación. Pero luego se puso a hablar con Phoebe Miller, la presidenta de la división sureña de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. No aguanté más; la agarré del brazo, me la llevé a la cocina y le dije: «Miss Lula, no puede quedarse aquí. Tiene que marcharse». Entonces me miró altiva y me espetó: «¿Qué pasa? ¿En su casa los negros sólo podemos entrar al salón para limpiar?». En ese momento, Constantine apareció en la cocina. Parecía tan sorprendida como yo. «Miss Lulabelle —le dije—, salga de esta casa antes de que llame a mi marido.» Pero no se movió. Me dijo que mientras yo pensaba que era blanca la había tratado bien, pero ahora que sabía que era hija de la criada la echaba de casa. También exclamó que allá en Chicago pertenecía a un grupo de «gatos negros» o algo así. Al final, le grité a Constantine: «¡Saca a tu hija de mi casa ahora mismo!». Los ojos de Madre parecen más hundidos que nunca. Se le dilatan las ventanas de la nariz de lo nerviosa que se pone al recordar mientras continúa su relato: —Entonces Constantine le pidió a Lula que se marchara a casa y su hija le contestó: «Vale. De todos modos, ya me iba». Se dirigió hacia el salón, pero la detuve y le dije: «¡Alto ahí, jovencita! Tú sales por la puerta de servicio, no por la delantera como las invitadas blancas». No estaba dispuesta a permitir que mis compañeras de la asociación descubrieran aquello. Así que le dije a esa descarada, a cuya madre le dábamos diez dólares de aguinaldo todas las Navidades, que no pusiera un pie en nuestra plantación nunca más. ¿Sabes lo que hizo? «Sí lo sé», pienso para mis adentros, pero pongo cara de no saber nada. Todavía estoy esperando que Madre me cuente algo que me permita perdonarla por lo que hizo. —Me escupió. ¡Una negra intentando hacerse pasar por blanca me escupió en la cara en mi propia casa! Me estremezco. ¿Quién podría tener las agallas de escupirle a Madre? —Le dije a Constantine que a esa muchacha más le valía no volver a dejarse ver por aquí, por Hotstack y por todo el Estado de Misisipi, y que no pensaba tolerar que siguiera viviendo con Lulabelle, no mientras tu padre pagara el alquiler de la casa de Constantine. —Pero fue Lulabelle la que se portó mal, no Constantine. —¿Cómo se iba a quedar por aquí? No podía imaginarme a esa muchacha paseándose por Jackson, haciéndose pasar por una blanca cuando en realidad era negra, contándole a todo el mundo que había estado en una reunión de las Hijas de la Revolución Americana en Longleaf. Doy gracias a Dios todos los días porque nadie descubrió lo que sucedió. Intentó humillarme en mi propia casa, Eugenia. ¡Cinco minutos antes había estado rellenando con Phoebe Miller los formularios para unirse a nuestra asociación! —Hacía veinte años que Constantine no la veía. No puedes prohibirle a una persona que vea a su hija. Pero Madre está atrapada por su propia versión de la historia. —Constantine imaginó que podía hacerme cambiar de opinión. «Por favor, Miss Phelan, deje que se quede en mi casa. No volverá a acercarse al barrio blanco. ¡Hace tanto que no la veo!» Todavía recuerdo a esa Lulabelle, en jarras, diciendo: «Mire, blanca, mi madre me tuvo que dejar en un orfanato porque mi padre murió y ella no podía hacerse cargo de mí porque estaba muy enferma. Pero ahora no va a venir usted a separarnos otra vez». Madre baja la voz, parece más tranquila. —Miré a Constantine y me dio mucha vergüenza su comportamiento: primero quedarse embarazada sin estar casada y luego mentir así... Me siento mareada y sudorosa. Quiero que esto termine de una vez. Madre frunce el ceño y añade: —Ya es hora de que sepas, Eugenia, cómo son las cosas. Siempre idolatraste demasiado a Constantine. —Me apunta con el dedo—. Pero esa gente no es como las personas normales. No me atrevo a mirarla a la cara. Cierro los ojos y pregunto: —¿Y qué pasó después, Madre? —Le pregunté directamente a Constantine: «¿Eso es lo que le has contado? ¿Así pretendes ocultar tus errores?». Ésta es la parte que esperaba que no fuera verdad. La parte en la que deseaba que Aibileen se hubiera equivocado. —Le conté la verdad a Lulabelle. Le dije que su padre no había muerto, que se había marchado el día que ella nació, y que su madre no había estado enferma ni un solo día en toda su vida. Que la abandonó porque era demasiado rubia y no la quería. —¿Y no podías haber dejado que siguiera creyendo lo que le había contado su madre? Constantine se inventó esas historias porque le daba mucho miedo que su hija no la quisiera. —Lulabelle tenía que saber la verdad y regresar adonde pertenecía, a Chicago. Éste no era su sitio. Hundo la cabeza entre las manos. No hay un solo elemento en la historia que me ayude a perdonarla. Ahora