En cuanto termina el programa People Will Talk, agarro el mando a distancia y aprieto el botón de apagado. Está a punto de empezar mi telenovela favorita, pero no me importa. El doctor Strong y Miss Julia tendrán que aguantarse sin mí hoy. Se me ocurre llamar a ese tal Dennis James y decirle: «¿Quién te crees que eres, blanquito de las narices, para ir contando esas mentiras? ¡No puedes andar soltando por todo el Estado que nuestro libro habla de Jackson! No sabes a qué ciudad nos referimos». Sé muy bien lo que le pasa a ese idiota. Le encantaría que el libro fuera sobre nuestra ciudad. Desearía que Jackson, Misisipi, fuese lo suficientemente interesante como para que alguien escriba un libro sobre ella. Pero, aunque el libro habla de Jackson... él no tiene que saberlo. Corro a la cocina y llamo a Aibileen, pero después de intentarlo dos veces y encontrar la línea ocupada, cuelgo y lo dejo para más tarde. En el salón, enchufo la plancha y saco una de las camisas blancas de Mister Johnny del cesto de la ropa. Me pregunto por millonésima vez qué va a pasar cuando Miss Hilly lea el último capítulo. Más le vale que empiece a preocuparse por convencer a la gente de que no se trata de nuestra ciudad. De todos modos, aunque se pase toda la tarde pidiéndole a Miss Celia que me despida, no conseguirá convencerla. Lo único que tenemos en común esa loca para la que trabajo y yo es el odio que sentimos por Miss Hilly. Qué hará Hilly después, eso ya no lo sé. Será nuestra propia guerra, entre ella y yo, pero no afectará a las demás. Estoy de muy mala leche. Desde la tabla de planchar, puedo ver a Miss Celia en el patio trasero. Tiene unas pintas de furcia tremendas con esos pantalones ajustados de satén rosa. Lleva las manos cubiertas por unos guantes de plástico y está pringada de tierra hasta las rodillas. Le he pedido un montón de veces que no vuelva a trabajar en el jardín con su ropa de vestir, pero esta mujer nunca me escucha. Por el césped, junto a la piscina, hay desperdigados rastrillos y herramientas de jardinería. Miss Celia ahora sólo se dedica a escarbar en el jardín y a plantar florecitas. No importa que Mister Johnny haya contratado, hace ya unos meses, a un jardinero llamado John Willis. Pensaba que de este modo la casa estaría un poco más protegida en caso de que volviese a aparecer el exhibicionista, pero el jardinero es un viejo que camina doblado como las ramas de un sauce y está tan delgado como un junco. Tengo la impresión de que debería salir de vez en cuando al jardín a comprobar que no le haya dado un ataque al vejestorio y esté muerto entre los arbustos. Supongo que Mister Johnny no se atreve a sustituirlo por uno más joven. Echo más almidón en el cuello de la camisa de Mister Johnny mientras escucho a Miss Celia gritando instrucciones al jardinero sobre cómo plantar un arbolito. —Necesitamos más hierro en la tierra para esas hortensias, ¿entendido, John Willis? —Sí, señora —responde el otro. —Baja la voz, estúpida —digo por lo bajo. Por el modo en que le grita, el anciano se debe de pensar que la mujer es sorda. Suena el teléfono y me lanzo sobre él. —¡Ay, Minny! —dice Aibileen al aparato—. Han descubierto la ciudá, dentro de na adivinarán quiénes son los personajes. —Maldito presentado imbécil. —¿Cómo sabemos que Miss Hilly se lo va a lee? —pregunta Aibileen, alzando la voz nerviosa. Espero que Miss Leefolt no la oiga—. ¡Leches! Teníamos que habé pensao en eso, Minny. Nunca había visto a Aibileen así. Se comporta como suelo hacerlo yo..., y viceversa. —Escucha —digo, porque algo empieza a encajar en todo esto—, como Mister James le ha dao tanto bombo al libro, seguro que Miss Hilly acaba leyéndolo. Tol mundo en la ciudá está como loco por comprárselo. —Mientras pronuncio estas palabras, me doy cuenta de todo lo que implican—. No nos pongamos nerviosas —añado—, porque pue que las cosas salgan como esperamos. Cinco minutos después de colgar, el teléfono vuelve a sonar. —Residencia de Miss Celia, ¿di...? —Acabo de habla con Louvenia —susurra de nuevo Aibileen—. Miss Lou Anne acaba de volvé a casa con un ejemplá pa ella y otro pa regala a su mejó amiga, Hilly Holbrook. ¡Agárrate, que allá vamos! Durante toda la noche, juraría que puedo sentir a Miss Hilly leyendo nuestro libro. En mi cabeza resuenan las palabras que ella está leyendo con su voz de blanca prepotente. A las dos de la madrugada, me levanto de la cama y abro mi ejemplar, intentando adivinar a qué capítulo habrá llegado. ¿Al primero, al segundo o al décimo? Por último, me quedo mirando el color pastel de la portada. Nunca había visto un libro de un color tan bonito. Limpio una mancha de grasa de la cubierta y luego lo vuelvo a esconder en el bolsillo de ese abrigo de invierno que nunca me pongo. Tomo estas precauciones porque, desde que me casé, no he leído ningún libro y no quiero que Leroy sospeche al verme con uno. Regreso a la cama, pensando que no hay forma de saber hasta dónde, habrá llegado Miss Hilly con su lectura. Seguro que todavía no ha alcanzado su parte porque está al final. Además, lo sé porque aún no he oído sus gritos. Por la mañana, me alegro de ir al trabajo. Hoy toca fregar los suelos, justo lo que necesito para no pensar en lo