entiendo por qué Aibileen no había querido contármelo. Nadie debería conocer nunca esta cara de su madre. —Nunca se me ocurrió que Constantine se marcharía a Illinois con ella, Eugenia. Sinceramente, me dio pena cuando se fue. —No, no te dio ninguna pena —la contradigo. Pienso en Constantine, tras pasarse cincuenta años viviendo en el campo, atrapada en un pequeño apartamento en Chicago. ¡Qué sola se debe de haber sentido! ¡Cuánto le habrán dolido las rodillas con el frío del Norte! —¡Sí que me dio pena! Y aunque le dije que no te escribiera, seguramente lo habría hecho si hubiera tenido más tiempo. —¿Más tiempo? —Constantine murió, Skeeter. Le envié un cheque por su cumpleaños a la dirección de su hija, pero Lulabelle me lo devolvió junto a una copia de la esquela. —¡Constantine...! —Me echo a llorar. Ojalá lo hubiera sabido antes—. ¿Por qué no me lo contaste, mamá? Madre se suena la nariz y, sin dejar de mirar al frente, se seca los ojos y responde: —Porque sabía que me ibas a echar la culpa de todo, cuando... cuando yo no hice nada malo. —¿Cuándo murió? ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en Chicago? —le pregunto. Madre agarra la palangana y la abraza. —Tres semanas. Aibileen abre la puerta trasera de su casa y me deja pasar. Minny está en la mesa de la cocina y remueve con una cucharilla el café. Cuando me ve, se baja la manga del vestido, pero me da tiempo a fijarme en el vendaje que lleva en el brazo. Murmulla un saludo y vuelve a concentrarse en su taza. Dejo caer sobre la mesa el manuscrito. —Si lo envío mañana temprano, tardará siete días en llegar a Nueva York. ¡Hemos terminado a tiempo! Sonrío a pesar de lo agotada que estoy. Lo hemos conseguido. —¡Leches! ¡Vaya montón de papeles! —Aibileen sonríe y se sienta en su taburete—. ¡Doscientas sesenta y seis páginas! —Ahora sólo nos queda... esperar —reflexiono, mientras las tres contemplamos la pila de folios. —Por fin —dice Minny, y en su rostro creo adivinar algo; no es una sonrisa, sino más bien un ligero gesto de satisfacción. La habitación permanece en silencio. Fuera, reina la oscuridad. La oficina postal está ya cerrada, así que decidí pasarme por aquí para enseñárselo todo a Aibileen y Minny antes de enviarlo. Normalmente, sólo les traigo capítulos sueltos. —¿Qué pasa si lo descubren? —pregunta Aibileen muy tranquila. Minny levanta la vista de su café—. ¿Qué pasará si la gente se entera de que Niceville es en realidá Jackson y empiezan a adivina quién es quién? —No lo descubrirán —dice Minny—. Jackson es una ciudá como otra cualquiera, hay un montón de sitios iguales. Hace mucho que no hablábamos de esto. Además del comentario de Winnie sobre las lenguas cortadas, no hemos vuelto a pensar en las consecuencias que el libro podría tener, más allá de que las criadas perdieran su trabajo. Durante los últimos ocho meses, en lo único que pensábamos era en lograr terminarlo a tiempo. —Minny, ties que pensá en tus crios —dice Aibileen—. Y en Leroy... si tu mano se entera... Los ojos de Minny, habitualmente confiados, parecen de repente esquivos, inquietos. —Leroy se va a cabrea, eso está claro —comenta Minny, bajándose otra vez la manga del vestido—. Se cabreará y se quedará mu triste si los blancos se me llevan. —¿No crees que deberíamos busca un luga pa escapa, en caso de que las cosas se pongan feas? —pregunta Aibileen. Las dos se quedan reflexionando sobre el tema y mueven la cabeza. —No sé ande podríamos ir —resume Minny. —Usté también debería pensá en un sitio pa ocultarse, Miss Skeeter —me dice Aibileen. —No puedo abandonar a mi madre ahora. —Me siento en una silla y añado—: Aibileen, ¿crees que... nos harán daño? Quiero decir, como lo que sale en los periódicos. Aibileen ladea la cabeza, confusa por mis palabras. Frunce el ceño, como si hubiera un malentendido. —A nosotras nos atizarán. Vendrán al barrio con sus bates de béisbol. Igual no nos matan, pero... —Pero... ¿quiénes hacen eso? ¿Las mujeres blancas sobre las que escribimos? No creo que ellas vayan a hacernos daño, ¿no? —pregunto. —¿Acaso no sabe que a los hombres blancos les encanta protege a las mujeres de su duda? Se me pone la piel de gallina. Más que por lo que pueda pasarme a mí, me preocupa el daño que podrían causarles a Aibileen, a Minny, a Louvenia, a Faye Belle y a otras ocho mujeres. El libro sigue sobre la mesa. Siento deseos de meterlo en la mochila y esconderlo. Sin embargo, miro a Minny porque, por alguna extraña razón, creo que es la única de nosotras que realmente comprende lo que nos puede pasar. No me devuelve la mirada, está perdida en sus pensamientos, pasándose la uña del pulgar por el labio. —Minny, ¿tú qué piensas? —le pregunto. Ella sigue con la vista fija en la ventana, moviendo la cabeza al ritmo de sus propias elucubraciones. —Creo que necesitamos algún tipo de seguro. —No hay seguros pa nosotras —dice Aibileen. —¿Y si ponemos en el libro la terrible trastada que le hice a Miss Hilly? —inquiere Minny. —No podemos, Minny —le responde Aibileen—. Nos delataría. —Pero si lo ponemos, a Miss Hilly no le harígrasia que la gente descubra que el libro habla de Jackson. No querrá que nadie se entere de que ella es la protagonista de esa historia. Y si alguien se acerca a la verdá, ella misma se encargará de desvia la atención. —¡Leches, Minny! Me parece demasiao arriesgao. Nadie sabe de lo que es capaz esa mujé. —Las únicas personas que conocen esa historia son Miss Hilly y su mamá —dice Minny—. Bueno, y Miss Celia, pero ésa no tie amigas pa contárselo. —¿Qué pasó? —pregunto—. ¿De verdad es algo tan terrible? Aibileen me mira y enarco las cejas sin entender. —¿Quién sería capaz de reconoce algo así? —le dice Minny a Aibileen—. Además, Aibileen, tampoco pue permití que la gente te relacione a ti o a Miss Leefolt con el libro, porque entonces podrían descubrí lo que le hice. Hazme caso, Miss Hilly es la mejó protección que tenemos. Aibileen asiente con la cabeza. Luego repite ambos gestos mientras la miramos expectantes. —Si ponemos la terrible trastada en el libro y la gente descubre que las protagonistas sois tú y Miss Hilly, estarás metía en un buen lío —Aibileen se estremece—. Creo que no se ha inventao un castigo pa lo que hiciste. —Es un riesgo que estoy dispuesta a corre. Ya lo he decidió. Si no lo incluís, quitáis mi capítulo entero. Aibileen y Minny se miran fijamente. No podemos quitar el capítulo de Minny, es el que cierra el libro, en el que se explica cómo es posible que a una mujer la despidan diecinueve veces en la misma ciudad y se relata su lucha infructuosa por contener la rabia que lleva dentro. Comienza con las reglas de su madre sobre lo que hay que hacer para trabajar en casa de una mujer blanca y termina cuando Hilly envía a Miss Walter al asilo. Me gustaría intervenir, pero creo que es mejor seguir en silencio. Por fin, Aibileen suspira y mueve la cabeza. —Está bien. Supongo que lo mejó será que se lo cuentes a Miss Skeeter. Minny me mira con el ceño fruncido. Saco papel y bolígrafo y me preparo para escribir. —Sepa que sólo se lo cuento por el libro. Yo no soy de esas que van contando secretos por ahí. —Voy a prepara más café —se ofrece Aibileen. De regreso a Longleaf siento escalofríos pensando en la historia de la tarta de Minny. No sé qué será más seguro, si incluirla en el libro o no. Además, si la escribo entre esta noche y mañana, perderemos un día y tendremos menos posibilidades de entregarlo a tiempo. Me puedo imaginar el rostro de Hilly rojo de rabia. Todavía odia a Minny, conozco bien a mi amiga. Si nos descubren, se convertirá en nuestra más feroz enemiga. Incluso si no nos descubren, publicar la historia de la tarta cabreará a Hilly más de lo que pueda imaginar. Pero Minny tiene razón, es nuestra mejor garantía de seguridad. Cada doscientos metros miro por el retrovisor. Conduzco al límite de velocidad y voy por carreteras secundarias. En mi mente resuena el «Nos atizarán». Me paso toda la noche y el día siguiente escribiendo, con cara de asco ante los detalles de la historia de Minny. A las cuatro de la tarde, meto el manuscrito en un sobre de cartón y lo envuelvo en papel de celofán marrón. Normalmente tarda siete u ocho días en llegar, pero tiene que estar en Nueva York en seis días. A pesar del miedo que tengo a la policía, conduzco a toda velocidad hasta la oficina postal, consciente de que cierra a las cuatro y media. Al llegar, me dirijo corriendo a la ventanilla. No duermo desde anteayer. Tengo el pelo revuelto por el viento. El empleado de correos me mira sorprendido. —¿Sopla mucho aire en la calle? —Por favor, ¿podrían enviar esto hoy? Es para Nueva York. Observa la dirección en el sobre y me dice: —La furgoneta para los envíos fuera de la ciudad ya ha salido. Tendrá que esperar a la de mañana. Pone los sellos al paquete y me vuelvo a casa. Nada más llegar, me meto directamente en la despensa y llamo al despacho de Elaine Stein. Su secretaria me pone con ella y le cuento con voz ronca y agotada que acabo de enviarle el manuscrito. —La última reunión editorial es dentro de seis días, Eugenia. No sólo tiene que llegar el manuscrito, también tiene que darme tiempo a leerlo. Siento decirle que lo veo poco probable. No tengo mucho más que decir, así que sólo susurro: —Lo comprendo. Gracias de todos modos —y añado—: Feliz Navidad, Miss Stein. —Nosotros lo llamamos hanukkah, pero gracias de todos modos, Miss Phelan.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...