del libro. Me subo en el coche y conduzco hasta el condado de Madison. Ayer, Miss Celia fue a ver a otro médico para consultarle sus problemas a la hora de quedarse embarazada. Estuve por decirle que se quedara con uno de mis hijos si tanto le apetece tener crios. Seguro que hoy me contará hasta el más mínimo detalle de la consulta. Por lo menos, la tonta de ella tuvo la feliz idea de dejar de ver al estúpido del doctor Tate. Me detengo ante la casa. Ahora que Miss Celia ha desvelado su secreto contándole a su marido lo que él ya sabía, por fin puedo aparcar frente al porche. Veo que el coche de Mister Johnny todavía está aquí. Espero un rato sin salir de mi auto. Nunca lo he visto en casa cuando llego al trabajo. Al fin, decido entrar por la puerta trasera. Me quedo en medio de la cocina, mirando a mi alrededor. Alguien ha preparado café. Oigo una voz masculina en el comedor. Aquí está pasando algo. Me acerco a la puerta y oigo la voz de Mister Johnny. ¿Qué hace este hombre en casa a las ocho y media, un día de entre semana? Algo me dice que debería salir corriendo y volverme por donde he venido. Igual Miss Hilly le ha llamado y le ha contado que soy una ladrona, o se ha enterado de lo de la tarta y lo del libro. —¿Minny? —me llama Miss Celia. Muy despacito, abro la puerta y asomo la cabeza al comedor. Miss Celia está sentada a la mesa con su marido a su lado. Los dos me miran. Mister Johnny está más pálido que ese viejo albino que vivía detrás de casa de Miss Walter. —Minny, tráeme un vaso de agua, por favor —me dice ella, y siento que algo va muy mal. Le llevo lo que me ha pedido. Cuando poso el vaso en la servilleta, Mister Johnny se pone en pie y me mira con mala cara. ¡Ay, Señor! Ya sé lo que viene ahora. —Le conté lo del aborto —susurra Miss Celia, y con ello rompe mis esquemas—. Bueno, lo de los abortos. —Minny, habría perdido a mi mujer de no haber sido por ti —dice Mister Jonnny y me agarra las manos—. Gracias a Dios que estabas aquí. Miro a Miss Celia, que tiene los ojos muertos. Me imagino lo que le habrá dicho el doctor. Puedo ver en su mirada que no podrá tener hijos. Mister Johnny me da un apretón cariñoso en la mano y luego se acerca a su mujer. Se pone de rodillas junto a ella y descansa la cabeza en su regazo. —No te marches, Celia. No me abandones nunca —gimotea mientras su esposa le acaricia el pelo. —Cuéntaselo, Johnny. Cuéntale a Minny lo que me dijiste. Mister Johnny levanta la cabeza. Con el pelo revuelto, me dice: —Minny, siempre tendrás trabajo en esta casa. Si lo deseas, puedes quedarte con nosotros toda la vida. —Grasias, señó —digo de todo corazón. Es lo mejor que podía escuchar un día como hoy. Me dispongo a retirarme, pero Miss Celia me dice con voz muy suave: —Quédate un poquito con nosotros, Minny, por favor. Me apoyo en el aparador porque cada vez me pesa más la tripa. Me pregunto por qué a unas Dios nos da tanto y a otras tan poco. Mister Johnny llora, Miss Celia llora... Al final, los tres acabamos llorando como tontos en el comedor. —¡Te digo que sí! —le cuento a Leroy en la cocina un par de días más tarde—. No ties más que apretá un botón pa cambia de canal sin levantarte del sofá. —Mujé, eso es imposible —dice Leroy sin apartar la vista del periódico. —Miss Celia tie uno. Se llama «mando a distancia». Es como una cajita del tamaño de media tostá de pan.—¡Serán vagos los blancos! —exclama Leroy, moviendo la cabeza—. No son capaces de levantarse pa apretá un botón. —Dentro de na, la gente volará a la Luna, ya verás —comento. Pero no le presto atención a las palabras que salen de mi boca. Mis oídos sólo están pendientes del grito. ¿Cuándo va a terminar el libro esa mujer? —¿Qué hay pa cena? —pregunta Leroy. —Sí, mamá, ¿cuándo vamos a come? —dice Kindra. Un coche se detiene delante de nuestra casa. Escucho con atención y el cucharón se me resbala de las manos y cae en el cazo de las judías. —Gachas —contesto. —¡No pienso come gachas pa cená! —protesta Leroy. —¡Ya hemos comió gachas en el desayuno! —grita Kindra. —Perdón, quería decí... Jamón con judías. Voy a cerrar el pestillo de la puerta trasera. Miro por la ventana y veo que el coche se aleja. Sólo estaba dando la vuelta. Leroy se levanta y abre la puerta otra vez. —¿Por qué cierras? ¡Hace un caló de mil demonios en casa! —Se acerca a la cocina y me pregunta, pegando su rostro a un centímetro del mío—: ¿Qué te pasa hoy? —Na —contesto, retrocediendo un par de pasos. Por lo general, no se mete conmigo cuando estoy preñada. Pero se acerca otra vez y me agarra con fuerza del brazo. —¿Qué has hecho ahora? —Na... No he hecho na —respondo—. Sólo estoy cansa. Me aprieta con más fuerza el brazo, que me empieza a arder entre sus dedos. —Nunca te cansas hasta el décimo mes. —No he hecho na, Leroy. Siéntate y déjame prepara la cena tranquila. Me deja, pero no aparta los ojos de mí. No soy capaz de sostenerle la mirada.
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CRIADAS Y SEÑORAS
RandomSkeeter, de veintidós años, ha regresado a su casa en Jackson, en el sur de Estados Unidos, tras terminar sus estudios en la Universidad de Misisipi. Pero como estamos en 1962, su madre no descansará hasta que no vea a su hija con una alianza en la ...